El libro de la selva / El segundo libro de la selva

El milagro de Purun Bhagat

E P B

La noche que creímos que la tierra iba a moverse

salimos llevándolo de la mano,

pues lo amábamos con ese amor

que sabe, mas no puede comprender.

Y cuando la rugiente ladera reventó,

y nuestro mundo todo con la lluvia cayó,

la vida le salvamos, nosotros los pequeñines,

mas, ¡ay!, nunca más ha vuelto.

Lloremos ahora: lo salvamos en nombre de

el pobre amor que sentimos los salvajes.

¡Llorad! Nuestro hermano no despertará,

y los suyos de nuestra casa nos echarán.

Érase una vez en la India un hombre que era el primer ministro de uno de los estados semiindependientes que había en el noroeste del país. Era un brahmín, de tan alta casta que las castas nada significaban para él, y su padre había sido un importante funcionario entre la pintoresca chusma que formaba una anticuada corte hindú. Pero a medida que fue haciéndose mayor, Purun Dass empezó a pensar que el viejo estado de cosas estaba cambiando y que, si alguien deseaba prosperar en el mundo, debía congraciarse con los ingleses e imitar todo lo que ellos creían que era bueno. Al mismo tiempo, con todo, un funcionario nativo necesitaba conservar el favor de su amo. El juego era difícil, pero el silencioso y joven brahmín, con la ayuda de una buena educación inglesa adquirida en la Universidad de Bombay, jugó sus bazas serenamente y fue subiendo paso a paso hasta llegar a ser primer ministro del Reino. Es decir, su poder real era mayor que el de su amo el maharajá.

Cuando el anciano rey, que sospechaba de los ingleses y de sus ferrocarriles y telégrafos, murió, Purun Dass gozaba de excelentes relaciones con el joven sucesor, que había sido instruido por un preceptor inglés y entre los dos, aunque él cuidó siempre de que la gloria recayera sobre su amo, fundaron escuelas para niñas pequeñas, construyeron carreteras, inauguraron una red de dispensarios estatales y diversas exposiciones de utensilios agrícolas. Asimismo, cada año publicaban un libro azul sobre «el progreso moral y material del Estado». El Ministerio de Asuntos Exteriores británico y el gobierno de la India estaban encantados. Pocos Estados Nativos adoptan el progreso inglés, pues no acaban de creer, a diferencia de Purun Dass, que lo que es bueno para un inglés forzosamente lo es por partida doble para un asiático. El primer ministro se convirtió en gran amigo de los virreyes, gobernadores generales y gobernadores provinciales, así como de misioneros, tanto médicos como del tipo corriente, oficiales ingleses aficionados a los caballos, que acudían a cazar en las reservas del Estado, y de toda una hueste de turistas que se pasaban el invierno viajando por toda la India y dando lecciones de cómo debían hacerse las cosas. En sus ratos libres creaba becas para el estudio de la medicina y de las manufacturas ejecutadas siguiendo escrupulosamente las normas inglesas. También escribía cartas a , el más importante de los diarios de la India, explicando las intenciones y los objetivos de su amo.

Por fin hizo una visita a Inglaterra y, al volver, tuvo que pagar enormes sumas a los sacerdotes, ya que incluso un brahmín de casta tan elevada como la de Purun Dass perdía parte de su casta al cruzar el negro mar. En Londres fue presentado a todas las personas a las que valía la pena conocer: hombres cuyos nombres eran conocidos en todo el mundo. Y vio mucho más de lo que habló. Ilustres universidades le confirieron títulos honoríficos y él pronunció conferencias en las que habló de la reforma social hindú ante damas inglesas vestidas de noche, hasta que todo Londres se decía: «Es el hombre más fascinador que jamás hayamos encontrado en una cena desde que existen los manteles».

Cuando regresó a la India, su gloria era ya esplendorosa, pues el virrey en persona hizo un viaje especial para conferir al maharajá la Gran Cruz de la Estrella de la India, toda ella diamantes, cintas y esmalte. En la misma ceremonia, mientras tronaban los cañones, Purun Dass fue nombrado Caballero Comendador de la Orden del Imperio Indio, con lo que su nombre quedó en .

Aquella noche, durante la cena que se celebró en la espaciosa tienda virreinal, nuestro héroe, luciendo sobre el pecho el distintivo y el collar de la orden, se levantó y, correspondiendo al brindis hecho por la salud de su amo, pronunció un discurso que muy pocos ingleses habrían podido superar.

