V - La deuda de Stanley Banks
V - LA DEUDA DE STANLEY BANKS
El ejemplo del señor Spurdle no fue estéril: la aurora de un auténtico éxodo se inició en Kingston. Los habitantes vendieron casas y propiedades para refugiarse en Londres o fuera, huyendo ante el sanguinario fantasma del vampiro.
El señor Rocksniff manifestó el temor de que el monstruo pudiera ser alguno de ellos, privando así a la policía local de la gloria de su captura.
De esta manera sometió a cada uno de los que se iban a un feroz interrogatorio que le valió incluso amonestaciones por parte de sus superiores.
Uno de los hombres más manifiestamente desgraciado de Kingston, en aquellas horas adversas, fue el abogado Stanley Banks.
Todo el mundo le volvió la espalda, su clientela lo había abandonado por completo. El tendero más cobarde, aquel que cerraba las puertas desde el crepúsculo, llorando por las ventas nocturnas que se perdía, y que se pasaba parte de sus noches temblando detrás de sus puertas cerradas, incluso este hombre tan poco valiente, miraba pasar a Banks, lleno de desprecio por él.
Y pregonaba bien alto que él se habría negado por completo a vender una onza de género a aquel perro vil y cobarde, a aquel calumniador de mujeres, a aquel cómplice del asesino.
Al día siguiente del descubrimiento del crimen del campanario, alguien llamó a la puerta del nuevo paria de Kingston.
Abrió él mismo, ya que su única sirvienta acababa de abandonarlo casi lanzándole su delantal azul en plena cara.
En el vestíbulo, se erguía Ted Selby, pálido pero resuelto.
—Stanley Banks —dijo—, vengo para apelar al último resto de su honor de hombre, si es que le queda algo todavía.
El abogado refunfuñó pero no se atrevió a contestar.
—Las leyes de nuestro país no son suaves para los duelistas —continuó el joven—. Sin embargo, yo quiero arriesgar la cárcel y la suerte de ser muerto o herido por usted. ¿Quiere batirse conmigo? Le dejo la elección de las armas. Usted fue, según creo, oficial durante la guerra.
Stanley Banks se volvió espantosamente pálido.
—Selby —contestó—, la vida me es una carga, lo he perdido todo y a ello se une un remordimiento sin nombre: el de haber acusado a la señorita Dora Marholm.
»Usted me haría un enorme favor enviándome una bala que me quitara de este mundo en el que estoy solo. Pero aún no tengo derecho a irme.
Ted Selby lo contemplaba en silencio y su cara se hizo menos dura.
—Quiero encontrar al asesino de Dora Marholm, quiero encontrarlo. Deme quince días. Si al cabo de estos días no lo he conseguido, estaré a sus órdenes.
Selby no rechazó el sillón que Banks le indicó. Se sentó, reflexionó y buscó unas palabras.
—¿Usted se cree tan fuerte como para conseguir en estos días lo que no ha conseguido Harry Dickson?
Stanley Banks tuvo un brillo de orgullo en su mirada cansada de no dormir.
—¡Sí! —contestó sordamente—; sí, pues hay una cosa que el gran detective no parece tomar en cuenta. Quizá él no le da importancia; quizá él tenga razón; no sé.
—¡Dese cuenta, Selby, de que, después de la muerte de la señorita Carter, el vampiro arremete contra todos aquellos que estuvieron presentes en la última velada de la señora Bolland!
—¡Oh! —gritó Ted Selby—. ¡Es verdad lo que dice!
—La señorita Carter, los Fleetwinch, la señorita Marholm y los muñecos del señor Spurdle. ¡Para este último es una mitad de él mismo lo que han asesinado!
—¿Y usted qué saca en conclusión? —preguntó Stanley sin aliento.
—¡Que él atacará todavía a uno de nosotros! ¡Usted, Rocksniff, las señoras Jacobs, yo mismo!
—¡A menos que el bandido no se encuentre entre nosotros! —gritó Selby.
—He pensado en ello —dijo simplemente el abogado.
—Puede ser que el vampiro sea usted, Ted Selby, y quizá que sea yo —continuó Stanley Banks con una sonrisa dolorosa.
Ted Selby asintió moviendo suavemente la cabeza.
—Banks, yo quiero ayudarlo.
—No piense en tal cosa, Teddy —replicó tristemente el abogado—. Yo sólo soy quien tiene una deuda que pagar y no quiero que otros lo hagan por mí o me ayuden a hacerlo.
Ted Selby, emocionado a su pesar, le tendió la mano al hombre que había querido matar una hora antes.
—Quiera Dios que lo consiga —dijo con fervor.
