El libro de la selva / El segundo libro de la selva

La foca blanca

L

Duerme ya, pequeño mío, que la noche se acerca,

y verdes son las aguas que como esmeraldas brillaban.

La luna allá en lo alto trata de encontrarnos

descansando entre las olas del mar embravecido.

Donde ola con ola se encuentran, hallarás tú la almohada.

¡Descansa bien, mi pequeña foca!

No te despertará la tempestad ni te cogerá el tiburón.

Duerme arrullada por los brazos del mar.

Canción de cuna de las focas

Todas estas cosas sucedieron hace varios años en un lugar llamado Novastoshnah o Punta del Nordeste, en la isla de San Pablo, lejos, muy lejos, en el mar de Bering. Limmershin, el Reyezuelo Invernal, me contó esta historia cuando el viento lo arrojó contra el aparejo de un vapor que navegaba hacia el Japón y yo me lo llevé a mi camarote, donde lo tuve abrigado y alimentado un par de días hasta que de nuevo se sintió en condiciones de regresar volando a San Pablo. Limmershin es un pajarillo muy raro, pero sabe decir la verdad.

Nadie va a Novastoshnah a no ser que tenga que resolver algún negocio y los únicos seres que tienen negocios regulares allí son las focas. Durante los meses de verano acuden a cientos y cientos de miles a la isla, procedentes del mar frío y gris, pues la playa de Novastoshnah dispone del mejor alojamiento que en el mundo hay para las focas.

Gancho de Mar lo sabía y cada primavera, sin importar donde estuviese, nadaba veloz como una torpedera hacia Novastoshnah y se pasaba un mes peleándose con sus compañeras para encontrar un buen sitio en las rocas, lo más cerca posible del mar. Gancho de Mar tenía quince años y era una foca peluda, grande y gris, con una melena que le caía casi sobre el lomo y dientes amenazadores, largos como colmillos de perro. Cuando se apoyaba en las aletas delanteras y se erguía, se alzaba más de un metro sobre el suelo y su peso, si hubiese habido alguien lo bastante osado para pesarla, era de casi de setecientas libras. Llevaba el cuerpo entero cubierto de cicatrices, fruto de salvajes combates, pero siempre estaba dispuesta a entablar una pelea más. Echaba la cabeza a un lado, como si le diera miedo mirar a su enemigo cara a cara. Luego saltaba con la rapidez de un rayo y cuando sus grandes dientes se hallaban clavados en el cuello de la otra foca, esta tal vez se escapaba si podía, pero no porque Gancho de Mar la ayudase.

Pese a todo, Gancho de Mar nunca cazaba a una foca herida, pues eso iba contra las Reglas de la Playa. Lo único que quería era un lugar junto al mar, para sus crías. Pero como cada primavera había otras cuarenta o cincuenta mil focas que buscaban lo mismo, en la playa se armaba un tremendo barullo de silbidos, mugidos, rugidos y golpes.

Desde una pequeña colina llamada la Colina de Hutchinson se divisaban más de tres millas y media de terreno cubierto de focas que luchaban, al tiempo que el lugar donde las olas rompían sobre la playa se encontraba lleno de focas que velozmente acudían a cumplir con la parte que les tocaba en la lucha. Luchaban en los rompientes, luchaban en la arena y luchaban en las suaves rocas de basalto donde dejaban a sus crías, pues eran tan estúpidas e intransigentes como los hombres. Sus esposas jamás llegaban a la isla hasta fines de mayo o principios de junio, pues no les hacía ninguna gracia la posibilidad de que las despedazasen, y las jóvenes focas de dos, tres y cuatro años, las que aún no se encargaban de las labores domésticas, se adentraban como media milla entre las filas de las que luchaban y a bandadas y legiones se ponían a jugar en las dunas de arena y a dar buena cuenta de todo lo verde que por allí creciera. Las llamaban (los solteros) y solo en Novastoshnah habría tal vez dos o trescientos mil.

Una primavera, Gancho de Mar acababa de terminar el combate que hacía el número cuarenta y cinco de los que había librado, cuando Matkah, su esposa de piel suave, cuerpo esbelto y mirar dulce, surgió del mar y él, agarrándola por la nuca, la dejó caer en la roca que tenía reservada, mientras con voz enojada le decía:

—Tarde como siempre. ¿Se puede saber dónde has estado?

Gancho de Mar tenía la costumbre de no comer nada durante los cuatro meses que pasaba en las playas, por lo que generalmente estaba de mal humor. Matkah sabía que era mejor no contestar. Miró a su alrededor y con voz arrulladora dijo:

—¡Qué bien pensado! Has vuelto a tomar el sitio de costumbre.

—¡Vaya si lo he hecho! —dijo Gancho de Mar—. ¡Mírame!

Sangraba por veinte sitios a causa de los arañazos, apenas veía con un ojo y la piel de los costados le colgaba a tiras.

—¡Hombres, hombres! —exclamó Matkah, abanicándose con la aleta posterior—. ¿Por qué no sois sensatos y os repartís los sitios tranquilamente? Al verte se diría que has luchado contra la Ballena Asesina.

—No he hecho otra cosa que luchar desde mediados de mayo. Esta temporada la playa está demasiado concurrida. Es un asco. Al menos me he encontrado con cien focas de la playa de Lukannon que andaban buscando casa. ¿Por qué la gente no se queda en su lugar?

—A veces pienso que seríamos mucho más felices si nos mudásemos a la isla de Otter en lugar de venir a este lugar tan lleno de gente —dijo Matkah.

—¡Bah! Solo los van a la isla de Otter. Si fuéramos allí, dirían que teníamos miedo. Hay que guardar las apariencias, querida mía.

