IV - El misterio del campanario
IV - EL MISTERIO DEL CAMPANARIO
En la pista del crimen no marcha uno siempre de aventura en aventura; bien lejos de ello. Por el contrario, toda investigación es abundante en horas fastidiosas que conducen a búsquedas, a interrogatorios vagos y sin resultado, a innumerables idas y venidas.
Durante el curso de este tenebroso asunto, Harry Dickson y sus colaboradores conocieron muchas horas así; días grises que terminaban con resultados nulos, en errores, en complicaciones y desencantos continuos.
A Tom Wills le cayó en suerte la larga serie de visitas a los joyeros y expertos en piedras preciosas de Londres, a quienes mostró la piedra lunar encontrada en aquellas circunstancias misteriosas y trágicas.
Pero entre todos a los que, ávidamente, interrogó, ninguno recordaba jamás haber tenido una piedra semejante ni incluso haberla visto nunca. Sin embargo, en la casa de un judío del Soho, Abraham Blum, recogió algunas indicaciones que no le parecieron despreciables.
Blum había mirado durante un buen rato la piedra, después la había sopesado murmurando confusas palabras y sacudiendo su decrépita cabeza.
—Piedras de este tipo no tienen un inmenso valor —dijo— porque no las piden demasiado, pero de este tamaño serían conocidas y puede que catalogadas como curiosidades de museo. ¡No, no ha debido de pasar por los almacenes de Europa!
»Estas piedras se encuentran en los Urales donde se las desprecia y se las teme a la vez, ya que gozan de una pésima reputación: la de traer desgracia. Creo haber oído decir a mi venerable padre que los mercaderes árabes las buscaban para hacer con ellas trueques en el África Central.
»Los sacerdotes fetichistas se vuelven locos por tener una de ellas para sus sortilegios.
—¿Qué clase de sortilegios? —preguntó Tom Wills.
Abraham Blum se encogió de hombros.
—¡De esto no sé nada! Yo no soy un hombre sabio. Pero un viajero que conozca las costumbres de estos condenados negros, podría saber mucho sobre ello. Es todo cuanto le puedo decir, joven.
Tom Wills regresó con sus informaciones junto a su maestro, quien no se sintió del todo descontento.
—No sería ésta la primera vez que, incluso en nuestros tiempos de progreso a ultranza, antiquísimas prácticas de brujería hayan llevado al crimen a algún loco o maníaco peligroso —dijo volviendo a coger la piedra lunar.
Empezó entonces a frecuentar a algunos célebres exploradores, a consultar libros de viaje.
¡Vanos esfuerzos! Los libros permanecían mudos y los viajeros africanos, aún reconociendo el valor atribuido por ciertas gentes al ópalo, como piedra de los espíritus de la noche, no le conocían otra cualidad.
Harry Dickson la observó al microscopio.
La piedra no había sido pulida, nunca había formado parte de ningún aderezo: era una piedra libre. ¿Cómo estaba en la mano de la muerta? Misterio que no hacía más que ensombrecer los otros misterios.
—¿Habrá desempeñado un papel solamente en este crimen? —preguntó Tom Wills.
El buen sentido hablaba por la boca del joven. Su maestro se resistía a creerlo.
Tom pateaba las calles de Londres sin demasiadas esperanzas. Escribió, en nombre de su maestro, a los principales expertos en piedras de Europa. No recibió ninguna respuesta interesante: a pesar de su escasez, los ópalos no dejaban dinero en el mercado.
En cuanto a las investigaciones de la policía en Kingston y sus alrededores, no dieron ningún resultado. El criminal se había esfumado como una nube pasajera sin dejar ninguna huella que pudiera conducir hasta él.
Sin embargo, los asuntos criminales más atroces tienen a veces sus intermedios grotescos o, digamos, cómicos.
El señor Stanley Banks corrió con el primero de ellos.
Después de la muerte de la señorita Carter, la buena señora Bolland se mostró fría con él. No podía perdonarle sus injuriosas dudas en torno a la señorita Dora Marholm.
El señor Banks juró que probaría la culpabilidad de la joven a la que, desde entonces llamaba la vampira de Kingston.
Como tantos detectives aficionados, hizo las más absurdas gestiones y multiplicó las investigaciones ridículas.
Una noche, sin embargo, se creyó muy cerca del objetivo.
Acababa de pasar media hora más bien desagradable en Bolland-House, donde la dueña lo recibió con una marcada frialdad.
Se encontró en la calle furioso y con más deseos que nunca de llevar a cabo su investigación personal.