Al mes siguiente, una vez la ciudad hubo recobrado su tranquilidad cocida por el sol, hizo una cosa que ningún inglés habría siquiera soñado hacer, pues, en lo que se refería a los asuntos mundanos, nuestro hombre murió. La enjoyada insignia de su título de caballero fue devuelta al gobierno indio y se nombró un nuevo primer ministro para que se encargase de los asuntos del Estado, al tiempo que se iniciaba una gran partida de juegos de azar para hacerse con alguno de los cargos inferiores. Lo que había sucedido lo sabían los sacerdotes y se lo figuraba el pueblo, pero la India es el único lugar del mundo donde un hombre puede hacer lo que le parezca sin que nadie le pregunte el porqué, y el hecho de que . hubiese dimitido de su cargo, renunciando a su palacio y a su poder, para coger el cuenco de mendigo y vestirse con las ocres vestiduras de un u hombre santo, no fue considerado algo extraordinario. Siguiendo las recomendaciones de la Vieja Ley, había sido veinte años joven, luchador durante otros veinte años (aunque jamás en la vida hubiese llevado encima un arma) y cabeza de familia por espacio de veinte años más. Había utilizado su riqueza y su poder en favor de causas de cuya bondad no tenía ninguna duda. Había aceptado los honores que le rendían sin que él los hubiera pedido. Había visto hombres y ciudades cerca y lejos de su patria, y hombres y ciudades se habían puesto en pie para honrarlo. Ahora iba a desprenderse de todas esas cosas, del mismo modo que otro hombre se hubiese desprendido de una capa que ya no necesitase.

A sus espaldas, mientras salía por las puertas de la ciudad, llevando bajo el brazo una piel de antílope y una muleta con asa de latón, y llevando en la mano el cuenco de mendigo de coco de mar pulido, descalzos los pies, solo y con los ojos vueltos hacia el suelo… a sus espaldas sonaban en los bastiones las salvas en honor de su feliz sucesor. Purun Dass movió la cabeza en señal de asentimiento. Para él ya había terminado aquella clase de vida y no sentía más inquina ni mayor buena voluntad de las que cualquier hombre hubiese sentido para con un vulgar sueño. Era un , un mendigo errabundo y sin casa cuyo pan de cada día dependía de la benevolencia de sus semejantes; y en la India, mientras haya un mendrugo que pueda compartirse, ningún sacerdote y ningún mendigo perece de hambre. Jamás en toda su vida había probado la carne, y raras veces había comido pescado. Con un billete de cinco libras habrían quedado cubiertos sus gastos personales en el capítulo de alimentación en cualquiera de los muchos años durante los cuales había sido dueño absoluto de millones y millones de rupias. Incluso en Londres, mientras era objeto de un sinfín de agasajos, había acariciado en todo momento su sueño de paz y tranquilidad: el largo camino indio, blanco y polvoriento, señalado todo él por las pisadas de pies desnudos, el incesante y lento ir y venir, el penetrante olor de madera quemada y del humo que se enroscaba hacia arriba bajo las higueras, al caer la noche y buscar los caminantes un sitio para cenar.

Cuando llegó el momento de convertir ese sueño en realidad, el primer ministro dio los pasos necesarios y, al cabo de tres días, os hubiese resultado más fácil encontrar una burbuja en la inmensidad acuática del Atlántico que localizar a Purun Dass entre los errantes millones de hombres de la India, que ora se juntaban y al poco se separaban de nuevo.

Al llegar la noche extendía su piel de antílope allí donde la oscuridad lo encontrase: a veces en un monasterio a la vera del camino; otras veces en una capillita de barro erigida en honor de Kala Pir, donde los , que constituyen otra imperceptible división de los hombres santos, lo recibían igual que a aquellos que conocen el valor de las castas y divisiones; otras veces en los alrededores de algún poblado hindú, donde los niños se le acercaban temerosamente para ofrecerle los alimentos que habían preparado sus padres; y a veces en medio de peladas tierras de pastos, donde los camellos soñolientos se sobresaltaban al ver las llamaradas de la hoguera que encendía con ramitas. Todo le daba lo mismo a Purun Dass, o a Purun Bhagat, que era el nombre que utilizaba ahora. La tierra, la gente y la comida formaban un único todo. Pero, inconscientemente, los pies lo llevaban hacia el norte y el este, del sur a Rohtak, de Rohtak a Kurnool, de Kurnool al ruinoso Samanah, y luego, siguiendo río arriba el reseco lecho del Gugger, que solo se llena cuando llueve en las montañas, hasta que un día vio la lejana línea del gran Himalaya.

Entonces Purun Bhagat sonrió, pues recordó que, por nacimiento, su madre era una brahmín Rajput, de la parte de Kulu, una montañesa que se pasaba la vida añorando las nieves, y que bastaba una gota de sangre montañesa en las venas para que un hombre acabase sintiéndose atraído hacia su verdadera patria.

—Allá arriba —dijo Purun Bhagat, iniciando el ascenso de las faldas de los Sewaliks, donde los cactus se alzan cual candelabros de siete brazos—, allá arriba me sentaré y adquiriré sabiduría.

El frío viento del Himalaya silbaba alrededor de sus orejas al emprender el camino que llevaba a Simia.

