El libro de la selva / El segundo libro de la selva

La selva invasora

L

Ponedles un velo, cubridlos, emparedadlos,

flor y liana y hierbajo.

Olvidemos cómo son y cuál es su ruido,

y el olor y el toque de esa raza.

Gruesas cenizas negras junto a la piedra del altar,

he aquí la blanca pisada de la lluvia,

y dé a luz la cierva en los campos sin cultivos,

y que nadie vuelva a tener miedo,

y las ciegas paredes se desploman ignoradas,

y nadie volverá a vivir entre ellas.

Recordaréis que, después de haber clavado la piel de Shere Khan en la Roca del Consejo, Mowgli dijo a los supervivientes de la Manada de Seeonee que a partir de aquel momento quería cazar a solas en la jungla y que los cuatro hijos de Padre Lobo y Madre Loba dijeron que querían acompañarlo en sus cacerías. Pero no resulta fácil cambiar en un minuto vuestra forma de vivir, especialmente en la jungla. La primera cosa que Mowgli hizo, una vez se hubo retirado la desordenada Manada, fue irse a su cueva-hogar y pasarse durmiendo todo un día con su noche. Luego, al despertar, les contó a Madre Loba y a Padre Lobo sus aventuras entre los hombres, al menos la parte de las mismas que ellos eran capaces de comprender y, cuando el chico hizo que el sol de la mañana reluciera sobre la hoja de su cuchillo, el mismo con el que había despellejado a Shere Khan, los dos dijeron que algo había aprendido Mowgli. Luego Akela y Hermano Gris tuvieron que explicar su participación en la gran hazaña de los búfalos en el barranco, y Baloo subió cansinamente la colina para oírlo, y Bagheera se rascó todo el cuerpo de puro gozo ante la maestría con que Mowgli había llevado sus operaciones bélicas.

Había transcurrido ya mucho tiempo desde el amanecer, pero nadie soñaba siquiera en acostarse y de vez en cuando, mientras conversaban, Madre Loba alzaba súbitamente la cabeza y olfateaba con satisfacción el olor de la piel de tigre que el viento traía desde la Roca del Consejo.

—De no ser por Akela y Hermano Gris, aquí presentes —dijo Mowgli al terminar—, nada podría haber hecho yo. ¡Oh, madre, madre! ¡Si hubieses visto cómo los bueyes negros cargaron por el barranco o cruzaron corriendo las puertas del poblado cuando la Manada Humana me estaba arrojando piedras…!

—Me alegro de no haber visto eso último —dijo seriamente Madre Loba—. Yo no tengo por costumbre dejar que mis cachorros sean ahuyentados de un lado a otro como si fueran chacales. Lo que es yo, me habría cobrado un precio a la Manada Humana, aunque habría respetado a la mujer que te dio leche. Sí, solo a ella habría respetado.

—¡Calma, calma, Raksha! —dijo perezosamente Padre Lobo—. Nuestra Rana ha vuelto a casa… y tan sabia que su propio padre debe lamerle los pies; y ¿qué más da un corte más o menos en la cabeza? Deja en paz a los hombres.

—Deja en paz a los hombres —repitieron a coro Baloo y Bagheera.

Mowgli, la cabeza apoyada en el costado de Madre Loba, sonrió lleno de satisfacción y dijo que, por su parte, no tenía ningún deseo de volver a ver, oír u olfatear al hombre, jamás.

—Pero… —dijo Akela, alzando una oreja— pero ¿qué pasará si los hombres no te dejan en paz a ti, Hermanito?

—Nosotros somos —dijo Hermano Gris, mirando a su alrededor y cerrando con fuerza las fauces tras pronunciar la última palabra.

—También nosotros podríamos tomar parte en esa cacería —dijo Bagheera, meneando levemente la cola y mirando a Baloo—. Pero ¿por qué piensas ahora en los hombres, Akela?

—Pues por esta razón —contestó Lobo Solitario—: cuando la piel de aquel ladrón amarillo quedó colgada en la roca, regresé al poblado por donde habíamos venido, pisando las huellas que yo mismo había dejado, echándome de costado y dando media vuelta de vez en cuando, para mezclar el rastro por si alguien nos seguía. Pero, cuando hube ensuciado el rastro hasta el punto de que ni yo mismo lo reconocía apenas, Mang, el Murciélago, se acercó volando entre los árboles y se detuvo en el aire sobre mi cabeza. Y me dijo Mang: «En el pueblo de la Manada Humana, allí de donde han expulsado al cachorro de hombre, hay más ajetreo que en un nido de avispas».

—Es que era una piedra grande la que les arrojé —dijo Mowgli con una risita burlona, pues a menudo, para divertirse, había arrojado una papaya madura contra un nido de avispas y, antes de que estas salieran en su persecución, corría a echarse de cabeza al estanque más cercano.

—Pregunté a Mang qué era lo que había visto. Me dijo que la Flor Roja había florecido en la entrada del poblado y a su alrededor había sentados unos hombres que llevaban fusiles. Y yo os digo, pues tengo motivos para saberlo —dijo Akela, echando una mirada a las viejas cicatrices que tenía en los costados—, que los hombres no llevan fusiles solo por el gusto de llevarlos. Tarde o temprano, Hermanito, uno de esos hombres armados de fusiles seguirá nuestro rastro… si es que no lo está siguiendo ya ahora.

—Pero ¿por qué iba a hacerlo? Los hombres me han expulsado. ¿Qué más necesitan? —preguntó Mowgli, lleno de enojo.

—Tú eres un hombre, Hermanito —repuso Akela—. No somos nosotros, los Cazadores Libres, quienes tenemos que decirte a ti lo que hacen tus hermanos, o por qué lo hacen.

Tuvo el tiempo justo de alzar la pata antes de que el cuchillo de despellejar se hundiera en el sitio donde hasta entonces la tenía apoyada. Mowgli descargaba las cuchilladas con mayor rapidez de la que podían captar los ojos de un ser humano normal, pero Akela era un lobo; y hasta un perro, que tan poco tiene que ver con el lobo salvaje, su antepasado, es capaz de despertarse, por muy profundamente que duerma, al sentir el roce de una rueda en su flanco y es capaz, además, de saltar ileso antes de que la rueda termine de dar toda la vuelta.

—Otra vez —dijo tranquilamente Mowgli, enfundando nuevamente el cuchillo—, no hables de la Manada Humana y de Mowgli como si fueran la misma cosa, pues no lo son.

—¡Puaf! Tienes un diente muy afilado —dijo Akela, olfateando el agujero que la hoja había abierto en el suelo—, pero el vivir con la Manada Humana te ha estropeado la vista, Hermanito. En el tiempo que has tardado en asestar la puñalada, yo habría podido matar un gamo.

Bagheera se levantó de un brinco, alzó la cabeza hasta donde le era posible hacerlo, olfateó el aire y tensó todas las curvas de su cuerpo. Hermano Gris se apresuró a imitarla, echándose un poco hacia la izquierda para recibir en el hocico el viento que llegaba por la derecha, mientras Akela avanzaba saltando unos cincuenta metros en la misma dirección que el viento y, medio agachándose, tensaba también el cuerpo. Mowgli contemplaba la escena con ojos cargados de envidia. Podía olfatear las cosas como pocos seres humanos eran capaces de hacerlo, pero jamás había alcanzado la extrema sensibilidad de un hocico de la jungla, y los tres meses que había pasado rodeado por el humo del poblado le habían hecho perder gran parte de sus facultades. No obstante, se humedeció un dedo, se frotó con él la nariz y enderezó el cuerpo para captar el olor que flotaba en lo alto, el cual, aunque es el más débil, es también el más fidedigno.

—¡El hombre! —gruñó Akela, sentándose sobre las ancas.

—¡Buldeo! —exclamó Mowgli, sentándose—. Anda siguiendo nuestro rastro y allá abajo se ve el reflejo del sol sobre su fusil. ¡Mirad!

Fue únicamente el brillo fugaz de las piezas de latón del viejo mosquete al caer sobre ellas la luz del sol, pero no hay nada en la jungla que brille con la misma luz, salvo en las ocasiones en que las nubes cruzan raudas el cielo y un pedacito de mica, o un diminuto charco de agua, o incluso una hoja muy pulida, emiten un destello como el de las señales hechas con un heliógrafo. Pero aquel día el cielo estaba despejado y no soplaba ni pizca de viento.

—Ya sabía que los hombres nos seguirían —dijo Akela con expresión triunfante—. No por nada he sido el Jefe de la Manada.

Los cuatro cachorros no dijeron ni pío y se limitaron a bajar corriendo por la colina, arrastrando el vientre, confundiéndose con los espinos y los matorrales de la misma manera que el topo se confunde con el césped.