Había franqueado ya la zona de las primeras luces de la ciudad y estaba en Highway, particularmente oscuro aquella noche, ya que muchos faroles no estaban encendidos o bien habían sido apagados por los noctámbulos.
De golpe, oyó correr a alguien detrás suyo.
Se volvió y pensó morir de espanto: Dora Marholm, espantosamente pálida, corría hacia él desde el fondo de la sombra.
A Stanley Banks le pareció que la cara de la joven era horrible, retorcida por los deseos de su sanguinaria pasión (éstos fueron sus propios términos). El valiente Banks echó a correr lanzando gritos capaces de sublevar a un pueblo entero.
Igual que un loco penetró en el primer puesto de policía cuyo farol rojo había visto lucir desde lejos, como un faro salvador.
Tras su relato angustioso, dos sargentos de la policía lo acompañaron, pero por más que exploraron Highway en todos los sentidos, no descubrieron ni un alma y, mucho menos a «la vampira».
Este episodio, descrito irónicamente por el , acabó de perder al desgraciado abogado en cuanto a la estima de la señora Bolland que le prohibió el acceso a su casa.
Harry Dickson no estuvo al corriente de esta estúpida aventura nocturna hasta mucho más tarde y veremos, por lo que sigue, que lo sintió muchísimo.
Pero el segundo intermedio, que empezó de modo grotesco, terminó en una nueva tragedia.
Una mañana, la campanilla sonando en la puerta de la calle hizo correr a la señora Crown. Apenas la venerable dama hubo abierto, cuando un hombre algo ridículo, esgrimiendo un inverosímil paraguas, pidió ver a Harry Dickson al momento.
—¡Soy víctima del crimen más abominable del siglo! —gimió—. ¡Ah, mi pequeño Ben y mi querida Frida! ¡Mis pobres niños!
La buena señora Crown se apiadó inmediatamente de la suerte del desgraciado padre, subió las escaleras de cuatro en cuatro y entró, como una tromba, en el comedor donde Dickson y Tom Wills terminaban de tomar su té de la mañana.
—¡Hay un pobre hombre al que cobardemente acaban de asesinar a sus dos hijos, señor Dickson! —gritó.
El detective dejó su taza e hizo signo de que pasara inmediatamente un hombre tan duramente probado.
Fue el bueno del señor Spurdle quien entró, lagrimeante y jadeando.
—¡Mi pequeño Ben, mi querida Frida! —lloriqueó.
El detective hizo un gesto de perplejidad.
—¡Pero si es el señor Spurdle de Kingston! —dijo—. ¡Yo creía que usted era soltero!
—Así es —replicó el señor Spurdle—. ¿Cree usted que una estúpida criatura femenina podría entrar en mi vida; una cotorra que no comprendiera nada de mis trabajos?
—Nos había parecido entender que sus dos hijos habían caído víctimas del vampiro de Kingston —dijo Tom Wills.
—¡Y les ha parecido la verdad, mi querido señor! —se lamentó el relojero—. Mi buen Ben, mi bella Frida se han convertido también en presa del monstruo infernal. Les ha abierto el vientre, sembrando los alrededores con sus delicados órganos.
Harry Dickson se golpeó la frente y contuvo un violento deseo de reír.
—Ben y Frida son los dos muñecos mecánicos que adornan el campanario del viejo colegio de Kingston, creo.
—¡Mis niños! ¡El fruto de mis desvelos! Una maravilla dé autómatas que los mecánicos de Nuremberg me envidiaban con todo el alma. ¿Usted los había visto alguna vez, señor Dickson?
El detective hizo un gesto de asentimiento.
—En efecto, eran unas maravillas en su género —aceptó.
—Frida salía cada cuarto de hora de su nicho de piedra, daba una vueltecita sobre la cornisa y golpeaba la campana con su martillo de hierro. Cuando debía sonar la hora, aparecía Ben. Saludaba, desde lo alto de la torre, al público de abajo que esperaba su llegada: un saludo grave, con el sombrero, para los caballeros, un gesto gentil para las damas, un aviso amistoso, con el dedo, para los niños traviesos, y después daba la hora. Al mediodía iba a buscar a Frida y bailaban algunos pasos de vals, después hacían una mímica expresiva que se dirigía de nuevo a la gente que estaba abajo: ¡es la hora de ir a comer!
»Y he aquí que el vampiro los ha destripado como a unos cerdos, los ha dejado inmóviles para largos meses… ¡quizá para siempre! ¡No me siento con fuerzas para volver a realizar otras obras maestras!
»¡Señor Dickson tiene que acompañarme allí!