Sin añadir más se despidieron y no volvieron a verse ya nunca, pues… Pero no nos anticipemos.
Una vez solo, el señor Banks tomó un plano de Kingston y de sus alrededores y se puso a trazar en él círculos y curvas con el compás.
Delimitó de esta manera una región situada entre Bolland-House y Oak Gardens. Oak Gardens era una pequeña plaza abandonada y gris donde en lugar de los robles que uno habría podido esperar debido a su nombre, no había más que un mísero bosquecillo de olmos, en otros tiempos orgullo de un viejo paseo público.
Este paseo abandonado se encontraba en los confines de Kingston ya que, después, el pueblo se había extendido hacia el sur. Entre dos antiguas hostelerías vacías que desde hacía años mostraban los carteles de SE ALQUILA, se desmoronaba la sórdida vivienda de las señoritas Jacobs.
—Éste es un campo de operaciones que podría llegar a ser el del vampiro —se dijo triunfalmente Stanley Banks, dejando sus instrumentos de precisión.
Pasó dos noches en blanco, yendo y viniendo entre Bolland-House y el jardín público, escuchando en los postigos de la casa de su antiguo amor; después, en los otros carcomidos e inseguros de las señoritas Jacobs.
La tercera noche fue consagrada al reposo y a más amplias reflexiones…
La cuarta se puso en camino a las once horas de la noche.
El terror del monstruo nocturno reinaba más que nunca sobre el pueblo. Las casas estaban cerradas y tenían un aspecto terrible de traición. Las rondas de la policía se habían triplicado, pero se concentraban en los centros habitados, ya que las afueras estaban desiertas y, desde la primera oscuridad, nadie se aventuraba por ellas. Incluso las salas de espectáculos habían adelantado la hora del cierre y el regreso se efectuaba en grupos compactos.
Con todo su odio, Stanley Banks, a quien todo el pueblo continuaba, sordamente, tratando de cobarde, era el único en afrontar los confines desiertos del pueblo muerto. Llevaba consigo un ardor feroz y también una habilidad de indio para no ser visto por las escasas rondas policíacas.
Hacia medianoche, se encontraba en Oak Garden, escondido detrás de un achaparrado tronco de árbol, vigilando la casa de las señoras Jacobs, más oscura todavía que el resto.
De pronto, percibió una sombra.
Acababa de desembocar de un callejón deshabitado en el que sólo había cuadras, en otros tiempos unidas a las hostelerías.
Stanley Banks la vio y su corazón dio un vuelco en su pecho y su mano se apretó alrededor de la culata de su revólver.
La sombra avanzaba con infinitas precauciones, bordeando los muros, confundiéndose con las múltiples sombras, apareciendo a intervalos en la claridad difusa del único farol, desgraciadamente muy lejano.
Delante de la casa de la señoras Jacobs la sombra se paró.
Stanley Banks vio la silueta de un abrigo muy largo y, de pronto, la blancura de una mano muy fina, como una mano femenina.
El abogado tuvo un estremecimiento nervioso, aquella mano lo alucinaba. Si hubiera sido negra y ruda, habría disparado sin abandonar su escondrijo, pero la idea de que aquel ser era una mujer, de algún modo lo paralizaba.
Entonces, vio los movimientos rápidos y precisos de aquella mano: abría hábilmente la cerradura.
De pronto, no pudo más y se lanzó:
—¡Entréguese!
La sombra dejó escapar un pequeño grito lastimero y echó a correr.
Corría rápido, de espaldas al pueblo, tomando la dirección de los campos, de Bolland-House o de Combe-Wood.
Durante algún tiempo, el abogado no conseguía vencer la distancia que los separaba. Después, empezó a ver que ésta disminuía.
Sin embargo, Stanley Banks, obeso y poco dado a los deportes, no era en modo alguno un campeón de carreras. Ahora, ganaba, de segundo en segundo, al misterioso fugitivo.
—¡Una mujer —murmuró—, es una mujer, no puede ser más que una mujer! Dios mío… ¿Ante qué nuevo horror voy a encontrarme?
De golpe, el ser tropezó contra una piedra o una raíz de árbol y cayó pesadamente al suelo.
—¡No se mueva o la mato como a un perro! —aulló el abogado.
La forma estaba extendida, inmóvil sobre la carretera. De pronto, según se acercaba, Stanley Banks oyó una vocecita llorona:
—¡No me haga daño, señor Banks! ¡Por el amor de Dios no me haga daño!
—¡A ver, enséñeme su cabeza! —gritó Stanley, agarrando rudamente a la criatura tendida.
No cogió más que el abrigo.
En el mismo instante, la sombra se volvió rápidamente y dio un salto de tigre.
