El libro de la selva / El segundo libro de la selva

El «ankus» del rey

E

He aquí los cuatro que jamás están contentos,

que jamás han tenido la panza llena desde el primer rocío:

la boca de Jacala, el buche del Milano,

las manos del Mono y los ojos del Hombre.

Refrán de la jungla

Kaa, la gran Pitón de la Roca, habría cambiado de piel unas doscientas veces tal vez desde su nacimiento y Mowgli, que jamás olvidaba que le debía la vida a Kaa y al trabajo que esta realizara una noche en los Cubiles Fríos (como quizá recordaréis), fue a felicitarla. Los cambios de piel siempre dejan a la serpiente un tanto melancólica y deprimida hasta que la nueva piel empieza a relucir y ser bonita. Kaa ya nunca se burlaba de Mowgli, sino que lo aceptaba, del mismo modo que lo aceptaban los otros Pueblos de la Jungla, y lo consideraba el Amo de la Jungla. Siempre le trasmitía las noticias que llegaban a oídos de una gran pitón como ella. Lo que Kaa no conociera sobre la Jungla Media (así llamaban a la vida que transcurre cerca o debajo de tierra, entre los peñascos, nidos y troncos de los árboles) podrían haberlo escrito en la más diminuta de sus escamas.

Aquella tarde se encontraba Mowgli sentado en el círculo que formaban los grandes anillos de Kaa, manoseando la piel vieja y reseca que yacía retorcida entre las rocas, tal como Kaa la había dejado. Muy cortésmente, Kaa se había enroscado debajo de los amplios y desnudos hombros de Mowgli, de tal manera que el muchacho descansaba en realidad sobre un butacón viviente.

—Hasta las escamas de los ojos son perfectas —dijo Mowgli en voz baja, jugueteando con la piel vieja—. ¡Qué extraño es ver la envoltura de la cabeza a tus pies!

—¡Ay! Yo no tengo pies —dijo Kaa—, y como esta es la costumbre de todos los míos, no me parece extraña. ¿Es que a ti nunca se te seca y envejece la piel?

—Sí, pero entonces voy y me la lavo, Cabeza Plana. Pero tienes razón: a veces, cuando el calor aprieta, he deseado desprenderme de la piel sin dolor y correr por ahí despellejado.

—Yo me lavo y, además, me quito la piel. ¿Qué te parece la nueva?

—La tortuga tiene el lomo duro, pero no tan vistoso como el tuyo. Es muy bonita. Se parece a las manchitas que hay en la boca de un lirio.

—Le hace falta un poco de agua. Una piel nueva nunca adquiere todo su color antes del primer baño. Vamos a bañarnos.

—Te llevaré en brazos —dijo Mowgli.

Se agachó riendo para levantar por el medio el enorme cuerpo de Kaa, asiéndola por su parte más gruesa. Habría sido lo mismo tratar de levantar a pulso una cañería de agua de sesenta centímetros de diámetro. Kaa siguió en el suelo, resoplando quedamente de alegría. Comenzó entonces el juego de todas las tardes: el muchacho, con la cara enrojecida por el tremendo esfuerzo, y la pitón, luciendo su nueva piel, enfrentándose en un combate de lucha libre, a ver cuál de los dos tenía más fuerza y la vista más penetrante. Ni que decir tiene que Kaa habría podido aplastar a una docena de Mowglis de haber querido hacerlo, pero jugaba con mucha prudencia, sin recurrir en ningún momento a más de una décima parte de su poder. Desde que Mowgli se había hecho lo bastante fuerte para resistir algún que otro golpe, Kaa le había enseñado aquel juego, gracias al cual las extremidades del pequeño adquirían una flexibilidad que no habría podido conseguir de ninguna otra forma. A veces Mowgli se quedaba envuelto hasta el cuello en los movedizos anillos de Kaa, tratando de soltarse un brazo para agarrarla por la garganta. Entonces Kaa cedía y Mowgli, moviendo rápidamente ambos pies, trataba de sujetar con ellos la enorme cola que retrocedía palpando el suelo en busca de una roca o un tocón. Mirándose a los ojos, esperando la ocasión, rodaban por el suelo hasta que el hermoso grupo escultórico se deshacía en un torbellino de anillos negros y amarillos y brazos y piernas que forcejeaban sin cesar.

—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! —decía Kaa, lanzando con la cabeza unas fintas que ni las ágiles manos de Mowgli podían parar—. ¡Mira! ¡Voy a tocarte ahí, Hermanito! ¡Aquí y aquí! ¿Tienes las manos dormidas? ¡Pues ahora vuelvo a tocarte!

El juego terminaba siempre de la misma forma: con un fuerte golpe de cabeza que dejaba al chico tendido en el suelo. Mowgli jamás aprendió a resguardarse de aquella embestida veloz como un relámpago y, como decía Kaa, tampoco valía la pena que se esforzase en aprenderlo.

—¡Buena caza! —gruñó finalmente Kaa, y Mowgli, como de costumbre, salió disparado media docena de metros más allá, dando respingos y riendo.

Se levantó con los dedos llenos de hierba y siguió a Kaa hasta el lugar donde solía bañarse la sabia serpiente: un estanque profundo, negro como la pez y rodeado de rocas, al que daban interés los tocones sumergidos. El muchacho se metió en el agua sin hacer el menor ruido, como se acostumbra a hacer en la jungla, y se zambulló saliendo silenciosamente por el otro lado. Luego se tumbó de cara arriba, con los brazos detrás de la cabeza, contemplando cómo salía la luna por encima de las rocas y quebrando con los dedos de los pies su reflejo sobre el agua. La cabeza en forma de diamante de Kaa hendió las aguas como una navaja y fue a posarse en los hombros de Mowgli. Así se quedaron los dos, quietos, empapándose a placer en las frescas aguas.

