La piedra lunar

I - Un crimen en la carretera

I - UN CRIMEN EN LA CARRETERA

—Encontrar al que se beneficia del crimen: ¡a esto puede resumirse la búsqueda de los criminales, del tipo que sean!

El señor Rocksniff, inspector jefe de Kingston, miró a su alrededor con aire satisfecho, ya que veía inclinarse todas las cabezas en señal de asentimiento. Era un hombre muy corpulento, de vivos colores, enormemente satisfecho de sí mismo, que se las daba de sicólogo y de gran competencia en materia de criminalidad.

La señora Bolland, la anfitriona que aquella noche recibía a algunos notables de Kingston, le hizo un amable gesto y le rogó que les contara algunas de sus hazañas policíacas. ¡Era bien seguro que el señor Rocksniff habría tenido que llenar las cárceles de peligrosos maleantes! ¿Por ventura, habría enviado a alguno de ellos a la horca?

El inspector jefe se hizo rogar un poco, pero sólo de un modo puramente formal porque es indiscutible que muy pronto se habría lanzado al relato de algunas aventuras tenebrosas en las que él, Rocksniff, habría jugado el papel del bueno, si el , llevado por las circunstancias, no hubiera anunciado en el mismo momento que «la señora estaba servida».

La señora Bolland paseó la mirada entre el grupo de sus invitados, tan atento a las fanfarronadas del inspector jefe.

Allí estaban el señor y la señora Fleetwinch, enriquecidos tenderos. Retirados del negocio, vivían a una milla de allí, hacia Combe Wood, en una ridícula villa de estilo barroco, que pomposamente llamaban «Los Tritones», cuando en cuatro millas a la redonda no había ni un charco de dos pies de profundidad.

Las señoritas Evelyn y Alice Jacobs, dos fúnebres solteronas enquistadas en la devoción, vecinas cercanas de la viuda Bolland. El señor Spurdle, el relojero —una celebridad local— que era un artista consumado en artes mecánicas. El señor Stanley Banks, un abogado de poca monta pero consejero de la patrona en cuestión y, según se decía, probable candidato a su mano, en caso de que la señora Bolland volviera a casarse.

En una esquina, acurrucado en un sillón de terciopelo de Utrecht, un elegante joven se aburría visiblemente: era Ted Selby, un joven soltero de excelente familia y considerable fortuna.

No lejos del inquieto Teddy había una joven no demasiado bonita pero cuyo rostro denotaba una gran inteligencia: Dora Marholm, auxiliar en el Hospital de Kingston. De ella se decía que difícilmente podía ocultar su inclinación por Ted Selby.

Sin embargo, Dora Marholm tenía bien pocas esperanzas de poderse unir a este joven cuyo corazón se inclinaba por la mejor amiga de Dora, la joven pintora Flora Carter.

A pesar de lo que sufría por esta preferencia, Dora no dejaba de querer como a una hermana a la magnífica Flora Carter, ni de admirar su gran talento, ni de desear que su unión con Ted fuera feliz.

Teddy había oído el anuncio del y se volvió con cierta inquietud hacia Dora Marholm.

—¡Y Flora sin venir!

Porque Ted no podía ocultar que si venía a las pesadas reuniones de la señora Bolland era sólo porque a ellas asistía regularmente la artista. La señorita Marholm movió suavemente la cabeza y su mirada reflejó el mismo malestar que su compañero.

—Sin embargo, Flora es la puntualidad personificada.

—¡Y con su corrección! Ella que considera que un retraso es una grosería —insistió Selby agitándose en su asiento.

La señora Bolland pareció adivinar el pensamiento de los dos jóvenes, de quienes no podía oír las frases intercambiadas en voz baja.

—La señorita Carter se retrasa —dijo—. Si ustedes no tienen inconveniente, la esperaremos un cuarto de hora más.

Todos estuvieron de acuerdo, incluso las señoritas Jacobs, a pesar de que, glotonas como gatas, se sentían torturadas por el apetecible olor que venía de la cocina.

Iba ya a emplearse a fondo el señor Rocksniff cuando Stanley Banks, que no lo podía sufrir, se puso a elogiar en voz alta al señor Spurdle.

—El acaba de dedicarle grandes elogios, señor Spurdle —dijo—. Parece que los nuevos muñecos que acaba de poner en el campanario del antiguo colegio, son una maravilla mecánica. ¡Cualquiera diría que son hombres vivos!

El señor Spurdle levantó una cara inexpresiva hacia su adulador, sonrió, le dio las gracias torpemente y volvió a caer en su ensoñación.

La señora Bolland sólo invitaba a este dulce maníaco por su celebridad, y el pobre Spurdle no se atrevía a rechazar sus invitaciones a cenar porque ella era la propietaria de la casita cuya renta no siempre pagaba puntualmente.

