El libro de la selva / El segundo libro de la selva

Los enterradores

L

Cuando digas a Tabaqui: «¡Hermano mío!» cuando la Hiena llames a comer,

podrás invocar la Tregua Plena con Jacala (el Vientre que corre sobre cuatro patas).

Ley de la Jungla

—¡Respetad a los viejos!

Era una voz ronca, una voz fangosa que os habría hecho estremecer, una voz como el ruido de algo blando al partirse en dos. Había en ella un trémolo mezcla de graznido y gimoteo.

—¡Respetad a los viejos! ¡Compañeros del Río, respetad a los viejos!

Nada podía verse en la amplia extensión del río salvo una flotilla de barcas de vela cuadrada, cargadas todas ellas de piedra para la construcción, que acababan de pasar por debajo del puente del ferrocarril y seguían navegando corriente abajo. Movieron los toscos timones para evitar el banco de arena que había formado el agua al rozar los pilares del puente y, al pasar por allí, de tres en fondo, la horrible voz se oyó de nuevo.

—¡Oh, brahmines del Río! ¡Respetad a los viejos y a los débiles!

Uno de los barqueros, que estaba sentado en la borda, se volvió, alzó una mano, dijo algo que no era ninguna bendición y las barcas siguieron avanzando y crujiendo bajo la luz del crepúsculo. El ancho río indio, que, más que una corriente de agua, parecía una cadena de lagos pequeños, tenía la superficie lisa como el cristal y en medio de ella se reflejaba el cielo rojizo, aunque aparecía moteado de amarillo y púrpura oscuro cerca y debajo de las orillas. Durante la estación de las lluvias, desembocaban en el río diversos riachuelos cuyas bocas secas se veían ahora por encima del nivel de las aguas. En la orilla izquierda, casi debajo del puente del ferrocarril, se alzaba un poblado de casas construidas de barro, ladrillos, paja y palos, cuya calle mayor, llena de ganado que volvía a sus establos, llegaba hasta el río y terminaba en un tosco embarcadero de ladrillo, donde la gente que quería lavarse podía meterse en el río bajando los peldaños uno a uno: era el del poblado de .

La noche caía velozmente sobre los cultivos de lentejas, arroz y algodón que cubrían las tierras bajas que cada año eran inundadas por el río y sobre los cañizales que crecían en las orillas del meandro, detrás de los cuales crecía la espesa vegetación que bordeaba los pastizales. Los loros y los grajos, tras charlar y gritar mientras bebían en el río, habían alzado el vuelo para pasar la noche en sus nidos, cruzándose por el camino con los batallones de murciélagos que se dirigían hacia el río, mientras una bandada tras otra de pájaros acuáticos silbaba y graznaba camino de los cañizales. Había gansos, de negras plumas y cabeza de tonel, trullos, patos silvestres de diversas especies, así como cuervos marinos, zarapitos y algún que otro flamenco.

Un pesado marabú cerraba la marcha, volando como si cada golpe de ala que daba fuese el último de su vida.

—¡Respetad a los viejos! ¡Respetad a los viejos, brahmines del Río!

El Marabú volvió la cabeza, se desvió ligeramente hacia el sitio donde se oía la voz y aterrizó en el banco de arena que había debajo del puente. Entonces se vio claramente la bestia grosera que en realidad era. Visto desde atrás, parecía un pájaro sumamente respetable, pues medía casi un metro ochenta de alto y tenía aspecto de pastor protestante, con su calva y su aire de persona de bien. Visto por delante, sin embargo, la cosa cambiaba, pues su cabeza de Ally Sloper y su cuello estaban enteramente desprovistos de plumas y en el pescuezo, debajo del pico, tenía una horrible bolsa de piel desnuda: una especie de cesto donde guardaba todo cuanto robaba con su pico. Sus patas eran largas y delgadas, descarnadas, pero las movía con delicadeza y se las miraba con orgullo cuando se limpiaba y arreglaba las plumas color ceniza de su cola, mirando por encima de su espalda y cuadrándose como un soldado al recibir la voz de «¡Firmes!».

Un chacal sarnoso y pequeño, que estaba ladrando de hambre encima de unas rocas, alzó las orejas y la cola y cruzó velozmente las aguas poco profundas para reunirse con el Marabú.

