La piedra lunar

VII - Señor Sarrien, experto en piedras preciosas

VII - SEÑOR SARRIEN, EXPERTO EN PIEDRAS PRECIOSAS

Remontando el curso del Mosela durante sus maravillosos días de verano, el viajero se sorprende de encontrar a los hombres en fiesta lo mismo que la naturaleza.

Sobre todo, allí donde los turistas no han encontrado las bellezas catalogadas, la fiesta es grande, un poco antigua quizá, recordando los tiempos de antaño. Alrededor de los campanarios cuadrados, sin casi ventanas y terminados con un campanil en forma de pan de azúcar, los tenderetes se levantan. En una noche, bajo su sombra tutelar, nace un pueblo entero de tablas y tela.

Desde distintas partes acuden forasteros: judíos polacos, con su cambalache de adornos falsos y su fabricación de muñequería negra; atletas flamencos, vendedores ambulantes franceses…

Desde hacía un mes, Julius Sarrien recorría el país empujando un ridículo carrito en el que llevaba su quincalla: una bisutería vistosa y barata, muy al gusto de los enamorados de los pueblos.

¿De qué nacionalidad era ese hombrecillo delgado y encorvado, de larga barba meona y ojos muy claros? Polaco, decían unos; francés, pretendían otros; no, no, es alemán, afirmaban los que estaban más al corriente o pretendían estarlo.

Julius Sarrien daba la razón a todo el mundo, hablaba en francés, chapurreaba el yiddish, contestaba en alemán y, sobre todo, daba salida a su mercancía.

Por todas partes le precedía su reputación: no vendía más que cosas buenas y más de una campesina rica que le había comprado un aderezo de oro realzado con algunas piedras, pendientes o anillos, reconocía que no había sido engañada y que Sarrien era un hombre honrado.

Este domingo, la feria batía el récord en el pueblo de Pappeldorff, pequeña comunidad de escasamente trescientas casas, situada en plena región forestal y poco visitada por los turistas que, por otra parte, no habrían encontrado gran cosa que ver.

Julius Sarrien había instalado su tenderete rodante, en el que había colocado un minúsculo cartel a manera de bandera con el nombre y cualidades de los artículos expuestos, junto a un humilde circo ambulante que presentaba a la curiosidad pública a un , a un ilusionista, a una bailarina funámbula y un conjunto de fieras formado por tres monos, una pitón y una hiena.

El día era radiante, el sol espolvoreaba de un oro sutil la frondosidad próxima del bosque. En la parte baja, el Mosela corría cantando sobre un lecho de piedras pulidas. Bajo los árboles, los pájaros se callaban, asombrados por la potente armonía que se elevaba en aquel momento alrededor de las casas de los hombres.

Era el estruendo de la feria, el retumbar de los timbales y el agrio minueto de los pífanos.

La multitud, divertida y alegre, se apretujaba delante de la tarima del circo donde el pregonero se desgañitaba prometiendo a los espectadores maravillas todavía no vistas ni en París, ni en Berlín, ni en Nueva York, pero que él tendría el honor de presentar en Pappeldorff.

Julius Sarrien arreglaba su mercancía con mano lenta pero cuidadosa. Sabía que la hora de la gran venta no había llegado aún. Todavía el dinero se les pegaba en los bolsillos a los buenos campesinos…

Pero pronto, cuando el vino gris del Mosela hubiera corrido a borbotones, los novios se volverían generosos y, a fin de cuentas, sería Sarrien quien se iría con los mejores beneficios de la fiesta.

Un muchacho que llevaba un viejo quepis de soldado francés, se aproximó silbando, y con una mirada crítica juzgó toda la quincalla, un tanto cara para su bolsa.

—Oye, ¿qué son estas dos cosas redondas?, ¿son guijarros del Mosela? —se burló—. No vale la pena ponerlas a la venta, viejo judío; por aquí está lleno de ellas y se tiran para que corran los perros.

Julius Sarrien ladeó la cabeza y sonrió suavemente.

—No, amiguito, no; por el contrario, son piedras muy apreciadas; se las llama ópalos o bien piedras lunares.

—Gracias por la lección —dijo el chico riéndose—, pero yo no las quisiera; prefiero el turrón de almendra o una golosina.

—¿Qué dices, Heinerle? —preguntó una voz desagradable surgiendo junto al jovenzuelo.

Éste se volvió y su cara perdió su alegría para dejar paso a una especie de cólera espantada.

—Pregúnteselo al judío, Toppfer —contestó con voz arrogante—; dice que vende piedras caídas de la luna.

Tras estas palabras dio la espalda al hombre y a Julius Sarrien.

El recién llegado era un hombre robusto, alto, de espesa barba oscura y ojillos porcinos y duros. Estaba vestido con una antigua levita de paño verde. A su lado, se mantenía erguida una campesina endomingada a la antigua usanza, cuya cara cerrada y huraña expresaba una testaruda malignidad.

Con paso lento, casi bovino, el hombre se aproximó al escaparate del bisutero y paseó atentamente su mirada por él.

—¿Qué quiere decir con eso de las piedras que caen de la luna? —preguntó.

Julius Sarrien le hizo una profunda reverencia.

—Este niño se ha equivocado, señor —dijo—; por lo menos se ha expresado muy mal; él quería hablar de los ópalos, llamados también piedras lunares.

—¡Qué nombre tan curioso! —exclamó Toppfer, midiendo con una atención aún más sostenida, la larga levita miserable, el bonete de áspera lana y las botas de cuero del vendedor.

—A ver, judío —continuó—; enséñeme eso.

Sarrien se apresuró a satisfacerlo.

—Aquí tiene las piedras lunares —dijo, tendiendo un estuche abierto a Toppfer.