Pero Stanley Banks, que de ninguna manera quería que el inspector jefe tuviera el gusto de contar sus proezas, más o menos imaginadas, continuó apasionadamente:

—Usted da la vida a los muñecos de hierro y de madera, señor Spurdle. ¡Usted es el Vaucanson de los tiempos modernos!

El pobre señor Spurdle, enrojeciendo como un adolescente, hubiera querido acurrucarse en un oscuro rincón para que las miradas no cayeran sobre su persona, y tanto más cuanto que el inspector jefe, irritado por no ser él el centro de la admiración general, le lanzaba miradas de envidia y maldición.

Esta pausa duraba ya bastante tiempo. Evelyn Jacobs objetó con voz agridulce que el cuarto de hora de gracia otorgado a la señorita Flora Carter se estaba convirtiendo en media hora y que, probablemente, por una u otra razón, la artista no habría podido asistir.

—El cerebro de un mosquito habría pensado lo mismo —refunfuñó Ted Selby, lanzando una mirada asesina a la solterona.

La señora Bolland suspiró, se levantó y, cogiéndose del brazo del señor Rocksniff, abrió la marcha hacia el comedor brillantemente iluminado.

Los entremeses, copiosos y excelentes, devolvieron el buen humor al grupo y se olvidaron de la ausente. Sólo Ted y Dora estaban preocupados y apenas si probaron bocado.

—¡Ya no puedo más —dijo al fin el joven al oído de su vecina—; eso no es normal! Es desesperante que Flora no tenga teléfono en su estudio.

—Es verdad —contestó Dora Marholm—. Pero delante de su casa hay un almacén de té que sí tiene. ¿Y si la llamara? Los tenderos Stone Brothers y Sisters son personas excelentes.

Selby no escuchaba ya y se lanzaba a toda velocidad hacia la antecámara en donde estaba el teléfono.

Los minutos que transcurrieron le parecieron larguísimos a Dora. Escuchaba, sin prestar atención, las conversaciones que, después de una breve pausa durante los servicios, habían vuelto a animarse.

Ted Selby regresó al fin e inmediatamente Dora vio en su cara que una terrible turbación acababa de apoderarse de él.

—¿Qué pasa, Ted?, ¿y Flora? —preguntó con angustia.

Todo el mundo lo oyó y las miradas convergieron hacia el joven.

—La señorita Carter ha dejado su estudio a las siete —declaró con voz apagada—. Ha hablado un momento con la mayor de las Stones, diciéndole que de allí iba a Bolland-House.

—Son las nueve y veinte —anunció el señor Rocksniff con fuerza—. Un retraso así no es normal.

—¡Y en una época en que tantos maleantes recorren las carreteras! —recalcaron las hermanas Jacobs agitando sus cabezas de pájaro.

—¡Cállense! —gritó Ted Selby—. ¡Cállense si no quieren que me vuelva loco! ¡Señora Bolland, discúlpeme; voy a ver qué ha pasado!

—Creo que mi obligación es la de no dejarlo ir solo —dijo Rocksniff, con aire importante, levantándose.

—Esos de la policía —despotricó Stanley Banks— ven por todas partes el crimen. Apostaría a que el señor Rocksniff ve ya a la señorita Flora Carter extendida en una fosa y degollada.

—¡Se lo ruego, Banks! —gritó Selby—. ¡Haga bromas menos pesadas!

La noche era oscura y el camino que conducía desde Bolland-House a las primeras casas de Kingston estaba desierto y mal iluminado. La señora Bolland propuso una linterna de cuadra que fue aceptada.

Un viento desagradable, lleno de llovizna, soplaba en la cara de los dos hombres que tomaban la carretera llevando la lámpara a ras del suelo.

A la primera revuelta, el inspector jefe se paró y levantó la mano.

—Los faros de un coche —dijo señalando a lo lejos dos grandes manchas luminosas en la bruma—. Y hay gente que se mueve a su alrededor, alumbrándose con un faro lateral. Se diría que han encontrado alguna cosa.

Por toda respuesta Ted Selby echó a correr.

Un turismo con el capot subido estaba parado en el borde del camino y una silueta alta y delgada se inclinaba sobre algo oscuro e indistinguible.

—¿Qué pasa? —aulló literalmente Ted Selby.

La linterna le cayó de las manos y se puso a gritar como una bestia herida.

—¡Flora! ¡Oh! ¡Flora!

A su vez, el señor Rocksniff se había acercado.

Vio a Ted Selby tambalearse y después desplomarse como si un puño invisible acabara de dejarle K. O.

—Es un crimen y de los más horripilantes —repitió el extraño.

El inspector jefe vio entonces la cara lívida de Flora Carter, sobre la que caía la cruda claridad de un faro de coche.

—¡Dios del cielo! —exclamó.

—¿La conoce usted? —preguntó el viajero.

—¡Ya lo creo! ¡Hace más de dos horas que la esperamos!

Una enorme mancha oscura se extendía alrededor del cuerpo de la joven.

—Es horrible —murmuró el extraño—. El vientre ha sido totalmente abierto, como por el corte de un cirujano. El cuerpo está completamente desangrado.

