El libro de la selva / El segundo libro de la selva

Quiquern

Q

La Gente de los Hielos de Levante se funde como la nieve,

mendigando café y azúcar, yendo a donde van los blancos.

La Gente de los Hielos de Poniente aprende a robar y luchar:

venden sus pieles en la factoría y sus almas a los blancos.

La Gente de los Hielos del Sur trafica con los balleneros,

sus mujeres se adornan con cintas,

pero sus tiendas están rotas y son pocas.

Pero la Gente de los Hielos Antiguos,

fuera del alcance de los blancos,

hacen sus lanzas con hueso de narval

¡y son los últimos Hombres de la Tierra!

—Ha abierto los ojos. ¡Mira!

—Ponlo otra vez en la piel. Será un perro fuerte. Cuando tenga cuatro meses le pondremos nombre.

—¿El nombre de quién? —preguntó Amoraq.

Kadlu recorrió con la vista las pieles que forraban las paredes del iglú hasta detenerse en Kotuko, el chico de catorce años que se hallaba sentado en el banco que servía también para dormir y se entretenía fabricando un botón con el colmillo de una morsa.

—Ponle mi nombre —dijo Kotuko, haciendo una mueca—. Algún día lo necesitaré.

Kadlu le devolvió la mueca hasta que sus ojos quedaron casi ocultos por sus gruesas mejillas. Con un gesto de la cabeza señaló a Amoraq, mientras la furiosa madre del cachorro gruñía al ver a su bebé jugueteando fuera de su alcance, dentro de la pequeña bolsa de piel de foca, colgada al calor de la lámpara de grasa de ballena. Kotuko siguió tallando el colmillo y Kadlu arrojó unos arneses de perro al interior de una pequeña estancia cuya puerta se hallaba en una de las paredes laterales del iglú. Luego se despojó de su pesado traje de cazador, hecho con piel de ciervo, y lo colgó de unos huesos de ballena debajo de los cuales ardía otra lámpara y se dejó caer sobre el banco, empezando a cortar un trozo de carne de foca congelada hasta que Amoraq, su esposa, les sirviera la cena de costumbre: carne hervida y sopa de sangre. Había salido de madrugada hacia los agujeros donde se escondían las focas, a ocho millas de allí, regresando luego con tres focas grandes. En mitad del pasadizo largo y bajo, hecho de nieve, que partía de la puerta interior del iglú se oían los ladridos de los perros que tiraban de su trineo, que, terminada ya la jornada, se peleaban en busca de un rincón caliente.

Cuando los ladridos se hicieron demasiado fuertes, Kotuko se levantó perezosamente del banco y cogió un látigo hecho de hueso de ballena, flexible y con un mango de casi cincuenta centímetros, del que salía una recia correa de cerca de ocho metros de longitud. Agachándose, penetró en el pasadizo y a los pocos instantes se oyó tal algarabía que parecía como si los perros se lo estuvieran comiendo vivo. Pero no era más que su forma acostumbrada de dar las gracias por los alimentos que iban a recibir. Al salir gateando por el otro extremo, media docena de peludas cabezas lo siguieron con los ojos hasta una especie de cadalso, construido con quijadas de ballena, del que colgaba la carne para los perros. Cortó la carne congelada en grandes pedazos, valiéndose de una lanza de ancha punta, y luego se volvió hacia el iglú, con el látigo en una mano y la carne en la otra. Fue llamando por su nombre a los perros, uno a uno, empezando por los más débiles, y ¡pobre del que tratase de saltarse su turno!, pues el látigo cortaba el aire como un relámpago y arrancaba un buen trozo de piel y pelo. Uno tras otro los animales gruñeron mientras daban dentelladas y se atragantaban con su porción de carne, corriendo luego a cobijarse de nuevo en el pasadizo, al tiempo que el muchacho seguía de pie sobre la nieve, administrando justicia bajo la luz de la aurora boreal. El último en ser servido fue el negro perrazo que dirigía a los demás y mantenía el orden cuando se hallaban enganchados al trineo y a este Kotuko le dio doble ración de carne, así como un latigazo de más.

—¡Ah! —exclamó Kotuko, enrollando el látigo—. Ahí dentro, sobre la lámpara, tengo un pequeñín que también aullará lo suyo. ¡Adentro!

Volvió a meterse en el pasadizo, pasó gateando por encima de los perros que estaban acurrucados dentro, se sacudió la nieve de encima con el hueso de ballena que Amoraq guardaba al lado de la puerta, dio unos golpecitos en el techo del iglú para hacer caer los carámbanos que se hubiesen desprendido de la cúpula de nieve y se acurrucó en el banco. Los perros del pasadizo roncaban y gemían mientras dormían; dentro de la capucha forrada de Amoraq daba pataditas y balbucía el más pequeñín de sus hijos y la madre del cachorro recién bautizado se tumbó al lado de Kotuko, con los ojos fijos en la bolsa de piel de foca, cálida y segura, que colgaba más arriba de la llama ancha y amarilla de la lámpara.

Y todo esto sucedía muy lejos, hacia el norte, más allá del Labrador, más allá del estrecho de Hudson, donde las grandes corrientes empujaban el hielo de un lado a otro, al norte de la península de Melville, incluso más al norte de los estrechos de Fury y Hecla, en la orilla norte de la Tierra de Baffin, donde la isla de Bylot se alza sobre el hielo del estrecho de Láncaster como el molde de un budín puesto al revés. Al norte del estrecho de Láncaster poco hay de lo que sepamos algo, salvo North Devon y la Tierra de Ellesmere. Pero incluso en aquellos parajes vive un puñado de gente esparcida por tan inmensas soledades, a las puertas, por así decirlo, del mismísimo Polo.

Kadlu era un , un esquimal, como diríais vosotros, y su tribu (unas treinta personas en total) pertenecía a los , es decir, «la tierra que se extiende más allá de algo». En los mapas, aquellas desoladas costas figuran con el nombre de bahía de la Junta de la Armada, pero los le dan un nombre mejor, ya que el país se extiende realmente más allá del resto del mundo. Durante nueve meses del año solo hay allí hielos y nieve, una galerna tras otra, con un frío del que nadie puede hacerse una idea a menos que haya visto el termómetro muy por debajo de cero. Durante seis de esos nueve meses reina la oscuridad, y es eso lo que los hace tan horribles. Durante los tres meses que dura el verano solo hiela de vez en cuando de día, aparte de cada noche, y luego la nieve empieza a desaparecer de la vertiente sur de las montañas, unos cuantos sauces bajos sacan sus peludos capullos y alguna que otra siempreviva hace como si fuera a florecer, mientras playas de grava fina y cantos rodados descienden hasta el mar y bruñidos peñascos y rocas veteadas asoman la cabeza por encima de la nieve granulada. Pero todo eso desaparece en unas cuantas semanas y el salvaje invierno vuelve a caer sobre aquellas tierras, mientras en el mar el hielo sube y baja, chocan y chocan sus pedazos, partiéndose y desmenuzándose, volviendo a agruparse y romperse, hasta que por fin se une formando una capa congelada de tres metros de espesor que se extiende desde la costa hasta alta mar.