—¿Adónde vais vosotros, así, sin decir nada? —gritó Mowgli.

—¡Chist! Antes del mediodía haremos rodar su cráneo por aquí —dijo Hermano Gris.

—¡Atrás! ¡Volved y esperad! ¡El hombre no se come al hombre! —chilló Mowgli.

—¿Quién era lobo hace apenas unos instantes? ¿Quién me asestó una cuchillada por pensar yo que tal vez era un Hombre? —dijo Akela, al mismo tiempo que los cuatro cachorros regresaban cariacontecidos y se echaban en el suelo.

—¿Debo dar explicaciones sobre por qué hago esto o aquello? —preguntó Mowgli, enfurecido.

—¡He aquí al hombre! ¡Así es como habla el hombre! —farfulló Bagheera—. Así mismo es como hablaban ante las jaulas del rey en Oodeypore. Nosotros los de la jungla sabemos que el hombre es el más sabio de todos los seres. Pero, si hiciéramos caso de nuestros oídos, sabríamos que de todos los seres él es el más tonto.

Alzando la voz, añadió:

—En esto tiene razón el Cachorro de Hombre. Los hombres cazan en manadas. Matar a uno de ellos, a menos que se sepa lo que van a hacer los otros, no es buena manera de cazar. Venid conmigo y veremos qué intenciones alberga ese hombre.

—No queremos ir contigo —gruñó Hermano Gris—. Vete a cazar tú solo, Hermanito. sabemos lo que queremos. A estas alturas ya tendríamos el cráneo para jugar.

Durante la conversación Mowgli había estado mirando a sus amigos, primero a uno, después al otro y así sucesivamente, con el pecho agitado y los ojos llenos de lágrimas. Dio una zancada hacia los lobos y, doblando una rodilla, dijo:

—¿Acaso yo no lo sé? ¡Miradme!

Lo miraron con expresión embarazada y, al apartar los ojos, Mowgli les ordenó una y otra vez que lo mirasen y así siguieron hasta que todo el pelo se les erizó y se echaron a temblar como hojas, mientras Mowgli mantenía los ojos firmemente clavados en ellos.

—Ahora —dijo—, de nosotros cinco, ¿quién es el jefe?

—El jefe eres tú, Hermanito —repuso Hermano Gris, lamiendo los pies de Mowgli.

—Seguidme, pues —dijo Mowgli.

Y los cuatro echaron a andar tras él, con el rabo entre las piernas.

—Eso pasa cuando se vive con la Manada Humana —dijo Bagheera, siguiéndolos también—. Ahora en la jungla, Baloo, hay algo más que la Ley de la Jungla.

El anciano oso no dijo nada, pero pensó muchas cosas.

Sin hacer ruido, Mowgli tomó un atajo para cruzar la jungla en ángulo recto con el sendero por el que avanzaba Buldeo. Al cabo de un rato, tras apartar unos matorrales que crecían ante él, vio al viejo que, con el mosquete al hombro, seguía el rastro de la noche anterior trotando como un perro.

Recordaréis que Mowgli había abandonado el poblado llevando sobre sus espaldas la pesada piel de Shere Khan, mientras tras él trotaban Akela y Hermano Gris, por lo que ese rastro triple había quedado claramente dibujado en el suelo. Al poco Buldeo llegó al lugar donde, como sabéis, había retrocedido con el propósito de embarullar las huellas, y se sentó, gruñendo y tosiendo. De vez en cuando se levantaba y daba una vueltecita por la jungla para volver a encontrar el rastro, pasando tan cerca de donde Mowgli y sus amigos se hallaban escondidos, que habría podido alcanzarlos con una pedrada. Nadie es capaz de estar tan callado como un lobo empeñado en que no se lo oiga y Mowgli, aunque los lobos opinaban que se movía muy torpemente, sabía ir y venir como si fuera una sombra. Rodearon al viejo del mismo modo que los delfines rodean un vapor que navega a toda máquina y, mientras lo rodeaban, hablaban sin tomar ninguna precaución, ya que sus voces empezaban más abajo de la escala de sonidos que el oído humano es capaz de captará (En el otro extremo se halla el agudo chillido de Mang, el Murciélago, que muchísimas personas no pueden oír. Y es a partir de esas notas como se desarrolla la conversación de todos los pájaros, murciélagos e insectos).

—Esto es mejor que ir de caza —dijo Hermano Gris, al ver cómo Buldeo, resoplando, se agachaba para examinar minuciosamente el suelo—. Parece un cerdo que se haya extraviado en las junglas próximas al río. ¿Qué dice ahora?

Buldeo mascullaba coléricamente, y Mowgli tradujo sus palabras:

—Dice que a mi alrededor debieron de bailar manadas enteras de lobos. Dice que en toda su vida jamás había visto un rastro semejante. Dice que está cansado.

—Estará descansado cuando logre localizarlo otra vez —dijo tranquilamente Bagheera, surgiendo de detrás de un árbol, ya que era como si estuvieran jugando a la gallina ciega—. ¿Y ahora, qué hace esa cosa delgaducha?

—Come o echa humo por la boca. Los hombres siempre andan jugando con sus bocas —dijo Mowgli.

Y los silenciosos rastreadores vieron cómo el viejo cargaba, encendía y chupaba una pipa de agua, y tomaron buena nota del olor del tabaco, pues querían asegurarse de que, si hacía falta, reconocerían a Buldeo en la más negra de las noches.

Entonces apareció por el sendero un grupito de carboneros que, naturalmente, se detuvieron para hablar con Buldeo, cuya fama de cazador llegaba por lo menos hasta veinte millas a la redonda. Se sentaron todos y se pusieron a fumar. Bagheera y los demás se acercaron y contemplaron la escena, mientras Buldeo empezaba a contar la historia de Mowgli, el hijo del diablo. La contó de cabo a rabo, añadiendo muchas cosas de su propia cosecha: cómo él mismo había matado a Shere Khan, cómo Mowgli se había transformado en lobo, luchando con él durante toda la tarde y convirtiéndose de nuevo en muchacho y hechizando el rifle de Buldeo, de tal forma que las balas dieron media vuelta cuando disparó contra Mowgli y mataron a uno de los búfalos de Buldeo. Les contó también cómo el poblado, sabiendo que él era el más bravo de los cazadores de Seeonee, le había encomendado la misión de dar muerte al hijo del diablo. Mientras tanto, sin embargo, la gente del lugar había apresado a Messua y al marido de esta, ya que sin duda eran los padres de aquella criatura diabólica, encerrándolos en su propia choza, con la intención de, más tarde, torturarlos para hacerles confesar que eran brujos, tras lo cual morirían en la hoguera.

—¿Cuándo será eso? —preguntaron los carboneros, ya que les hacía mucha ilusión estar presentes en la ceremonia.

Buldeo dijo que no harían nada hasta su regreso, ya que los del poblado deseaban que antes diera él muerte al Niño de la Jungla. Una vez hecho esto, darían buena cuenta de Messua y de su marido, cuyas tierras y búfalos serían repartidos entre los demás habitantes. El marido de Messua era dueño de unos cuantos búfalos notablemente magníficos. Era una acción excelente destruir a los brujos, pensaba Buldeo y, sin lugar a duda, la gente que agasajaba a los niños lobo salidos de la jungla pertenecía a la peor especie de brujos.

—Pero —dijeron los carboneros— ¿qué sucedería si los ingleses se enteraran de lo sucedido?

Los ingleses, según habían oído decir, estaban locos de remate y no habrían permitido que unos honrados campesinos matasen en paz a los brujos.

Buldeo les dijo que no se preocupasen, pues el jefe del poblado les diría que Messua y su marido habían muerto a causa de las picaduras de una serpiente. ya estaba arreglado, así que lo único que había que hacer ahora era matar al niño lobo. ¿Por casualidad no habrían visto a esa criatura los carboneros?

Los carboneros miraron temerosamente a su alrededor y dieron gracias a su buena estrella por no haberlo visto, aunque no les cabía ninguna duda de que un hombre tan valiente como Buldeo daría con él mejor que cualquier otro. El sol empezaba a ponerse y dijeron que tenían ganas de proseguir su viaje para dejarse caer por la aldea de Buldeo y ver a la perversa bruja. Buldeo respondió que, si bien su deber era matar al hijo del diablo, en modo alguno podía permitir que un grupo de hombres desarmados cruzase la jungla, pues el lobo diabólico podía surgir en cualquier momento, a menos que él les diese escolta. Así, pues, se proponía acompañarlos y si se presentaba el hijo de la bruja… bueno, les demostraría de qué forma solventaba aquella clase de asuntos el mejor de los cazadores de Seeonee. Agregó que el brahmín le había entregado un amuleto que los protegería contra los ataques de aquel ser del averno.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? ¿Qué dice? —repetían los lobos cada dos por tres.