Su último viaje por aquellos parajes lo había llevado a cabo rodeado de gran pompa, escoltado por un nutrido escuadrón de caballería, con el fin de visitar al más amable y bondadoso de los virreyes, y los dos habían pasado una hora conversando sobre amigos comunes que tenían en Londres, y sobre lo que el pueblo llano de la India opinaba realmente de esto y de aquello y de lo otro. Esta vez Purun Bhagat no visitó a nadie, sino que se apoyó en una barandilla del paseo y contempló el glorioso espectáculo de las llanuras que se extendían a cuarenta millas por debajo de sus pies, hasta que un policía nativo y mahometano le dijo que estaba obstaculizando el tráfico y Purun Bhagat hizo una respetuosa reverencia ante la Ley, pues conocía el valor de esta y él mismo andaba buscando una ley propia. Después reanudó la marcha y aquella noche durmió en una choza abandonada que encontró en Chota Simia, que parece el último confín de la tierra, pero no era más que el principio de su viaje.

Siguió la ruta del Himalaya que llevaba hasta el Tíbet, aquel sendero de tres metros de ancho abierto con barrenos en la roca sólida. A veces tenía que cruzar frágiles puentecillos de madera sobre pavorosos abismos. Ora el sendero bajaba hacia valles cálidos y húmedos, ora trepaba por las laderas rocosas y sin más vegetación que la hierba, donde el sol quemaba como si entre él y el caminante alguien hubiese colocado una lupa. Ora se adentraba en selvas tenebrosas y empapadas donde los helechos cubrían los árboles de la copa a las raíces y se oía el graznido del faisán llamando a su pareja. Se cruzó con pastores tibetanos con sus perros y ovejas, cada una de las cuales llevaba una bolsita de bórax sobre el lomo, y con leñadores errantes y con lamas del Tíbet que, envueltos en sus mantos y capas, llegaban en peregrinación a la India. También se cruzaron en su camino emisarios de recónditos estados de las montañas, que cabalgaban furiosamente a lomos de caballitos píos y de piel listada como las cebras, o con la cabalgata de algún rajá que iba de visita. Otras veces recorría largos trechos sin ver nada más que algún oso negro que gruñía y buscaba raíces en el fondo de un valle. Al ponerse en marcha, seguía resonando en sus oídos el barullo del mundo que acababa de abandonar, del mismo modo que el estruendo de un tren al cruzar un túnel sigue oyéndose cuando el túnel ha quedado muy atrás ya. Pero, una vez hubo dejado a sus espaldas el Paso de Mutteeanee, todo aquello terminó y Purun Bhagat se encontró a solas consigo mismo, caminando, pensando y preguntándose cosas en silencio, con los ojos clavados en el suelo y los pensamientos entre las nubes.

Una tarde atravesó el puerto más alto que había encontrado hasta entonces (para alcanzarlo tuvo que escalar durante dos días) y salió ante una línea de picos nevados que abarcaba todo el horizonte: montañas de cinco a seis mil metros de altura, que parecían estar a solo un tiro de piedra de donde él se encontraba, aunque en realidad distaban cincuenta o sesenta millas. El puerto se hallaba coronado por un bosque espeso y oscuro de cedros deodaras, nogales, cerezos, olivos y perales silvestres, aunque predominaban los cedros deodaras, que no son otra cosa que el cedro del Himalaya. A la sombra de los cedros se alzaba una capilla abandonada dedicada a Kali, que es Durga, que a su vez es Sitala, al que a veces se rinde culto para protegerse de las viruelas.

Purun Dass barrió el suelo de piedra hasta dejarlo limpio, sonrió a la también sonriente estatua, se construyó un pequeño hogar de barro detrás de la capilla, extendió su piel de antílope sobre un lecho de pinocha fresca, se metió el (la muleta con asa de latón) debajo del brazo y se sentó a descansar.

Directamente a sus pies la ladera, limpia y pelada, descendía hasta unos quinientos metros, donde un pueblecito de casas con paredes de piedra y techo de tierra batida se aferraba a la pronunciada pendiente. Alrededor del pueblecito se extendían un sinfín de campos escalonados que, como un delantal de retazos, cubrían las rodillas de la montaña, al tiempo que unas vacas que a causa de la distancia no parecían mayores que cucarachas pacían entre los círculos de piedra de las eras. Al mirar hacia el otro lado del valle, la vista se veía inducida a engaño por el tamaño de las cosas, ya que lo que a primera vista parecía matorrales era en realidad un bosque de pinos de treinta metros de alto que cubrían la ladera de la montaña opuesta. Purun Bhagat vio un águila que cruzaba majestuosamente el gigantesco hueco del valle. El enorme pájaro quedó reducido a un puntito antes de haber recorrido la mitad de la distancia. Varios grupos de nubes surcaban el cielo por encima del valle, enganchándose a veces en un pico o remontándose y esfumándose al llegar al nivel de los picos que coronaban el puerto.