En verano Kadlu solía seguir a las focas hasta el borde de la capa de hielo, para matarlas con su lanza cuando salían del agua para respirar. La foca necesita aguas despejadas para vivir y pescar y a veces, en pleno invierno, el hielo se extendía en una zona de ochenta millas mar adentro, sin ninguna grieta, sin ningún agujero. Al llegar la primavera, Kadlu y su gente se retiraban de la masa de hielo flotante y se dirigían hacia las rocas que constituían tierra firme, donde alzaban sus tiendas de pieles y tendían trampas a las aves marinas o cazaban a lanzazos las jóvenes focas que tomaban el sol en las playas. Más tarde se dirigían al sur, hacia la Tierra de Baffin, persiguiendo a los renos y en busca de su provisión anual de salmones que pescaban en los centenares de riachuelos y lagos del interior, regresando luego al norte, en septiembre u octubre, para dedicarse a cazar carneros almizcleros y focas. Este ir y venir se hacía por medio de trineos tirados por perros, a razón de veinte o treinta millas diarias, o bien seguían la costa a bordo de grandes embarcaciones hechas de piel curtida que ellos llamaban «barcas de mujeres». Los perros y los niños pequeños yacían entre los pies de los remeros y las mujeres cantaban mientras de un cabo a otro las barcas se deslizaban sobre las aguas frías y vidriosas. Todos los lujos que los conocían procedían del sur: madera flotante para los patines de los trineos, varillas de hierro para hacer púas de arpón, cuchillos de acero, ollas de estaño que cocían la comida mucho mejor que los viejos cacharros de esteatita, eslabones, pedernales, e incluso cerillas, además de cintas de color para el pelo de las mujeres, espejitos baratos, paño rojo para adornar las chaquetas de piel de venado. Kadlu comerciaba con los ricos cuernos de narval, retorcidos y de color cremoso, así como con los dientes del carnero almizclero (que son tan valiosos como las perlas), vendiéndolos a los del sur, quienes, a su vez, los vendían o cambiaban con los balleneros y misioneros de Exeter y Cumberland, y así seguía la cadena de trueques e intercambios, hasta que la olla que el cocinero de un barco se agenciara en el bazar de Bhendy tal vez terminaba sus días colgada sobre una lámpara de grasa de ballena en algún frío paraje del Círculo Polar Ártico.

Como era buen cazador, Kadlu poseía abundancia de arpones de hierro, cuchillos para cortar la nieve, dardos para cazar pájaros y todas las demás cosas que ayudan a que la vida resulte más fácil allá arriba, en las regiones frías. Además, era el jefe de la tribu o, como decían ellos, «el hombre que por la práctica lo sabía todo». Esto no le confería ninguna autoridad, salvando el que de vez en cuando aconsejara a sus amigos que se marchasen a cazar a otra parte, pero Kotuko se aprovechaba un poco para dominar a los demás pequeños cuando de noche salían a jugar a la pelota, a la luz de la luna, o cantar la .

Pero a los catorce años un se considera ya todo un hombre y Kotuko estaba cansado de hacer trampas para cazar pájaros silvestres y zorrillos y, sobre todo, estaba ya harto de ayudar a las mujeres a mascar las pieles de ciervo y de foca (eso las ablanda mejor que cualquier otro procedimiento) durante todo el santo día, mientras los hombres salían a cazar. Deseaba entrar en el , la Casa del Canto, cuando los cazadores se reunían allí para celebrar sus misterios y el , el hechicero, los deleitaba con sus sustos una vez apagadas las lámparas, cuando podían oírse sobre el tejado las pisadas del Espíritu de los Renos y, si se arrojaba una lanza a la noche oscura, volvía llena de sangre caliente. Anhelaba despojarse de sus pesadas botas y arrojarlas a un rincón con el aire cansado de un cabeza de familia, y jugar con los cazadores cuando alguna tarde se dejaban caer por el iglú para echar una especie de partida de ruleta casera con una olla de estaño y un clavo. Había cientos de cosas que deseaba hacer, pero los hombres mayores se reían de él y decían:

—Espera a que hayas «estado en la hebilla», Kotuko. La caza no consiste solamente en atrapar animales.

Sin embargo, ahora que su padre había dado su nombre a un perrito, las cosas brillaban de otra manera. Un no desperdicia uno de sus perros entregándolo a su hijo, a menos que este sepa ya algo sobre cómo se dirigen los perros, y Kotuko estaba convencido de saberlo todo y algo más incluso.

De no haber tenido una constitución de hierro, el perrito habría muerto de tanto comer y recibir mimos. Kotuko le construyó un pequeño arnés con tirantes y lo arrastraba por todo el iglú gritando:

— (¡A la derecha!). (¡A la izquierda!). (¡Alto!).

Al perrito no le hacía ni pizca de gracia, pero verse pescado de aquel modo, como si fuera un pez, era pura delicia comparado con sentirse enganchado a un trineo por primera vez. Se sentó en la nieve y se puso a jugar con el tirante de piel de foca que iba desde su arnés hasta el , la enorme correa instalada en la parte delantera del trineo. Luego los demás perros del tiro echaron a andar y el perrito se encontró con que el pesado trineo de tres metros de largo le pasaba por encima y lo arrastraba por la nieve, mientras Kotuko reía hasta saltársele las lágrimas. Luego durante días y más días sintió el látigo cruel que silbaba como el viento al azotar el hielo, y sus compañeros lo mordían porque no hacía bien su trabajo, y el arnés le irritaba la piel y ya no le permitían dormir con Kotuko, sino que tenía que acostarse en el rincón más frío del pasadizo. Fueron tiempos tristes para el cachorro.

También el muchacho aprendía tan aprisa como el perro, aunque resultaba difícil gobernar un trineo tirado por perros. Cada uno de los animales lleva un arnés (los más débiles son los que están más cerca del conductor) y lleva un tirante que pasa por la pata delantera de la izquierda y va a parar a la correa principal, a la que está unido por una especie de botón con un cordoncillo que puede soltarse mediante un simple movimiento de la muñeca, lo que permite dejar sueltos los perros uno a uno. Esto es muy necesario, ya que a los perros jóvenes a menudo se les enreda el tirante entre las patas traseras y les produce cortes muy profundos. Y, mientras corren, todos sin excepción sienten ganas de ir a visitar a sus amigos, por lo que no paran de dar saltos de un lado a otro. Luego se pelean y el resultado es un embrollo peor que el que se le arma a un pescador si deja el sedal mojado hasta la mañana siguiente de haber pescado con él. Utilizando el látigo científicamente se pueden evitar muchas complicaciones. Todo muchacho se enorgullece de su maestría con el látigo largo, pero, si bien resulta fácil golpear un blanco en el suelo, no lo es tanto inclinarse hacia delante, mientras el trineo corre a toda velocidad, y golpear en el punto exacto al perro que se hace el remolón. Si por casualidad se riñe a un perro pero se golpea a otro, los dos se pelean en el acto y hacen que los demás se detengan. Asimismo, si se viaja con un acompañante y se habla con él, o si uno habla solo o canta, los perros se paran, se vuelven y escuchan lo que uno dice. Una o dos veces Kotuko se encontró abandonado, sin trineo, por haberse olvidado de frenarlo al pararlo, y estropeó muchos látigos y correas antes de que pudieran confiarle un tiro completo de ocho perros y un trineo ligero. Entonces se consideró todo un personaje, y sobre el hielo liso y oscuro, con el corazón animoso y los brazos ágiles, recorría las llanuras con la velocidad de una manada en plena caza. Recorría diez millas para llegar a las guaridas de las focas, y cuando estaba en los terrenos de caza, soltaba uno de los tirantes del y dejaba en libertad al negro perrazo que mandaba a los demás y que era el animal más inteligente de todos. En cuanto el perro olfateaba uno de los agujeros que las focas empleaban para respirar, Kotuko volcaba el trineo y hundía en la nieve un par de cuernos de reno (que sobresalían del respaldo como el asa que se emplea para empujar un cochecito de niños), con lo que evitaba que los perros se le escaparan. Luego gateaba centímetro a centímetro y se quedaba acechando hasta que la foca salía a respirar. Entonces, rápidamente, le clavaba su lanza, a la que estaba atada una cuerda, y al final izaba al animal hasta el borde del hielo, mientras el perrazo negro acudía a su lado y le ayudaba a arrastrar el cadáver por la nieve hasta el trineo. Ese era el momento en que los demás perros empezaban a aullar y echar espuma por la boca a causa de la excitación, y Kotuko tenía que emplearse a fondo con el látigo, azotándolos hasta que la foca muerta quedaba rígida debido a la congelación. El regreso a casa era lo más pesado. Había que guiar con cuidado el cargado trineo a través de las irregularidades del terreno helado y los perros, por su parte, se sentaban a contemplar la foca con ojos hambrientos en vez de tirar del vehículo. Por fin daban con el sendero abierto por el paso de numerosos trineos y que llegaba hasta el poblado, y los perros rompían a trotar con la cabeza gacha y la cola alzada, mientras Kotuko entonaba la (la ) y de cada casa surgían voces que lo saludaban bajo el cielo estrellado.