Mowgli les iba traduciendo las palabras de Buldeo hasta que surgió en la historia la parte referente a la bruja, que estaba más allá de su comprensión, por lo que se limitó a decir que el hombre y la mujer que tan buenos habían sido con él estaban atrapados.

—¿Es que el hombre atrapa al hombre? —preguntó Bagheera.

—Eso es lo que dice. Pero no lo comprendo. Están todos locos. ¿Qué relación tendrán conmigo Messua y su hombre para que los demás los tengan encerrados? ¿Y qué será todo eso que dice sobre la Flor Roja? Tengo que averiguarlo. Sea lo que sea lo que piensen hacerle a Messua, no lo harán hasta que regrese Buldeo. Así que…

Mowgli se puso a reflexionar seriamente, acariciando con los dedos el mango del cuchillo de despellejar, mientras Buldeo y los carboneros se alejaban valientemente en fila india.

—Me vuelvo corriendo con la Manada Humana —dijo Mowgli por fin.

—¿Y esos? —preguntó Hermano Gris, mirando como si tuviera hambre las morenas espaldas de los carboneros.

—Cántales un poco mientras se dirigen al poblado —dijo Mowgli, haciendo una mueca—. No quiero que lleguen allí antes de que se haga de noche. ¿Podrás entretenerlos?

Hermano Gris mostró los colmillos desdeñosamente.

—O no conozco bien al hombre, o podemos hacerles dar vueltas y más vueltas como si fuesen cabras atadas a una noria.

—Eso no hace falta. Cántales un poquito para que no se sientan solos durante el camino y tampoco hace falta que la canción, Hermano Gris, sea de las más dulces. Ve con ellos, Bagheera, y ayúdales a cantar. Después del anochecer, os reunís conmigo cerca del poblado… Hermano Gris conoce el lugar.

—No es cosa descansada trabajar para Cachorro de Hombre. ¿Cuándo voy a dormir? —dijo Bagheera, bostezando, aunque en sus ojos se leía el entusiasmo que en ella despertaba aquel juego—. ¡Mira que tener que cantarles a unos hombres desnudos! De todos modos, probaremos.

Bajó la cabeza para que el sonido llegase bien lejos y soltó un prolongado grito de , un grito propio de la medianoche que ella profirió en plena tarde, lo cual ya resultaba espantoso de por sí. Mowgli oyó cómo el grito retumbaba en la lejanía, levantándose, bajando y apagándose lastimeramente a sus espaldas, y se echó a reír, al mismo tiempo que se adentraba corriendo en la jungla. Vio a los carboneros apretujados unos contra otros, mientras, temblando como una hoja de palmera, el cañón del mosquete del viejo Buldeo intentaba apuntar de golpe a todos los puntos cardinales. Hermano Gris lanzó entonces el que la Manada profería cuando acosaba a los gamos y a , la gran vaca azul, y el grito parecía salir de los confines de la tierra, acercándose poco a poco hasta transformarse en un agudo chillido y cesar de pronto. Los otros tres contestaron y el mismo Mowgli habría jurado que toda la Manada andaba de caza. Después entonaron la magnífica , adornándola con todas las florituras que un lobo de la Manada sabe hacer con su profunda garganta. He aquí una pobre interpretación de dicho canto, por lo que tendréis que esforzaros e imaginar cómo suena cuando rasga el silencio que después del mediodía reina en la jungla:

Hace un momento nuestros cuerpos

no dejaban sombra en la llanura,

mas ahora, clara y negra, nos sigue,

mientras a casa regresamos.

En el silencio de la mañana

la roca y el arbusto firmes se alzan,

gritad entonces: «¡Buen reposo a todos,

los que servís la Ley de la Jungla!».

Ahora nuestra gente se reúne,

buscando la sombra del refugio,

ahora, quietos y agazapados, en la cueva y la montaña,

los Barones de la Jungla acechan.

Ahora se acercan los bueyes del hombre,

uncidos al nuevo arado.

Luce ya el rojo y temeroso amanecer,

sobre el talao encendido.

¡Eh! ¡A casa! El sol arde ya

detrás de la hierba que respira,

y agitando los tiernos bambúes,

flota en el aire el aviso susurrado.

Los bosques, que el día hace extraños,

con los ojos escudriñamos,

mientras bajo el cielo el pato grita:

«¡El día! ¡Hombres, ya es de día!».

Se ha secado ya el rocío que la piel nos empapaba,

o que nuestras huellas en el camino lavaba,

y allí donde bebimos, el fango de la orilla

bajo el sol a secarse empieza.

Traidora, la oscuridad se retira y deja ver

las señales de nuestras garras.

Oíd entonces la llamada: «¡Buen reposo a todos,

los que servís la Ley de la Jungla!».

Pero ninguna traducción puede reflejar fielmente el efecto que produce, ni el desdén que los cuatro cantantes pusieron en cada una de las palabras al oír cómo crujían los árboles al encaramarse precipitadamente a ellos los carboneros y Buldeo empezaba a pronunciar sortilegios y conjuros. Después se tumbaron a dormir, pues, al igual que todos los que viven de su propio trabajo, eran muy metódicos y sabían que nadie trabaja bien sin haber dormido.

Mientras tanto, Mowgli iba dejando millas a sus espaldas, nueve por hora, mientras avanzaba encantado al verse en tan buena forma tras tantos meses de encierro entre los hombres. Una sola idea bullía en su cabeza: sacar de la trampa a Messua y su marido, fuese cual fuese la trampa, por la que sentía una desconfianza instintiva. Se prometió a sí mismo que más adelante ajustaría cuentas con todos los del poblado.

Era ya tarde cuando divisó los conocidos pastizales y el árbol de la especie que llamaban , junto al que Hermano Gris lo había esperado la mañana en que él mató a Shere Khan. Pese a lo furioso que estaba con toda la raza del hombre, algo se le subió a la garganta y le hizo contener el aliento cuando vio los tejados del poblado. Observó que todos habían regresado de los campos de labranza a una hora desacostumbrada por lo temprana y que, en vez de dedicarse a preparar la cena, se hallaban reunidos todos bajo el árbol del poblado, charlando y gritando.

—Si no están preparando trampas para sus semejantes, los hombres nunca están contentos —dijo Mowgli—. Anoche, aunque parece que haya llovido ya mucho desde entonces, la trampa era para Mowgli. Esta noche es para Messua y su hombre. Mañana y durante muchas otras noches después volverá a tocarle el turno a Mowgli.

Se arrastró sigilosamente a lo largo del muro hasta que llegó a la choza de Messua y miró al interior de la misma por la ventana. Messua yacía en el suelo, atada y amordazada, respirando trabajosamente y quejándose. Su marido estaba atado a la cama, pintada de alegres colores. La puerta de la choza que daba a la calle se encontraba bien cerrada y había tres o cuatro personas sentadas de espaldas a ella.

Mowgli conocía las costumbres de los habitantes del poblado. Se dijo que, mientras pudieran comer, charlar y fumar, no harían nada más, pero, en cuanto tuvieran la panza llena, volverían a ser peligrosos. Buldeo regresaría dentro de poco y, si la escolta que Mowgli le había asignado había cumplido su deber, tendría algo muy interesante que contar. Se coló por la ventana y, acercándose al hombre y a la mujer, cortó las correas con que estaban atados, les quitó las mordazas y miró a su alrededor en busca de un poco de leche.

Messua se encontraba medio loca de dolor y de miedo (se habían pasado la mañana entera apaleándola y tirándole piedras), y Mowgli le tapó la boca con la mano justo a tiempo para evitar que gritase. El marido únicamente estaba desconcertado y furioso y se quedó sentado, limpiándose la barba de polvo y briznas de paja.

—Lo sabía… Sabía que vendrías —dijo por fin Messua entre sollozos—. ¡Ahora sé en verdad que es mi hijo! —agregó, apretando a Mowgli contra su corazón.

Hasta aquel instante Mowgli se había mostrado totalmente sereno, pero ahora se puso a temblar de pies a cabeza, y eso lo sorprendió inmensamente.

—¿Para qué son estas correas? ¿Por qué te han atado? —preguntó tras una pausa.

—¿Para qué iban a ser? —dijo el hombre hoscamente—. Para matarnos por haberte convertido en nuestro hijo. ¡Mira cómo sangro!