—Aquí encontraré la paz —dijo Purun Bhagat.

Ahora bien, para un montañés, varias decenas de metros más arriba o más abajo no significan nada, así que, en cuanto los habitantes del pueblecito vieron humo en la capilla abandonada, el sacerdote del lugar subió por la ladera escalonada con el propósito de dar la bienvenida al forastero. Al cruzarse su mirada con los ojos de Purun Bhagat, unos ojos de hombre acostumbrado a controlar millares de personas, el sacerdote se inclinó hasta rozar el suelo con la frente, recogió el cuenco del mendigo sin decir palabra y regresó al pueblecito, donde dijo al llegar:

—Por fin tenemos un hombre santo entre nosotros. Nunca había visto uno de ellos. Viene de las llanuras, pero su piel es clara, pues es un brahmín de pura cepa.

—¿Crees que se quedará con nosotros? —le preguntaron todas las comadres del pueblo, mientras cada una se esforzaba en preparar para Bhagat manjares más exquisitos que los de las demás.

La comida de las gentes de las montañas es muy sencilla, pero con un poco de alforfón y maíz, arroz y pimienta roja, un puñado de pescaditos sacados del arroyo del valle, un poco de miel de los panales que había en las paredes (y que parecían chimeneas), unos cuantos albaricoques secos, todo ello aderezado con un poquitín de cúrcuma y jengibre silvestre y acompañado con unas hogazas de pan de harina hecho en casa, cualquiera de aquellas devotas mujeres podía preparar un plato apetitoso, por lo que el sacerdote regresó junto a Bhagat con el cuenco bien repleto de alimentos.

¿Pensaba quedarse?, se preguntó el sacerdote. ¿Necesitaría un (discípulo) que pidiera limosna en su nombre? ¿Tenía una manta para protegerse del frío? ¿Estaba buena la comida?

Purun Bhagat comió y dio las gracias al sacerdote. Tenía intención de quedarse. El sacerdote dijo que con eso le bastaba y agregó que colocase el cuenco en un hueco que dos raíces retorcidas formaban fuera de la capilla y ningún día le faltaría alimento al Bhagat, pues el pueblo se sentía muy honrado por el hecho de que un hombre como él (hizo una pausa y miró tímidamente el rostro del Bhagat) se quedase entre ellos.

Aquel día señaló el final del vagabundear de Purun Bhagat. Había llegado al lugar que tenía asignado para gozar del silencio y del espacio. El tiempo se detuvo para él, que, sentado ante la puerta de la capillita, no habría podido deciros si estaba vivo o muerto, si era un hombre capaz de dominar sus extremidades o bien formaba parte de las montañas, las nubes, la lluvia y el sol. Suavemente, hablando para sus adentros, repetía un nombre centenares de veces hasta que, cada vez que lo repetía, tenía la sensación de alejarse más y más de su cuerpo, para acercarse a las puertas de algún portentoso descubrimiento. Pero, justo en el momento en que las puertas empezaban a abrirse, el cuerpo volvía a tirar de él y Bhagat, con el corazón apesadumbrado, volvía a sentirse encerrado en la carne y los huesos de Purun Bhagat.

Cada mañana el cuenco lleno de comida era depositado entre las raíces fuera de la capilla. A veces era el sacerdote el que lo llevaba hasta allí, otras veces era un mercader de Ladakhi que, habiendo llegado al pueblo y deseoso de hacer méritos, subía trabajosamente el sendero que llevaba a la capillita. Pero lo más frecuente era que la comida la subiese la misma mujer que se había pasado la noche preparándola y que, sin pararse a recobrar el aliento, solía decir:

—Intercede por mí ante los dioses, Bhagat. Intercede por Tal, esposa de Cual.

De vez en cuando a algún chiquillo se le concedía el honor de subir la comida del hombre santo y Purun Bhagat le oía depositar rápidamente el cuenco en el sitio de costumbre y emprender veloz huida inmediatamente, corriendo todo lo que sus piernecitas le permitían. Pero Bhagat nunca bajaba al poblado, que se extendía a sus pies como un mapa. Desde arriba podía ver las reuniones que al caer la noche se celebraban en las eras, ya que estas eran los únicos espacios que no formaban pendientes. Podía ver el maravilloso color verde del arroz tierno, los azules índigos del maíz, los cultivos del alforfón, que parecían diques, y, cuando llegaba la época, los rojos capullos del amaranto, cuyas diminutas semillas, que no eran ni grano ni legumbre, servían para preparar un alimento que los hindúes podían comer sin faltar a la ley del tiempo de ayuno.

Al acercarse las postrimerías del año, los tejados de las chozas parecían pequeños cuadrados del más puro oro, ya que era allí donde ponían a secar las mazorcas de maíz.