También Kotuko, el perro, se divirtió una vez hubo crecido. Paso a paso, pelea a pelea, fue progresando entre sus compañeros, hasta que una tarde se encaró con el jefe del tiro por una cuestión de comida (Kotuko, el muchacho, cuidó de que la pelea fuese limpia) y lo degradó a segundo perro. De esta manera se vio ascendido y se hizo cargo de la larga correa que correspondía al jefe, que corría a cosa de metro y medio por delante de todos los demás, pues era su obligación sofocar todas las peleas, ya estuvieran los perros sueltos o llevasen el arnés, y lucía un collar de alambre de cobre, muy grueso y pesado. En ocasiones especiales comía alimentos guisados en el interior del iglú, y a veces le permitían dormir en el banco con Kotuko. Era un buen perro para cazar focas y sabía tener a raya a un carnero almizclero corriendo a su alrededor y mordiéndole las patas. Incluso plantaba cara (cosa que constituye la última prueba de valor para un perro de trineo) al descarnado lobo del Ártico, al que, por regla general, temen todos los perros del norte más de lo que temen a cualquier otra cosa que camine por la nieve. Él y su amo (los demás perros no eran considerados compañeros) cazaban juntos, día tras día y noche tras noche, los dos envueltos en pieles, igual el chico como el animal amarillo y salvaje, de pelo largo, ojos pequeños y colmillos blancos. El trabajo de un se reduce a procurarse alimento y pieles, para él y su familia. Las mujeres convierten las pieles en prendas de vestir y de vez en cuando ayudan a atrapar caza menor, pero el grueso de la comida (y comen a dos carrillos) deben encontrarlo los hombres. Si el aprovisionamiento les falla, no hay en aquellos parajes nadie que pueda dárselo, ya sea comprándolo, mendigándolo o tomándolo de prestado: la gente muere inevitablemente.

Un no piensa en semejante eventualidad en tanto no se vea forzado a hacerlo. Kadlu, Kotuko, Amoraq y el bebé (que se pasaba el día entero en la capucha forrada de Amoraq, dando coces y masticando grasa de ballena) se sentían tan felices juntos como cualquier otra familia del mundo. Venían de una raza muy bondadosa (raras veces un monta en cólera y casi nunca pega a un niño) que no sabía exactamente qué significaba mentir, y mucho menos robar. Se contentaban con sacar con sus lanzas el sustento del corazón de aquella región inhóspita y fría, sonreír untuosamente y contar historias de hadas y extraños fantasmas para pasar las veladas, así como comer hasta no poder más y cantar la inacabable letanía de las mujeres: , durante los largos días pasados a la luz de las lámparas, remendando sus vestidos y los aparejos de caza.

Pero un terrible invierno todo los traicionó. Los regresaron de la pesca anual del salmón y construyeron sus iglúes con los primeros hielos del norte de la isla de Bylot, dispuestos a emprender la caza de la foca en cuanto el mar se congelase. Pero el otoño se adelantó y resultó muy duro. Durante todo septiembre se sucedieron las galernas, que rompieron el hielo liso favorito de las focas cuando solo tenía un metro o un metro y medio de espesor, empujándolo hacia el interior y levantando, a lo largo de unas veinte millas, una gran barrera de grandes y cortantes pedazos de hielo que era imposible cruzar con los trineos de perros. El borde del hielo flotante, que era donde las focas solían pescar en invierno, quedaba a unas veinte millas más allá de la barrera, en un punto que resultaba inalcanzable para los . Pese a todo, se las habrían arreglado para ir tirando durante el invierno gracias a la provisión de salmón y grasa de ballena que tenían almacenada, así como a lo que cazasen con las trampas, pero en diciembre uno de los cazadores encontró una (tienda de pieles) en cuyo interior había tres mujeres y una muchacha medio muertas, cuyos hombres, al regresar del lejano norte, habían perecido aplastados en su botecillo de pieles mientras pescaban el narval de cuernos largos. Kadlu, naturalmente, no podían hacer otra cosa que distribuir a las mujeres entre los iglúes del campamento invernal, pues ningún se atrevería a negarle un bocado a un forastero: jamás sabe cuándo puede verse él en la necesidad de mendigar la comida. Amoraq acogió a la muchacha, que tendría unos catorce años, en su propio iglú como una especie de sirvienta. A juzgar por la forma de su capucha puntiaguda y las figuras de diamante alargadas que adornaban sus polainas de piel de ciervo, supusieron que procedía de la Tierra de Ellesmere. Jamás habían visto cacharros de cocina hechos de estaño, ni trineos con patines de madera, pero Kotuko, el muchacho, y Kotuko, el perro, le tomaron afecto.

Luego todos los zorros se fueron hacia el sur y ni siquiera el glotón americano, ese ladronzuelo gruñón que vive en las nieves, se molestaba ya en seguir las trampas vacías que Kotuko iba colocando. La tribu perdió un par de sus mejores cazadores, que resultaron malheridos al luchar contra un carnero almizclero, y eso hizo que fueran menos a repartir el trabajo. Día tras día Kotuko montaba en un trineo ligero, tirado por seis o siete perros escogidos entre los más fuertes, y buscaba y rebuscaba, hasta que le dolían los ojos, algún sitio donde el hielo fuese lo bastante liso para que una foca hubiese abierto su respiradero. Kotuko, el perro, hacía largas batidas y, en medio de la quietud absoluta de los campos de hielo, Kotuko, el chico, oía sus aullidos excitados ante el agujero de una foca, a tres millas de donde se hallaba el muchacho, pese a que parecían salir de allí mismo. Cuando el perro encontraba un agujero, el muchacho se construía una pared de nieve para resguardarse un poco del gélido viento, y allí se quedaba esperando diez, doce, veinte horas, por si salía la foca, con los ojos pegados a la diminuta señal que hacía encima del agujero para hacer blanco con el arpón, los pies sobre una esterilla de piel de foca y las dos piernas atadas en el (la hebilla de que le habían hablado los cazadores viejos cuando él era aún pequeño). Esta hebilla ayuda a evitar que al cazador se le muevan las piernas mientras pasa horas y más horas esperando la salida de la foca, que tiene el oído muy agudo. Aunque no haya ninguna emoción en ello, podéis figuraros fácilmente que el más penoso de los trabajos de un es el de permanecer inmóvil en el cuando el termómetro señala quizá cuarenta grados bajo cero. Cuando atrapaba una foca, Kotuko, el perro, daba un salto hacia delante, arrastrando el tirante, y ayudaba a tirar del cadáver hasta el trineo, junto al cual, resguardados apenas por los trozos de hielo, cansados y hambrientos, yacían esperando los demás perros.