Gancho de Mar hundió la cabeza con orgullo entre sus gruesas espaldas y fingió dormir durante unos minutos, aunque en ningún momento dejó de estar ojo avizor por si se entablaba alguna pelea por allí cerca. Ahora que todas las focas y sus esposas estaban ya en tierra, el barullo que armaban era tal que se oía desde varias millas mar adentro, pues era incluso más fuerte que el fragor de las más espantosas tempestades. Contando por lo bajo, habría más de un millón de focas en la playa: focas viejas, focas madres, focas recién nacidas y , peleándose, riñendo, balando, arrastrándose y jugando unas con otras, bajando hasta el mar y regresando en cuadrillas y regimientos, cubriendo cada palmo del terreno hasta allí donde alcanzaba la vista, librando escaramuzas entre la niebla. Casi siempre hay niebla en Novastoshnah, salvo las veces en que sale el sol y su luz, durante un rato, lo baña todo con el alegre color del arco iris.

Kotick, el bebé de Matkah, nació en medio de aquella confusión. Era todo cabeza y espaldas, con ojos acuosos de color azul pálido, como deben ser todas las focas recién nacidas. Pero tenía algo en la piel que hizo que su madre lo observase atentamente.

—Gancho de Mar —dijo finalmente—, ¡nuestro bebé será blanco!

—¡Conchas vacías y algas secas! —exclamó Gancho de Mar—. Jamás ha existido una foca blanca en el mundo.

—No puedo remediarlo —dijo Matkah—. Ahora la habrá.

Y se puso a cantar por lo bajo la canción de cuna que todas las focas madre cantan a sus bebés:

No debes nadar hasta que tengas seis semanas,

o se te irá la cabeza a la cola.

Y las tempestades de verano y las ballenas asesinas

son malas para las focas pequeñitas.

Son malas para las focas pequeñitas, ratita mía,

tan malas como malas pueden ser.

Pero nada y hazte fuerte,

que entonces nada malo te pasará,

¡Hijo del Mar Abierto!

Huelga decir que al principio el pequeño no entendía las palabras de la canción. Nadaba y jugaba al lado de su madre y aprendió a escabullirse cuando su padre se peleaba con otra foca y los dos, rugiendo como leones, rodaban por las rocas resbaladizas. Matkah solía recoger del mar las cosas que comían, y no alimentaba al bebé más de una vez cada dos días, aunque entonces comía cuanto podía y así iba engordando.

La primera cosa que hizo fue arrastrarse tierra adentro y allí encontró decenas de miles de bebés de su misma edad, y jugaron juntos como perritos, dormían sobre la arena limpia y después volvían a jugar.

Los mayores del vivero no se fijaban en ellos y los no salían de su propio terreno, por lo que los pequeños podían jugar a sus anchas.

Cuando Matkah regresaba de pescar en alta mar se dirigía directamente al sitio donde jugaban los pequeños y llamaba al suyo del mismo modo que la oveja llama a sus corderitos. Luego se quedaba esperando a que Kotick contestase con sus balidos. Entonces tomaba el camino más recto para llegar a él y con sus aletas delanteras iba derribando a los jovenzuelos que se cruzaban en su camino. Había siempre varios centenares de madres buscando a sus pequeños allí donde estos jugaban con gran animación. Pero, como dijo Matkah a Kotick:

—Mientras no te metas en aguas fangosas y te ensucies, ni te entre arena en algún corte o arañazo y mientras no se te ocurra nadar estando el mar muy movido, nada malo te pasará aquí.

Las focas pequeñas saben nadar tan poco como los niños pequeños, pero se sienten desgraciadas hasta que aprenden. La primera vez que Kotick bajó al mar, una ola se lo llevó hasta un sitio donde perdió pie y su enorme cabeza se hundió, al tiempo que se le alzaban en el aire las aletas posteriores, exactamente como su madre le había dicho en la canción. Si la siguiente ola no lo hubiese arrojado de nuevo a la playa, habría perecido ahogado.

Después de eso aprendió a quedarse tumbado en las balsas que había en la playa y dejar que las olas lo cubrieran y levantasen mientras él chapoteaba, atento siempre a si venía una ola grande que pudiera hacerle daño. Tardó dos semanas en aprender a valerse de las aletas y durante todo ese tiempo entraba y salía torpemente del agua, tosiendo y gruñendo, y se arrastraba por la arena hasta encontrar un sitio donde pudiera descabezar un sueñecito. Luego volvía a meterse en el agua y así siguió hasta que en ella se encontró en su elemento.

Ya os podéis figurar lo bien que se lo pasaba entonces con sus compañeros, zambulléndose debajo de las olas o montando en sus crestas y poniendo los pies en tierra con gran chapoteo cuando la gran ola rompía sobre la playa. A veces se erguía sobre la cola y se rascaba la cabeza como hacían las personas mayores, o jugaba al «Yo soy el rey del castillo» en las rocas resbaladizas y cubiertas de algas que surgían a flor de agua. De vez en cuando veía una aleta fina como la de un tiburón de gran tamaño que surcaba las aguas a poca distancia de la costa y entonces sabía que rondaba por allí la Ballena Asesina. La orca que se come a las focas jóvenes cuando logra atraparlas. Kotick salía disparado como una flecha hacia la playa, mientras la aleta variaba lentamente su rumbo, como si no estuviera buscando nada en particular.

A finales de octubre las focas empezaron a marcharse de San Pablo para dirigirse a alta mar. Abandonaban la isla por tribus y familias y ya no hubo más peleas por encontrar alojamiento. Los , por su parte, jugaban donde les apetecía.

—El próximo año —le dijo Matkah a Kotick—, serás ya un . Pero este año debes aprender cómo se atrapan los peces.

Juntos se fueron a través del Pacífico y Matkah le enseñó a Kotick a dormir panza arriba, con las aletas pegadas a los costados y la naricilla sobresaliendo apenas de la superficie. Ninguna cuna es tan cómoda como las largas olas del Pacífico. Cuando Kotick sintió un cosquilleo por toda la piel, Matkah le dijo que era porque empezaba a «comprender a las aguas» y que aquella sensación significaba que iban a tener mal tiempo y que debían nadar a toda prisa para alejarse de allí.