La cría de las abejas y la recolección del grano, la siembra del arroz y luego su tría, todo pasaba ante sus ojos, como escenas bordadas en el tapiz de retazos que adornaba la ladera de la montaña, haciéndole meditar y preguntarse adónde llevaría en definitiva toda aquella actividad.

Incluso en las zonas pobladas de la India un hombre no puede permanecer sentado tranquilamente un día entero sin que los animales salvajes le pasen por encima, como si de una roca se tratase. Y en aquellos desolados parajes, los animales salvajes, que conocían muy bien la capilla de Kali, regresaron para ver quién era el intruso. Los , esos corpulentos monos de grises bigotes que habitan en el Himalaya, fueron, naturalmente, los primeros en llegar, pues se morían de curiosidad y, una vez hubieron volcado el cuenco de mendigo, haciéndolo rodar por los suelos, y hubieron hincado el diente en el asa de latón de la muleta y hecho muecas ante la piel de antílope, decidieron que aquel ser humano que se hallaba sentado sin moverse lo más mínimo era inofensivo. Al caer la noche, saltaban al suelo desde la copa de los pinos y con las manos hacían gestos suplicando que les diera de comer. Después se marchaban columpiándose graciosamente en los árboles. También les gustaba el calor del fuego y se acurrucaban alrededor de la hoguera hasta que Purun Bhagat se veía obligado a empujarlos a un lado para poder echar más leña entre las llamas. Y al día siguiente, lo más probable era que se encontrase con que un peludo mono había compartido su manta durante la noche. Durante todo el santo día uno u otro miembro de la tribu permanecía sentado a su lado, mirando fijamente las nieves, tarareando alguna cancioncilla y mostrando una expresión de indecible sabiduría y dolor.

Después de los monos llegó el , ese ciervo de gran tamaño que es igual que el ciervo común que conocemos nosotros, solo que tiene más fuerza. Llegó con el deseo de quitarse el vello que cubría su cornamenta frotándola contra la fría piedra de la estatua de Kali y golpeó el suelo con las patas al ver al hombre que ocupaba la capilla. Purun Bhagat, sin embargo, no hizo el menor movimiento y poco a poco el majestuoso animal se acercó a él y acabó por husmearle la espalda. Purun Bhagat acarició con una de sus frías manos los ardientes cuernos del ciervo, que se calmó al sentir la caricia e inclinó la cabeza, mientras Purun Bhagat le quitaba con mucha suavidad el vello de la cornamenta. Después, el acudió en compañía de su hembra y sus cervatillos, encantadores pequeñuelos que escondieron el hocico en la manta del hombre santo. Otras veces llegaba él solo, de noche, con los verdes ojos brillando en el resplandor de la hoguera, para recoger su ración de nueces recién arrancadas. Finalmente, el almizclero, el más tímido y casi el más pequeño de los ciervos, llegó también a la capilla, erguidas sus grandes orejas de conejo. Incluso la silenciosa y rayada sintió el deseo apremiante de averiguar a qué se debía la luz que brillaba en la capilla y apoyó su hocico de anta en el regazo de Purun Bhagat, yendo y viniendo con las sombras de la hoguera. Purun Bhagat llamaba «hermanos míos» a todos ellos y con su dulce llamada de los hacía salir del bosque, al mediodía, si se hallaban lo bastante cerca para oírla. El oso negro del Himalaya, caprichoso y suspicaz (Sona, que tiene debajo de la barbilla una mancha blanca en forma de «V»), pasó por allí en más de una ocasión y, como Bhagat no dio muestras de sentir temor, Sona no las dio de estar furioso. Se limitó a observarlo, acercándose después a reclamar su ración de caricias y un pedazo de pan o un puñado de bayas silvestres. A menudo, durante el silencioso amanecer, cuando el Bhagat subía hasta la cima del collado para ver cómo el rojo día paseaba por los nevados picos de las montañas, se encontraba con que Sona lo seguía gruñendo y arrastrando las patas, metiendo curiosamente una de sus patas delanteras debajo de los troncos caídos y sacándola después con un ¡ de impaciencia. Otras veces sus pisadas despertaban a Sona, que dormía acurrucado en algún rincón cercano, y la enorme bestia, irguiéndose, empezaba a pensar en entablar batalla hasta que, al oír la voz del Bhagat, reconocía a su mejor amigo.

Casi todos los eremitas y hombres santos que viven lejos de las grandes ciudades gozan de la reputación de saber hacer milagros con los animales salvajes, pero el supuesto milagro se reduce sencillamente a permanecer inmóviles, sin hacer ningún movimiento precipitado, y, al menos durante un buen rato, a no mirar jamás directamente al visitante. Los habitantes del pueblo vieron la majestuosa silueta del avanzando como un fantasma a través del sombrío bosque que había detrás de la capilla. Vieron al , el faisán del Himalaya, luciendo sus esplendorosos colores ante la estatua de Kali. Vieron también cómo los , sentados dentro de la capilla, jugaban con las cáscaras de nuez. Algunos chiquillos, además, oyeron cómo Sona canturreaba, como suelen hacer los osos, detrás de unos peñascos. Todo ello hizo que la reputación de milagrero que tenía el Bhagat se hiciese aún más sólida.