Messua no dijo nada, pero fueron sus heridas las que miró Mowgli, rechinando los dientes al ver la sangre.

—¿Quién ha sido? —dijo—. Lo pagará caro.

—Es obra de todo el poblado. Yo era demasiado rico. Poseía demasiadas cabezas de ganado. Por consiguiente, ella y yo somos brujos, porque te cobijamos en nuestra casa.

—No lo entiendo. Deja que Messua me lo explique.

—Yo te di leche, Nathoo… ¿Te acuerdas? —dijo Messua tímidamente—. Lo hice porque eras mi hijo, el que el tigre se había llevado, y porque te quería mucho. Dijeron que era tu madre, la madre de un diablo y, por lo tanto, me merecía la muerte.

—¿Y qué es un diablo? —preguntó Mowgli—. La muerte ya la he visto.

El hombre alzó los ojos tristemente, pero Messua se echó a reír.

—¡Ya lo ves! —dijo a su marido—. Lo sabía… Ya te dije que no era ningún brujo. Es mi hijo… ¡mi hijo!

—Hijo o brujo, ¿de qué nos servirá a nosotros? —respondió el hombre—. Ya podemos darnos por muertos.

—Ahí está el camino que lleva a la jungla —dijo Mowgli, señalando por la ventana—. Tenéis libres las manos y los pies. Idos ahora mismo.

—No conocemos la jungla, hijo mío, como… como la conoces tú —empezó a decir Messua—. No creo que pudiera llegar muy lejos.

—Y entonces los hombres y las mujeres se nos echarían encima y nos traerían a rastras aquí —dijo el marido.

—¡Hum! —exclamó Mowgli, haciéndose cosquillas en la palma de la mano con la punta de su cuchillo—. No tengo deseos de hacer daño a ninguno de los de este poblado… . Pero no creo que os detengan. Dentro de poco tendrán muchas cosas en que pensar. ¡Ah! —Alzó la cabeza y se puso a escuchar los gritos y pisadas que se oían fuera de la choza—. ¿Conque por fin han dejado que Buldeo volviera?

—Salió esta mañana con el encargo de matarte —dijo Messua, llorando—. ¿Te cruzaste con él?

—Sí… nos… me crucé con él. Tiene algo que contar y, mientras lo hace, nos queda tiempo para hacer muchas cosas. Ante todo, empero, averiguaré lo que se proponen hacer. Pensad adónde queréis ir y cuando regrese me lo decís.

Saltó por la ventana y de nuevo corrió a lo largo del muro del poblado hasta que llegó a un sitio desde el que oía lo que decía la multitud congregada alrededor del árbol comunal. Buldeo yacía en el suelo, tosiendo y gruñendo, y todos le estaban haciendo preguntas. El pelo le caía sobre los hombros, se había despellejado las manos y las piernas al trepar a los árboles y apenas podía hablar, pero era muy consciente de la importancia de su posición. De vez en cuando decía algo sobre diablos que cantaban y encantamientos mágicos, solamente para que la multitud hiciera boca en espera de lo que pensaba contarles enseguida. Luego pidió agua.

—¡Bah! —dijo Mowgli—. ¡Palabras y nada más! ¡Mucho ruido y pocas nueces! Los hombres son hermanos de sangre de los . Ahora tiene que limpiarse la boca con agua, después echará humo por ella y cuando haya terminado todo esto, aún le quedará la historia por contar. Son muy sabios… los hombres. No pondrán ningún guardián ante la choza de Messua hasta que la historia de Buldeo les salga ya por las orejas. Y yo… ¡me estoy volviendo igual de perezoso que ellos!

Se desperezó y regresó rápidamente a la choza. Justo en el instante en que llegaba a la ventana, sintió que le tocaban un pie.

—Madre —dijo, pues conocía muy bien la lengua que lo estaba lamiendo—. ¿Qué haces aquí?

—Oí cantar a mis hijos en el bosque y seguí al que más quiero, Ranita. Tengo deseos de ver a la mujer que te dio leche —dijo Madre Loba, que estaba completamente empapada por el rocío.

—La ataron y se proponen matarla. Yo he cortado las ligaduras y ahora se irá con su hombre a través de la jungla.

—También yo los seguiré. Soy vieja, pero aún conservo los colmillos.

Madre Loba se alzó sobre las patas traseras y se asomó por la ventana clavando los ojos en la penumbra del interior.

Al cabo de un minuto bajó sin hacer ruido y no dijo nada más que:

—Yo te di la primera leche, pero Bagheera dice la verdad: el hombre acaba por volver con el hombre.

—Puede ser —dijo Mowgli, con una expresión muy desagradable en la cara—, pero esta noche me encuentro muy lejos de hacerlo. Espérame aquí, pero no dejes que te vean.

—Tú nunca me has tenido miedo, Ranita —dijo Madre Loba, retrocediendo y ocultándose como ella sabía entre la hierba alta.

—Y ahora —dijo alegremente Mowgli, volviendo a meterse en la choza—, están todos sentados alrededor de Buldeo, que les está contando lo que nunca sucedió. Cuando haya terminado su narración, dicen que vendrán aquí con la Flor… con el fuego y os quemarán. ¿Y entonces qué?

—Ya he hablado con mi hombre —dijo Messua—. Khanhiwara está a treinta millas de aquí, pero puede que allí encontremos a los ingleses y…

—¿Y de qué Manada son esos? —preguntó Mowgli.

—No lo sé. Son blancos y se dice que gobiernan todo el país y no toleran que las gentes se quemen y peguen unos a otros sin testigos. Si logramos llegar allí esta noche, viviremos. De lo contrario, pereceremos.

—Vivid, pues. Ningún hombre cruzará las puertas del poblado esta noche. Pero ¿qué hace él?

El marido de Messua estaba a gatas en el suelo, excavando en un rincón de la choza.

—Busca su dinero —dijo Messua—. No podemos llevarnos nada más.

—Ah, sí. Esa cosa que pasa de mano en mano sin calentarse nunca. ¿También hace falta fuera de este lugar? —dijo Mowgli.

El hombre lo miró con cara de pocos amigos.

—Es un imbécil, no un diablo —musitó—. Con el dinero puedo comprar un caballo. Estamos demasiado maltrechos para caminar y dentro de una hora la gente saldrá tras de nosotros.

—Ya os he dicho que os seguirán mientras yo no lo quiera. Pero lo del caballo está bien pensado, pues Messua está cansada.

El marido se puso en pie y acabó de ocultar la última rupia en la faja que le ceñía la cintura. Mowgli ayudó a Messua a salir por la ventana y el aire fresco de la noche la reanimó, aunque, a la luz de las estrellas, la jungla se veía muy sombría y terrible.

—¿Conocéis el camino de Khanhiwara? —susurró Mowgli.

Movieron la cabeza afirmativamente.

—Muy bien. Recordad que no debéis tener miedo y que no hay necesidad de correr. Solo que puede que oigáis algunas cancioncillas en la jungla, delante y detrás de vosotros.

—¿Crees que nos habríamos arriesgado a pasar una noche en la jungla por algo que no fuera el miedo a perecer en la hoguera? Es mejor morir a manos de las bestias que en las de los hombres —dijo el marido de Messua, que miró a Mowgli y sonrió.

—Como os digo —prosiguió Mowgli como si fuese Baloo y por centésima vez le estuviera repitiendo una vieja Ley de la Jungla a un cachorro poco aplicado—. Os digo que nadie en la jungla sacará los colmillos contra vosotros, ni una sola garra se alzará para haceros daño. Ningún hombre o bestia os detendrá hasta que lleguéis a la vista de Khanhiwara. Pero alguien montará guardia en torno vuestro.

Se volvió rápidamente hacia Messua y dijo:

—Ya veo que él no me cree, pero ¿me crees tú?

—Claro que sí, hijo mío. Seas hombre, fantasma o lobo de la jungla, te creo.

— se asustará cuando oiga cantar a mi gente. Pero tú sabrás de qué va y comprenderás. Idos ahora, y despacito, pues no hace falta darse prisa. Las puertas están cerradas.

Messua se arrojó llorando a los pies de Mowgli, pero él, estremeciéndose, la obligó a levantarse enseguida. Entonces la mujer se le colgó del cuello y le dedicó todas las bendiciones que se le ocurrieron, pero su marido, que miraba con envidia hacia el otro lado de sus campos, dijo:

—Si llegamos a Khanhiwara y los ingleses me escuchan, les pondré al brahmín, a Buldeo y a los demás un pleito tal que tendrán que comerse el poblado sin dejar una sola piedra. Les haré pagar el doble de lo que valen mis cosechas abandonadas y mis búfalos sin alimentar. Ya cuidaré yo de que se haga justicia.