—Dentro de poco —dijo— sabrás hacia dónde tienes que nadar, pero de momento seguiremos a Cerdo de Mar, la Marsopa, que es muy sabio.

Una manada de marposas nadaban y se zambullían por allí cerca y el pequeño Kotick las siguió tan aprisa como pudo.

—¿Cómo se sabe adónde hay que ir? —preguntó, jadeando.

La marsopa que nadaba a la cabeza de las demás puso los ojos en blanco y sumergió la cabeza.

—Siento un hormigueo en la cola, pequeño —dijo—. Eso quiere decir que se avecina una tempestad. ¡Vamos! Cuando estás al sur de las Aguas Pegajosas (se refería al Ecuador) y sientes cosquillas en la cola, es que hay una tormenta delante de ti y debes encaminarte hacia el norte. ¡Vamos! No se está bien en estas aguas.

Esta fue una de las muchísimas cosas que aprendió Kotick, que siempre estaba aprendiendo algo. Matkah le enseñó a seguir a los bacalaos y las platijas por los bancos submarinos, a arrancar a los peces de roca de sus guaridas entre las algas, a esquivar los restos de naufragio que yacían a cien brazas por debajo de la superficie, a entrar con la rapidez de una bala de rifle por una porta y a salir por otra igual que hacían los peces. Le enseñó también a bailar sobre la cresta de las olas mientras los relámpagos rasgaban el firmamento entero, a mover las aletas para saludar cortésmente al albatros de cola achatada y al halcón marino o buque de guerra que volaban con el viento a favor, a saltar más de un metro sobre el agua, como hacían los delfines, con las aletas pegadas al costado y la cola encorvada, a no hacer caso de los peces voladores porque eran todo espinas, a arrancarles un trozo de espalda a los bacalaos que pasaban nadando velozmente a diez brazas de profundidad y a no detenerse nunca para mirar a un buque o cualquier otra embarcación, especialmente si era de remos. Al cabo de seis meses, lo que Kotick ignorase acerca de la pesca en alta mar era porque no valía la pena saberlo. Durante todo aquel tiempo jamás puso aleta en tierra firme.

Un día, sin embargo, mientras yacía medio dormido en las cálidas aguas próximas a la isla de Juan Fernández, se sintió invadido de pronto por una sensación de debilidad y pereza, como la que sienten los seres humanos cuando la primavera está cerca, y se acordó de las hermosas playas de Novastoshnah a siete mil millas de allí, de los juegos de sus compañeros, del olor de las algas, del rugir de las focas y de las peleas. Sin perder un segundo puso rumbo hacia el norte y empezó a nadar sin detenerse, encontrándose de vez en cuando con compañeros suyos que en grupo se dirigían al mismo sitio y lo saludaban diciendo:

—¡Hola, Kotick! Este año somos todos y podemos bailar la Danza del Fuego en los rompientes de Lukannon y jugar sobre la hierba recién salida. Pero ¿de dónde has sacado esa piel?

La piel de Kotick era ya casi blanca del todo y él, aunque estaba muy orgulloso de que así fuera, se limitaba a decir:

—¡Nadad aprisa! Me duelen los huesos de ganas de tocar tierra.

Y así todos llegaron a las playas donde habían nacido y oyeron luchar en medio de la niebla a las focas mayores, sus padres.

Aquella noche Kotick bailó la Danza del Fuego con las focas de un añito. En las noches de verano el mar, desde Novastoshnah hasta Lukannon, está lleno de fuego y las focas dejan una estela como de aceite ardiendo y al zambullirse se ve un resplandor llameante, y las olas se rompen formando grandes remolinos y trazos fosforescentes. Luego se adentraron en la isla camino de los sitios donde jugaban los , y se revolcaron por el trigo silvestre y se contaron historias sobre lo que habían hecho mientras se hallaban en el mar. Hablaban del Pacífico del mismo modo que unos chicos hablarían del bosque donde habían estado cogiendo nueces, y si alguien hubiese podido comprender lo que decían, habría hecho una carta de navegación como jamás ha existido. Los de tres y cuatro años bajaron corriendo y retozando de la Colina de Hutchinson, gritando:

—¡Apartaos, pequeños! El mar es profundo y aún no sabéis lo que hay en él. Esperad a haber doblado el cabo de Hornos. ¡Eh, tú, pequeñajo! ¿De dónde has sacado esa piel blanca?

—No la saqué de ningún sitio —repuso Kotick—. Me salió así.

Y justo en el momento en que se disponía a arrollar a su interlocutor, un par de hombres de pelo negro y cara rojiza y chata salieron de detrás de una duna de arena y Kotick, que nunca había visto un hombre, tosió y agachó la cabeza. Los se limitaron a correr unos cuantos metros más y luego se sentaron y se quedaron mirándolo estúpidamente. Los hombres eran nada menos que Kerick Booterin, el jefe de los cazadores de focas de la isla, y Patalamon, su hijo. Venían del pueblecito situado a menos de media milla del sitio donde se reunían las focas y estaban decidiendo cuáles serían las focas que se llevarían al matadero (a las focas las llevan en rebaño igual que a los corderos) para convertirlas más adelante en chaquetas de piel de foca.

—¡Oh! —exclamó Patalamon—. ¡Mira! ¡Una foca blanca!

A Kerick Booterin le faltó poco para quedarse blanco debajo de la capa de grasa y humo que le cubría el rostro, pues era oriundo de las islas Aleutianas, cuyos habitantes no son gente limpia. Seguidamente se puso a musitar una plegaria.

—No la toques, Patalamon. Nunca ha habido una foca blanca desde… desde que nací. Puede que sea el fantasma del viejo Zaharrof, el que se perdió el año pasado durante aquella tremenda tempestad.