Y, pese a ello, nada era más ajeno a sus pensamientos que el hacer milagros. Él creía que todas las cosas formaban parte de un grande y único Milagro; y con saber esto, un hombre ya sabe lo suficiente. Sabía a punto fijo que en este mundo no hay nada grande ni nada pequeño y día y noche bregaba en busca del camino que lo llevase al corazón de las cosas, que le permitiese regresar al lugar de donde había surgido su alma.

Entregado a semejantes meditaciones, dejó que el pelo le fuese creciendo hasta los hombros, mientras que la punta de su muleta hacía un agujerito en la losa que tenía al lado de la piel de antílope y se hundía el lugar donde el cuenco de mendigo descansaba día tras día y aparecía un hoyo de paredes tan lisas como las del mismo cuenco.

Y cada animal conocía exactamente qué lugar le correspondía junto a la hoguera. Los campos iban mudando de color según las estaciones, las eras se llenaban y vaciaban, volvían a llenarse y de nuevo se vaciaban, y una vez tras otra, al llegar el invierno, retozaban los entre las ramas cubiertas por una leve capa de nieve hasta que, junto con la primavera, llegaban del valle las mamás monas con sus pequeñuelos de mirada triste. Pocos eran los cambios sufridos por el poblado. El sacerdote era más viejo y muchos de los chiquillos que solían llevar la comida a la capilla mandaban ahora a sus propios hijos. Y cuando preguntaban a los habitantes del poblado cuánto tiempo había vivido su hombre santo en la capilla de Kali que había en lo alto del collado, invariablemente contestaban:

—Siempre ha vivido allí.

Y luego vinieron unas lluvias de verano como hacía muchas estaciones que no se habían visto en las montañas. Durante sus buenos tres meses el valle permaneció envuelto en nubes y nieblas empapadas, al tiempo que la lluvia pertinaz e implacable paraba solamente para dar vía libre a un chaparrón con gran acompañamiento de truenos tras otro. Durante la mayor parte del tiempo, la capilla de Kali se hallaba más arriba que las nubes y durante todo un mes el Bhagat no vio el poblado ni una sola vez. Las casas se hallaban ocultas bajo un blanco techo de nubes que se movía sobre sí mismo, hinchándose hacia arriba, pero sin que jamás se soltase de sus amarras: las inundadas laderas del valle.

Durante todo aquel tiempo no oyó nada más que el millón de corrientes de agua que chorreaban de la copa de los árboles y discurrían bajo sus pies, empapando la pinocha, goteando por el extremo de los helechos, abriendo canales en el barro para deslizarse ladera abajo. Después salió el sol y con él el delicioso aroma de los cedros deodaras y de los rododendros, así como aquel olor lejano y limpio que la gente de las montañas llama «el olor de las nieves». Durante una semana el sol brilló sin cesar y luego las lluvias juntaron sus fuerzas para despedirse con un torrencial aguacero y cayeron verdaderas cortinas de agua que levantaban la piel del suelo y rebotaban convertidas en barro. Aquella noche Purun Bhagat puso mucha leña en la hoguera, pues estaba seguro de que sus hermanos necesitarían calentarse. Pero ninguna bestia acudió a la capilla, aunque él las llamó una y otra vez hasta que se durmió preguntándose qué habría ocurrido en los bosques.

Fue cuando la noche era más negra, mientras la lluvia sonaba como el redoble de un millar de tambores, que Purun Bhagat se despertó al sentir que tiraban de su manta y, al desperezarse, la manita de un se posó en su brazo.

—Se está mejor aquí que entre los árboles —dijo con voz soñolienta, mientras alisaba una arruga de la manta—. Tápate y entrarás en calor.

El mono le cogió la mano y se puso a tirar con fuerza.

—¿Es comida lo que quieres, entonces? —preguntó Purun Bhagat—. Espera un poco y te prepararé algo de comer.

Al arrodillarse para echar leña al fuego, el corrió hacia la entrada de la capilla, canturreó, regresó corriendo al lado del Bhagat y le tiró de la rodilla.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre, hermano? —preguntó Purun Bhagat, pues los ojos del reflejaban un millar de cosas que no acertaba a descifrar—. A no ser que alguno de los de tu casta haya caído en una trampa, y por aquí no hay nadie que coloque trampas, no pienso salir con este tiempo. ¡Mira, hermano! ¡Hasta el viene a cobijarse!

Al entrar a grandes zancadas en la capilla, los cuernos del ciervo chocaron con la sonriente estatua de Kali. El animal bajó la cornamenta en dirección a Purun Bhagat y empezó a dar nerviosas patadas en el suelo, mientras resoplaba por sus ollares medio cerrados.