Pertenecía a lo más bajo de su casta, sin que quiera decir con eso que los mejores chacales valgan mucho. Pero lo cierto es que este era especialmente mezquino, mitad mendigo y mitad criminal, merodeador de estercoleros, ora desesperadamente tímido o salvajemente osado, siempre hambriento y rebosando una astucia que jamás le hacía bien alguno.

—¡Uf! —dijo, sacudiéndose el agua de encima al llegar donde estaba el Marabú—. ¡Ojalá la sarna roja acabe con los perros de este poblado! He recibido tres mordiscos por cada pulga que llevo encima y todo por mirar, solo mirar, fíjate bien, un zapato viejo que había en un establo de vacas. ¿Qué voy a comer, pues? ¿Barro?

Se rascó debajo de la oreja izquierda.

—He oído decir —dijo el Marabú con una voz que parecía una sierra roma cortando una gruesa tabla de madera—, he oído decir que dentro de ese zapato había un perrito recién nacido.

—Lo que se oye decir es una cosa, y lo que se sabe es otra muy distinta —dijo el Chacal, que conocía muy bien los proverbios, pues los había aprendido escuchando a los hombres que hablaban de noche alrededor de las hogueras de los poblados.

—Muy cierto. Así que, para estar seguro, estuve cuidando del perrito de marras mientras los perros andaban ocupados en otra parte.

—En verdad que andaban muy ocupados —dijo el Chacal—. Bueno, tendré que pasarme una temporada sin rebuscar en los estercoleros del poblado. ¿Y dices que verdaderamente había un perrito ciego dentro de aquel zapato?

—Ahora está aquí —repuso el Marabú, mirando de soslayo su repleta bolsa—. Es una cosa pequeñita, pero algo es algo en estos tiempos en que se ha perdido la caridad en el mundo.

—¡Ay! El mundo se ha vuelto de hierro en estos tiempos que corren —se lamentó el Chacal.

Sus ojos inquietos captaron una onda apenas perceptible en el agua y se apresuró a decir:

—La vida es dura para todos nosotros y no dudo que incluso nuestro excelente señor, el Orgullo del y la Envidia del Río…

—Un mentiroso, un adulador y un chacal salieron del mismo huevo —dijo el Marabú, sin dirigirse a nadie en particular, pues él mismo estaba hecho un buen mentiroso: bastaba con que quisiera tomarse la molestia de serlo.

—Sí, la Envidia del Río —repitió el chacal, alzando la voz—. Incluso él, no me cabe ninguna duda, se encuentra con que la buena comida escasea desde que construyeron el puente. Aunque, por otro lado, y pese a que no lo diría ante su noble presencia, él es tan sabio y tan virtuoso… como, ¡ay!, yo no soy…

—Cuando el Chacal reconoce que es gris, ¡qué negro debe de ser el Chacal! —musitó el Marabú, que no veía lo que se avecinaba.

—Que a él nunca le falta que comer y, por consiguiente…

Se oyó un leve ruido rasposo, como el de una barca rozando el fondo con su quilla. El Chacal se volvió raudamente y se quedó mirando de frente (siempre es mejor mirar de frente) a la criatura de la que estaba hablando desde hacía un rato. Era un cocodrilo de más de siete metros, envuelto en algo que semejaba una plancha de hierro remachada por partida triple, claveteada, carenada y coronada por una cresta, con las puntas amarillentas de sus dientes superiores asomando por encima de su quijada inferior, bellamente acanalada. Era el de , más viejo que cualquiera de los habitantes del poblado, el que había sido el demonio del río antes de que construyeran el puente del ferrocarril: asesino, devorador de hombres y fetiche local todo a la vez. Yacía con la barbilla sumergida en las aguas poco profundas, manteniéndose a flote mediante un movimiento apenas visible de su cola, y bien sabía el Chacal que con un simple coletazo el habría subido orilla arriba con la velocidad de una locomotora de vapor.