—No pienso acercarme a ella. Trae mala suerte —dijo Patalamon—. ¿Crees de veras que se trata del viejo Zaharrof que vuelve? Todavía le debo unos huevos de gaviota.

—No la mires —dijo Kerick—. Llévate aquella bandada de focas de cuatro años. Los hombres deberían despellejar doscientas focas hoy, aunque estamos a principios de temporada y aún no han aprendido el oficio. Bastará con un centenar. ¡Date prisa!

Patalamon hizo sonar un par de huesos de foca ante una manada de que, al oírlo, se pararon en seco y empezaron a resoplar. Entonces se acercó a ellas, las focas reemprendieron la marcha y Kerick las desvió hacia el interior de la isla, sin que los animales hicieran el menor esfuerzo por regresar junto a sus compañeras. Centenares y centenares de miles de focas contemplaron cómo se llevaban a sus congéneres y luego siguieron jugando tranquilamente. Kotick fue el único que hizo preguntas, aunque ninguno de sus compañeros fue capaz de contestarlas. Lo único que supieron decirle fue que cada año, durante seis semanas o un par de meses, los hombres se llevaban grupos de focas de aquella manera.

—Voy a seguirlas —dijo.

Los ojos casi se le salían de las órbitas mientras iba de un lado a otro siguiendo las huellas del rebaño.

—¡La foca blanca nos viene siguiendo! —exclamó Patalamon—. Es la primera vez que una foca viene sola al matadero.

—¡Chist! ¡No mires atrás! —dijo Kerick—. ¡Seguro que es el fantasma de Zaharrof! Tengo que hablar de esto con el sacerdote.

La distancia hasta el matadero era solo de media milla, pero tardaron una hora en recorrerla, ya que Kerick sabía que, si las focas corrían demasiado, se acalorarían y luego, al despellejarlas, la piel se les caería en pedazos. Así que avanzaron lentamente, pasando por la Garganta del León Marino y la Casa de Webster, hasta llegar a la Casa de la Sal adonde no llegaban las miradas de las focas que estaban en la playa. Kotick los siguió, jadeando y lleno de curiosidad. Creía encontrarse en el fin del mundo, aunque el rugido de las focas de la playa sonaba tras él con la misma fuerza que el estruendo de un tren al atravesar un túnel. Luego Kerick se sentó en el musgo, sacó un pesado reloj del bolsillo y durante treinta minutos dejó que las focas se enfriasen. Kotick podía oír cómo de la visera de su gorra caían al suelo las gotas de humedad de la niebla. Luego aparecieron diez o doce hombres armados con garrotes forrados de hierro y Kerick les señaló una o dos focas que habían sido mordidas por las demás o estaban demasiado acaloradas. Los hombres las apartaron de las demás a puntapiés, con sus pesadas botas hechas con piel de garganta de morsa, y entonces Kerick exclamó:

—¡Empezad ya!

Los hombres empezaron a descargar golpes en las cabezas de las focas con toda la rapidez de que eran capaces.

Al cabo de diez minutos, el pequeño Kotick ya no era capaz de reconocer a sus amigos, pues les arrancaron la piel desde el hocico hasta las aletas posteriores y la arrojaron al suelo.

Kotick tuvo suficiente con eso. Dio media vuelta y galopando (la foca puede galopar muy velozmente durante breve tiempo) regresó al mar, con sus mostachos recién salidos erizados de espanto. Al llegar a la Garganta del León Marino, que era el sitio junto al mar donde se sentaban los grandes leones marinos, se arrojó de cabeza a las frías aguas y se quedó flotando en el mar, horrorizado y boqueando.

—¿Qué pasa? —le preguntó un león marino con cara de pocos amigos, pues, por regla general, los leones marinos no se mezclan con los demás seres.

— (¡Estoy solo, muy solo!) —exclamó Kotick—. ¡Están matando a todos los de todas las playas!

El león marino volvió la cabeza hacia tierra.

—¡Tonterías! —dijo—. Tus amigos están en la playa, armando tanto ruido como siempre. Lo que has visto habrá sido el viejo Kerick llevándose unas cuantas. Lo viene haciendo desde hace treinta años.

—Es horrible —dijo Kotick, cuando al ver venir una ola y tratando de recuperar luego el equilibrio con un par de aletazos que lo dejaron a pocos centímetros de una roca de cortante filo.

—¡Bien hecho para tratarse de un pequeño! —exclamó el león marino, que sabía reconocer las proezas natatorias—. Supongo que es bastante desagradable viéndolo desde tu punto de vista. Pero si vosotras las focas venís aquí un año tras otro, inevitablemente los hombres se enteran y, a menos que encontréis una isla en la que el hombre jamás ponga los pies, se llevarán unas cuantas de vosotras.

—¿No hay ninguna isla como esa de que hablas? —preguntó Kotick.

—He seguido a las (las platijas) durante veinte años y aún no puedo decir que la haya encontrado. Pero escucha, ya que al parecer te gusta hablar con tus mayores, ¿y si fueras a la Isleta de la Morsa y hablases con Bruja de Mar? Puede que sepa algo. No corras tanto, que al menos hay seis millas. Yo en tu lugar descabezaría un sueñecito antes de ponerme en marcha, pequeño.

A Kotick le pareció un buen consejo, así que regresó nadando a su playa, saltó a tierra y durmió media hora, temblando de pies a cabeza, como suelen hacer las focas. Luego puso rumbo a la Isleta de la Morsa, que era una pequeña extensión de roca situada al nordeste de Novastoshnah y en la que no había más que rocas y nidos de gaviotas y a la que solamente acudían las morsas.

Salió del agua cerca de donde estaba Bruja de Mar, la morsa del Pacífico Norte, corpulenta, fea, hinchada, llena de granos, de cuello macizo y largos colmillos, que solo tiene buenos modales cuando duerme. Precisamente en aquel momento estaba durmiendo, con las aletas posteriores medio sumergidas en el agua.