—¡Ay, ay, ay! —exclamó el Bhagat, chasqueando los dedos—. ¿Es así como me pagas el alojamiento por una noche?

Pero el ciervo se puso a empujarlo hacia la puerta y, mientras tanto, Purun Bhagat oyó que algo se abría con un crujido y vio que dos de las baldosas del suelo se separaban y debajo de ellas la tierra pegajosa se lamía los labios.

—Ahora lo entiendo —dijo Purun Bhagat—. No puedo criticar a mis hermanos por el hecho de que no hayan venido a sentarse alrededor del fuego esta noche. La montaña se está desmoronando. Y, pese a ello… ¿por qué iba a marcharme de aquí?

Sus ojos se posaron casualmente en el cuenco de mendigo y, al ver que estaba vacío, la expresión de su cara se transformó.

—Me han dado de comer cada día desde… desde que llegué aquí y, si no me doy prisa, mañana no quedará una sola boca en el valle. A decir verdad, debo bajar al poblado y prevenirlos. ¡Échate atrás, hermano! ¡Déjame acercarme a la hoguera!

El retrocedió de mala gana mientras Purun Bhagat metía entre las llamas una tea de pino, dándole vueltas hasta que estuvo bien encendida.

—¡Ah! De manera que has venido a avisarme —dijo, levantándose—. Nosotros haremos algo mejor, mucho mejor. Ahora sal de aquí y préstame tu cuello, hermano, pues yo no tengo más que dos pies.

Con la mano derecha se aferró a la hirsuta cruz del y, sosteniendo la tea encendida con la izquierda, procurando no quemarse ni quemar al animal, salió de la capilla y se adentró en la tormentosa noche. No había ni un soplo de viento, pero la lluvia estuvo en un tris de apagar la tea mientras el gran ciervo bajaba apresuradamente la ladera, deslizándose sobre las ancas. Tan pronto hubieron dejado atrás el bosque, se unieron a ellos otros hermanos del Bhagat. Aunque no podía verlos, oyó a los apretujándose a su alrededor, mientras detrás de estos se oía el de Sona. La lluvia le empapó el pelo, que le colgaba sobre los hombros igual que gruesas sogas mojadas por el mar. Sus pies desnudos chapoteaban en el agua y la túnica amarilla se pegaba a su cuerpo frágil y viejo, pero él seguía bajando sin detenerse, apoyándose en el . Ya no era un hombre santo, sino que era , primer ministro de un estado que nada tenía de pequeño, un hombre acostumbrado a mandar y que ahora se dirigía a salvar vidas. Bajaron en tropel por el escarpado y empantanado sendero, todos juntos, el Bhagat y sus hermanos, bajando y bajando hasta que las patas del ciervo resonaron al tropezar con la pared de una de las eras y el animal resopló al olfatear al hombre. Se encontraban en el extremo superior de la única y tortuosa calle del poblado y el Bhagat empezó a golpear con la muleta los barrotes de las ventanas de la casa del herrero, mientras las llamas de la tea crecían de nuevo al encontrarse resguardadas por el alero del tejado.

—¡Levantaos y salid corriendo! —gritó Purun Bhagat, sin reconocer su propia voz, dado que hacía muchos años desde la última vez que había hablado en voz alta con un hombre—. ¡La montaña se viene abajo! ¡La montaña se os viene encima! ¡Eh, los de dentro! ¡Levantaos y huid!

—Es nuestro Bhagat el que grita —dijo la esposa del herrero—. Lo acompañan sus bestias. Reúne a los pequeños y da la señal de alarma.

La alarma fue extendiéndose de casa en casa, mientras las bestias, apretujadas en la angosta calleja, se agitaban y amontonaban alrededor del Bhagat y Sona resoplaba con impaciencia.

La gente salió corriendo a la calle, no habría más de setenta almas en total, y a la luz de las antorchas y teas vieron a su Bhagat sujetando al aterrorizado , mientras los monos tiraban desesperadamente de la túnica del hombre y Sona, sentándose sobre las patas traseras, lanzaba rugidos.

—¡Cruzad el valle y subid por la ladera opuesta! —gritó Purun Bhagat—. ¡Que nadie se rezague! ¡Nosotros os seguiremos!

Entonces la gente se puso a correr como sólo los habitantes de la montaña son capaces de correr, pues sabían que, al producirse un corrimiento de tierras, había que trepar hasta llegar al punto más alto del otro lado del valle. Huyeron despavoridos y cruzaron con gran chapoteo el riachuelo que corría por el fondo del valle y, jadeando, empezaron a escalar los campos escalonados del otro lado, mientras el Bhagat y sus hermanos les seguían los pasos. Trepaban y trepaban por la ladera de la montaña opuesta, llamándose unos a otros por sus nombres (igual que hacían al pasar lista en el poblado), mientras detrás de ellos el corpulento , soportando el peso del medio desfallecido Purun Bhagat, hacía un tremendo esfuerzo por no quedarse atrás. Por fin se detuvo el ciervo al llegar a un denso y oscuro bosque de pinos, ciento cincuenta metros ladera arriba. Su instinto, el mismo que le había advenido de la inminencia del corrimiento, le decía ahora que en aquel lugar estaría a salvo.