—¡Dichosos los ojos, Protector de los Pobres! —exclamó zalameramente, sin dejar de retroceder un poco a cada palabra—. Oímos una voz deliciosa y vinimos aquí con la esperanza de disfrutar de un poco de dulce conversación. Mi desorbitada presunción me indujo, mientras aquí esperábamos, a hablar de ti. Confío en que ninguna de mis palabras se oyera.

El Chacal había hablado únicamente para que lo escuchasen, pues sabía que la adulación era la mejor manera de ganarse algo que llevarse a la boca, y el , por su parte, sabía que el Chacal había hablado con tal fin, y el Chacal sabía que el lo sabía, y el sabía que el Chacal sabía que el sabía, y por eso se sentían todos contentísimos de estar juntos.

El viejo bruto avanzó orilla arriba, jadeando, gruñendo y farfullando:

—¡Respetad a los viejos y a los débiles!

Sus ojillos ardían como carbones encendidos debajo de sus párpados gruesos y escamosos en lo alto de su cabeza triangular, mientras con sus patas, como si fueran muletas, impulsaba su corpachón, hinchado y con forma de barril. Luego se acomodó en un sitio y el Chacal, a pesar de lo acostumbrado que estaba a verlo, se sobresaltó por centésima vez al ver con qué perfección el imitaba un tronco que el agua hubiese depositado sobre el banco de arena. Incluso se había tomado la molestia de colocarse en el ángulo exacto en que habría quedado un tronco embarrancado en relación con el agua, teniendo presentes las corrientes del río en aquella época y lugar. Todo esto, por supuesto, era una simple cuestión de hábito, ya que el había echado pies a tierra por simple placer. De todos modos, un cocodrilo nunca está saciado del todo, y si el Chacal se hubiese dejado engañar por el parecido con un tronco, no habría vivido para filosofar sobre ello.

—Nada he oído, hijo mío —dijo el , cerrando un ojo—. El agua me llenaba los oídos y, además, me sentía medio desfallecido por el hambre. Desde que construyeron el puente para el ferrocarril, la gente de mi poblado ya no me quiere, y eso me está destrozando el corazón.

—¡Ay! ¡Qué vergüenza! —exclamó el Chacal—. ¡Un corazón tan noble! Pero los hombres son todos iguales por lo que veo.

—No, no, hay diferencias muy grandes entre ellos —repuso amablemente el —. Algunos están flacos como pértigas de barquero. Otros, en cambio, están gordos como cachorros de cha… de perro. Nunca querría criticarlos sin motivo. Los hay de toda laya, pero mis largos años de vida me han enseñado que, entre una cosa y otra, son muy buenos. Hombres, mujeres y niños… no les encuentro ningún defecto. Y recuerda, hijo, que quien reprende al mundo es reprendido por el mundo.

—La adulación es peor que llevar en la panza una lata vacía. Pero las palabras que acabamos de oír están llenas de sabiduría —dijo el Marabú, bajando una de sus patas.

—Sin embargo, piensa en la ingratitud que han demostrado para con el excelente personaje aquí presente —empezó a decir el Chacal con acento de ternura.

—¡No, no, nada de ingratitud! —exclamó el —. Es solo que no piensan en los demás. Pero me he fijado, desde mi guarida cerca de la orilla, me he fijado, digo, en que la escalera del nuevo puente resulta muy difícil de subir para los viejos y los niños pequeños. A decir verdad, los viejos no merecen tanta consideración, pero me duele… me duele sinceramente ver lo que les pasa a los niños que están gordos. De todos modos, me parece que dentro de poco, cuando el puente haya perdido el encanto de la novedad, veremos las piernas desnudas y morenas de mi gente chapoteando bravamente al cruzar el río, como hacían antes. Entonces el viejo volverá a recibir los honores que le son propios.

—Pero si este mediodía, sin ir más lejos, he visto coronas de caléndulas flotando por el río desde el —dijo el Marabú.

Las coronas de caléndulas son signo de reverencia en toda la India.

—Fue un error… un simple error de la esposa del vendedor de dulces. Va perdiendo la vista año tras año y ya no puede distinguir entre un tronco y yo… el . Yo vi cómo se equivocaba al lanzar la guirnalda al agua, ya que me encontraba tumbado al pie del y, de haber dado ella un paso más hacia delante, le habría demostrado la diferencia. Con todo, lo hizo con buena intención y hay que tener en consideración el espíritu que la llevó a hacer la ofrenda.