—¡Despierta! —ladró Kotick, pues las gaviotas estaban haciendo mucho ruido.

—¡Ja! ¡Jo! ¡Hum! ¿Qué pasa? —dijo Bruja de Mar, golpeando a la morsa de al lado con sus colmillos y esta, despertando, golpeando a su vecina y esta a la siguiente y así hasta que todas despertaron y se quedaron mirando a todos lados menos a donde debían mirar.

—¡Eh! ¡Soy yo! —dijo Kotick, columpiándose donde el oleaje rompía en la playa. Parecía una babosilla blanca.

—¡Caramba! ¡Que me despellejen! —exclamó Bruja de Mar, mientras todas las demás miraban a Kotick del mismo modo que los venerables socios de un club habrían mirado a un chiquillo que los hubiese despertado bruscamente.

En aquellos momentos Kotick no estaba para oír hablar de despellejar, pues ya había visto bastante, así que preguntó:

—¿Hay algún lugar adonde puedan ir las focas sin que los hombres las sigan?

—Búscalo tú misma —contestó Bruja de Mar, cerrando los ojos—. Vete de aquí, que estamos ocupadas.

Kotick hizo su salto de delfín en el aire y gritó tan fuerte como pudo:

—¡Comealmejas! ¡Comealmejas!

Sabía que Bruja de Mar jamás en la vida había atrapado un pez y se alimentaba de las almejas y algas que arrancaba de las rocas, aunque fingía ser un personaje de lo más terrible. Naturalmente, los y , las gaviotas burgomaestres, los y los frailecillos, que siempre están esperando la oportunidad de molestar a los demás, corearon el grito de Kotick y, según me contó Limmershin, durante casi cinco minutos en la Isleta de la Morsa habría sido imposible oír un cañonazo, pues toda la población del lugar chillaba y gritaba:

—¡Comealmejas! (¡Viejo!)

Y mientras tanto, Bruja de Mar iba de un lado a otro gruñendo y tosiendo.

—¿Me lo vas a decir ahora? —dijo Kotick, ya sin aliento.

—Ve y pregúntaselo a Vaca Marina —dijo Bruja de Mar—. Si todavía vive, ella podrá decírtelo.

—¿Cómo reconoceré a Vaca Marina cuando la encuentre? —preguntó Kotick, empezando ya a alejarse.

—Es el único ser del mar que es más feo que Bruja de Mar —chilló una gaviota burgomaestre que pasó volando por debajo de las narices de Bruja de Mar—. ¡Más feo y con peores modales!

Kotick regresó nadando a Novastoshnah, dejando atrás los chillidos de las gaviotas. Al llegar, se encontró con que nadie simpatizaba con sus modestos intentos de descubrir un lugar tranquilo para las focas. Le dijeron que los hombres siempre se habían llevado a los , que era una cosa normal y que, si no le gustaba ver cosas desagradables, habría hecho mejor no yendo al matadero. Pero ninguna de las otras focas había presenciado la matanza. Esa era la diferencia entre Kotick y sus amigas. Además, Kotick era una foca blanca.

—Lo que tienes que hacer —dijo el viejo Gancho de Mar después de oír las aventuras de su hijo— es crecer hasta convertirte en una foca tan grande como tu padre y tener un lugar en la playa. Entonces te dejarán en paz. Dentro de cinco años ya tendrás que ser capaz de luchar por ti mismo.

Incluso la bondadosa Matkah, su madre, dijo:

—Nunca conseguirás que acaben las matanzas. Vete a jugar en el mar, Kotick.

Kotick se marchó y bailó la Danza del Fuego con un tremendo peso en su pequeño corazón.

Aquel otoño se marchó de la playa lo antes posible y se marchó solo debido a una idea que se le había metido en la cabecita. Pensaba encontrar a Vaca Marina, si es que tal ser existía en el mar, y pensaba encontrar también una isla tranquila, con buenas playas para las focas, donde los hombres no pudieran atraparlas. Así, pues, exploró incansablemente el Pacífico Norte y el Pacífico Sur, llegando a nadar hasta trescientas millas en un solo día con la correspondiente noche. Corrió más aventuras de las que os puedo narrar aquí y por un pelo escapó de las fauces del tiburón gigante y del tiburón moteado, así como del pez martillo, y se cruzó con todos los malvados rufianes que pululan por los mares y también con los peces bien educados y las veneras de manchas rojas que se pasan cientos de años amarradas al mismo sitio y se enorgullecen mucho de ello. Pero nunca dio con Vaca Marina y jamás encontró una isla que le gustase.

Si la playa era buena y segura, con una pendiente en la que pudieran jugar las focas, siempre se veía en el horizonte el humo de un buque ballenero que estaba fundiendo la grasa de ballena, y Kotick sabía qué quería decir eso. Otras veces había rastros de que las focas habían visitado la isla anteriormente y las habían matado, y Kotick sabía que los hombres volvían siempre a donde ya habían estado una vez.

Un día encontró un albatros de cola achatada que le dijo que la isla de Kerguelen era el lugar más indicado para gozar de paz y tranquilidad, y cuando Kotick se dirigió allí estuvo a punto de morir despedazado contra unos traicioneros arrecifes negros durante una fuerte tormenta de aguanieve con gran aparato de rayos y truenos. Pero, incluso cuando luchaba contra la tempestad, pudo ver que el lugar ya había sido frecuentado por las focas. Y lo mismo le sucedió en todas las demás islas que visitó.