Una foca no daba para mucho, ya que todas las bocas del pequeño poblado tenían derecho a ser alimentadas y ni los huesos, ni la piel, ni los tendones se desperdiciaban. La carne que antes daban a los perros iba ahora destinada a las personas, y a los animales Amoraq les daba de comer trozos de piel de la que en verano usaban para construir las tiendas y que sacaba de debajo del banco de dormir. Los perros aullaban y aullaban y de noche se despertaban para aullar de nuevo, acuciados por el hambre. Por las lámparas de esteatita que ardían en los iglúes se adivinaba que poco faltaba para que el hambre azotase el poblado. En las temporadas buenas, cuando abundaba la grasa de ballena, aquellas lámparas, que tenían forma de barca, despedían una llama de casi sesenta centímetros, una llama alegre, aceitosa, amarilla. Ahora, en cambio, apenas tendría quince centímetros de altura, pues Amoraq bajaba cuidadosamente la mecha de musgo cuando, al distraerse ella, la llamita se hacía más grande.

Los ojos de toda la familia seguían los movimientos de su mano durante la operación. El horror de perecer de hambre en medio de un frío atroz no lo inspira tanto el morir en sí como el hecho de morir en las tinieblas. Todos los temen a la oscuridad que cada año, sin interrupción, los envuelve durante seis meses seguidos y cuando las lámparas de un iglú empiezan a perder luz, las mentes de las personas se ponen a temblar y a ser presas de la confusión.

Pero aún faltaba algo peor.

Los perros, acuciados por el hambre, gruñían y mordían en los pasadizos, mirando fieramente las frías estrellas, olfateando el gélido viento noche tras noche. Cuando dejaban de aullar, el silencio caía de nuevo, sólido y pesado como la nieve que el viento arroja contra una puerta, y los hombres sentían batir la sangre en los estrechos conductos de las orejas y los latidos de sus corazones, que sonaban fuertes como los tambores que los hechiceros tocan sobre la nieve. Una noche Kotuko, el perro, que mientras llevaba el arnés se había mostrado desacostumbradamente hosco, se levantó de un brinco y apretó la cabeza contra la rodilla de Kotuko. El muchacho le dio unas palmaditas cariñosas, pero el perro siguió apretando ciegamente el hocico contra su pierna, meneando la cola. Entonces Kadlu se despertó, sujetó con las dos manos la gruesa cabeza lobuna del perro y miró fijamente los ojos vidriosos del animal. El perro gemía y temblaba entre las rodillas de Kadlu. Se le erizó el pelo del cuello y empezó a gruñir como si hubiese un extraño en la puerta, luego se puso a ladrar alegremente y a revolcarse por el suelo, mordiendo como un perrito las botas de Kotuko.

—¿Qué pasa? —dijo Kotuko, que comenzaba a sentir miedo.

—El mal —respondió Kadlu—. Es el mal de los perros.

Kotuko, el perro, levantó el hocico y se puso a lanzar un aullido tras otro.

—Nunca lo había visto así —dijo Kotuko—. ¿Qué va a hacer?

Kadlu se encogió levemente de hombros y cruzó la estancia en busca de su arpón más corto. El perrazo lo miró, aulló de nuevo y se metió en el pasadizo. Los demás perros se apartaron para dejarle sitio. Al salir, ladró con furia, como si acabase de encontrar el rastro de un carnero almizclero y se perdió de vista sin dejar de ladrar y brincar. Su mal no era la hidrofobia, sino, sencillamente, la locura. El frío y el hambre, y, sobre todo, la oscuridad, le habían trastocado la cabeza, y cuando el temible mal de los perros hace presa en uno de los que forman el tiro de un trineo, se extiende como el fuego en el bosque. Al siguiente día de caza, otro perro enfermó de igual manera y Kotuko lo mató allí mismo, mientras mordía y luchaba con los tirantes y las correas. Luego el perro negro, el que antes había sido el jefe de los demás, se puso a ladrar inesperadamente ante un imaginario rastro de renos y, al soltarlo del , saltó sobre un montón de hielo y huyó como antes lo hiciera su jefe, llevándose el arnés consigo. Después de eso nadie quería salir con los perros. Los necesitaban para otra cosa, y los perros lo sabían y, aunque estaban atados y les daban de comer con la mano, sus ojos reflejaban miedo y desesperación. Para empeorar las cosas, las mujeres empezaron a contar historias de fantasmas y a decir que se les habían aparecido los espíritus de los cazadores muertos o desaparecidos aquel otoño, profetizándoles toda suerte de cosas horribles.

A Kotuko le dolía más que nada la pérdida de su perro, pues, aunque un come muchísimo, también sabe pasar hambre. Pero el hambre, la oscuridad, el frío y las inclemencias del tiempo dejaron sentir sus efectos en él y empezó a oír voces dentro de la cabeza, a ver gente cuando estaba solo y miraba de reojo. Una noche, tras haberse pasado diez horas acechando en vano ante el agujero de una foca, que resultó ser de los que llamaban ciegos, se soltó la hebilla y, cansado y medio desfallecido, se dirigió de regreso al poblado. Por el camino se detuvo y recostó la espalda en un peñasco que descansaba sobre un saliente de hielo. Su peso rompió el equilibrio del peñasco, que cayó rodando pesadamente y, mientras Kotuko saltaba a un lado para esquivarlo, resbaló tras de él, silbando y chirriando por la pendiente de hielo.

Eso le bastó a Kotuko. Lo habían educado en la creencia de que todas las rocas y los peñascos tenían su propietario (su ), que por lo general era una especie de mujer con un solo ojo, llamada , y cuando una se proponía ayudar a un hombre rodaba tras él dentro de su casa de piedra, preguntándole si quería tomarla por espíritu guardián. (En verano, al producirse el deshielo, rocas y peñascos ruedan por todas partes, por lo que resulta fácil comprender de dónde había salido la idea de las piedras vivientes). Kotuko sintió que la sangre le golpeaba las sienes, como la había sentido todo el día, pero pensó que era la de la piedra que le estaba hablando. Al llegar a casa, hacía ya rato que estaba convencido de haber sostenido una larga conversación con el espíritu y, como toda su gente creía que esto era posible, nadie le contradijo.

—Me ha dicho: «Salto, salto desde mi lugar en la nieve» —dijo Kotuko, inclinándose con los ojos hundidos en la semipenumbra del iglú—. Me ha dicho: «Seré tu guía y te llevaré a donde se esconden las focas». Mañana saldré a cazar y la me guiará.