Mowgli se echó a reír y dijo:

—No sé qué es la justicia, pero… vuelve aquí cuando vengan las lluvias y verás lo que queda.

El hombre y la mujer empezaron a caminar hacia la jungla, al tiempo que Madre Loba salía corriendo de su escondite.

—¡Síguelos! —exclamó Mowgli—. Y cuida de que la jungla entera sepa que a estos dos no hay que hacerles ningún daño. Haz que corra la voz. Yo que tú llamaría a Bagheera.

El largo y grave aullido se alzó y luego fue apagándose, y Mowgli vio cómo el marido de Messua se detenía, daba media vuelta y casi echaba a correr hacia la choza.

—¡Adelante! —exclamó Mowgli alegremente—. Ya os dije que tal vez oiríais cantar un poco. Esa llamada os acompañará hasta Khanhiwara. Es la Amistad de la Jungla.

Messua apremió a su marido para que siguiera caminando y a los pocos instantes la oscuridad los envolvió a los dos y a Madre Loba, mientras Bagheera surgía casi a los pies de Mowgli, temblando con esa delicia de la noche que enloquece al Pueblo de la Jungla.

—Me siento avergonzada de tus hermanos —dijo, ronroneando.

—¿Qué? ¿No fue dulce la canción que cantaron a Buldeo? —preguntó Mowgli.

—¡Demasiado! ¡Demasiado! Hicieron que hasta yo me olvidase de mi orgullo y, ¡por el Candado Roto que me liberó!, me puse a cantar por toda la jungla como si fuese primavera y estuviera enamorada. ¿No nos oíste?

—Estaba ocupado con otra pieza. Pregúntale a Buldeo si le gustó la canción. Pero ¿dónde están los Cuatro? Quiero que ninguno de los de la Manada Humana salga del poblado esta noche.

—Entonces ¿para qué necesitas a los Cuatro? —dijo Bagheera, moviendo ora una pata, ora otra, con los ojos llameando y ronroneando más fuerte que nunca—. Yo me cuidaré de ellos. ¿Hay que matar a alguien? El canto y el espectáculo de los hombres encaramándose a los árboles me han despertado las ganas. ¿Qué es el hombre para que le tengamos respeto…? Ese cavador moreno y desnudo, sin pelo y sin colmillos, que come tierra. Lo he estado siguiendo todo el día, bajo la luz blanca de la tarde. Lo he acosado como los lobos acosan a los gamos. ¡Soy Bagheera! ¡Bagheera! ¡Bagheera! Del mismo modo que bailo con mi sombra, bailé con esos hombres. ¡Mira!

La gran pantera saltó como salta un gatito para coger una hoja muerta que da vueltas en el aire, dando zarpazos a diestro y siniestro, haciendo cantar el aire al darlos, dejándose caer silenciosamente y volviendo a saltar una y otra vez, mientras profería una mezcla de ronroneo y gruñido que iba cobrando intensidad como el ruido del vapor en una caldera.

—Soy Bagheera… en la jungla… de noche, y mi fuerza reside en mí misma. ¿Quién es capaz de detener mi zarpazo? Cachorro de Hombre, con un solo zarpazo podría aplastarte la cabeza y dejártela tan lisa como una rana muerta en verano.

—¡Pega, pues! —exclamó Mowgli en el dialecto del poblado y en el idioma de la jungla.

Las palabras humanas hicieron que Bagheera se detuviese en seco, alzándose sobre sus temblorosas ancas, con la cabeza a la altura de la de Mowgli. De nuevo el pequeño, como antes hiciera con los cachorros rebeldes, clavó la mirada en los verdes ojos de la Pantera hasta que el rojo resplandor que brillaba detrás del verde se apagó como la luz de un faro veinte millas más allá de las aguas y el animal bajó la mirada hacia el suelo, y con ella su enorme cabeza fue inclinándose más y más, mientras su roja y rugosa lengua lamía los tobillos de Mowgli.

—¡Hermana! ¡Hermana! ¡Hermana! —susurró el pequeño, acariciando a la Pantera desde el cuello hasta el extremo de su agitado lomo—. ¡Estate quieta! ¡Estate quieta! La culpa es de la noche, no tuya.

—Ha sido el olor de la noche —dijo Bagheera con expresión arrepentida—. Este aire parece llamarme en voz alta. Pero ¿cómo lo sabes ?

Por supuesto que, alrededor de un poblado indio, el aire está lleno de olores de toda clase y, para cualquier ser que piense casi exclusivamente a través de la nariz, los olores resultan tan enloquecedores como la música y las drogas lo son para los seres humanos. Mowgli permaneció unos minutos más calmando a la Pantera, que se echó al lado de la hoguera como si fuera un gatito, con las garras ocultas bajo el cuerpo y los ojos semicerrados.

—Tú eres de la jungla y eres de la jungla —dijo finalmente—. Y yo no soy más que una pantera negra. Pero te quiero, Hermanito.

—Me parece que dura mucho esa charla debajo del árbol —dijo Mowgli, sin reparar en la última frase de Bagheera—. Buldeo debe de haberles contado un sinfín de historias. No tardarán en venir para llevarse a la mujer y su hombre a rastras y echarlos en la Flor Roja. Se encontrarán con que la caza ha volado. ¡Jo, jo!

—¡Escúchame! —dijo Bagheera—. La fiebre ya se ha esfumado de mi sangre. ¡Déjame ir allí para que me encuentren mí! Pocos serán los que se atrevan a salir de sus casas después de encontrarme allí. No es la primera vez que habré estado en una jaula, y no creo que quieran atarme con cuerdas.

—Bueno, pero ándate con cuidado —repuso Mowgli, riendo, pues empezaba a sentirse tan temerario como la Pantera, que ya se había metido en la choza.

—¡Bah! —gruñó Bagheera—. Esto huele a hombre, pero hay un lecho como el que tenía en las jaulas del rey en Oodeypore. Ahora me acostaré.

Mowgli oyó crujir las cuerdas de la hamaca bajo el enorme peso de la fiera.

—¡Por el Candado Roto que me liberó! ¡Creerán que han atrapado una buena pieza! ¡Ven y siéntate a mi lado, Hermanito! ¡Entre los dos les daremos «buena caza»!

—No. Tengo otra cosa metida en la cabeza. La Manada Humana no sabrá cuál ha sido mi parte en este juego. Caza tú sola, yo no quiero verlos.

—Sea —dijo Bagheera—. ¡Ah, ya vienen!

La conferencia que se estaba celebrando bajo el árbol comunal era cada vez más ruidosa y se oía desde el otro extremo del poblado. De repente estalló un gran griterío y una multitud de hombres y mujeres echó a correr calle arriba, blandiendo garrotes, bambúes, hoces y cuchillos. Buldeo y el brahmín marchaban a la cabeza, pero la chusma les pisaba los talones, exclamando:

—¡A por los brujos! ¡Veamos si el fuego los hace confesar! ¡Pegad fuego a la choza con ellos dentro! ¡Ya les enseñaremos a dar cobijo a lobos diabólicos! ¡No, primero démosles una paliza! ¡Antorchas! ¡Traed más antorchas! ¡Pon al rojo el cañón de tu mosquete, Buldeo!

Les costó un poco abrir el pestillo de la puerta, pero la echaron abajo a la fuerza y la luz de las antorchas irrumpió en la estancia, donde, tendida cuan larga era sobre el catre, con las garras cruzadas y colgando levemente por un extremo, negra como un pozo y terrible como un demonio, se encontraba Bagheera. Durante medio minuto reinó un silencio mortal, mientras los de las primeras filas empujaban y arañaban a los de detrás, para retroceder hasta el umbral, y durante ese espacio de tiempo Bagheera alzó la cabeza y bostezó de forma premeditada, cuidadosa y ostentosa, como habría bostezado para insultar a uno de sus congéneres. Su arrugado hocico se abría y cerraba, dejando ver su lengua, roja y enroscada, mientras la quijada inferior bajaba más y más, dejando al descubierto su cálida garganta, y sus gigantescos colmillos se destacaban de las encías, hasta que los de arriba chocaron con los de abajo con el ruido metálico de unas barras de acero cerrándose alrededor de una caja fuerte. En pocos segundos la calle quedó vacía y Bagheera, tras saltar por la ventana, quedó de pie al lado de Mowgli, mientras un torrente de hombres y mujeres corrían chillando y tropezando, presas del pánico, tratando de encerrarse en sus chozas.

—No se moverán hasta que se haga de día —dijo tranquilamente Bagheera—. ¿Ahora qué?