Media docena de ópalos de bastante bella apariencia brillaban sobre el terciopelo oscuro del joyero. Toppfer los mostró a su compañera.

—¿Qué dices a esto, Mariedle?

Mariedle soltó un gruñido indistinto, que debía expresar satisfacción, pues Toppfer dijo entonces:

—Creo que estas piedras le gustan a mi mujer para hacerse un aderezo. Espero que el precio no será muy elevado.

Julius Sarrien dijo una suma cuyo importe no pareció demasiado astronómico al marido de Mariedle. Regateó, sin embargo, por pura fórmula. A la vez que refunfuñaba, Sarrien consintió en rebajar algunos marcos del total de la compra.

La pareja se alejó lentamente entre la gente en fiesta, sin molestarse en mirar las otras atracciones.

Cuando desaparecieron tras un barracón de madera, Sarrien llamó suavemente al muchacho que aún vagueaba por los alrededores.

—Tú me has dado buena suerte, pequeño —dijo el bisutero—. Gracias a ti, este excelente hombre, Toppfer como tú le llamas, ha sentido su atención atraída hacia mis humildes mercancías y ha hecho una buena compra. Ahí va la comisión que es costumbre.

Diciendo esto, alargó una gran moneda de un tháler al deslumbrado muchacho.

—¿Un tháler? —exclamó—. Ya tengo con qué divertirme durante toda la fiesta. ¡Menudo! ¡Y pensar que este maldito cerdo avaro de Toppfer compra cosas tan caras! Es para morirse de asombro.

—¿Tan bien le conoces tú? —preguntó el judío.

—Es tacaño como una urraca —dijo el niño escupiendo al suelo con desprecio.

»En tiempos tuvo un hostal en la carretera de Coblence. Ganó tanto dinero robando a todo el mundo que se hizo rico. Pero un día no le salió bien y lo metieron en la cárcel lo mismo que a su fea mujer Mariedle.

»Vinieron a vivir aquí, en una casita que tenían en el bosque del Mosela. Pertenecen al pueblo, pero aquí no se les quiere y su casa es de lo más feo.

—¡Vivir completamente solos en un bosque! —dijo para sí Sarrien—. ¡Qué maldición!

—Desde hace algún tiempo han cogido un realquilado, un primo suyo, según dicen. Es un viejo loco que no mira a nadie y que se divierte con toda clase de tonterías que ninguno entendemos.

Después de esto los clientes rodearon el carrito del vendedor de pedrería y el muchacho se despidió rojo de placer y jurando que todavía le enviaría nuevos clientes.

Cuando cayó la noche, las luces de acetileno alumbraron con una cruda claridad las calles centelleantes de oropeles. La multitud era muy densa, todo el pueblo estaba allí, alrededor de aquella bulliciosa feria.

Con cautela, Sarrien dobló los trastos y se fue a guardar su valiosa pacotilla a su habitación del hostal.

Deambuló unos momentos por la animada plaza y vio al muchacho, con su gorro militar, hacer el fanfarrón montado en los caballos de madera y a la pareja de los Toppfer adquirir una entrada para la gran representación del circo ambulante. Demasiado acostumbrado a estos lujos pasajeros, Sarrien parecía preferir un paseo nocturno a lo largo del río murmurante. Lo bordeó hasta los límites de los bosques comunales; después, resueltamente, se hundió bajo el follaje sombrío y silencioso.

Un cuarto de hora andando a lo largo de un sendero erizado de cortantes rocas, lo condujo a un claro poco espacioso.

Le sorprendió el olor de un humo de madera. Lo aspiró, se orientó y vio una lucecita palpitando entre los árboles.

Allí había una casa, solitaria y oscura, agazapada como un animal, contra una alta roca negra.

—Ésta es la residencia forestal de y Toppfer —se dijo el judío.

Su paso se había vuelto singularmente elástico, su espalda encorvada se había enderezado. Todo en su persona, de pronto transformada, mostraba un extraordinario vigor.

—¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!

¿Sería un pájaro carpintero noctámbulo que llamaba a las puertecitas de los árboles?

Sarrien debía de estar muy al corriente de los habitantes de la selva para saber que este pájaro no pindonguea después del oscurecer.

El ruido le parecía, además, demasiado metálico para ser confundido con uno de los mil rumores de la noche silvestre.

—¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!

Sin mover una hoja, sin rozar una sola ramita, el extraño judío se deslizó hacia la casa.

Un rayo de luz brillaba entre dos postigos mal cerrados.

Sarrien pegó en él su ojo indiscreto.

Su mirada cayó en una habitación oscura, alumbrada por una lámpara de petróleo, cubierta con una pantalla opaca que no dejaba más que un redondel de claridad sobre una mesa repleta de herramientas. Sarrien no vio a nadie o, mejor, sólo vio una parte del hombre que trabajaba en esta soledad.

—¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!

Un pequeño martillo de acero fue depositado en la mesa y, en la mancha de luz, apareció un mano larga, fina y blanca.

Sarrien aspiró profundamente el aire saturado de resina y se fijó en esta mano.

En aquel momento acababa de coger dos pequeños objetos de un cuenquecito y los sopesaba con delicadeza.

Eran dos de las piedras lunares que él acababa de vender…

Entonces, en el interior de la casucha, se elevó una voz aviejada y aguda:

—¿Les darán ellas la vida, ahora?

Con mano hábil, Sarrien acababa de levantar el picaporte y la puerta se abrió sin ruido.

La voz volvió a preguntar:

—¿Eh? ¿Les darán ellas la vida?

—¡Nunca! —resonó una voz en la sombra.

Los dos ópalos cayeron al suelo y el hombre que los manipulaba se volvió con un grito cuando, por segunda vez, la voz resonó:

—¡En nombre de la ley, yo lo detengo, señor Spurdle!

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