Entró entonces el , el hechicero del poblado, y Kotuko repitió su historia ante él, sin olvidarse de un solo detalle.

—Sigue a los (los espíritus de las piedras) y ellos nos volverán a dar de comer —dijo el .

La muchacha del norte llevaba varios días acostada al lado de la lámpara, comiendo muy poco y hablando menos aún, pero, cuando al día siguiente, Amoraq y Kadlu prepararon un pequeño trineo de mano para Kotuko, cargándolo con sus perros de caza y toda la grasa de ballena y carne congelada de foca que pudieron separar para él, la muchacha cogió la cuerda que servía para tirar del trineo y se colocó al lado de Kotuko con ademán resuelto.

—Tu casa es mi casa —dijo, mientras el pequeño trineo con patines de hueso chirriaba y se tambaleaba tras ellos en medio de la temible noche ártica.

—Mi casa es tu casa —repuso Kotuko—, pero me parece que los dos iremos juntos a Sedna.

Sedna es la Señora del Bajo Mundo y los creen que, al morir, todo el mundo debe pasar un año en el horrible país de Sedna antes de ir a Quadliparmiut, el Lugar Feliz, donde nunca hiela y basta una llamada para que acudan a tu lado rollizos renos.

Por todo el poblado la gente gritaba:

—¡Los han hablado a Kotuko! ¡Le enseñarán el hielo libre y nos traerá carne de foca!

Las voces no tardaron en perderse en las frías tinieblas y Kotuko y la muchacha, muy juntos el uno del otro, siguieron tirando del trineo, sorteando las irregularidades del hielo, avanzando hacia el mar Polar. Kotuko insistió en que la de la piedra le había dicho que se dirigiese hacia el norte, y hacia el norte se dirigieron bajo Tuktuqdjung el Reno, que no es otra que la constelación que nosotros llamamos la Osa Mayor.

Ningún europeo habría podido hacer cinco millas diarias sobre aquel terreno cubierto de hielo desmenuzado y afiladas aristas, pero los dos jóvenes conocían muy bien el leve movimiento de la muñeca que permite desviar el trineo para que no choque con un montículo de hielo, el tirón que lo saca de una grieta, la fuerza precisa que hay que aplicar para, con unos cuantos golpes de arpón, abrirse paso cuando todo parece perdido.

La muchacha caminaba sin decir nada, con la cabeza gacha, mientras los largos flecos de su capucha de armiño le caían sobre la cara, ancha y atezada. Sobre sus cabezas el cielo era un vasto manto de terciopelo negro, rasgado por franjas de almagre en el horizonte, donde las grandes estrellas ardían como los faroles de una calle. De vez en cuando una verdosa oleada de la aurora boreal cruzaba el inmenso vacío del firmamento, ondeando como una bandera y desapareciendo a los pocos instantes, o un meteoro cruzaba velozmente de la oscuridad a la oscuridad, dejando un rastro de chispas detrás. Entonces podían ver la superficie ondulante y surcada del hielo, adornada con trazos de extraños colores: rojo, cobrizo, azulado. Pero todo se volvía gris, helado, bajo la luz normal de las estrellas. La gran masa de hielo flotante, como recordaréis, había sido azotada y atormentada por las galernas del otoño, hasta quedar como una superficie helada después de un terremoto. Había barrancas y grietas, y agujeros como cascajales, en medio del hielo, así como trozos grandes y pequeños desparramados sobre la superficie. Aquí y allá surgían las negras manchas de hielos viejos que alguna galerna había enterrado y ahora volvían a emerger, junto con redondos peñascos de hielo, crestas como dientes de sierra labradas por la nieve a impulsos del viento y grandes hondonadas que se extendían a varios metros por debajo del nivel de la masa helada. Desde lejos habría sido fácil confundir los peñascos por focas o morsas, trineos volcados u hombres en plena cacería, o incluso con el gran Espíritu del Oso Blanco, con sus diez patas. Pero, a pesar de todas estas formas fantásticas, que parecían a punto de cobrar vida, no se oía ningún ruido, ni el menor eco de un lejano murmullo. Y a través de semejante silencio, a través de aquella desolación iluminada de vez en cuando por un fugaz destello de luz, siguió avanzando el trineo y los dos jóvenes que de él tiraban, arrastrándose cual extraños seres de pesadilla, una pesadilla del fin del mundo en el confín de la tierra.

Cuando se cansaban, Kotuko construía lo que los cazadores llamaban una y que era un pequeño iglú de nieve, dentro del cual se acurrucaban los dos, tratando de descongelar la carne de foca con el calor de la lámpara de viaje. Después de dormir un poco, reanudaban la marcha: treinta millas al día para no acercarse más de diez millas al norte. La muchacha estaba siempre muy callada, pero Kotuko murmuraba palabras para sus adentros y de vez en cuando entonaba alguna de las canciones que había aprendido en la Casa del Canto: canciones que hablaban del verano, de los renos y los salmones, y que parecían horriblemente fuera de lugar en aquella estación del año. A veces decía que la le estaba hablando y subía corriendo un montículo de hielo, agitando los brazos y profiriendo gritos amenazadores. A decir verdad, Kotuko era presa de una especie de locura pasajera, pero la muchacha estaba segura de que su compañero avanzaba guiado por su espíritu guardián y que, por lo tanto, todo saldría bien. Por esto no se sorprendió cuando, al finalizar el cuarto día de marcha, Kotuko, cuyos ojos parecían arder como bolas de fuego, le dijo que su los iba siguiendo por la nieve bajo la forma de un perro de dos cabezas. La muchacha miró hacia el lugar que Kotuko le señalaba y le pareció ver algo que se escondía apresuradamente en un barranco. Ciertamente no era un ser humano, pero, como sabía todo el mundo, los preferían aparecerse bajo la forma de oso, foca o algo parecido.

Quizá era el mismísimo Espíritu del Oso Blanco, con sus diez patas, aunque podía haber sido cualquier cosa, ya que Kotuko y la muchacha estaban tan desfallecidos por falta de alimento que no podían fiarse de sus ojos. No habían cazado nada desde su salida del poblado, y tampoco habían visto ningún rastro de animales. Apenas les quedaban provisiones para una semana más y se avecinaba una galerna. En el Polo las tormentas duran a veces diez días seguidos, durante los cuales permanecer a la intemperie es exponerse a una muerte segura. Kotuko construyó un iglú lo bastante grande para que en él cupiera el trineo (jamás hay que separarse de la provisión de carne) y mientras daba forma al último bloque irregular de hielo, para completar con él el tejado, vio una que lo estaba mirando desde lo alto de un montículo de hielo, a media milla de distancia. Flotaba una neblina en el aire y aquella parecía tener doce metros de largo y tres de alto, con una cola de seis metros y un perfil que se estremecía continuamente. La muchacha la vio también, pero, en vez de gritar de terror, dijo tranquilamente:

—¿Aquello es Quiquern? ¿Qué pasará?

—Que me hablará —dijo Kotuko.