—¡Qué bien se está así! —dijo por fin Mowgli con voz soñolienta—. A esta hora recuerdo que en la Manada Humana se tumbaban sobre trozos de madera dura en el interior de las trampas de barro, después de obturar meticulosamente todos los agujeros por donde podía entrar el viento limpio, se tapaban la cabezota con trapos y entonaban unas canciones feísimas por la nariz. Se está mejor en la jungla.

Una cobra se deslizó velozmente por una roca, bebió un trago y desapareció tras desearles «¡Buena caza!».

—¡Sííí! —exclamó Kaa como si acabase de recordar algo de repente—. ¿Así que en la jungla encuentras todo lo que deseas, Hermanito?

—No todo —dijo Mowgli, echándose a reír—. Si así fuese, de vez en cuando podría matar a un nuevo y fuerte Shere Khan. Podría matarlo con mis propias manos, sin tener que pedir ayuda a los búfalos. También he deseado a veces que el sol brillase en medio de las lluvias y que estas cubrieran el sol en pleno verano, y nunca he ido con el estómago vacío sin desear haber matado una cabra. Y siempre que he matado una cabra, habría preferido que fuera un gamo, y un cuando lo que había matado era un gamo. Pero eso nos pasa a todos nosotros.

—¿No tienes ningún otro deseo? —preguntó la gran serpiente.

—¿Qué más puedo desear? ¡Tengo la jungla y la Amistad de la Jungla! ¿Hay algo más en alguna parte, entre el amanecer y el crepúsculo?

—Pues, la Cobra dijo… —empezó a decir Kaa.

—¿Qué cobra? La que acaba de irse no dijo nada. Iba de caza.

—Me refiero a otra.

—¿Tienes mucho trato con el Pueblo Venenoso? Yo siempre dejo que siga su camino. Llevan la muerte en los colmillos delanteros, y eso no es bueno, porque son tan pequeños. Pero ¿qué encapuchada es esa con la que dices que hablaste?

Kaa se movió en el agua como un vapor en mar de través.

—Hace unas tres o cuatro lunas —dijo—, estuve cazando en los Cubiles Fríos, lugar del que no te habrás olvidado. Y lo que andaba cazando pasó chillando junto a los depósitos y se metió en aquella casa cuya pared derribé una vez para ayudarte y luego se escondió bajo tierra.

—Pero la gente de los Cubiles Fríos no vive en madrigueras.

Mowgli sabía que Kaa se estaba refiriendo al Pueblo de los Monos.

—Lo que yo estaba cazando no vivía, sino que trataba de salvar la vida metiéndose allí —replicó Kaa con un temblor de lengua—. Se metió en una madriguera muy profunda. Fui detrás y, después de haberlo matado, me dormí. Al despertar, seguí avanzando.

—¿Bajo tierra?

—Así es, y al final me crucé con una Capucha Blanca (una cobra blanca), que me habló de cosas que no comprendí y me mostró muchas cosas que jamás había visto antes.

—¿Caza nueva? ¿Tuviste buena caza?

Mowgli se volvió rápidamente sobre un costado.

—No se trataba de caza y me habría roto todos los dientes, pero Capucha Blanca dijo que un hombre… (y hablaba como si conociese bien esa especie) que un hombre habría dado gustosamente la vida solo por ver una vez aquellas cosas.

—Iremos a verlas —dijo Mowgli—. Ahora recuerdo que una vez fui hombre.

—Despacio… despacio. Fue la prisa lo que mató a la Serpiente Amarilla que se comió al sol. Nos pusimos a hablar bajo tierra y yo le hablé de ti, diciéndole que eras un hombre. Dijo Serpiente Blanca (que es realmente tan vieja como la jungla misma): «Hace mucho tiempo que no he visto ningún hombre. Hazlo venir y verá todas estas cosas, por la más insignificante de las cuales muchos hombres morirían».

—Por fuerza hablas de caza nueva. Aunque el Pueblo Venenoso no nos avisa cuando hay caza por los alrededores. Son una gente muy poco amable.

—Te digo que no se trata de caza. Es… es… no puedo decirte qué es.

—Iremos a verlo. Nunca he visto una Capucha Blanca y, además, tengo ganas de ver las otras cosas. ¿Ella las mató?

—Ya lo estaban. Dice que es la encargada de vigilarlas.

—¡Ah! Del mismo modo que el lobo vigila la carne que ha llevado a su propio cubil. Vámonos.

Mowgli nadó hasta la orilla, se revolcó en la hierba para secarse y los dos emprendieron la marcha hacia los Cubiles Fríos, la ciudad abandonada de la que puede que hayáis oído hablar. En aquellos tiempos Mowgli ya no les tenía ni pizca de miedo a los que formaban el Pueblo de los Monos, pero ellos sentían verdadero terror de él. De todos modos, sus tribus estaban cazando en la jungla, por lo que los Cubiles Fríos se hallaban vacíos y silenciosos bajo la luz de la luna. Kaa se encaminó hacia las ruinas de la glorieta de la reina que había en la terraza, se deslizó por encima de los cascotes y bajó por la escalinata medio enterrada que partía del centro de la glorieta. Mowgli pronunció la Llamada de la Serpiente:

—Vosotras y yo somos de la misma sangre.

Y acto seguido empezó a gatear detrás de Kaa. Recorrieron un largo trecho por un pasadizo que formaba pendiente y daba varias vueltas y al final llegaron a un lugar donde las raíces de un gran árbol que crecía nueve metros por encima de sus cabezas habían arrancado una de las sólidas piedras que formaban la pared. Se colaron por el hueco y fueron a parar a una espaciosa cripta, cuyo techo en forma de cúpula también había sido perforado por las raíces de los árboles, de modo que varios rayos de luz penetraban por los agujeros y se hundían en las tinieblas del lugar.