—¿Podría poner su coche a mi disposición? —pidió el señor Rocksniff—. Quisiera trasladar a la desgraciada a una casa amiga. Soy el inspector jefe de Kingston.

Es inútil describir el horror que sacudió Bolland-House cuando fue conocida la espantosa noticia.

El señor Rocksniff había establecido su cuartel general en la antecámara desde donde lanzaba, a través del teléfono, llamadas a los cuatro extremos de Kingston. Al momento fueron enviados agentes de la policía; después un médico y una ambulancia para trasladar el cadáver al depósito de la ciudad. En el último momento el inspector jefe había renunciado a llevar los restos de la señorita Carter a casa de la señora Bolland.

Después de haber acomodado como pudo a Ted Selby, desmayado, en el asiento de su lado, se puso al volante del coche y rogó al propietario que fuese andando hasta Bolland-House.

El extraño llegó a ella cuando el espanto, seguido de una consternación general, había cundido entre todos.

Las señoritas Jacobs habían arramplado con todos los licores y aguas benéficas de todas clases, y se administraban sin escatimar estos enérgicos cordiales. Stanley Banks había decidido que él debía consolar a la señora Bolland y no se hacía rogar, golpeándole tiernamente las manos, como si hubiera sido ella y no la pobre Flora, la víctima de los acontecimientos.

Los Fleetwinch gritaban, con voz de falsete, que jamás se atreverían a recorrer la distancia que separaba la casa de la señora Bolland de «Los Tritones», va que el asesino aún vagaría seguramente por aquellos contornos a la caza de una nueva presa y ellos, los Fleetwinch, eran los designados para caer bajo sus golpes.

Dora Marholm había conseguido sacar a Ted Selby de su desmayo y tenía sus manos fuertemente apretadas contra las suyas.

En cuanto al señor Spurdle, daba pena. No entendía muy bien lo que pasaba y, por tres veces, se había apoderado de su viejo impermeable para abandonar aquella casa enloquecida. Pero el señor Rocksniff había prohibido severamente que nadie se alejara. Rocksniff ya no era el amigable comensal sino el inspector jefe en el ejercicio de sus funciones.

En este estado encontró la hospitalaria casa de la señora Bolland el extraño que había descubierto el crimen.

El señor Rocksniff lo consideró con una mirada menos grata que la del momento en que se había apoderado de su coche. Empezaba a ver culpables por todas partes.

—Estoy obligado a preguntarle qué es lo que hacía a estas horas en la carretera —interrogó volviéndose hacia el desconocido.

—Venía de Bushy Park —contestó cortésmente el hombre— y me dirigía a Richmond.

—¡Alto ahí! —gritó el inspector—. ¿Puedo hacerle notar que no había cogido precisamente el camino más corto?

—Estoy de acuerdo con usted —replicó el desconocido.

—¿Por qué esa vuelta? —pidió el señor Rocksniff con aire inquisitorio.

—Tampoco yo veo ninguna razón especial para ello. Pero le confieso que estaba reflexionando.

—¿En coche?

—¡En coche, claro que sí!

—Muy bien. ¿Y en qué, por favor?

—En el crimen que fue cometido esta mañana en Bushy Park, cerca de Upper Lodge.

—¡Un crimen! —gritó el señor Rocksniff—. ¡No sé nada de ello!

—No es imposible, inspector, puesto que aquellos lugares no son de su jurisdicción; dependen más bien de Hampton.

—Pero ¿qué crimen? —insistió el señor Rocksniff.

—El que acaba de hundir esta casa en la desolación es el digno compañero del crimen de Bushy Park: un joven de quince años ha sido encontrado despanzurrado en las espesuras del jardín público.

—¿Lo oyen? —gritaron los esposos Fleetwinch—. ¡Horrores parecidos van a seguir a éste! Nosotros somos las víctimas designadas, ya que «Los Tritones» está lejos de otras viviendas.

Nadie los escuchaba demasiado. La atención general se dirigía hacia el automovilista.

—Estoy obligado a hacerle otras preguntas —le dijo el señor Rocksniff con cierta dureza.

—Y tal vez le parezca bien añadir la frase ritual: «Todo cuando diga podrá ser utilizado contra usted» —replicó el extraño con cierta ironía.

El inspector jefe lo miró con irritación.

—Todavía no, señor, pero no sé si tardaré en hacerlo. Haga el favor de seguir contestando a mis preguntas y de no tratar de tergiversar las cosas.

—¡Vaya! —dijo el desconocido—. ¡Ahora resulta que yo estoy tergiversando las cosas! ¡Lo ignoraba! Es verdad que usted las ve bajo un ángulo especial, dado que es el inspector jefe.

Con la mosca en la oreja, el bueno del señor Rocksniff, de un modo tonante, replicó:

—Y usted, señor, ¿quién es?

—Oh, yo —contestó el automovilista—… yo me llamo sencillamente Harry Dickson.

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