Stanley Banks sintió que un inmenso estupor invadía su ser, vio palpitar unas luces en el fondo de la noche. Después, sintió un gran frío en el vientre y en el pecho.
Su revólver se le escapó de las manos y rodó a algunos pasos de allí.
Sin embargo, era un hombre de un vigor poco común; se sentía herido de muerte pero la idea de la gran deuda predominaba.
Levantó la cabeza en la que ya se confundían las ideas.
El asesino se había alejado; veía la extraña silueta fundirse en la noche. De pronto, tuvo la impresión de que ella se paraba.
En efecto, venía lentamente levantando, a la altura de los ojos, su abrigo reconquistado, para ocultar su cara.
Banks reunió las fuerzas que le quedaban y empezó a arrastrarse.
El monstruo estaba a treinta pasos de él; el revólver, escapado de las manos del abogado, escasamente a cuatro.
¡Distancia enorme! Le parecía al pobre Stanley que el arma se escapaba, que se hacía minúscula, mientras que la sombra del vampiro se alargaba, tomaba las formas de una pesadilla, tapando el cielo.
Sí, el monstruo estaba más cerca ahora; lo oyó reír; una risita cascada, vieja e infernal.
La mano del herido arañó el suelo, trazando surcos y, de pronto, notó el contacto duro y frío de la .
Ningún cordial habría podido reanimar más a un moribundo. Stanley se medio enderezó, vio la silueta criminal cerquísima de él y, con un aullido de condenado, disparó.
El vampiro se tambaleó y dejó escapar un prolongado lamento.
Después, se hizo la noche completa para Stanley Banks.
… Sin embargo, no murió hasta las diez de la mañana en el hospital de Kingston, adonde lo llevaron los campesinos.
Harry Dickson, Rocksniff y Ted Selby estaban a su cabecera.
Pudo todavía hacerles el relato de su última aventura.
—Una mano blanca, señor Dickson… ¡Una mano de mujer! Una voz muy fina…
Se había puesto muy pálido.
—La señora Bolland desea ver al herido —pidió suavemente una enfermera entrando de puntillas.
—¡No! —gritó violentamente el señor Banks—. No quiero.
—Harry Dickson vio su mirada; también Rocksniff y Ted Selby creyeron entender.
—Stanley —murmuró Ted—, ¿quiere usted decir que…?
Pero el herido sacudió la cabeza con violencia.
—La quería, Teddy. ¡La quería con todo mi corazón!
Un estertor subió a sus labios teñidos de una espuma sanguinolenta.
—Es el fin —murmuró el médico de servicio.
—Teddy, yo… no he… pagado… tal y como quería.
—Cállate, Stanley —sollozó el joven besándole—; tú eres el más valiente de los hombres.
El señor Stanley Banks sonrió y, con una expresión de calma, casi feliz, entró en la muerte.
—Señor Dickson —dijo Rocksniff cuando abandonaron el hospital—, voy a rellenar la orden de arresto a nombre de la señora Bolland.
Harry Dickson no dijo ni que sí ni que no, pero su cara expresaba una profunda inquietud.
—Vayamos antes a examinar el lugar en el que Stanley Banks fue golpeado por el vampiro —dijo.
El lugar, marcado por quienes habían descubierto al desgraciado, era fácil de encontrar y más aún dado que un charco de sangre coagulada estaba todavía allí.
Pero Dickson continuó avanzando por la carretera.
—El monstruo está herido —exclamó de pronto—; aquí están las huellas de su herida: ¡ah!, ¡un largo rastro de sangre!
Pudieron seguirlo a través del campo. Según avanzaban, se dejó oír el ruido de una motocicleta.
La conducía un agente de policía; en el asiento de detrás iba el doctor del hospital.
Harry Dickson les hizo signo de que se acercaran.
—¿Qué? —preguntó brevemente.
—Nada, señor Dickson. La señora Bolland no tiene señales de haber sido herida.
El detective se volvió hacia el señor Rocksniff.
—Deje todavía en blanco su orden de detención, amigo mío —dijo.
Volvieron a sus investigaciones.
Las huellas de sangre acababan enseguida.
—El monstruo habrá podido contener la hemorragia —opinó el inspector jefe.
Harry Dickson no dio ninguna respuesta inmediata; acababa de coger un hilo blanco enganchado a una espina.
—Es verdad; se ha parado aquí para curar su herida… ¡Oh! ¡Diablos, mire esto!
Se había puesto de pie cuan largo era, teniendo en su mano un objeto que acababa de recoger del barro y que brillaba débilmente al sol.
—¡Es para volverse loco! —gimió.
Era una piedra lunar.