—Buen escondite —dijo Mowgli, levantándose—, aunque está demasiado lejos para visitarlo cada día. ¿Y qué vemos ahora?

—¿Es que yo no soy nada? —dijo una voz en medio de la cripta.

Mowgli vio algo blanco que se movía hacia ellos, poco a poco, hasta que se encontró ante la mayor cobra que habían visto sus ojos: una criatura de casi dos metros y medio de longitud, descolorida por permanecer tanto tiempo en la oscuridad, hasta adquirir un color de marfil antiguo. Incluso las señales (parecidas a unas gafas) que llevaba en su capucha extendida habían perdido su color y eran ahora amarillentas. Los ojos eran rojos como rubíes y, en conjunto, era un animal verdaderamente prodigioso.

—¡Buena caza! —dijo Mowgli, que llevaba los buenos modales siempre consigo, del mismo modo que llevaba el cuchillo.

—¿Qué hay de nuevo en la ciudad? —dijo la Cobra Blanca, sin corresponder al saludo—. ¿Qué me decís de la gran ciudad amurallada, la ciudad donde viven cien elefantes, veinte mil caballos y vacas y bueyes sin cuento, la ciudad del Rey de Veinte Reyes? Me estoy volviendo sorda en este lugar y hace mucho tiempo que no oigo los gongs de guerra.

—La jungla se halla sobre nuestras cabezas —dijo Mowgli—. No conozco más elefantes que Hathi y sus hijos. Bagheera ha matado todos los caballos de un poblado y… ¿qué es un rey?

—Te lo dije —dijo Kaa a la Cobra, hablando en voz baja—. Hace cuatro lunas que te dije que tu ciudad ya no existe.

—La ciudad… la gran ciudad de la selva cuyas puertas guardan las torres del rey… jamás puede morir. La construyeron antes de que el padre de mi padre saliera del huevo y seguirá existiendo cuando los hijos de mis hijos sean tan blancos como yo. Salomdhi, hijo de Chandrabija, hijo de Viyeja, hijo de Yegasuri, la levantó en tiempos de Bappa Rawal. ¿De quién sois vosotros?

—Se me escapa el rastro —dijo Mowgli, volviéndose hacia Kaa—. No entiendo lo que dice.

—Tampoco yo. Es muy vieja. Madre de las Cobras, aquí no hay nada más que la jungla, como ha estado desde el principio.

—Entonces ¿quién es ese —dijo la Cobra Blanca— que se sienta ante mí sin miedo, que no conoce el nombre del rey, que habla nuestra lengua con sus labios de hombre? ¿Quién es ese que lleva cuchillo y tiene lengua de serpiente?

—Mowgli me llaman —fue la respuesta—. Soy de la jungla. Los lobos son mi pueblo y Kaa es mi hermana. ¿Quién eres tú, Madre de las Cobras?

—Soy la Guardiana del Tesoro del Rey. Kurrun Raja colocó la piedra que hay sobre mi cabeza, cuando mi piel era oscura, para que enseñase qué es la muerte a los que vinieran a robar. Luego bajaron el tesoro y oí el canto de los brahmines, mis amos.

—¡Hum! —exclamó Mowgli para sí—. Ya he tenido que vérmelas con un brahmín, cuando estuve con la Manada Humana, y… sé lo que sé. El mal no tardará en presentarse aquí.

—Cinco veces levantaron la piedra desde que estoy aquí, pero siempre para bajar más cosas, en lugar de sacar las que había dentro. No hay riquezas como estas: los tesoros de un centenar de reyes. Pero hace mucho, mucho tiempo desde que levantaron la piedra por última vez, y me temo que los de mi ciudad me han olvidado.

—No hay ninguna ciudad. Levanta la mirada y verás las raíces de los grandes árboles separando unas piedras de otras. Los árboles y los hombres no crecen juntos —insistió Kaa.

—Dos y tres veces han logrado los hombres llegar hasta aquí —respondió la Cobra enfurecida—. Pero no dijeron nada hasta que caí sobre ellos mientras andaban a tientas en la oscuridad, y entonces solo gritaron un poco. Pero ahora venís con mentiras los dos, hombre y serpiente, y pretendéis hacerme creer que la ciudad ya no existe y que mi misión de vigilancia toca a su fin. ¡Qué poco cambian los hombres con el paso de los años! ¡Pero yo no he cambiado nada! Hasta que levanten la piedra y bajen los brahmines cantando las canciones que yo conozco, y me den leche caliente y vuelvan a sacarme a la luz, yo… ¡yo y nadie más seré la Guardiana del Tesoro del Rey! ¿Decís que la ciudad ha muerto y las raíces de los árboles penetran aquí? Agachaos, pues, y coged lo que queráis. La tierra no esconde otro tesoro como estos. Si eres capaz de salir vivo por el mismo camino que has empleado para entrar, hombre con lengua de serpiente, ¡los reyezuelos serán tus sirvientes!

—Ya he vuelto a perder el rastro —dijo Mowgli tranquilamente—. ¿Será posible que algún chacal haya llegado hasta aquí y mordido a Capucha Blanca? No hay duda de que está loca. No veo aquí nada que pueda llevarme, Madre de las Cobras.

—¡Por los Dioses del Sol y de la Luna! ¡La locura de la muerte se ha adueñado de ese muchacho! —silbó la Cobra—. Antes de que tus ojos se cierren para siempre, te concederé un favor. ¡Mira a tu alrededor y verás lo que ningún hombre ha visto jamás!

—Mal les va, allá en la jungla, a los que hablan de hacer favores a Mowgli —dijo el chico entre dientes—. Pero ya sé que la oscuridad lo cambia todo. Miraré, si eso te hace feliz.

