La piedra lunar

Epílogo

EPÍLOGO

El día en que el señor Spurdle, convicto de los atroces crímenes de Kingston, oyó su condena de muerte ante la audiencia de Londres, Harry Dickson, Tom Wills, el señor Rocksniff y Ted Selby se reunieron alrededor de un gran vaso de ponche en Bakerstreet.

—Usted nos debe algunas explicaciones, señor Dickson —dijo el inspector jefe.

El detective se dispuso a ello gustosamente.

—Ante todo quiero hacer un breve relato de la marcha de las cosas —dijo.

»Antes que nada, se plantea la cuestión: “¿Cómo es posible que un artista como Spurdle se volviera el más escalofriante de los asesinos?”.

»¿La locura? Sin duda, ella no anduvo lejos de este caso, si bien se trata de un tipo especial de locura que no lo librará en absoluto de su condena.

»Este hombre no vivía más que para sus trabajos de mecánico, sus autómatas. Al final, ya no estaba lejos de creer que sus muñecos de hierro estaban dotados de vida, igual que hombres.

»Los dos preferidos eran los del viejo colegio de Kingston, a los que visitaba diariamente como a niños. De ahí que empezara a errar por ese museo desierto y también por la biblioteca. Una terrible casualidad quiso que cayera sobre viejos libros de brujería.

»Y en uno de ellos, entre otras recetas mágicas, encontró la siguiente:

¿Cómo hacer móvil lo inmóvil? ¿Cómo dar vida a las cosas inanimadas? Respuesta: en el momento en que la vida escapa de un hombre, o sea, en el instante de su muerte, el ópalo o LA PIEDRA LUNAR, tienen la propiedad de absorberla. Puede a su vez comunicarla a todo objeto inanimado pronunciando tal o tal fórmula mágica y en tal o tal circunstancia.

»Desde entonces, Spurdle no descansó hasta que no hubo hecho esta experiencia. Se procuró dos magníficos ópalos. ¿Cómo? Por más que lo interrogué sobre esto permaneció mudo. Sabe Dios si no fue un primer crimen el que se los proporcionó. Pero sin duda eso no será nunca esclarecido.

»Tenía, pues, que estar en presencia de moribundos. ¿Cómo conseguirlo?

»Se dirigió a la señorita Marholm y bajo un pretexto cualquiera, consiguió poder ayudar a los enfermos agonizantes del hospital.

»Las piedras de ópalo permanecieron inertes.

»Pero la fórmula mágica poseía distintos corolarios.

»Era mucho mejor tratar de captar la vida de un hombre que muere de muerte violenta. Y aquí está el crimen de Bushy Park concebido y perpetrado.

—Pero ¿y la herida casi quirúrgica? —preguntó Tom Wills.

—¡No olvide que Spurdle frecuentaba asiduamente el hospital y, probablemente, el anfiteatro de disecación, en dónde la señorita Marholm estaba como en su casa! Se hizo unas manos hábiles de tanto mirar, si es que puede decirse así —contestó Dickson.

»Pero una primera experiencia no da, de golpe, resultados definitivos.

»Tuvo que volver a empezar.

»Fue el día de la señora Bolland. Con calma pasó revista a sus amigos, rumiando sin duda siniestros proyectos.

»¡Vio ante él la juvenil silueta de la señorita Flora Carter!

»Unos minutos más tarde, en la carretera desierta, el segundo crimen se había consumado. Pero a la vez que su instinto criminal crecía, su astucia se agudizaba. Vio, lejos, a las señoras Jacobs que iban a robar flores a la rosaleda de New Maiden.

»Se unió a ellas por un atajo: se había creado una coartada que ni nosotros mismos nos atreveríamos a desmentir.

—¡Alto! —exclamó, de golpe, Rocksniff—; usted habló todo el tiempo de las gafas del asesino…

Harry Dickson sonrió.

—¡Discúlpeme! Era una pura invención. No olvide que siempre tuve la impresión de que el bandido estaba alrededor de nosotros y quería darle confianza. Subterfugio burdo que no ha surtido el efecto que podía.

»Pero le doy la receta por buena, Rocksniff; usted podrá aún servirse de ella en su carrera. Continúo.

»Solamente tras este segundo asesinato, el asesino se dio cuenta de que tendría que habérselas con la ley. Sin envanecerme demasiado, mi intervención lo inquietó.

»La huida de Dora Marholm lo puso fuera de sí. Supuso que había ido a hacer una investigación por su cuenta y que podría dar en el clavo. Su insistencia en frecuentar las salas de moribundos, ¿no podría levantar sospechas en la joven estudiante?

»La suerte le fue propicia. Aquella misma noche encontró a Dora Marholm, completamente perdida y tratando de esconder el producto de un robo cometido en la casa de Flora Carter.

