VI - Entre los viejos libros
VI - ENTRE LOS VIEJOS LIBROS
Y aquí quedó el asunto.
El vampiro de Kingston no dio más que hablar. No se encontró nunca el menor indicio útil para su captura. Desde entonces, habían pasado seis meses y el pueblo, olvidándose de los terrores pasados, había vuelto a ser claro y alegre como antaño.
De todas estas miserias, el señor Rocksniff había sacado, sin embargo, algún provecho: había seguido siendo el amigo de Harry Dickson y no se olvidaba, cada vez que pasaba por Londres, de ir a rendir honores a los menús de la señora Crown en Bakerstreet.
Un día, sin embargo, se anunció en la casa de su célebre amigo con la cara menos alegre que de costumbre.
—Es de nuevo al detective a quien vengo a visitar —dijo lastimeramente en respuesta a la cordial acogida de Harry Dickson.
—¿Un nuevo vampiro? —Se inquietó el detective con una sonrisa.
—¡Dios nos guarde de eso; no es tan grave! Sin embargo, me parece bastante extraño como para despertar la atención de un espíritu tan poco corriente como el de Harry Dickson.
—Soy todo oídos —dijo el detective disponiéndose, con la pipa en los labios, a escuchar al inspector jefe.
—Verá: usted conoce bien el viejo colegio de Kingston, de siniestra memoria. Usted sabe igualmente que esta ruina fue transformada en un museo de antigüedades. Todo lo que allí se conserva bajo este nombre, no valdría ni veinte libras en un bazar de Londres, lo cual no impide que haya habido un ladrón que se haya introducido y haya revuelto, de cabo a rabo, la biblioteca.
—¿Se ha llevado algo?
—¡Esto es lo más curioso del asunto! El conservador, que es un hombre detallista y meticuloso, pretende que no falta ni una brizna de papel, a pesar de que los libros hayan sido tirados al suelo sin orden ni concierto y de que el registro haya sido serio.
Harry Dickson reflexionó.
—¿Había un conservador del museo cuando ocurrieron los crímenes que ensangrentaron su pueblo, Rocksniff? —preguntó.
—No, señor Dickson. El pueblo lo ha designado hace solamente tres meses. Antes se contentaban con el guardián y, en mi opinión, era más que suficiente.
—Y después de la entrada del nuevo funcionario, ¿se ordenó todo?
—¡Le ruego que lo crea! No hay una brizna de paja que haya quedado donde estaba.
El señor Rocksniff quedó enseguida sorprendido.
Harry Dickson acababa de levantarse de un salto, había penetrado en la antecámara y regresaba ya trayendo el abrigo y el sombrero, con la cara febril.
—¡Lo sigo, Rocksniff, vayamos rápido!
—Pero ¿a dónde va usted, señor Dickson?
—A la biblioteca del viejo colegio de Kingston. Querido colega, creo que la jornada será maravillosa.
El señor Rocksniff no sabía si el detective soñaba en el buen sol que doraba las calles o en el insignificante asunto del cual había venido a hablarle, pero no habría sacado nada de ponerse a discutir con Dickson. Se levantó también enseguida y se metió al lado de su célebre amigo, en el primer taxi que llegó.
Harry Dickson estaba alegre: cuando dejaron Londres, cruzados los suburbios, unas veces terribles y otras frondosos y verdes, levantó la mano y mostró el horizonte:
—Esto me recuerda un viaje más lúgubre que hice hace tiempo a Kingston. Igual que ahora, el campanario me apareció en primer lugar… ¡Pero creo que los resultados serán muy diferentes hoy!
—¡Señor Dickson! —gritó de pronto el inspector—. ¡Usted piensa en el asunto del vampiro! ¡Está olfateando algo!
—Ha tardado en darse cuenta, amigo mío —contestó el detective en un tono de dulce reproche—. ¡Ah! Ya llegamos.
Un caballero delgado y moreno, una especie de chisgarabís de talla insignificante y malhumorado, los recibió hoscamente.
—¡Pero si ya le he dicho que no falta nada, ni en el museo ni en la biblioteca! —exclamó cuando los visitantes se hubieron identificado—. ¿Van a hacerme perder mi precioso tiempo con sus ridículas preguntas?
—Veamos, señor conservador —dijo Harry Dickson con extremada cortesía—. No falta nada, es verdad. Pero ¿ha mirado usted libro por libro?
—¡Los conozco todos! —cortó agriamente el funcionario—; y todos están presentes: han respondido a mi llamada.
—Ahora, que no vengan ya más a decirme que los libros son mudos —ironizó el detective—; ¿pero no podría ocurrir que un loco, un maníaco, haya mutilado algunos de ellos, con el fin de perjudicarlo?
El conservador palideció.
—¡Perjudicarme! Es posible… ¡El mundo está lleno de envidiosos!
»¡La ciencia tiene sus envidiosos! Usted tiene razón, señor detective: ha sido a mí, mi honor, mi reputación, lo que el bandido ha querido atacar. ¡Oh! ¡Búsquelo, día y noche! ¡No pierda ni un minuto! ¡Entréguelo a la vindicta pública! ¡Es un espantoso criminal!
—Estoy absolutamente seguro de ello —contestó gravemente el detective—. ¿Quiere usted conducirme a la biblioteca, profanada de una manera tan abominable?