Forzando la vista, Mowgli recorrió la cripta con los ojos y luego recogió del suelo un puñado de cosas relucientes.

—¡Ajá! —dijo—. Esto es como aquello que emplean para jugar los de la Manada Humana, solo que esto es amarillo y lo otro es marrón.

Dejó caer al suelo las monedas de oro y dio unos pasos adelante. El suelo de la cripta se hallaba cubierto por una capa de casi metro y medio de monedas de oro y plata que habían caído allí al reventar los sacos donde estaban guardadas y, a lo largo de los muchos años transcurridos, el metal se había hecho compacto, como ocurre con la arena al retirarse la marea. Sobre y dentro de aquella masa, surgiendo de ella igual que surgen de la arena los restos de los naufragios, había castillos de elefante, hechos de plata y adornados con joyas y planchas de oro repujado, granates y turquesas. Había palanquines y literas para transportar reinas, con marcos y correas de plata y esmalte, brazos con asa de jade y anillos de ámbar en las cortinas. Había candelabros de oro de los que colgaban esmeraldas perforadas, temblando en cada uno de sus brazos; adornadas imágenes de dioses ya olvidados, de metro y medio de alto, de plata y con joyas a guisa de ojos; cotas de malla de acero con incrustaciones de oro y flecos de diminutas perlas, ennegrecidas ya por el paso del tiempo. Había también cascos con cresta de rubíes; escudos de laca, concha de tortuga o piel de rinoceronte, con franjas de oro y esmeraldas en los bordes; haces de espadas, dagas y cuchillos de monte, todo ello con empuñadura de diamantes; cuencos y cucharas de oro para los sacrificios, así como altares portátiles de una clase que jamás se ve a la luz del día; copas y brazaletes de jade; quemadores de incienso, peines y frascos para perfumes, y polvo para los ojos, todos ellos con incrustaciones de oro. Había anillas para la nariz y los brazos, cintas para la cabeza, anillos para los dedos y fajas sin cuento, así como cinturones muy anchos hechos con diamantes tallados y rubíes, estuches de madera con triple cierre de hierro cuya madera, al convertirse en polvo, dejaba ver montones de piedras preciosas en bruto: zafiros de diversas clases, ópalos, ojos de gato, rubíes, diamantes, esmeraldas y granates.

La Cobra Blanca tenía razón. No había suficiente dinero siquiera para empezar a pagar el valor de aquel tesoro, producto escogido de siglos y más siglos de guerras, saqueos, operaciones comerciales y tributos. Las monedas solas valían más de lo que podía calcularse, y eso dejando a un lado las piedras preciosas. Solo el peso muerto del oro y la plata debía de ser de doscientas o trescientas toneladas. Cada uno de los gobernantes que hay en la India de nuestros días, por pobre que sea, posee un tesoro escondido que constantemente va incrementando, y, aunque muy de vez en cuando puede que algún príncipe ilustrado cambie cuarenta o cincuenta carretas de plata por bonos del Gobierno, la mayoría de ellos guardan muy celosamente sus tesoros y el secreto de donde los tienen escondidos.

Pero Mowgli, naturalmente, no comprendía el significado de todas aquellas cosas. Los cuchillos despertaron un poco su interés, pero, como no estaban tan bien equilibrados como el suyo, los dejó en el suelo. Por fin encontró algo que era realmente fascinante y que estaba colocado en un castillo de elefante medio enterrado entre las monedas. Se trataba de un de noventa centímetros, es decir, una aguijada de las que emplean los conductores de elefantes y que es un objeto parecido a un pequeño bichero. El extremo superior lo formaba un rubí redondo, reluciente. Había después unos veinte centímetros de turquesas incrustadas que constituían un mango muy fácil de manejar. Debajo había un círculo de jade, con adornos florales, que daban toda la vuelta, solo que las hojas eran esmeraldas y los capullos consistían en rubíes incrustados en la verde piedra. El resto del mango era de marfil puro, mientras que la punta (tanto la púa como el gancho) era de acero con incrustaciones de oro que representaban escenas de la caza de elefantes. Estas escenas interesaron a Mowgli, pues comprendió que tenían algo que ver con su amigo Hathi el Silencioso.

La Cobra Blanca lo había estado siguiendo de muy cerca.

—¿No vale la pena morir con tal de contemplar esto? —dijo—. ¿No te he hecho un gran favor?

—No lo entiendo —dijo Mowgli—. Estas cosas son duras, frías y no son buenas para comer. Pero esto… —Levantó el —. Deseo llevármelo, para verlo bajo el sol. ¿Dices que todas son tuyas? Si me lo das, te traeré ranas para que te las comas.

La Cobra Blanca se estremeció de malévola alegría.

—Claro que te lo daré —dijo—. Todo lo que hay aquí te lo doy… hasta que te marches.

—Pero si me voy ahora mismo. Este lugar es oscuro y frío y quiero llevarme a la jungla esa cosa con punta de espina.

—¡Mira a tus pies! ¿Qué es eso que hay en el suelo?

Mowgli recogió una cosa blanca y lisa.

—Es el cráneo de un hombre —dijo tranquilamente—. Y aquí hay dos más.

—Vinieron para llevarse el tesoro, hace ya muchos años. Les hablé en la oscuridad y se tumbaron en el suelo, inmóviles.

—Pero ¿qué falta me hace a mí nada de eso que llamas tesoro? Si dejas que me lleve el , me doy por satisfecho. Si dices que no, da igual, también me sentiré satisfecho. Yo nunca lucho con el Pueblo Venenoso. Además, me enseñaron la Palabra Maestra de tu tribu.

—Aquí no hay más que una Palabra Maestra: ¡la mía!

Kaa saltó hacia delante con los ojos llameantes.