Parecía que el silencio de la hora de la siesta se hubiese apoderado del pueblo, pero, al aguzar el oído, oyeron cómo arrastraban las gruesas cajas donde guardaban el grano y atrancaban las puertas con ellas. Bagheera estaba en lo cierto: los del poblado no se moverían hasta que se hiciera de día. Sentándose en el suelo, completamente inmóvil, Mowgli se puso a reflexionar y su expresión fue haciéndose más y más sombría.

—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó finalmente Bagheera, acercándose a los pies del muchacho.

—Nada que no haya estado muy bien. Vigílalos hasta que nazca el día. Yo me voy a dormir.

Mowgli se adentró corriendo en la jungla, se desplomó como un muerto sobre una roca y durmió todo el día y la noche siguiente.

Al despertar, Bagheera se hallaba a su lado y a sus pies había un gamo recién cazado. Bagheera contempló con ojos curiosos cómo Mowgli se ponía a trabajar con su cuchillo de despellejar, comía, bebía y daba media vuelta sobre sí mismo con el mentón apoyado en la mano.

—El hombre y la mujer están ya a salvo, a la vista de Khanhiwara —dijo Bagheera—. Tu madre de la Manada envió recado por medio de Chil, el Milano. La misma noche que los liberamos, antes de las doce, encontraron un caballo y el resto del viaje lo hicieron muy aprisa. ¿No te parece buena la noticia?

—Sí, me lo parece —repuso Mowgli.

—Y tu Manada Humana del poblado no se movió hasta esta mañana, cuando el sol ya estaba muy alto. Entonces comieron lo que tenían y regresaron apresuradamente a sus casas.

—¿Te han visto, por casualidad?

—Puede que sí. Al amanecer me estuve revolcando un poco por el suelo, delante de las puertas del poblado, y puede que también entonase una cancioncilla. Ahora, Hermanito, ya no queda nada más por hacer. Ven a cazar conmigo y con Baloo. Quiere enseñarte unos panales nuevos y todos deseamos que vuelvas a ser el de antes. ¡Borra ya esa expresión de tus ojos! ¡Hasta a mí me da miedo! Al hombre y a la mujer ya no los arrojarán a la Flor Roja y todo va bien en la jungla. ¿No es cierto? Olvidémonos de la Manada Humana.

—Caerán en el olvido dentro de poco. ¿Dónde comerá Hathi esta noche?

—Donde le apetezca. ¿Quién puede responder por el Silencioso? Pero ¿por qué lo preguntas? ¿Qué puede hacer Hathi que no podamos hacer nosotros?

—Ve a decirle que venga aquí con sus tres hijos.

—Pero, de veras te lo digo, Hermanito, no… no está bien irle con órdenes a Hathi. Recuerda que él es el Amo de la Jungla y, antes de que la Manada Humana hiciera cambiar la expresión de tu cara, Hathi te enseñó las Palabras Maestras de la Jungla.

—Da igual. Ahora soy yo quien tiene que enseñarle una Palabra Maestra. Dile que se presente a Mowgli, la Rana, y, si al principio no te hace caso, dile que venga en nombre del Saqueo de los Campos de Bhurtpore.

—El Saqueo de los Campos de Bhurtpore —repitió dos o tres veces Bagheera, para asegurarse—. Ahora voy. En el peor de los casos, lo más que puede hacer Hathi es enfadarse, y daría una noche de cacería por oír una Palabra Maestra capaz de obligar al Silencioso.

Se alejó, dejando a Mowgli asestando furiosas cuchilladas en el suelo. Jamás había visto Mowgli sangre humana hasta que olfateó la que manchaba las correas con que estaba atada Messua, y esa sangre le había afectado más de lo que lo habría hecho cualquier otra. Messua había sido buena con él y Mowgli, hasta donde pudiera llegar su amor, la quería con tanta intensidad como odiaba al resto de la humanidad. Pero, por mucho que odiase a los hombres, sus palabras, su crueldad y su cobardía, nada podía ofrecerle la jungla que lo incitase a dar fin a una vida humana y volver a sentir en su nariz el terrible olor de la sangre. Su plan era más sencillo, pero mucho más completo también y se rió al pensar que la idea se le había ocurrido al oír una de las historias contadas por Buldeo bajo el árbol comunal.

—Tenías razón: era una Palabra Maestra —le susurró al oído Bagheera—. Estaban comiendo en la orilla del río y me obedecieron como si fueran bueyes en lugar de elefantes. ¡Mira! ¡Ahí vienen!

Hathi y sus tres hijos acababan de llegar sin hacer un solo ruido, como tenían por costumbre. El barro del río seguía fresco en sus flancos y Hathi mascaba pensativamente el tronco de un arbolillo que había arrancado con sus colmillos. Pero cada una de las líneas de su enorme cuerpo indicó a Bagheera, que sabía interpretar las cosas que veía, que esta vez no era el Amo de la Jungla hablándole a Cachorro de Hombre lo que tenía ante ella, sino que era el espectáculo de alguien que estaba asustado compareciendo ante alguien que no lo estaba. Los tres hijos de Hathi seguían a su padre, uno al lado de otro.

Mowgli apenas levantó la cabeza al oír el «Buena caza» que le deseó Hathi. Dejó que el animal se meciera y moviera las patas nerviosamente antes de hablar, y, al abrir la boca, lo hizo para dirigirse a Bagheera y no a los elefantes.

—Voy a contarte una historia que me contó el cazador al que tú has estado cazando hoy —dijo Mowgli—. Se refiere a un elefante, sabio y viejo, que cayó en una trampa y la estaca afilada que había en el foso le hizo un rasguño desde un poco más arriba de uno de los talones hasta lo más alto de la espalda, dejándole una señal blanca.

Mowgli hizo un gesto con la mano y Hathi dio media vuelta, obedeciendo a su señal. Al hacerlo, la luz de la luna cayó sobre una cicatriz blanca y alargada que surcaba la rugosa piel del elefante, como si lo hubiesen azotado con un látigo al rojo vivo.

—Llegaron los hombres para sacarlo de la trampa —prosiguió Mowgli—, pero él rompió las ligaduras, pues era muy fuerte, huyó y estuvo escondido hasta que sanó su herida. Después, lleno de cólera, se presentó una noche en los campos de aquellos cazadores. Y ahora recuerdo que tenía tres hijos. Estas cosas sucedieron hace muchas, muchas lluvias, y muy lejos de aquí… en los campos de Bhurtpore. ¿Qué les sucedió a aquellos campos cuando llegó la época de la siega, Hathi?

—Que fueron segados por mí y mis tres hijos —contestó Hathi.

—¿Y a la labranza que se hace después de la siega? —preguntó Mowgli.

—Que no hubo tal labranza —dijo Hathi.

—¿Y a los hombres que viven de los verdes cultivos de la tierra? —dijo Mowgli.

—Que se marcharon.

—¿Y a las chozas donde dormían los hombres? —dijo Mowgli.

—Hicimos pedazos los techos y la jungla engulló las paredes —dijo Hathi.

—¿Y qué más? —dijo Mowgli.

—La jungla invadió todo el terreno que yo puedo recorrer en dos noches de este a oeste y de norte a sur. Dejamos que la jungla invadiese cinco poblados y en esos poblados, así como en sus pastizales y cultivos, no hay actualmente ningún hombre que se alimente del producto de la tierra. Eso fue el Saqueo de los Campos de Bhurtpore. Lo hicimos yo y mis tres hijos. Y ahora, Cachorro de Hombre, quisiera saber cómo lo has sabido —dijo Hathi.

—Me lo dijo un hombre, y ahora me doy cuenta de que hasta Buldeo es capaz de decir la verdad. Hiciste bien, Hathi, pero la próxima vez lo harás mejor, pues un hombre te guiará. ¿Conoces aquel poblado de la Manada Humana del que fui expulsado? Está lleno de hombres vagos, insensatos y crueles que hablan por hablar y no matan a los más débiles para alimentarse, sino que lo hacen para divertirse. Cuando están saciados, serían capaces de arrojar sus propios hijos a la Flor Roja. Yo lo he visto. No está bien que sigan viviendo aquí. ¡Los odio!

—Entonces, mátalos —dijo el más joven de los tres hijos de Hathi, recogiendo un puñado de hierba, frotándoselo en las patas delanteras para quitarse la tierra y arrojándolo luego, mientras sus ojillos rojos miraban furtivamente de un lado a otro.

—¿De qué me sirven los huesos blancos? —contestó Mowgli con voz colérica—. ¿Acaso soy el cachorro de un lobo para jugar bajo el sol con una cabeza cercenada? He matado a Shere Khan, cuya piel se está pudriendo en la Roca del Consejo, pero… pero no sé adónde ha ido Shere Khan y mi estómago sigue vacío. Ahora quiero algo que pueda ver y tocar. ¡Haz que la jungla invada ese poblado, Hathi!