Purun Bhagat, a punto de desmayarse, se dejó caer al suelo junto al ciervo. La fría lluvia y la penosa escalada lo estaban matando, pero, antes de desplomarse, llamó hacia las antorchas que se veían desperdigadas por delante de donde estaban ellos dos:

—¡Deteneos y pasad lista! —Y seguidamente, al ver cómo las luces se arracimaban, susurró al oído del ciervo—: ¡Quédate a mi lado, hermano! ¡Quédate… hasta que… me vaya!

Se oyó en el aire un suspiro que se convirtió en un murmullo, un murmullo que creció hasta transformarse en un rugido y un rugido que era más fuerte de lo que el oído humano es capaz de resistir y la ladera donde se encontraban los habitantes del poblado recibió un fuerte golpe que la hizo estremecerse en la oscuridad. Luego una nota sostenida, grave y clara como el de un órgano, ahogó todos los demás ruidos durante unos cinco minutos, haciendo que las mismísimas raíces de los pinos temblasen al oírla. Después se apagó y el sonido de la lluvia cayendo sobre millas y millas de terreno endurecido y hierba dejó paso al apagado tamborileó de las gotas de agua al chocar con la blanda tierra. Las explicaciones estaban de sobra.

Ninguno de los habitantes del poblado, ni siquiera el sacerdote, se sintió lo bastante valiente para hablar con el Bhagat que les había salvado la vida a todos. Se agacharon al amparo de los pinos y se dispusieron a esperar que se hiciese de día. Cuando hubo suficiente luz, miraron hacia el otro lado del valle y vieron que lo que antes fuera un bosque, unos campos escalonados y unos pastizales cruzados por una red de senderos era ahora una mancha roja y sangrante, en forma de abanico, de la que colgaban unos cuantos árboles cabeza abajo. El mismo color rojo llegaba hasta muy alto en la ladera donde habían hallado refugio, alzando una especie de presa en el curso del riachuelo, cuyas aguas empezaban a formar un lago de aguas color ladrillo. No había ni rastro del poblado, de la carretera que llevaba a la capilla y del bosque que se alzaba antes detrás de esta. En una milla de ancho y más de seiscientos metros de fondo, formando una escarpada pared, la ladera de la montaña se había despegado materialmente del resto de esta, como arrancada de cuajo.

Y los del poblado, uno tras otro, cruzaron el bosque penosamente para rezar ante su Bhagat. Vieron al de pie al lado del hombre santo y el ciervo huyó al acercarse ellos. Oyeron el quejido de los en las ramas de los árboles y a Sona lamentándose más arriba de la ladera. Pero su Bhagat estaba muerto, sentado con las piernas cruzadas y la espalda contra un árbol, la muleta bajo el brazo y el rostro vuelto hacia el nordeste.

—Ved aquí un milagro tras otro —dijo el sacerdote—. ¡Pues es precisamente en esta postura como deben enterrarse todos los Así, pues, aquí mismo donde está levantaremos el templo en memoria de nuestro hombre santo.

El templo, una capillita de piedra y tierra, quedó terminado antes de que hubiese transcurrido un año y dieron a la montaña el nombre de la montaña del Bhagat y allí siguen acudiendo en nuestros días con luces, flores y ofrendas. Pero no saben que el santo al que rinden culto es el difunto ., el que otrora fuera primer ministro del progresista e ilustrado Estado de Mohiniwala, así como miembro honorífico o correspondiente de más sociedades ilustres y científicas de las que jamás harán algún bien en este mundo o en el otro.

Una canción de Kabir

Una canción de Kabir

¡Oh, ligero era el mundo que con sus manos sopesaba!

¡Oh, y pesada la cuenta de sus feudos y sus tierras!

Se ha marchado del guddee y ha vestido la mortaja,

partiendo disfrazado de bairagi confesado.

Ahora el blanco camino de Delhi es alfombra de sus pies,

del calor le protegen en el sal y el kikar.

Su hogar está en el campamento, el erial, la multitud,

y cual bairagi confesado va buscando su camino.

Ha contemplado al Hombre y sus ojos están limpios

(«Había Uno, hay Uno, y solo Uno», dijo Kabir).

La Roja Niebla de los Hechos en nube se ha quedado

y ha emprendido el camino del bairagi confesado.

Para aprender de su docta hermana tierra,

de su hermano el bruto y de su hermano el Dios,

del consejo se ha marchado vistiendo la mortaja

(«¿Podéis oírme?», dijo Kabir), bairagi confesado.

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