—¿Quién me mandaría traer aquí al hombre? —silbó.

—Yo, ¿quién si no? —repuso la Cobra—. Hacía mucho tiempo que no había visto al hombre y este que ha venido contigo habla nuestra lengua.

—Pero nada se dijo de matar. ¿Cómo puedo regresar a la jungla y decir que lo he conducido a la muerte? —dijo Kaa.

—No hablo de matar hasta que llegue la hora. En cuanto a irte o no irte, ahí en la pared tienes un agujero. ¡Silencio ya, devoradora de monos! Me bastaría tocarte el cuello para que la jungla no volviera a verte. Nunca ha salido vivo de aquí un hombre. ¡Soy la Guardiana del Tesoro de la Ciudad del Rey!

—¡Pues te digo, gusano blanco de las tinieblas, que ya no hay ni rey ni ciudad! ¡Solo la jungla nos rodea! —exclamó Kaa.

—Pero aún existe el tesoro. Espera un poco, Kaa de las Rocas, y verás cómo corre el muchacho. Aquí hay mucho espacio para jugar. La vida es buena. ¡Corre un poquito por aquí, muchacho! ¡Verás qué divertido!

Sin alterarse, Mowgli apoyó la mano en la cabeza de Kaa.

—Hasta ahora esa cosa blanca solo se ha enfrentado a hombres de la Manada Humana. No sabe quién soy yo —susurró—. Ella ha pedido esta cacería; pues se la daremos.

Mowgli estaba de pie, empuñando el con la punta dirigida hacia abajo. De pronto lo arrojó y fue a hundirse justo detrás de la capucha de la enorme serpiente, clavándola en el suelo. Rápida como una centella, Kaa saltó sobre el cuerpo que se retorcía en el suelo, paralizándolo de la cabeza a la cola con su enorme peso. Los ojos de la Cobra despedían llamaradas, mientras los trece centímetros de cabeza que le quedaban libres lanzaban furiosas acometidas a diestro y siniestro.

—¡Mátala! —gritó Kaa, viendo que la mano de Mowgli se acercaba al cuchillo.

—No —dijo el muchacho, desenvainando el arma—. Nunca volveré a matar a menos que sea para comer. Pero ¡mira esto, Kaa!

Cogió la serpiente por detrás de la capucha, la obligó a abrir la boca con el cuchillo y dejó al descubierto los temibles colmillos venenosos de la quijada de arriba, negros y consumidos en las encías. La Cobra Blanca había sobrevivido a su veneno, como sucede con las serpientes.

— (está seco) —dijo Mowgli.

Hizo señas a Kaa para que se apartase y recogió el , dejando libre a la Cobra Blanca.

—El Tesoro del Rey necesita un nuevo guardián —dijo gravemente—. , no lo has hecho bien. ¡Corre un poquito, ! ¡Verás qué divertido!

—Estoy avergonzada. ¡Mátame! —silbó la Cobra Blanca.

—Ya se ha hablado demasiado de matar. Ahora nos iremos. Me llevo esta cosa con punta de espino, , porque he luchado y te he vencido.

—Procura, entonces, que esa cosa no te mate a ti. ¡Es la Muerte! ¡Recuérdalo: es la Muerte! En ella hay lo suficiente para matar a los hombres de mi ciudad entera. No la empuñarás mucho tiempo, Hombre de la Jungla, y tampoco quien te la arrebate. ¡Por ella matarán, matarán, matarán! Mi fuerza se ha agotado, pero el hará mi trabajo. ¡Es la Muerte! ¡Es la Muerte! ¡Es la Muerte!

Mowgli gateó por el agujero hasta salir de nuevo al pasadizo y lo último que vieron sus ojos fue a la Cobra Blanca que con sus colmillos inofensivos golpeaba furiosamente las impasibles caras de oro de los dioses que yacían en el suelo, al tiempo que silbaba:

—¡Es la Muerte!

Se alegraron de volver a encontrarse bajo la luz del día. Cuando llegaron a su propia jungla, Mowgli hizo que el reluciera bajo la luz de la mañana. Se sentía casi tan contento como si hubiese encontrado un ramillete de flores nuevas para adornarse el pelo.

—Brilla más que los ojos de Bagheera —dijo entusiasmado, haciendo girar el rubí—. Se lo enseñaré. Pero ¿qué querría decir al hablar de muerte?

—No sabría decírtelo. Me duele hasta la cola que no le dieses a probar tu cuchillo. El mal siempre está presente en los Cubiles Fríos… ya sea bajo tierra o encima de ella. Pero ya empiezo a tener hambre. ¿Cazarás conmigo este amanecer? —dijo Kaa.

—No. Bagheera tiene que ver esta cosa. ¡Buena caza!

Mowgli se alejó bailando y blandiendo el voluminoso , deteniéndose de vez en cuando para admirarlo, hasta que llegó a la parte de la jungla que más frecuentaba Bagheera, a la que encontró bebiendo después de haber dado muerte a una presa difícil. Mowgli le contó sus aventuras de cabo a rabo, y Bagheera aprovechaba las pausas para husmear el . Al llegar Mowgli a las últimas palabras de la Cobra Blanca, la Pantera profirió un ronroneo de aprobación.

—Entonces ¿es que Capucha Blanca dijo la verdad? —se apresuró a preguntar Mowgli.

—Nací en las jaulas del rey en Oodeypore, y tengo para mí que algo sé sobre el hombre. Muchos, muchísimos hombres serían capaces de matar tres veces solo por apoderarse de esa enorme piedra roja.

—¡Pero si la piedra pesa mucho en la mano! Mi pequeño cuchillo es mejor y… ¡Mira! La piedra roja no es buena para comer. Entonces ¿por qué matarían a alguien?