El detective dudó; tenía asuntos mucho más importantes en que ocuparse que el de ir a la búsqueda de estúpidos iconoclastas, pero el señor Spurdle advirtió su duda y enseguida la emprendió con sus lamentos:
—¿Cómo usted no ve en eso un crimen tan innoble como los otros que han ensangrentado Kingston? ¡Ben y Frida no eran inertes muñecos de bronce, vivían con la vida de mi cerebro e igualmente de mi corazón! Hay que vengarlos lo mismo que a la señorita Flora y, sobre todo, que a los ridículos burgueses de los Fleetwinch.
El dulce señor Spurdle ya no podía contenerse más. La muerte de sus queridos muñecos le afectaba tanto como si hubieran sido niños de su propia carne y sangre.
Harry Dickson vio que Tom Wills sentía un gran deseo de seguir a este curioso hombrecillo y aceptó acompañarlo a Kingston.
Para aquella circunstancia, el relojero había alquilado un espacioso taxi y el trayecto lo hicieron rápidamente, si bien no cesaron ni un momento las lamentaciones del artesano.
Al fin, el campanario apareció a lo lejos y el señor Spurdle lo señaló lanzando un grito de dolor y de cólera.
—¡He aquí el lugar del crimen! —gritó con énfasis.
Desde hacía años, el viejo colegio de Kingston no se dedicaba ya a la educación de los niños del lugar.
Sus salas bajas y sombrías habían sido puestas a disposición de un museo local que amontonaba curiosidades sin gloria, atrayendo a muy poca gente. Sólo los muñecos del señor Spurdle despertaban aún la atención del que pasaba por allí y del viajero.
Harry Dickson y sus dos compañeros fueron recibidos a su entrada por el único guardián, un viejo inválido gruñón, que detestaba todo aquello que pudiera alterar la paz de sus días.
—Cuánto jaleo por dos malditos muñecos —gruñó, volviendo la espalda a los tres visitantes.
El señor Spurdle precedía a sus invitados por una escalera de piedra que ascendía en caracol, por entre dos murallas de piedra tallada, musgosas y rezumantes.
Por las troneras, a lo largo del ascenso, el pueblo aparecía en vista panorámica y, después, la amplia variedad de colorido del campo de los alrededores.
Cuando hubieron alcanzado la gran plataforma del campanario, el señor Spurdle se paró y respiró:
—Van a encontrarse ante el crimen más repugnante que he conocido —dijo con vehemencia—; un crimen contra el arte y la inteligencia humana.
Agachándose, entraron en un estrecho nicho de piedra en donde se encontraron inmediatamente ante los tristes despojos de Ben y de Frida.
Los muñecos estaban tirados como dos polichinelas contra el muro.
La coraza de su vientre había sido arrancada y se veía brillar en su interior un complicado mecanismo de ruedas, bañado en aceite.
Una profusión de ruedas dentadas, de resortes retorcidos y de pivotes arrancados, se esparcían por el suelo y eran testimonio del mortífero ardor de su verdugo.
—El monstruo ha procedido como un bruto —gritó el señor Spurdle fuera de sí—. ¡No se ha contentado con un puñetazo sino que se ha servido de unas tijeras en frío, de limas y de tenazas! Mis pobres pequeños, ya nunca más podré volveros a vuestra hermosa vida de todas las horas.
Hipó fuertemente.
El detective contemplaba este desastre con una mirada mitad desaprobadora, mitad divertida cuando, de pronto, Tom Wills gritó con un estupor escalofriante.
—¡No es posible, estos maniquíes han sangrado!
—¿Qué? —gritó el maestro.
Por toda respuesta Tom Wills mostró un ancho charco de sangre que se extendía por el suelo del nicho.
El señor Spurdle, antes todo indignación, unió su estupor al de sus compañeros.
—¿Qué han sangrado mis muñecos, dicen? No… no… es el aceite, pero nunca pongo tanto.
—¡Es sangre! —dijo bruscamente Dickson—, y que no hace tanto tiempo que ha corrido.
Su mirada recorrió la torre y se paró, de pronto, sobre los escalones de una escalerilla muy estrecha que subía hacia lo alto del campanario.
—La sangre ha corrido por esta escalera —dijo lanzándose a los escalones seguido por Tom Wills y el señor Spurdle.
Alcanzaron casi al mismo tiempo una especie de pirámide hueca: la última y más elevada habitación del campanario. Y allí, el horror personificado los recibió: un cuerpo de mujer medio desnudo yacía sobre las negras baldosas.