Sin embargo, al decirlo le temblaba la mano que sostenía el cuchillo, ya que, aunque un hombre crea ser amigo de los espíritus extraños y feos, raras veces le gusta ver cómo se confirman sus creencias. Quiquern, además, es el fantasma de un perro gigantesco, desdentado y sin pizca de pelo, que se supone que vive en las remotas regiones del norte, por las que se lo ve vagar cuando va a suceder algo. Puede que lo que vaya a suceder sea bueno o malo, pero ni siquiera a los brujos les hace gracia hablar de Quiquern. Los perros enloquecen por su culpa. AI igual que el Espíritu del Oso, posee varios pares de patas de más, unos seis u ocho, y aquella que estaba observando a Kotuko, dando brincos en medio de la neblina, tenía más patas de las que le hacían falta a un perro de verdad. Kotuko y la muchacha se apresuraron a entrar en el iglú. Claro que, de haber querido atraparlos, Quiquern habría hecho saltar el iglú en pedazos, pero a los dos les tranquilizaba saber que entre ellos y la malvada oscuridad había una pared de hielo de treinta centímetros de espesor. Estalló la galerna con un chillido del viento que parecía el silbido de un tren y no amainó ni un instante a lo largo de tres días y tres noches, sin un minuto de respiro. Kotuko y la muchacha procuraban que no se apagase la lámpara, que sostenían entre las rodillas y mordisqueaban la tibia carne de foca, contemplando cómo el hollín negro iba acumulándose en el techo durante setenta y dos largas horas. La muchacha hizo recuento de la comida que había en el trineo: no quedaban provisiones para más de dos días, y Kotuko se puso a repasar las puntas de hierro y las ligaduras, hechas con nervios y tendones de ciervo, de su arpón, su lanza y el dardo de cazar pájaros. No podían hacer nada más.

—Pronto, muy pronto iremos a Sedna —susurró la muchacha—. Dentro de tres días nos quedaremos tendidos aquí y partiremos para Sedna. ¿Tu no va a hacer nada? Cántale una canción de para que venga.

Kotuko empezó a cantar con el tono agudo y plañidero de las canciones mágicas y la galerna comenzó a aminorar poco a poco. De pronto la muchacha se sobresaltó y apoyó en el hielo del suelo del iglú primero una mano enmitonada y luego la cabeza. Kotuko siguió su ejemplo y los dos se arrodillaron, mirándose fijamente a los ojos y aguzando el oído. De una trampa para cazar pájaros que había en el trineo Kotuko arrancó una astilla de hueso de ballena y, enderezándola, la colocó verticalmente en un pequeño agujero del hielo, sosteniéndola con la mano. La astilla quedó ajustada tan delicadamente como la aguja de una brújula y los dos jóvenes, en vez de escuchar, se pusieron a contemplarla. La delgada varilla se estremeció un poco, de forma a duras penas perceptible, luego vibró claramente durante unos segundos, se paró y volvió a vibrar, esta vez señalando hacia otro punto de aquella especie de brújula.

—¡Demasiado pronto! —exclamó Kotuko—. Algún trozo grande de la masa de hielo se ha desgajado, lejos de aquí.

La muchacha señaló la varilla, al tiempo que meneaba la cabeza.

—Es la gran desgajadura —dijo—. Escucha el hielo del suelo: se oyen como unos golpes.

Volvieron a arrodillarse y esta vez oyeron unos extraños gruñidos y golpes amortiguados, que parecían proceder de debajo mismo de sus pies. A veces semejaban los chillidos de un perrito ciego que se hubiese quemado con la lámpara, luego como si alguien afilase una piedra contra el hielo y después como el redoble de un tambor enfundado, pero todos los sonidos eran alargados y lejanos, como si, tras ser emitidos por un pequeño cuerno, llegasen hasta ellos atravesando una larga distancia.

—No iremos a Sedna tendidos en el suelo —dijo Kotuko—. El hielo se está agrietando. La nos ha engañado. Moriremos.

Puede que todo esto os parezca absurdo, pero los dos se enfrentaban a un peligro muy real. La galerna de tres días había empujado las aguas profundas de la bahía de Baffin hacia el sur, acumulándolas sobre el borde de la amplia extensión de hielo que desde la isla de Bylot apunta hacia el oeste. Además, la fuerte corriente que desde el estrecho de Láncaster se dirige hacia el este arrastraba millas y millas de lo que llaman «», es decir, trozos de hielo que no se han unido para formar una extensión plana, una especie de campo helado, y este hielo estaba bombardeando la masa de hielo flotante al mismo tiempo que esta se veía atacada por debajo por el mar de fondo. Lo que acababan de oír Kotuko y la muchacha era el débil eco de la pelea que se desarrollaba a treinta o cuarenta millas de distancia y que hacía estremecerse la varilla de un modo harto significativo.

Como dicen los , cuando el hielo despierta después de su largo sueño invernal, no hay forma de saber qué puede ocurrir, ya que la masa sólida de hielo flotante cambia de forma casi con la misma rapidez con que lo hacen las nubes. No había duda de que la galerna que habían sufrido era una tormenta de primavera que se había desencadenado intempestivamente, por lo que cualquier cosa era posible.

Sin embargo, los dos jóvenes se sentían más tranquilos que antes. Si el hielo flotante saltaba en pedazos, terminaría su espera y su sufrimiento. Los espíritus, los duendecillos y los demás seres de brujería andaban sueltos por el hielo y podía suceder que al penetrar en el país de Sedna lo hicieran en compañía de toda suerte de extraños seres de cara enrojecida aún por la exaltación. Cuando, al apagarse la galerna, salieron de su refugio, el ruido aumentaba en intensidad allá en el horizonte y a su alrededor el hielo compacto gemía y zumbaba sin parar.

—Sigue esperando —dijo Kotuko.

En la cima de un montículo, sentada o agazapada, se hallaba aquella de ocho patas que habían visto tres días antes… y aullaba horriblemente.

—Sigámosla —dijo la muchacha—. Puede que conozca algún camino que nos lleve a Sedna.