Bagheera se estremeció de miedo. Comprendía, si las cosas iban de mal en peor, una rápida incursión por la calle del poblado, dando zarpazos a diestro y siniestro contra la multitud, o saltar sobre uno de los hombres que labraban los campos al atardecer, pero le asustaba la idea de hacer desaparecer por completo un poblado entero, quitándolo de la vista de hombres y bestias por un igual. Empezaba a comprender por qué Mowgli la había mandado a buscar a Hathi. Nadie salvo el elefante, cuya vida era tan larga, podía planear y llevar a término semejante guerra.

—Haz que huyan corriendo como hicieron los hombres de Bhurtpore, hasta que el único surco que quede sea el que abran las aguas de la lluvia y el ruido de esta al caer sobre las hojas sustituya el ruido de sus husos… hasta que Bagheera y yo convirtamos la casa del brahmín en nuestra guarida y el ciervo beba en el depósito que hay detrás del templo. ¡Haz que la jungla lo invada todo, Hathi!

—Pero yo… pero nosotros no tenemos ninguna cuenta pendiente con ellos y hace falta sentir la furia ciega que ocasiona un tremendo dolor para echar abajo los lugares donde duermen los hombres —dijo Hathi sin acabar de estar convencido.

—¿Es que sois vosotros los únicos Comedores de Hierba que hay en la jungla? Trae a todas tus gentes. Haz que los ciervos, cerdos y se encarguen de hacerlo. En cuanto a vosotros, no hace falta que se os vea ni pizca de piel hasta que los campos estén pelados. ¡Haz que la jungla invada el poblado, Hathi!

—¿No habrá muertes? Mis colmillos quedaron teñidos de rojo durante el Saqueo de los Campos de Bhurtpore y no quisiera volver a sentir aquel olor.

—Tampoco yo. Ni siquiera deseo que sus huesos queden esparcidos sobre la tierra arrasada. Dejadles que se vayan en busca de una nueva guarida. Pero aquí no pueden quedarse. He visto y olido la sangre de la mujer que me dio de comer, la mujer a la que habrían dado muerte de no ser por mí. Solo la fragancia de la hierba fresca que crezca en el umbral de sus casas puede borrar el olor de la sangre. Siento que me está quemando la boca. ¡Haz que la jungla lo invada, Hathi!

—¡Ah! —exclamó Hathi—. De igual modo la cicatriz de la estaca me estuvo abrasando la piel hasta que vi cómo el verdor de la primavera cubría los poblados de los hombres, haciéndolos desaparecer. Ahora lo entiendo. Tu guerra será nuestra guerra. ¡Haremos que la jungla invada el poblado!

Temblando de pies a cabeza a causa del odio y la rabia, a Mowgli apenas le quedó tiempo de recobrar el aliento antes de que el lugar donde estaban los elefantes quedase vacío, mientras Bagheera lo miraba con ojos llenos de terror.

—¡Por el Candado Roto que me liberó! —exclamó por fin la Pantera Negra—. ¿ eres aquel ser desnudo e indefenso en cuyo favor hablé a la Manada cuando todos éramos jóvenes? Amo de la Jungla, habla por mí cuando me fallen las fuerzas, habla por Baloo, ¡habla por todos nosotros! ¡A tu lado somos unos cachorros! ¡Ramitas que se quiebran al ser pisoteadas! ¡Cervatillos que han perdido a su madre!

La idea de que Bagheera fuese un cervatillo perdido llenó de desconcierto a Mowgli, que contuvo el aliento y se echó a reír, luego a sollozar y de nuevo a reír, hasta que se vio forzado a echarse de cabeza a un estanque para calmarse. Luego empezó a nadar en círculos, sumergiéndose y volviendo a aparecer bajo los rayos de luna, igual que la rana, su tocaya.

Mientras tanto, Hathi y sus tres hijos se habían separado, dirigiéndose cada uno de ellos a uno de los cuatro puntos cardinales, y bajaban silenciosamente a los valles, a una milla de allí. Siguieron caminando sin parar durante dos días, es decir, recorrieron sus buenas sesenta millas a través de la jungla. Cada paso que daban, cada movimiento que hacían con la trompa, era observado y comentado por Mang, Chil y el Pueblo de los Monos, así como por todos los demás pájaros. Luego se pusieron a comer y durante una semana siguieron haciéndolo tranquilamente. Hathi y sus hijos son iguales que Kaa, la Pitón de la Roca: nunca se dan prisa mientras no sea necesario.

Transcurrido ese tiempo, sin que nadie supiera cómo había empezado, se extendió por la jungla el rumor de que en tal y cual valle se encontraba mejor comida y mejor agua. Los cerdos, que, por supuesto, son capaces de trasladarse a los confines de la tierra para llenarse la panza, fueron los primeros en ponerse en marcha en grupos numerosos que se empujaban unos a otros por las rocas. Los siguieron los ciervos, a los que acompañaban los zorros salvajes que viven de los muertos y moribundos de los rebaños. Después iban los con sus espaldas cargadas, avanzando paralelamente a los ciervos, seguidos a su vez por los búfalos salvajes de los pantanos. Cualquier insignificancia habría bastado para asustar a los grupos dispersos que pacían, se hacían el remolón, bebían y volvían a pacer, pero, siempre que surgía la alarma entre ellos, alguien cuidaba de calmarlos. A veces era Ikki, el Puerco Espín, que les traía abundantes noticias de los pastos apetitosos que les aguardaban a poca distancia. Otras veces era Mang, que, graznando alegremente, se metía volando en un claro de la espesura para demostrarles que estaba vacío, o Baloo, que, con la boca llena de raíces, se acercaba a las líneas medio deshechas de la columna y entre sustos y bromas los obligaba a proseguir su camino. Eran muy numerosos los animales que quedaban rezagados, se echaban atrás o perdían interés por el asunto, pero no menos numerosos eran los que seguían adelante. Al cabo de unos diez días más, la situación era la siguiente: los ciervos, cerdos y daban vueltas y más vueltas en un círculo de ocho o diez millas de radio, mientras los Comedores de Carne libraban escaramuzas a lo largo del borde del círculo, en cuyo centro se hallaba el poblado. Alrededor del poblado, las cosechas iban madurando en los campos, en el centro de los cuales unos hombres se hallaban sentados en lo que llamaban (plataformas parecidas a palomares, hechas con palos instalados en lo alto de cuatro postes) para ahuyentar a los pájaros y demás ladrones. Luego dejaron de andarse con halagos para que los ciervos caminasen. Los Comedores de Carne los acosaban desde cerca, obligándolos a seguir avanzando en dirección al centro del círculo.

Fue durante una noche oscura cuando Hathi y su tres hijos salieron sigilosamente de la jungla y a golpes de trompa rompieron los postes de los , que se partieron como el tallo de la cicuta en flor, mientras, al caer, los hombres oían el grito gutural de los elefantes. Entonces las vanguardias de los perplejos ejércitos de ciervos invadieron los pastizales del poblado y los campos de labranza, al tiempo que los afilados cascos de los cerdos salvajes daban cuenta de lo que dejaban los ciervos. De vez en cuando, los aullidos de los lobos daban la alarma y los ciervos empezaban a correr asustados de un lado para otro, pisoteando la cebada tierna y aplanando las orillas de los canales de riego. Antes de que despuntase el alba, cedió por un punto la presión que desde fuera sufría el círculo. Los Comedores de Carne se habían retirado, dejando abierto un sendero que se dirigía hacia el sur y por el que huyeron los ciervos, una manada tras otra. Otros, más osados, se tumbaron en los bosquecillos con la intención de apurar el festín la noche siguiente.

El trabajo, sin embargo, estaba prácticamente terminado. Cuando por la mañana acudieron los del poblado, se encontraron con que habían perdido sus cosechas, lo cual significaba la muerte a menos que abandonasen el lugar, ya que año tras año vivían tan cerca de la muerte por inanición como cerca de ellos se hallaba la jungla. Cuando llevaron los búfalos a pacer, los hambrientos animales se encontraron con que los ciervos habían arrasado los pastizales, de manera que se adentraron en la jungla mezclándose con sus compañeros salvajes. Al ponerse el sol, los tres o cuatro caballitos propiedad del poblado yacían en sus establos con la cabeza aplastada a golpes. Solo Bagheera podía ser la autora de semejantes golpes y solo a Bagheera podía habérsele ocurrido la insolencia de arrastrar los cadáveres hasta mitad de la calle.