—Vete a dormir, Mowgli. Tú que has vivido entre los hombres…

—Ya me acuerdo. Los hombres matan porque no cazan… solo para divertirse o porque no tienen nada más que hacer. Despierta, Bagheera. ¿Para qué se hizo esta cosa con punta de espino?

Bagheera abrió los ojos a medias, pues tenía mucho sueño, y apareció en ellos un brillo malicioso.

—La hicieron los hombres para clavarla en la cabeza de los hijos de Hathi, para que brotara la sangre. He visto otras parecidas en la calle de Oodeypore, delante de nuestras jaulas. Esa cosa ha probado la sangre de muchos semejantes de Hathi.

—Pero ¿por qué la clavan en la cabeza de los elefantes?

—Para enseñarles la Ley del Hombre. Como no tienen garras ni colmillos, los hombres hacen cosas como esta… y peores.

—Sangre, siempre sangre cuando me acerco a la verdad, incluso en las cosas hechas por la Manada Humana —dijo Mowgli con voz contrariada. Empezaba a cansarse del peso del —. De haberlo sabido, no me la habría llevado. Primero fue la sangre de Messua en las correas, ahora es la de Hathi. No volveré a usarla. ¡Mira!

El brilló al surcar el aire y fue a clavarse unos treinta metros más allá, entre los árboles.

—Así mis manos quedarán limpias de Muerte —dijo Mowgli, frotando las palmas en la tierra húmeda—. dijo que la Muerte me seguiría. Es vieja, blanca y está loca.

—Blanca o negra, muerte o vida, yo me voy a dormir, Hermanito. No puedo pasarme la noche entera cazando y aullar luego durante todo el día, como hacen algunos que yo me sé.

Bagheera se fue a dormir en una guarida que ella conocía, a unas dos millas de allí. Mowgli trepó tranquilamente a un árbol, anudó tres o cuatro lianas y en un santiamén se encontró columpiándose en una hamaca a quince metros sobre el suelo. Aunque no tenía ningún reparo especial en contra de la luz diurna, Mowgli, siguiendo la misma costumbre que sus amigos, la utilizaba tan poco como le era posible. Cuando despertó en medio de la algarabía propia de los habitantes de los árboles, anochecía de nuevo. Había estado soñando con los bellos guijarros que había tirado.

—Al menos echaré otro vistazo a esa cosa —dijo, deslizándose por una liana hasta el suelo.

Pero Bagheera se le había adelantado. Mowgli la oyó olfatear en la semipenumbra.

—¿Dónde está la cosa con punta de espino? —exclamó Mowgli.

—Un hombre se la llevó. Aquí está su rastro.

—Ahora veremos si dijo la verdad. Si la cosa puntiaguda significa la Muerte, el hombre que la ha cogido morirá. Sigámosle.

—Cacemos antes —dijo Bagheera—. La vista no está clara cuando se tiene el estómago vacío. Los hombres son muy lentos y la jungla está tan mojada que hasta el más leve rastro quedará marcado.

Mataron una pieza en cuanto encontraron una, pero transcurrieron tres horas antes de que, tras despachar la carne y beber, se pusieran de nuevo a seguir el rastro. El Pueblo de la Jungla sabe que nada hay que justifique el darse prisa en comer.

—¿Crees que la cosa puntiaguda se volverá contra el hombre y lo matará? —preguntó Mowgli—. dijo que era la Muerte.

—Ya lo veremos cuando demos con él —respondió Bagheera, trotando con la cabeza baja—. Solo hay un pie —dijo, refiriéndose a que seguían a un hombre solo— y el peso de la cosa le ha hecho hincar los talones en el suelo.

— Está tan claro como un relámpago de verano —repuso Mowgli, mientras los dos iniciaban el trote propio de los rastreadores consumados, siguiendo las pisadas de los dos pies desnudos por aquella especie de tablero de ajedrez hecho de sombras y rayos de luna.

—Ahora se ha puesto a correr —dijo Mowgli—. Los dedos de los pies están más separados. Caramba, ¿por qué se habrá desviado aquí? —agregó instantes después, cuando cruzaban una extensión de terreno húmedo.

—¡Espera! —exclamó Bagheera, al tiempo que saltaba hacia delante con soberbia agilidad.

Lo primero que hay que hacer cuando un rastro deja de explicarse por sí mismo es avanzar procurando que tus propias pisadas no se confundan con las otras. Al aterrizar, Bagheera se volvió de cara a Mowgli y dijo:

—Aquí hay otro rastro que se junta con el suyo. Es un pie más pequeño, el del segundo rastro, y los dedos están vueltos hacia dentro.

Mowgli se acercó corriendo y examinó las pisadas.

—Es pie de un cazador gond —dijo—. ¡Mira! Aquí ha arrastrado su arco por la hierba. Por esto el primer rastro se desvió tan súbitamente. Pie Grande se escondía de Pie Pequeño.

—Es cierto —dijo Bagheera—. Vamos a ver, que cada cual siga un rastro, no fuéramos a borrar las huellas de esos dos. Yo el de Pie Grande, Hermanito. Tú sigue a Pie Pequeño, el gond.

De un salto hacia atrás Bagheera regresó al primer rastro, dejando a Mowgli agachado ante el curioso y estrecho rastro dejado por el pequeño salvaje de los bosques.

—Veamos —dijo Bagheera, siguiendo paso a paso la cadena de pisadas—. Yo, Pie Grande, me desvío aquí. Ahora me escondo detrás de una roca y me quedo quieto, sin atreverme a mover los pies. Recita lo que hagas tú, Hermanito.

—Pues yo, Pie Pequeño, llego a la roca —dijo Mowgli, siguiendo su rastro—. Ahora me siento al pie de la roca, apoyándome en la mano derecha y dejando el arco sobre las puntas de los pies. Espero mucho rato, pues aquí la huella de mis pies es muy profunda.