Pero, al tratar de tirar del trineo, se tambaleó de agotamiento. La se movió lentamente y con torpes movimientos empezó a avanzar, cruzando las barreras de hielo en dirección hacia el oeste, es decir, hacia tierra firme. Los dos siguieron sus pasos, mientras a sus espaldas iba acercándose a ellos el atronador gruñido del hielo que se agrietaba. En el borde del hielo se abrían ya grietas en todas las direcciones, en un espacio de tres o cuatro millas tierra adentro, al tiempo que trozos de tres metros de espesor, unos de escasos metros cuadrados y otros de varias hectáreas, se hundían, volvían a salir a la superficie y chocaban unos con otros, así como contra la masa de hielo que aún no se había agrietado, zarandeados por las olas que lanzaban surtidores de espuma entre ellos. Aquella especie de ariete de hielo era, por así decirlo, las tropas de choque que el mar lanzaba contra la costa helada. El incesante estruendo que armaban estos trozos al chocar casi ahogaba el ruido de los trozos más pequeños que se veían empujados por debajo de la capa flotante, como si fueran naipes que alguien escondiera debajo de un mantel. En los sitios donde la profundidad era escasa, los trozos más pequeños se amontonaban unos sobre otros hasta que el de abajo tocaba el fango del fondo a quince metros por debajo de la superficie y entonces el mar descolorido formaba como un dique detrás de esta barrera hasta que la presión de las aguas volvía a empujarlo todo hacia delante. Además de la gran capa de hielo flotante y de los trozos más pequeños, la galerna y las corrientes hacían bajar verdaderos icebergs, montañas de hielo flotante arrancadas de las costas de Groenlandia o de la playa norte de la bahía de Melville. Llegaban flotando pesadamente, envueltos por la blanca espuma de las olas que rompían sobre ellos, avanzando hacia la gran masa de hielo igual que una flota antigua navegando con todas las velas desplegadas. A veces un iceberg que parecía capaz de llevarse el mundo entero por delante embarrancaba irremisiblemente en las aguas profundas, se tambaleaba y acababa por hundirse en medio de una montaña de espuma, barro y heladas salpicaduras, mientras que otro mucho más pequeño cortaba como un cuchillo el hielo flotante, arrojando toneladas del mismo a uno y otro lado y abriendo una grieta de más de media milla antes de quedar detenido. Algunos caían como espadas, abriendo canales de bordes irregulares y otros saltaban en pedazos y lanzaban una lluvia de bloques que pesaban toneladas cada uno que giraban vertiginosamente entre los montículos. Otros, al embarrancar, surgían completamente del agua, se contorsionaban como si sufrieran dolor y caían pesadamente de costado, mientras el mar les azotaba la espalda. Aquel espectáculo de masas de hielo que chocaban unas con otras, amontonándose, doblándose, combándose y arqueándose, adquiriendo todas las formas posibles, se estaba desarrollando a lo largo de toda la extensión que abarcaban los ojos, siguiendo el borde septentrional de la gran masa. Desde el lugar en que se encontraban Kotuko y la muchacha, toda aquella confusión no parecía ser mayor que un leve temblor allá en el horizonte, pero se acercaba a ellos por momentos, al mismo tiempo que desde el lado de tierra firme llegaba a sus oídos un lejano tronar, como el estampido de los cañones en medio de la niebla. Era el ruido que producía la gran masa flotante al chocar con los férreos acantilados de la isla de Bylot, la tierra que había hacia el sur, detrás de ellos.

—Esto no había sucedido jamás —dijo Kotuko, contemplando el espectáculo con ojos estupefactos—. No es tiempo de que suceda. ¿Cómo puede romperse el hielo ahora?

—¡Sigamos aquello! —exclamó la muchacha, señalando la , que, medio cojeando, medio corriendo, se alejaba de ellos.

La siguieron, tirando del trineo de mano, mientras el rugido del hielo se oía cada vez más cerca de ellos. Finalmente, los campos que los rodeaban crujieron y se agrietaron en todas las direcciones. Las grietas se abrían y cerraban como las fauces de los lobos. Pero allí donde estaba la (en un montículo de viejos bloques de hielo esparcidos, de unos quince metros de altura) no se advertía ningún movimiento. Kotuko avanzaba dando saltos, frenéticamente, arrastrando a la muchacha y por fin llegaron a los pies del montículo. Alrededor de ellos la voz del hielo era cada vez más atronadora, pero el montículo permanecía firme. Al mirar a Kotuko, la muchacha vio que con el codo del brazo derecho le hacía una señal, un gesto hacia arriba y hacia fuera a la vez: era la señal que emplean los para indicar que han encontrado tierra firme y que esta es una isla. Y tierra firme era el lugar adonde los había conducido aquella renqueante de ocho patas: una pequeña isla de base granítica y playas arenosas, a poca distancia de la costa y envuelta de tal modo por el hielo que ningún hombre habría podido distinguirla del resto de la masa flotante. Pero debajo del hielo había tierra, ¡tierra firme! La lluvia de astillas de hielo que saltaba por los aires al entrechocar los grandes bloques marcaba los límites de la isla, mientras que un banco de arena protectora se extendía hacia el norte, desviando la furiosa acometida de los grandes bloques de hielo, del mismo modo que el arado levanta la marga y la echa a un lado. Existía el peligro, desde luego, de que la tremenda presión que sufrían los campos de hielo los echara sobre la playa y cubrieran la totalidad de la pequeña isla, pero Kotuko y la muchacha no se preocuparon y construyeron un iglú. Luego se refugiaron en él y se pusieron a comer mientras escuchaban el estruendo que les llegaba desde la playa. La había desaparecido y Kotuko hablaba excitadamente acerca de su poder sobre los espíritus. Acurrucado cerca de la lámpara, seguía dando rienda suelta a sus alocadas fantasías cuando la muchacha se echó a reír y empezó a balancear el cuerpo hacia delante y hacia atrás.

Detrás de ella, arrastrándose centímetro a centímetro hacia el interior del iglú, acababan de aparecer dos cabezas, una amarilla y la otra negra, que pertenecían a dos de los perros más compungidos y avergonzados que jamás se hayan visto. Uno de ellos era Kotuko, el perro, y el otro era el negro animal que había sido el jefe de los que tiraban del trineo. Los dos estaban gordos, tenían buen aspecto y daban la impresión de haber recobrado el juicio, pero estaban unidos de forma harto extraordinaria. Como recordaréis, al huir el perro negro se llevó consigo el arnés. Seguramente se había cruzado con Kotuko, el perro, y los dos se habrían puesto a jugar o a pelearse, ya que la correa que el primero llevaba sobre el lomo se había enganchado con el collar de Kotuko, quedando los dos tan trabados que ninguno de ellos había podido soltar a mordiscos el tirante de cuero, por lo que se habían quedado fuertemente sujetos uno al otro por el cuello. Eso, junto con la libertad para cazar por su propia cuenta, los habría ayudado a librarse de la locura, pues ambos se mostraban muy serenos.

La muchacha empujó a los dos avergonzados animales hacia Kotuko y, partiéndose de risa, exclamó:

—¡Aquí tienes a Quiquern, el que nos ha conducido a lugar seguro! ¡Mira las ocho patas y las dos cabezas!

Kotuko puso a los perros en libertad y los dos animales saltaron a sus brazos, el amarillo y el negro a la vez, tratando de explicarle de qué forma habían recobrado el juicio. Kotuko pasó una mano por los costados de los perros y notó que los tenían bien cubiertos de carne.

—Han encontrado algo que comer —dijo, sonriendo—. No creo que tengamos que ir tan pronto a Sedna. Mi nos los ha enviado. Se han librado del mal de los perros.

En cuanto hubieron saludado a Kotuko, los dos animales, que durante varias semanas se habían visto obligados a dormir, comer y cazar juntos, saltaron uno sobre el otro y entablaron una reñida batalla dentro del iglú.

—Los perros no luchan cuando tienen el estómago vacío —dijo Kotuko—. Este par han encontrado focas. Ahora durmamos y luego buscaremos comida.

Cuando despertaron las aguas del norte de la isla estaban ya libres y todo el hielo suelto había sido arrojado a tierra. El ruido de las olas al romper en la playa es uno de los más gratos al oído del , pues significa que la primavera está cerca. Kotuko y la muchacha se cogieron de las manos y sonrieron, pues el sonido claro y fuerte de las olas entre el hielo les recordó que se acercaba la época del salmón y el reno y casi creyeron aspirar el aroma de los sauces al florecer. Mientras miraban, sin embargo, el mar empezó a espesarse entre los grandes trozos de hielo flotante, pues el frío era intensísimo, pero ya se veía en el horizonte un inmenso resplandor rojizo que no era otra cosa que la luz del sol que pronto se remontaría en el firmamento. Fue más como oírlo bostezar mientras dormía que verlo levantándose, y el resplandor duró solo unos minutos, pero era la señal de que se avecinaba el cambio de estación. Sabían muy bien que nada podía evitarlo.