El vientre, rasgado por un tremendo tajo de cuchillo, se entreabría con los músculos separados como postigos: el paquete opalino y sangrante de las vísceras se escapaba de la inmunda herida y caía al suelo.
—Pero… yo… la reconozco —jadeó, de pronto, el señor Spurdle.
Harry Dickson lanzó un rugido de bestia salvaje.
Era el cadáver de la señorita Dora Marholm.
Tres horas más tarde, el médico forense terminaba la autopsia de la muerta en presencia de la policía local, de un enviado de Scotland Yard mandado a toda prisa, de Harry Dickson y de Tom Wills.
—Procedimiento análogo al de todos los crímenes —declaró brevemente el experto secando sus instrumentos enrojecidos.
Harry Dickson había seguido de cerca la lúgubre operación.
—Pero en este caso la víctima tiene huellas de otras heridas que me parecen antiguas.
—Tiene usted razón, señor Dickson —se apresuró a añadir el médico—. La desgraciada parece haber sido molida a palos pero las equimosis debidas a ello estaban en vías de curación y parecen datar de hace ocho días, por lo menos. Calle, mire estos tobillos; se diría que son señales de cuerdas: debió de estar atada o encadenada.
—Quiere examinar el estómago —dijo secamente el detective.
El doctor asintió con la cabeza y una vez más el escalpelo entró en juego.
—¡Nada! —murmuró el practicante pasmado—. Ningún resto de alimento. Se diría que le habían impuesto un largo ayuno.
—En otros términos, ella fue secuestrada antes de ser asesinada —dijo Harry Dickson.
Entonces fue cuando el señor Rocksniff se puso a contar la aventura del señor Stanley Banks. Cuando terminó de hablar el detective puso una expresión severa.
—¿Por qué no me advirtieron de eso, Rocksniff? —preguntó en un tono de reproche al inspector jefe.
—No nos atrevimos a molestarlo por semejante estupidez, señor Dickson.
—Una estupidez que, en cualquier caso, habría salvado la vida a esta desgraciada y tal vez nos habría descubierto al culpable.
—¿Cómo? —exclamó el señor Rocksniff, aterrado.
—Creo no estar lejos de la verdad al reconstruir la trágica aventura de la señorita Marholm.
»Después de la singular visita al domicilio de su amiga Flora Carter, la señorita Marholm huyó y se escondió. ¿Por qué? Por el momento no lo puedo decir. Sin embargo, todo me hace creer que ella sabía algo que deseaba mantener terriblemente secreto y que, en caso de detención, habría tenido que desvelar so pena de ser sospechosa de los más terribles crímenes.
»El bandido desconocido debió de pensar lo mismo y se entregó a una búsqueda por su cuenta. Con más suerte y tal vez más hábil que la policía, consiguió encontrar el refugio de la señorita Marholm y llevársela con él bajo el pretexto de darle asilo.
»¡Lo que demuestra que el monstruo era conocido de la víctima y !
»Pero una noche debió descubrir la terrible verdad y consiguió escaparse. Fue entonces cuando Stanley Banks la vio… ¡y tuvo miedo!
—¡Ah! El cobarde —exclamó el señor Rocksniff.
—¡… y mientras el abogado iba a contar su aventura a la policía —continuó Dickson—, el bandido pudo echarle mano de nuevo y obligarla a reintegrarse a su prisión!
—¡Oh! —gritó el señor Rocksniff—. Señor Dickson, usted acaba de hacer brillar una luz formidable. El campo de nuestras operaciones policíacas va a limitarse enormemente: el bandido es un familiar de la muerta. Por lo menos una persona respetable para ella. Es más, no debe vivir lejos de Highway.
Harry Dickson lo aprobó.
—¡Manos a la obra! —ordenó el inspector jefe animado de gran celo—. Dentro de pocos días, tendremos el placer de abrir las puertas de la cárcel para el vampiro de Kingston.
El detective no contestó a este optimismo. Por el contrario, su frente se ensombreció más que nunca.
—Una criatura colosalmente hábil —murmuró— que todavía no ha dicho su última palabra.
Descendieron en silencio la escalera ensangrentada.
Una vez en la gran plataforma, encontraron al señor Spurdle desmontando, entre lamentos, sus maniquíes mutilados.
—Un país así, en el que se destruyen obras maestras sin que se pueda echar mano a los culpables. ¡Me da vergüenza! ¡Lo odio! Lo privaré de mi presencia. ¡Me voy, lo oyen! Y me llevaré a Ben y a Frida para hacerlos revivir bajo otros cielos. ¡El vampiro sería capaz de volver y de matármelos completamente!