—En efecto —dijo Tom Wills—; ella robó en el apartamento de su desgraciada amiga.

—¡Alto ahí! La magnífica joven no hizo esto más que guiada por sentimientos nobles. Ella sabía que Flora Carter había tenido hacía tiempo ciertas debilidades; un amor por un hombre indigno de quien guardaba las cartas… ¿Iban a caer estas epístolas en manos profanas? ¿Descubriría Ted Selby que la mujer por la que lloraba era indigna de su amor? Y el móvil de Dora fue doble: guardar sin mancha el nombre de su amiga y evitar a Ted Selby, al que ella amaba, una desilusión atroz. Spurdle pudo persuadirla fácilmente de que sospechaban de ella y de que su detención era inminente. Le ofreció asilo en su casa y… la retuvo allí prisionera.

—Pero ¿por qué no la mató? —preguntó Tom Wills.

—La observación es lógica. ¿Usted sabía que Spurdle no era rico? Sus experimentos mecánicos le costaban mucho y él se imaginó que Dora había registrado la casa de Flora Carter para robarla.

Trató, pues, por todos los medios, de que su cautiva cantara.

»Una noche, sin embargo, Dora pudo escaparse y Stanley Banks la vio. Un minuto de valor habría terminado con la carnicería de Kingston, pero Banks no lo tuvo y Dora Marholm volvió a caer en poder de Spurdle.

»Aquí recurro de nuevo a mis descubrimientos en la biblioteca de Kingston. Uno de los libros de magia negra de la receta del potente anestésico que utilizó Spurdle para su doble crimen de “Los Tritones” y, también, para llevar a Dora, dormida, al campanario.

—¿Por qué lo hizo? —preguntó Rocksniff—. Habría podido elegir un lugar más fácil.

—No; quería ensayar la experiencia de la piedra lunar de otra manera.

»Después de la muerte de su prisionera, con el ópalo en la mano, se lanza hacia sus muñecos mecánicos. La piedra lunar no habría tenido tiempo de perder su efecto mágico; eso es lo que se imaginaba.

»Pero cuando manipulaba entre las ruedas de los autómatas, un ruido de pasos debió de asustarlo; la llegada, sin duda, de los guardianes. Se puso entonces a gritar contra los sacrílegos, y su espíritu inventivo imaginó al instante la fantástica historia de los maniquíes violados por los iconoclastas.

—¿Por qué buscó sus víctimas entre los invitados a la velada de la señora Bolland? —preguntó Ted Selby.

—Eso es lo que podríamos llamar las florituras del crimen —respondió Harry Dickson.

»Al final, Spurdle se volvió un deportista. Un loco orgullo acababa de invadirlo: ¡él era inexpugnable, invulnerable! ¡Lo protegía el demonio!

—Imagino —dijo Tom Wills— que él hubiera querido hacer recaer las sospechas sobre uno de ustedes: la señora Bolland o Ted Selby, aquí presente.

—Es posible, pero no hay nada que lo pruebe —dijo Harry Dickson—; así que me abstengo de resolver este problema, por otra parte secundario.

De pronto, Rocksniff dio un fuerte puñetazo en la mesa.

—¡Pero Spurdle había salido de Inglaterra cuando asesinaron a Stanley Banks! —gritó.

—¡Ah! Ésta es la cuestión —contestó Harry Dickson—. No, Spurdle había hecho solamente como que abandonaba el país. Y quiso hacerlo sin el riesgo de dejar una sospecha detrás de sí. Por eso fue por lo que volvió con la intención de terminar con las señoritas Jacobs, pero el azar le ofreció a Stanley Banks. Este acabamiento de su táctica estuvo muy cerca de serle fatal, ya que yo tenía la impresión de que el bandido abandonaría Kingston en el momento del gran éxodo de sus habitantes, pero que lo haría como un verdadero artista del crimen. Lo cual, en efecto, hizo.

—¿Y el robo de la biblioteca? —preguntó Rocksniff.

—¡Exacto! Spurdle había reconstruido sus muñecos mutilados: quería ensayar nuevos experimentos, pero dudaba de su memoria y regresó a Kingston para robar el libro de magia negra. Fue su desgracia: mientras tanto, habían nombrado a un cuidadoso conservador…

»Entonces yo me convertí en Sarrien, el vendedor de piedras. Sabía que Spurdle había salido para Alemania, en donde había hecho su aprendizaje. Los Toppfer, a quienes probablemente había conocido antes, se sintieron ganados por sus proyectos gracias a los cuales extraían formidables beneficios. Tendí el cebo de las piedras lunares. Y esta vez el monstruo mordió el anzuelo…

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