Limmershin le dio una larga lista de islas, pues, según dijo, Kotick estuvo explorando los mares durante cinco temporadas, tomándose cada año cuatro meses de descanso en Novastoshnah, donde los se burlaban de él y de sus islas imaginarias. Se fue a las Galápagos, un lugar seco y horroroso situado en el Ecuador, y estuvo a punto de morir abrasado allí. Estuvo también en las islas Georgia, las Orcadas del Sur, la Esmeralda, la del Pequeño Ruiseñor, la de Gough, la de Bouvet, las Crosset e incluso una minúscula isla, apenas una salpicadura de roca, situada al sur del cabo de Buena Esperanza. Pero en todas partes el Pueblo del Mar le decía lo mismo. Las focas habían estado en aquellas islas hacía ya tiempo, pero los hombres las habían exterminando a todas. Incluso cuando abandonó el Pacífico y se adentró muchísimas millas en otros mares, llegando a un lugar llamado cabo Corrientes (eso fue cuando regresaba de la isla de Gough), encontró a unos cuantos centenares de focas sarnosas en una roca y le dijeron que los hombres visitaban también aquel lugar.

La noticia casi le partió el corazón. Se dispuso a doblar el cabo de Hornos para regresar a sus propias playas. Durante el camino hacia el norte desembarcó en una isla llena de árboles verdes en la que encontró una foca muy, muy vieja que estaba agonizando. Kotick pescó peces para ella y le contó sus penas.

—Ahora —dijo Kotick— voy de regreso a Novastoshnah y ya me da lo mismo que se me lleven al matadero junto con los .

—Prueba una vez más —dijo la foca vieja—. Yo soy la última de la Tribu Perdida de las Masafuera y en los lejanos tiempos en que los hombres nos mataban a cientos de miles corría por las playas una historia según la cual algún día una foca blanca vendría del norte y conduciría el Pueblo de las Focas a un lugar tranquilo. Ya soy vieja y no viviré para ver ese día, pero otras lo verán. Prueba una vez más.

Kotick, enroscándose el bigote (que era muy bonito), dijo:

—Soy la única foca blanca que ha nacido en las playas y la única foca, blanca o negra, a la que se le haya ocurrido buscar islas nuevas.

Eso le dio muchos ánimos y aquel verano, al regresar a Novastoshnah, Matkah, su madre, le suplicó que se casara y sentase la cabeza, pues ya no era un , sino un Gancho de Mar hecho y derecho, con una rizada melena blanca sobre los hombros, tan recia, grande y fiera como su padre.

—Dame una temporada más —dijo Kotick—. Recuerda madre, que es siempre la séptima ola la que llega más lejos playa adentro.

Por curioso que parezca, había otra foca que decidió aplazar su boda hasta el año siguiente y Kotick, la noche antes de emprender su última exploración, bailó con ella la Danza del Fuego por toda la playa de Lukannon.

Esta vez se dirigió hacia el oeste, ya que había encontrado el rastro de un gran banco de platijas y necesitaba como mínimo cien libras de pescado al día para estar en forma. Las persiguió hasta cansarse y entonces, acurrucándose, se durmió en una de las hondonadas que la resaca deja cerca de la isla del Cobre. Conocía la costa perfectamente, así que alrededor de la medianoche, cuando el mar lo depositó suavemente en un lecho de algas, dijo:

—¡Hum! La marea tiene fuerza esta noche.

Y, dando media vuelta debajo del agua, abrió lentamente los ojos y se desperezó. Enseguida pegó un salto, pues vio unas cosas muy grandes que andaban husmeando las aguas poco profundas y registrando los espesos matorrales de algas.

«¡Por las grandes olas del Magallanes! —dijo para sí—. ¿Quién diablos es esta gente?».

No se parecían a las morsas, leones marinos, focas, osos, ballenas, tiburones, peces, pulpos o conchas que Kotick hubiese visto jamás. Medían de seis a nueve metros de largo y no tenían aletas posteriores, sino que lucían una cola en forma de pala que parecía haber sido tallada en cuero mojado. Sus cabezas eran lo más estúpido que jamás se haya visto y, cuando no estaban comiendo algas, se sostenían de pie sobre la cola y se saludaban solemnemente agitando las aletas delanteras como un hombre que agitase los brazos.

—¡Ejem! —exclamó Kotick—. ¿Buena pesca, caballeros?

Los enormes seres le contestaron con reverencias y agitando las aletas igual que Frog-Footman. Cuando de nuevo se pusieron a comer, Kotick observó que tenían el labio superior dividido en dos partes que podían separar unos treinta centímetros para luego volver a juntar con todo un cargamento de algas en medio. Se metían las algas en la boca y las masticaban con mucha solemnidad.

—¡Qué forma más grosera de comer! —dijo Kotick.

Volvieron a hacerle una reverencia y Kotick empezó a encolerizarse.

—Muy bien —dijo—. Si casualmente tenéis una pieza más que los demás en las aletas delanteras, no hace falta que la ostentéis tanto. Ya veo que hacéis unas reverencias muy finas, pero lo que me gustaría saber es cómo os llamáis.

Los hendidos labios se movieron convulsivamente, los vidriosos ojos verdes lo miraron fijamente, pero no dijeron ni palabra.

—¡Caramba! —exclamó Kotick—. De toda la gente que he conocido, sois la única que es más fea que Bruja de Mar y que tiene peores modales.

Recordó entonces súbitamente lo que la gaviota burgomaestre le había indicado chillando cuando era una foquita allá en la Isleta de la Morsa y, al recordarlo, cayó de espaldas, pues comprendió que por fin había encontrado a la Vaca Marina.

Las vacas marinas siguieron masticando ruidosamente las algas. Kotick les hizo preguntas en todos los idiomas que había aprendido en el curso de sus viajes: el Pueblo del Mar habla casi tantas lenguas como los seres humanos. Pero la Vaca Marina no le contestó porque la Vaca Marina no sabe hablar. Tiene solamente seis huesos en la parte del cuello donde debería tener siete, y la gente que vive bajo el mar dice que eso les impide hablar incluso a sus congéneres. Pero, como sabéis, tiene una pieza más en las aletas delanteras y, agitándola arriba, abajo y de uno a otro lado, se expresa mediante una especie de tosco código telegráfico.