Este lenguaje complació enormemente al conservador que se apresuró a ponerse a las órdenes de la autoridad.
La sala de los libros era grande y los estantes, la mayoría de los cuales habían sido ordenados ya, estaban abarrotados de vetustos tomos de aire venerable.
De una mirada, Harry Dickson recorrió toda la sala.
—Esto será lo que uno llama una obra de benedictinos. Me temo, señor conservador, que tendrá que soportar mi permanencia aquí por mucho tiempo.
—¡Qué por eso no quede, señor! —se apresuró a intervenir el hombrecillo—; usted está aquí en su casa y no dude en recurrir a mi ayuda.
Harry Dickson le hizo una graciosa reverencia y se puso a trabajar rápidamente.
El señor Rocksniff no lo volvió a ver hasta la noche en la cena.
—¿Nada nuevo? —se interesó.
—Tendré que leer aún un buen montón de libros antes de poderle contestar —respondió el detective con buen humor, a la vez que, con gran apetito, metía mano a una pierna de carnero en su punto.
Al día siguiente volvió a su trabajo y Rocksniff lo acompañó.
El conservador los recibió mucho mejor que el día anterior.
—Ya le he dicho, señor detective, que no dude ni un momento en recurrir a mis conocimientos; haga uso de ellos tanto como usted quiera —declaró, entregado y afable.
—¿Tiene usted muchos visitantes en la biblioteca? —preguntó Dickson.
—¡Bah! La gente de aquí se interesa poco por los libros. Kingston está poblado de imbéciles y de ignorantes, salvando lo presente, inspector.
—Pero ¿aún así?
—¡Bah! —repitió el hombrecillo con desprecio—. ¡Está esa vieja rata de biblioteca de Lister, que trata de hacer una nueva traducción de Homero! ¡Dígame usted! ¡Homero traducido por George Lister, un viejo profesor de… violín! Después está ese viejo chocho de Woodcock que pretende leer a Cervantes en el original, porque durante algún tiempo ha navegado en un carguero español, me figuro que como cocinero.
—¿Eso es todo?
—Están también las señoritas Jacobs; ellas sí son bastante distinguidas.
—¿Eh? —soltó Rocksniff llevándose nerviosamente una mano al bolsillo.
—¿Qué leen esas señoras? —preguntó Harry Dickson.
—¡Biblias! ¡Nada más que biblias! Pretenden descubrir una edición ilegal, prohibida por la iglesia, y podría ser que no estuvieran del todo equivocadas.
Harry Dickson se volvió hacia Rocksniff sonriendo.
—¡Deje la orden de detención en su bolsillo, amigo mío —murmuró—; no leen más que biblias!
Después alcanzó al conservador que hacía gesto de retirarse.
—¿Aquí tienen un buen lote de obras de brujería, según creo?
—Exactamente ochenta y tres, señor detective.
—¡Ah! ¿Y han sido arrojadas y revueltas como las otras?
El conservador sacudió enérgicamente la cabeza.
—No, señor, ya que, desde hace un mes, las he encerrado en un cuarto especial. ¡No olvide que alguna de estas obras son manuales del crimen! Su valor en toxicología es real y yo no estoy de acuerdo en que estos libros peligrosos pasen por las manos de todo el mundo.
Harry Dickson dejó escapar una exclamación de alegría.
—¡Señor conservador, lo felicito! ¡Por el honor de los museos de Inglaterra, deseo que tengan en su dirección hombres claros y juiciosos como usted!
El funcionario enrojeció de placer.
—¡Si usted quiere echar un vistazo a esta habitación especial, verá como tengo razón! —exclamó encantado.
—No deseo otra cosa —contestó vivamente el detective.
Una hora más tarde hojeaba con esmero los libros de brujería más absurdos y terribles.
Por la noche, el señor Rocksniff lo acogió con la misma pregunta, a la vez que se disculpaba por su impaciencia.
—Es muy legítima, mi buen Rocksniff —replicó el detective—; pero todavía treinta y ocho libros se levantan entre usted y su paciencia. Yo creo que mañana podré decirle algo más. ¡Mientras esperamos, y para festejar un poco anticipadamente el grandioso descubrimiento, propongo una botella de champán francés!
—¡Usted ya ha encontrado algo! —gritó el señor Rocksniff.
—¡Todavía no! ¡Pero estoy cerca! ¡A su salud!
—¡Por la captura del vampiro! —exclamó el señor Rocksniff levantando su vaso lleno de vino generoso y centelleante.
Harry Dickson no lo contradijo.
Al día siguiente, a las doce, Harry Dickson, con la mirada encendida, hizo su aparición en el despacho del inspector jefe.
—¡Me voy, amigo mío! Y deprisa y corriendo… Tiene que disculparme, pero ni tan siquiera puedo quedarme a saborear el excelente almuerzo que usted quería ofrecerme hoy.
—Entonces… ¡Oh! ¡Dígame! —suplicó el bueno del policía.
—¡Eureka, amigo mío, eureka!
—¿Qué quiere usted decir?
—A fuerza de hojear los viejos libracos uno se vuelve sabio, mi querido Rocksniff, y «eureka», significa en griego: «Lo he encontrado».