Aquella noche, los habitantes del poblado no se atrevieron a encender hogueras en los campos, de modo que Hathi y sus tres hijos se dedicaron a despachar lo poco que quedaba, y cuando Hathi hace esto, es inútil seguirlo con la esperanza de encontrar algo. Los hombres decidieron vivir de sus reservas de maíz para sembrar hasta después de las lluvias y después buscar trabajo de sirvientes hasta que pudieran recuperar las pérdidas de aquel año. Pero, mientras el comerciante en granos pensaba en sus repletos depósitos de maíz, así como en los precios que pensaba cobrar por su venta, los puntiagudos colmillos de Hathi iban derribando una de las esquinas de su choza de barro, tras lo cual reventó el enorme cesto de mimbre, oculto debajo de un montón de estiércol de vaca, donde guardaba el precioso grano.

Al descubrirse esta última pérdida, le tocó el turno de hablar al brahmín, que había estado rogando a sus dioses sin obtener respuesta. Dijo que tal vez ello se debía a que, sin darse cuenta, el poblado había ofendido a alguno de los Dioses de la Jungla, pues, no cabía la menor duda de que la jungla se había vuelto contra ellos. Así, pues, mandaron a por el cabecilla de la más cercana tribu de gonds errantes (los gonds son unos cazadores menudos, sabios y muy negros que viven en lo más profundo de la jungla y son descendientes de la más antigua raza de la India), los propietarios aborígenes de aquellas tierras. Hicieron un gran recibimiento al gond, ofreciéndole lo poco que les quedaba, y el hombrecillo, sosteniéndose sobre una sola pierna, con el arco en la mano y dos o tres flechas envenenadas atravesándole el moño que coronaba su cabeza, se quedó contemplando, medio asustado y medio desdeñoso, a los angustiados lugareños y sus campos devastados. Querían saber si sus dioses, los Antiguos Dioses, estaban furiosos con ellos y qué sacrificios debían ofrecerles. El gond no dijo nada, limitándose a recoger unos sarmientos de (la cepa que produce amargas calabazas silvestres) y los enlazó en la puerta del templo, ante la roja imagen hindú. Luego con la mano hizo como si empujase el aire en dirección al camino de Khanhiwara, regresó a su jungla y se quedó contemplando cómo el Pueblo de la Jungla recorría la espesura. Sabía que cuando la jungla echaba a andar únicamente el hombre blanco podía albergar la esperanza de desviarla de su camino.

No hubo necesidad de preguntarle qué quería decir. Las calabazas silvestres crecerían allí donde hasta entonces habían adorado a su dios y, cuanto antes se pusieran a salvo, tanto mejor para ellos.

Pero es difícil arrancar a un lugareño del sitio donde ha echado raíces. Se quedaron mientras les quedó algo de comida y trataron de recoger nueces en la jungla, pero negras sombras de ojos llameantes los observaban y se movían ante ellos incluso en pleno mediodía. Cuando, presas de pánico, corrían a refugiarse tras los muros, se encontraban con que los troncos de los árboles que al pasar habían visto hacía menos de cinco minutos estaban ahora desprovistos de corteza y mostraban las señales de tremendos zarpazos. Cuanto más tiempo permanecían en el poblado, más osados se volvían los seres salvajes que retozaban y rugían en los pastizales próximos al Waingunga. No les quedaba tiempo para reparar las paredes posteriores de los establos vacíos, las que daban a la jungla. Los cerdos salvajes volvían a echarlas abajo y las cepas de nudosas raíces se apresuraban a ocupar el terreno recién conquistado, mientras la hierba silvestre se alzaba detrás de las cepas como las lanzas de un ejército de duendes persiguiendo a un enemigo en retirada. Los hombres solteros fueron los primeros en huir, haciendo correr la voz de que el pueblo estaba embrujado. ¿Quién podía luchar, decían, contra la jungla o los Dioses de la Jungla, cuando hasta la cobra del poblado había abandonado su agujero en la plataforma de debajo del árbol comunal? Así, pues, el exiguo comercio del poblado con el mundo exterior fue encogiéndose aún más a medida que iban disminuyendo los senderos de los campos y los que quedaban iban perdiéndose bajo la vegetación. Por fin dejaron de inquietarlos los poderosos berridos de Hathi y sus tres hijos, pues ya no les quedaba nada que pudieran robarles. La cosecha y las simientes ya habían desaparecido y empezaban también a desvanecerse los campos de labranza próximos al poblado. Era ya hora de acogerse a la caridad de los ingleses de Khanhiwara.

Como nativos que eran, iban retrasando la partida de un día para otro hasta que las primeras lluvias se les vinieron encima y el agua se filtró por los maltrechos tejados de las chozas e inundó los antiguos pastizales, y toda la vida volvió con nuevos ímpetus después del calor del verano. Entonces todos, hombres, mujeres y niños, echaron a andar bajo la ardiente y cegadora lluvia veraniega, pero, naturalmente, se detuvieron para echar una última mirada a sus hogares.

En el momento en que la última familia, cargada con sus enseres y bienes, cruzaba las puertas del poblado, se oyó el estrépito de vigas y techumbre de paja que se venía abajo. Vieron una trompa reluciente y negra como una serpiente alzarse fugazmente y esparcir paja mojada por doquier. Luego desapareció, se oyó un nuevo estrépito y después un chillido. Hathi estaba arrancando los tejados de las chozas como quien arrancase nenúfares y una de las vigas, al rebotar, lo había pinchado. Solo le hacía falta esto para desencadenar todas sus fuerzas, pues de todos los seres que hay en la jungla ninguno es tan destructor como el elefante enfurecido. Con las patas de atrás empezó a dar golpes contra una pared de barro que se vino abajo y se convirtió en un barro líquido y amarillento a causa de la lluvia torrencial. Luego giró, soltó un chillido y echó a correr por las angostas calles, apoyándose en las chozas de los dos lados, haciendo temblar las desvencijadas puertas y derribando los aleros de los tejados, mientras sus tres hijos lo seguían llenos de rabia como la que habían sentido durante el Saqueo de los Campos de Bhurtpore.

—La jungla se tragará estas cáscaras —dijo una voz tranquila en medio de las ruinas—. Es el muro exterior el que hay que echar abajo.

Mowgli, con la lluvia deslizándose por sus hombros y brazos desnudos, saltó de lo alto de una pared que se tumbaba como un búfalo cansado.

—En buena hora llegas —dijo Hathi, jadeando—. ¡Oh! Pero en Bhurtpore mis colmillos estaban enrojecidos. ¡Hacia el muro exterior, hijos míos! ¡Duro con la cabeza! ¡Todos juntos! ¡Ahora!

Los cuatro, uno al lado de otro, empezaron a empujar. El muro exterior se curvó, luego se hendió y finalmente se vino abajo, y los del poblado, aturdidos por el horror, vieron aparecer por la brecha las cabezas manchadas de barro de los demoledores. Entonces huyeron valle abajo, sin casa y sin comida, dejando atrás las ruinas de su poblado.

Al cabo de un mes, el lugar donde antes se alzara el poblado era un montículo cubierto de verde y suave vegetación que, al finalizar la estación de las lluvias, dio paso a la jungla exuberante que invadió los campos que apenas seis meses antes se hallaban sometidos al arado.

La canción de Mowgli contra la gente

La canción de Mowgli contra la gente

Soltaré contra vosotros las cepas de pies ligeros.

Ordenaré a la jungla que borre vuestras líneas.

Los tejados desaparecerán entre el verdor,

se hundirán las vigas de las casas,

y la karela, la amarga karela,

lo cubrirá todo.

Ante las puertas de vuestros consejos

cantará mi gente,

a las puertas de vuestros graneros

se aferrarán los murciélagos,

y la serpiente será vuestro vigilante,

junto al hogar sin barrer,

pues la karela, la amarga karela,

florecerá donde dormíais.

No veréis a mis huestes, solo las oiréis.

De noche, antes de que salga la luna, mandaré a

por mi tributo,

y el lobo será vuestro pastor,

donde antes había un hito,

pues la karela, la amarga karela,

nacerá donde amabais.

Mis huestes segarán vuestros campos,

y vosotros buscaréis entre los restos el pan

que habréis perdido.

Y los ciervos serán vuestros bueyes,

en el campo sin labrar,

pues la karela, la amarga karela,

brotará en lo que ahora es vuestro hogar.

Contra vosotros he lanzado las cepas arrolladoras,

la jungla para que arrase vuestras líneas.

Los árboles… los árboles os atacan,

caerán las vigas de las casas,

y la karela, la amarga karela,

os cubrirá a todos.

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