Al hacerse de día, Kotick tenía la melena de punta y su paciencia había ido a parar a donde van los cangrejos muertos. Entonces, con mucha calma, la Vaca Marina empezó a moverse hacia el norte, parándose de vez en cuando para celebrar absurdos consejos en los que todas se hacían reverencias. Kotick, que las iba siguiendo, se decía a sí mismo:

«A una gente tan idiota como esta la habrían matado hace ya mucho tiempo si no hubiese encontrado una isla segura y lo que es bastante bueno para la Vaca Marina lo es también para Gancho de Mar. De todos modos, preferiría que se dieran prisa».

El viaje resultó muy pesado para Kotick. La manada nunca hacía más de cuarenta o cincuenta millas al día y de noche se paraba para comer, aparte de que nunca se separaba mucho de la costa. Kotick, mientras, nadaba a su alrededor, por encima y por debajo de ellas, pero sin lograr que adelantasen media milla más de lo habitual. A medida que se alejaban más hacia el norte, celebraban uno de sus consejos cada dos por tres y Kotick casi se quedó sin bigotes a causa de los mordiscos que le hacía dar la impaciencia, hasta que vio que seguían una corriente de aguas cálidas y entonces sintió más respeto por ellas.

Una noche se hundieron en las aguas brillantes (se hundieron como piedras) y, por primera vez desde que las conocía, se pusieron a nadar velozmente. Kotick las siguió y se sorprendió al ver lo deprisa que iban, pues nunca las había considerado gran cosa como nadadoras. Se encaminaron hacia un acantilado cercano a la playa, un acantilado que se hundía en las aguas profundas, y se zambulleron en un agujero oscuro que había al pie del mismo, hasta llegar a unas veinte brazas por debajo de la superficie. Nadaron mucho rato y Kotick necesitaba desesperadamente respirar aire fresco cuando hubieron cruzado el oscuro túnel.

—¡Cáspita! —exclamó cuando, boqueando y resoplando, salió a aguas abiertas por el otro extremo—. Qué zambullida más larga, aunque haya valido la pena.

Las vacas marinas se habían dispersado y curioseaban perezosamente los bordes de las playas más hermosas que jamás viera Kotick. Había largas extensiones, millas y millas, de roca pulida por la erosión que parecía hecha especialmente para poner en ella las crías, y había también zonas de arena firme, formando pendiente detrás de las rocas, que resultaban ideales como campo de juegos. Vio olas perfectas para que las focas bailasen en ellas, hierba muy crecida para revolcarse, dunas de arena para subir y bajar por ellas y, lo mejor de todo fue que, por la sensación que le dio el agua, que nunca engaña a un verdadero Gancho de Mar, Kotick comprendió que ningún hombre había hollado jamás aquel sitio.

Lo primero que hizo fue asegurarse de que la pesca fuese buena y luego nadó a lo largo de las playas, contando las deliciosas islas de arena medio ocultas por la hermosa niebla. A lo lejos, mar adentro en dirección al norte, se divisaba una línea de rocas y bajíos que nunca permitirían la entrada de un buque a menos de seis millas de la playa, y entre las islas y tierra firme había una extensión de aguas profundas que llegaba hasta los arrecifes perpendiculares, debajo de los cuales, en alguna parte, estaba la entrada del túnel.

—Esto es como Novastoshnah, solo que diez veces mejor —dijo Kotick—. Vaca Marina debe de ser más sabia de lo que me figuraba. Los hombres, suponiendo que los hubiera, no podrían bajar por el acantilado y cualquier barco quedaría hecho astillas si tratase de sortear los bajíos que hay por el lado del mar. Si hay en el mar algún lugar seguro, es este.

Empezó a pensar en la foca que había dejado atrás, pero, aunque tenía mucha prisa por regresar a Novastoshnah, exploró a fondo aquel país nuevo, para poder contestar a todas las preguntas que le hiciesen.

Después se zambulló, comprobó la situación de la entrada del túnel y seguidamente se dirigió velozmente hacia el sur. Nadie salvo una vaca marina o una foca habría soñado que existía un lugar semejante y al mismo Kotick, al volver la vista hacia atrás y ver los acantilados, le costaba trabajo creer que había estado debajo de ellos.

Tardó seis días en regresar a casa, pese a que no nadaba despacio. Cuando tocó tierra, justo encima de la Garganta del León Marino, la primera persona a la que encontró fue a la foca, que lo había estado esperando y que, al ver la expresión de sus ojos, comprendió que por fin había dado con la isla.

Pero los y Gancho de Mar, su padre, así como todas las demás focas, se rieron de él cuando les contó lo que había descubierto, y una foca joven, que tendría más o menos su misma edad, dijo:

—Todo esto está muy bien, Kotick. Pero no puedes venir aquí de no sabemos dónde y, sin más, ordenarnos que nos vayamos. Recuerda que hemos luchado por conquistar nuestros lugares, cosa que tú no has hecho. Preferías pasarte el tiempo fisgando en el mar.

Las otras focas se rieron al oír eso y la que acababa de decirlo se puso a mover la cabeza de un lado a otro. Se había casado aquel mismo año y se daba demasiados aires.

—Yo no tengo que luchar por ningún vivero —dijo Kotick—. Lo único que quiero es mostraros a todas un lugar en el que estaréis a salvo. ¿De qué sirve luchar?

—Oh, si lo que pretendes es echarte atrás, entonces, claro, nada más tengo que decir —contestó la foca joven, soltando una risita desagradable.

—¿Vendrás conmigo si te gano? —preguntó Kutick, en cuyos ojos brilló una luz verde, pues estaba furioso por tener que luchar.

—Muy bien —dijo la foca joven despreocupadamente—. Si ganas, iré contigo.

No tuvo tiempo de cambiar de parecer, pues Kotick la embistió velozmente y hundió los dientes en la grasa del cuello de la foca joven. Luego retrocedió, arrastró a su enemigo playa abajo, lo zarandeó y le dio un buen revolcón. Acto seguido, se encaró con las focas y gritó:

—Me he pasado cinco temporadas esforzándome por vuestro bien. Os he encontrado una isla donde estaréis seguras, pero no os lo creeréis a menos que os arranquen la cabezota. Os voy a dar una lección. ¡Cuidado!