Kotuko encontró a los dos perros peleándose por una foca que acababan de matar mientras seguía a los peces, siempre inquietos después de una galerna. Aquella foca era la primera de las veinte o treinta que llegaron a la isla durante el día. Hasta que el mar volvió a helarse, se veían cientos de cabezas negras que asomaban a la superficie y flotaban alegremente entre los témpanos de hielo.

Resultó agradable volver a comer hígado de foca, llenar de grasa las lámparas sin temor a que se agotase el combustible y ver cómo la llama se alzaba hasta casi un metro de altura. Pero tan pronto la superficie del mar estuvo lo bastante endurecida, Kotuko y la muchacha cargaron el trineo e hicieron que los dos perros tirasen de él como jamás habían tirado en la vida. Temían que alguna terrible desgracia hubiese caído sobre el poblado.

El tiempo se mostraba tan cruel como siempre, pero resultaba más fácil arrastrar un trineo cargado de comida que cazar con el estómago vacío. Dejaron veinticinco focas muertas enterradas en el hielo de la playa por si las necesitaban más adelante y partieron rápidamente a reunirse con su gente. Los perros les mostraron el camino cuando Kotuko los puso al corriente de lo que esperaba de ellos y, aunque no se veía ninguna señal que les indicase la ruta que debían seguir, en dos días llegaron ante el iglú de Kadlu. Solamente tres perros contestaron a su llamada: a los demás se los habían comido. La oscuridad reinaba en el poblado. Pero cuando Kotuko gritó: «» (carne hervida), unas voces débiles le contestaron desde el interior de los iglúes y luego, al pasar lista a los habitantes del poblado, comprobó que no faltaba nadie.

Una hora después brillaban las lámparas en el iglú de Kadlu, el agua de nieve se estaba calentando, las ollas empezaban a hervir y del techo caían gotas de nieve fundida, mientras Amoraq preparaba comida para todo el poblado y el bebé que llevaba en la capucha masticaba una tira de rica grasa de foca y los cazadores, lenta pero metódicamente, se atiborraban de carne de foca. Kotuko y la muchacha contaron sus aventuras. Los dos perros se sentaron en medio de los jóvenes y cuando oían pronunciar sus nombres alzaban una oreja y parecían avergonzarse de sí mismos. El perro que, tras haber enloquecido, recobra el juicio queda inmunizado para siempre, según dicen los .

—Así que la no se olvidó de nosotros —dijo Kotuko—. Sopló la tempestad, el hielo se partió y la foca vino nadando tras los peces asustados por el temporal. Las nuevas guaridas de las focas están a menos de dos días de aquí. Los cazadores pueden salir mañana en busca de las que he matado con mi lanza. He dejado veinticinco enterradas en el hielo. Cuando nos las hayamos comido, seguiremos a las otras por el hielo.

—¿Qué haréis ? —dijo el hechicero con el mismo tono de voz que empleaba para dirigirse a Kadlu, que era el más rico de los .

Kotuko miró a la muchacha del norte y dijo tranquilamente:

— vamos a construir un iglú.

Con una mano señaló el lado noroeste del iglú de Kadlu, pues ese es el lado donde erige siempre su vivienda el hijo o hija que se casa.

La muchacha volvió la palma de las manos hacia arriba e hizo un leve gesto de desánimo con la cabeza. Era una extranjera a la que habían recogido medio muerta de hambre y no podía aportar ninguna dote al casarse.

Amortaq se levantó de un salto del banco en que estaba sentada y se puso a llenar de cosas el regazo de la muchacha: lámparas de esteatita, raspadores de hierro, ollas de estaño, pieles de ciervo adornadas con dientes de carnero almizclero y verdaderas agujas de las que usan los marineros para remendar velas, la mejor dote, en suma, que jamás se haya dado en los confines del Círculo Polar Ártico y que la muchacha del norte recibió inclinándose hasta rozar el suelo con la cabeza.

—¡Y estos también! —dijo Kotuko, riendo y señalando los perros, que frotaron sus fríos hocicos en el rostro de la muchacha.

—¡Ah! —carraspeó el para darse importancia, como si hubiese estado reflexionando sobre todo ello—. En cuanto Kotuko se marchó del poblado, fui a la Casa del Canto y entoné los cantos mágicos. Estuve cantando todas las noches, invocando al Espíritu del Reno. cánticos hicieron que se desencadenase la tormenta que rompió el hielo y empujó a los dos perros hacia donde estaba Kotuko, a punto de perecer aplastado por el hielo. cánticos llevaron la foca hacia la playa. Mi cuerpo se hallaba inmóvil en el , pero mi espíritu corría por el hielo, guiando a Kotuko y a los perros en todo cuanto hacían. Todo ha sido obra mía.

Todos estaban repletos de comida y amodorrados, por lo que nadie le llevó la contraria y el , en virtud de su cargo, se sirvió otro pedazo de carne hervida y luego se tumbó como los demás para dormir arropado por el calor y la luz que había dentro de la estancia perfumada por el aceite.

Kotuko, que dibujaba muy bien al estilo de los , labró escenas de sus aventuras en un trozo de marfil largo y liso, en un extremo del cual había un agujero. Cuando él y la muchacha se fueron al norte, a la Tierra de Ellesmere, aquel año que llamaron del , dejó a Kadlu la historia en imágenes. Pero Kadlu la perdió entre los guijarros cuando un verano se le estropeó el trineo en la orilla del lago Netilling, en Nikosiring, y allí lo encontró un de la región la siguiente primavera y la vendió a un hombre de Imigen que hacía de intérprete en una ballenera del estrecho de Cumberland, que luego se la vendió a Hans Olsen, que más adelante embarcaría como contramaestre en un gran vapor que llevaba turistas al cabo Norte, en Noruega. Al terminar la temporada turística, el vapor hacía la ruta de Londres a Australia, con escala en Ceilán, donde Olsen vendió el marfil a un joyero cingalés a cambio de dos zafiros de imitación. Yo lo encontré entre unos trastos viejos en una casa de Colombo y lo he traducido de cabo a rabo.

Angutivaun taina

Angutivaun taina

(He aquí una traducción muy libre de la «», tal como la cantaban los hombres después de cazar focas con sus lanzas. Los siempre repiten las cosas una y otra vez.)

Nuestros guantes están rígidos,

pues la sangre ya se ha helado,

la nieve cubre nuestras pieles,

mientras volvemos con las focas… ¡las focas!

tras cazar entre los hielos.

Au jana! Aua! Oha! Haq!

Corren y ladran los perros,

restallan los largos látigos y los hombres vuelven,

vuelven de los hielos.

Seguimos el rastro hasta el escondite

oímos a la foca escarbar el hielo,

y nos quedamos acechando, acechando,

tumbados en el hielo.

Alzamos la lanza cuando salió a respirar,

descargamos luego el golpe… ¡así!

así con ella jugamos y luego la matamos,

allá entre los hielos.

La sangre congelada endurece nuestros guantes,

la nieve ciega nuestros ojos,

pero regresamos a nuestras esposas,

regresamos de entre los hielos.

Au jana! Aua! Oha! Haq!

Raudos avanzan los cargados trineos,

y las mujeres oyen cómo sus hombres regresan,

regresan de entre los hielos.

Download Newt

Take El libro de la selva / El segundo libro de la selva with you