—Yo también —dijo Bagheera, desde detrás de la roca—. Espero, con el extremo de la cosa con punta de espino apoyado en la piedra. Me resbala, pues veo un arañazo en la piedra. Sigue tú, Hermanito.

—Una, dos ramitas y una rama grande están tronchadas aquí —dijo Mowgli en voz baja—. ¿Cómo me las arreglo para recitar esta parte? ¡Ah! Ya lo entiendo: yo, Pie Pequeño, me alejo haciendo ruido para que Pie Grande me oiga.

Se apartó de la roca pasito a pasito, moviéndose entre los árboles y alzando la voz a medida que iba acercándose a una pequeña cascada.

—Me… voy… lejos… a donde… el ruido… del agua… que cae… ahoga el que… hago… yo… Y aquí… me quedo… esperando. ¡Sigue tú ahora, Pie Grande!

La Pantera llevaba un rato husmeando en todas direcciones para ver por dónde el rastro de Pie Grande se alejaba de la roca.

—Salgo de rodillas de detrás de la roca —dijo por fin—, arrastrando la cosa con punta de espino. Al no ver a nadie, echo a correr. Yo, Pie Grande, corro muy aprisa. El rastro es claro. Que cada cual siga el suyo. ¡Corro!

Bagheera echó a correr siguiendo el rastro, que era muy visible, mientras Mowgli seguía las pisadas del gond. Durante un rato el silencio reinó en la jungla.

—¿Dónde estás, Hermanito? —exclamó Bagheera.

La voz de Mowgli le contestó desde apenas cincuenta metros a la derecha.

—¡Hum! —exclamó la Pantera, tosiendo con fuerza—. Corren uno al lado del otro, ¡acercándose cada vez más!

Corrieron media milla más, manteniendo siempre la misma distancia más o menos, hasta que Mowgli, cuya cabeza no estaba tan cerca del suelo como la de Bagheera, exclamó:

—¡Se han encontrado! ¡Buena caza! ¡Mira! Aquí estuvo Pie Pequeño, con la rodilla sobre una roca… ¡Y allí está Pie Grande en persona!

Apenas a diez metros por delante de donde se encontraban, tendido sobre un montón de rocas hechas pedazos, yacía el cuerpo de un habitante de la región, con el pecho atravesado por una flecha de los gond, larga y con plumas pequeñas.

—¿Sigue pareciéndote tan vieja y loca , Hermanito? —preguntó Bagheera con acento amable—. Aquí tienes una muerte, como mínimo.

—Sigamos adelante. Pero ¿dónde está la bebedora de sangre de elefante… la espina de ojo rojo?

—La tiene Pie Pequeño… quizá. Ahora vuelve a haber un solo rastro.

El rastro único de un hombre ligero que corría velozmente y llevaba un peso sobre el hombro izquierdo daba la vuelta a una franja baja y larga de hierba seca, donde, a los ojos de los dos rastreadores, cada pisada parecía estar hecha con un hierro candente.

Ninguno de los dos dijo nada hasta que el rastro los llevó a las cenizas de una hoguera de campamento ocultas en un barranco.

—¡Otra vez! —gritó Bhageera, parándose en seco, como si se hubiese convertido en piedra.

El cuerpo de un gond de pequeña estatura y magro cuerpo yacía con los pies en las cenizas. Bagheera dirigió a Mowgli una mirada de interrogación.

—Ha sido con un bambú —dijo el muchacho, tras echar una ojeada—. Yo mismo lo usaba con los búfalos cuando estaba en la Manada Humana. La Madre de las Cobras… Lamento haberme burlado de ella. Debí darme cuenta de que sabía bien lo que decía. ¿No dije yo que los hombres matan porque sí?

—A decir verdad —contestó Bagheera—, han matado por las piedras rojas y azules. Recuerda que estuve en las jaulas del rey, en Oodeypore.

—Uno, dos, tres, cuatro rastros —dijo Mowgli, inclinándose sobre las cenizas—. Cuatro rastros de hombres con los pies descalzos. No corren tanto como los gond. ¿Qué mal les habría hecho el pequeño hombre del bosque? Mira, estuvieron hablando, los cinco, aquí, antes de que lo matasen. Regresemos, Bagheera. Siento un peso en el estómago y, pese a ello, noto que me sube y baja como el nido de un oriol en el extremo de una rama.

—No es de buen cazador dejar que la caza se escape. ¡Sigamos! —dijo la Pantera—. Estos ocho pies calzados no han ido muy lejos.

Durante una hora más no dijeron nada mientras seguían el ancho rastro de los cuatro hombres que llevaban zapatos.

Era ya de día y hacía calor.

—Huele a humo —dijo Bagheera.

—Los hombres siempre prefieren comer a correr —respondió Mowgli, entrando y saliendo al trote de entre los matorrales de la nueva jungla que estaba explorando. Bagheera, que estaba un poco a su izquierda, hizo un ruido indescifrable con la garganta.

—Uno de ellos ha terminado de comer aquí —dijo.

Debajo de un arbusto yacía un bulto vestido con ropas multicolores. A su alrededor el suelo estaba manchado de harina.

—Otra vez lo han hecho con un bambú —dijo Mowgli—. ¡Mira! Ese polvo blanco es lo que comen los hombres. Le han quitado la presa a este, que transportaba la comida, y lo han dejado como comida para Chil, el Milano.

—Es el tercero ya —dijo Bagheera.

—Cogeré ranas bien gordas y se las llevaré a la Madre de las Cobras, para que se dé un banquete —dijo Mowgli, hablando para sí—. La bebedora de sangre de elefante es la misma Muerte… ¡pero sigo sin entenderlo!