Me contó Limmershin que jamás en su vida (y eso que cada año Limmershin ve diez mil peleas entre focas grandes), que jamás en toda su vida vio algo parecido a la carga de Kotick contra los viveros. Se arrojó sobre la foca más corpulenta que encontró, la agarró por la garganta y se puso a ahogarla y golpearla hasta que la víctima gruñó pidiendo clemencia. Entonces la arrojó a un lado y atacó a la siguiente. Veréis, Kotick nunca había ayunado durante cuatro meses como cada año hacían las focas mayores y, además, sus viajes por alta mar lo habían puesto en plena forma y, lo mejor de todo, era la primera vez que luchaba. La furia hizo que se le erizase su rizada melena blanca, sus ojos despedían llamaradas y sus colmillos de perro relucían y, en conjunto, era un bello espectáculo.

El viejo Gancho de Mar, su padre, lo vio pasar volando por su lado, arrastrando a las viejas focas de piel gris de un lado a otro, como si fueran platijas, y ahuyentando en todas direcciones a los jóvenes solteros. Gancho de Mar rugió y gritó:

—¡Puede que sea un tonto, pero es el mejor luchador de todas las playas! ¡No ataques a tu padre, hijo mío! ¡Él está de tu lado!

Kotick le contestó con un rugido y el viejo Gancho de Mar, con el bigote de punta, resoplando como una locomotora, se unió a la lucha, mientras Matkah y la foca que iba a casarse con Kotick retrocedían asustadas y contemplaban con admiración a sus machos. Fue una pelea magnífica, pues los dos lucharon mientras quedó una foca que se atreviera a levantar la cabeza y luego, uno al lado del otro, desfilaron triunfalmente por la playa, bramando.

Por la noche, cuando las Luces del Norte parpadeaban a través de la niebla, Kotick se encaramó a una roca pelada y contempló los viveros dispersos y las focas heridas y sangrantes que había a sus pies.

—Ya os he dado vuestra lección —dijo.

—¡Caramba! —exclamó el viejo Gancho de Mar, incorporándose trabajosamente, pues estaba malherido—. ¡Ni la misma Ballena Asesina las habría dejado tan maltrechas! Hijo mío, me enorgullezco de ti. Es más, iré contigo a tu isla… si es que existe.

—¡Oídme vosotros, cerdos gordinflones del mar! ¿Quién viene conmigo al túnel de la Vaca Marina? Respondedme u os daré otra lección —rugió Kotick.

Por toda la playa se oyó un rumor como el murmullo de la marea.

—Iremos contigo —dijeron varios miles de voces cansadas—. Seguiremos a Kotick, la Foca Blanca.

Entonces Kotick inclinó la cabeza entre los hombros y cerró los ojos orgullosamente. Ya no era una foca blanca, sino que era roja de cabeza a cola. Pero daba igual: se habría avergonzado de mirar o tocar una sola de sus heridas.

Una semana más tarde, Kotick y su ejército (casi diez mil y focas viejas) se hicieron a la mar con rumbo al norte, hacia el túnel de la Vaca Marina, encabezados por Kotick, mientras las focas que se quedaban en Novastoshnah los llamaban idiotas. Pero en la primavera siguiente, cuando se reunieron todos en las pesquerías del Pacífico, fueron tales las historias que las focas de Kotick contaban sobre las nuevas playas que había al otro lado del túnel de la Vaca Marina, que cada vez eran más las focas que se marchaban de Novastoshnah.

Ni que decir tiene que no se hizo todo de una sola vez, ya que las focas necesitan tiempo para rumiar las cosas, pero un año tras otro aumentaba el número de focas que abandonaban Novastoshnah, Lukannon y los demás viveros, para dirigirse a las playas tranquilas y recoletas donde Kotick se pasa tranquilamente sentado todos los veranos, creciendo, engordando y haciéndose más fuerte cada año, mientras los juegan a su alrededor, en aquel mar adonde nunca va ningún hombre.

Lukannon

Lukannon

(Esta es la gran canción de alta mar que cantan todas las focas de San Pablo cuando, al llegar el verano, se dirigen a sus playas. Es una especie de Himno Nacional de las focas, muy triste.)

Encontré a mis compañeras al alba (¡ay, qué vieja soy!)

allí donde las olas del verano rugían contra los acantilados.

Oí sus voces a coro ahogar la canción de los rompientes.

En las playas de Lukannon ¡resuenan dos millones de voces!

La canción de bellos parajes junto a lagos salados,

la canción de los que juegan en las dunas de arena,

la canción de bailes de medianoche que encienden el mar.

Las playas de Lukannon, ¡antes de que llegase el hombre!

Encontré a mis compañeras al alba (¡nunca más así será!).

De un lado a otro, sus legiones la playa ensombrecían.

Y sobre la espuma de las aguas, hasta donde alcanza la voz,

saludábamos a las que llegaban y cantábamos la bienvenida.

Las playas de Lukannon, el trigo invernal ya muy crecido,

los líquenes retorcidos y chorreando, ¡la niebla envolviéndolo todo!

¡Suaves y relucientes las rocas donde jugábamos las focas!

Las playas de Lukannon ¡el hogar donde nacimos!

Encontré a mis compañeras al alba, en dispersa manada.

El hombre nos dispara en el agua y nos da garrotazos en tierra.

Cual ovejas tontas y mansas nos lleva a la Casa de la Sal,

y aún cantamos a Lukannon… antes de que viniera el hombre.

, gooverooska

Contad a los virreyes de Alta Mar nuestra triste historia.

Vacías cual huevo de tiburón que las olas arrojan a la costa,

las playas de Lukannon ¡a sus hijos no volverán a ver!

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