—¡Sigamos! —dijo Bagheera.

Apenas habían recorrido media milla más cuando oyeron a Ko, el Cuervo, que cantaba la Canción de la Muerte en la copa de un tamarisco, a la sombra del cual yacían tres hombres. En el centro del claro, el humo salía de una hoguera medio apagada que habían encendido debajo de una plancha de hierro. Sobre la plancha había una torta de harina sin levadura, ennegrecida y medio quemada. Cerca de la hoguera, llameando bajo la luz del sol, estaba en el suelo el de rubíes y turquesas.

—Esta cosa trabaja deprisa: todo ha terminado aquí —dijo Bagheera—. ¿Cómo murieron , Mowgli? No veo señales en ninguno de ellos.

Gracias a la experiencia, quien vive en la jungla llega a saber más que varios doctores juntos acerca de plantas y bayas venenosas.

Mowgli olfateó el humo que salía de la hoguera, rompió un pedazo de la ennegrecida torta, lo probó e inmediatamente lo escupió.

—La Manzana de la Muerte —dijo, tosiendo—. El primero la metería en la comida para , quienes lo mataron, tras haber dado muerte primero al gond.

—¡Buena caza en verdad! Las piezas caen una tras otra —dijo Bagheera.

«La Manzana de la Muerte» es el nombre que en la jungla dan al fruto del espino o , el veneno más abundante que hay en la India.

—¿Ahora qué? —dijo la Pantera—. ¿Tenemos que matarnos tú y yo por ese asesino de ojo rojo que hay tirado ahí?

—¿Sabe hablar? —preguntó Mowgli en voz baja—. ¿Lo ofendí cuando lo tiré lejos de mí? A ti y a mí no nos puede causar ningún daño, pues no deseamos lo que desean los hombres. Si lo dejáramos aquí, seguiría matando hombres, uno tras otro, tan seguro como que las nueces caen de los árboles cuando sopla el viento con fuerza. No es que les tenga afecto a los hombres, pero ni siquiera yo desearía que muriesen seis de ellos en una sola noche.

—¿Qué más da? No son más que hombres. Se matan unos a otros sin pensárselo dos veces —dijo Bagheera—. El pequeño hombre del bosque ese era un buen cazador.

—Así y todo, son unos cachorros, y ya sabes que un cachorro es capaz de perecer ahogado al tratar de morder la luz de la luna reflejada en el agua. La culpa ha sido mía —dijo Mowgli, que hablaba como si poseyera una sabiduría inmensa—. Nunca más volveré a traer cosas extrañas a la jungla, aunque sean bellas como las flores. Esto… —Cogió el con gesto de repugnancia—. Debe volver a la Madre de las Cobras. Pero antes tenemos que dormir y no podemos hacerlo cerca de donde ya hay unos que duermen. Además, tenemos que enterrar esto, no fuera a escaparse y matar a otros seis. Cávame un agujero debajo de aquel árbol.

—Pero, Hermanito —dijo Bagheera, encaminándose hacia el punto señalado—, la culpa no ha sido de la bebedora de sangre. La culpa la tienen los hombres.

—Es lo mismo —repuso Mowgli—. Haz un agujero bien hondo. Cuando hayamos dormido lo sacaré de allí y lo devolveré.

Dos noches más tarde, estando la Cobra Blanca sentada en la oscuridad, lamentándose y sintiéndose avergonzada, robada y sola, el de turquesas cruzó volando el agujero de la pared y fue a estrellarse contra el suelo cubierto de monedas.

—Madre de las Cobras —dijo Mowgli, que prudentemente se mantuvo al otro lado de la pared—, busca un jovencito de tu pueblo para que te ayude a guardar el Tesoro del Rey y ningún otro hombre vuelva a salir vivo de aquí.

—¡Ajá! Conque por fin has vuelto. Ya dije que esta cosa era la Muerte. ¿Cómo es que tú sigues con vida? —musitó la vieja Cobra, enroscándose amorosamente en el .

—¡Por el buey con que me compraron! ¡No lo sé! Esa cosa ha matado seis veces en una noche. No dejes que vuelva a salir.

La canción del pequeño cazador

La canción del pequeño cazador

Antes de que mueva las alas Mao, el Pavo Real,

antes de que grite el Pueblo de los Monos,

antes de que Chil, el Milano, vuele raudo desde el cielo,

sigilosamente cruzan la jungla una sombra y un suspiro.

¡Es el Miedo, Pequeño Cazador, es el Miedo!

Cruza veloz el claro una sombra que acecha y vigila,

y el murmullo se extiende por doquier,

y el sudor cubre tu frente, pues ya pasa por tu lado.

¡Es el Miedo, Pequeño Cazador, es el Miedo!

Antes de que la luna llegue a la cumbre de la montaña y

con su luz envuelva las rocas,

cuando los senderos son oscuros y húmedos,

cruza la noche tras de ti una respiración entrecortada.

¡Es el Miedo, Pequeño Cazador, es el Miedo!

Hinca las rodillas, tensa el arco y dispara la flecha,

la lanza clava en la vacía espesura que de ti se ríe.

Pero tus manos están débiles, la sangre ha huido de tu cara.

¡Es el Miedo, Pequeño Cazador, es el Miedo!

Cuando la nube caliente absorbe la tempestad

y los pinos caen astillados,

cuando surcan el aire nubes cargadas de lluvia cegadora,

sobre el tambor de guerra de los truenos

se oye una voz más fuerte:

¡Es el Miedo, Pequeño Cazador, es el Miedo!

Ya la riada todo lo cubre, mientras brincan los peñascos,

ya los rayos iluminan los nervios de las hojitas,

pero tu garganta está cerrada y seca y el corazón golpea tu costado.

¡Es el Miedo, Pequeño Cazador, es el Miedo!

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