—¿De qué sirven las coronas de caléndulas cuando uno se encuentra en el estercolero? —preguntó el Chacal, que estaba cazando pulgas, aunque vigilando prudentemente con un ojo a su Protector de los Pobres.

—Cierto, pero todavía no han empezado a hacer el estercolero adonde deba ir a parar yo. Cinco veces he presenciado cómo el río se retiraba del poblado, dejando nuevos terrenos en el extremo de la calle. Cinco veces he visto cómo volvían a edificar el poblado junto a la orilla, y volveré a verlo cinco veces más. No soy ningún gavial descreído y cazador de peces, que hoy está en Kasi y mañana en Prayag, como reza el dicho, sino que soy el vigilante constante y seguro del vado. No es por nada, hijo, que el poblado lleva mi nombre, y «el que mucho vigila», según el proverbio, «al fin consigue su recompensa».

—Pues lo que es yo, he vigilado mucho… muchísimo… casi toda mi vida y la única recompensa que he recibido son mordiscos y golpes —dijo el Chacal.

—¡Jo, jo, jo! —se rió estruendosamente el Marabú.

En agosto nació el Chacal,

y fue en septiembre cuando llovió,

y dice: «De tan gran chaparrón

no me acuerdo yo».

Tiene una peculiaridad muy desagradable el Marabú. De vez en cuando, pero jamás en la misma época, sufre agudos ataques de cosquilleo o rampa en las patas y, aunque su aspecto es más virtuoso que el de las demás grullas, que se muestran siempre sumamente respetables, echa a volar y baila una especie de danza guerrera, abriendo las alas a medias y subiendo y bajando su pelada cabeza, mientras que, por razones que él sabrá, cuida mucho de que sus peores ataques coincidan con sus comentarios más agrios. Una vez pronunciada la última palabra de su canción, se colocó nuevamente en posición de firmes, diez veces más Marabú que antes.

El Chacal se acobardó, pese a que tenía sus buenos tres años cumplidos, pero no se puede tomar en serio el insulto de alguien que tiene un pico de casi un metro de largo y sabe utilizarlo como si fuera una jabalina. El Marabú era un cobarde de campeonato, pero el Chacal era aún peor.

—Hay que vivir para aprender —dijo el — y voy a decirte una cosa: chacales pequeños los hay a montones, hijo, pero como yo hay muy pocos. A pesar de ello, no soy orgulloso, pues el orgullo es la destrucción. De todos modos, toma nota de que es el Destino, y contra el Destino nada puede decir ningún ser que nade, camine o corra. Yo me siento satisfecho de mi Destino. Con un poco de buena suerte, de buena vista y la costumbre de considerar si un arroyo o remanso tienen salida, antes de meterse en ellos, es mucho lo que se puede hacer.

—Una vez oí decir que hasta el Protector de los Pobres se equivocó —dijo el Chacal malévolamente.

—Cierto, pero mi Destino me ayudó. Sucedió antes de que hubiese crecido del todo… tres hambres antes de la última. ¡Qué llenas estaban en aquellos días las corrientes que había a derecha e izquierda del Gunga! Sí, era joven e irreflexivo y cuando vino la crecida de las aguas, ¿quién se sintió más contento que yo? Por aquel entonces me contentaba con muy poco. El poblado quedó bajo las aguas, nadé por encima del y me adentré en el interior, hasta los arrozales, en los que había abundancia de buen fango. Me acuerdo también de un par de ajorcas que encontré aquella tarde. Eran de cristal y no pocas molestias me ocasionaron. Sí, ajorcas de cristal y, si la memoria no me falla, un zapato. Debía de haberme sacudido de encima ambos zapatos, pero tenía hambre. Más adelante aprendí la lección. Sí. Así que comí y me puse a descansar. Pero cuando estuve listo para volver al río, las aguas ya habían bajado y tuve que andar por el barro que cubría la calle mayor. ¿Quién si no yo lo habría hecho? De las casas salió toda mi gente: sacerdotes, mujeres y niños, y yo los miré con benevolencia. El barro no es buen sitio para luchar. Uno de los barqueros dijo: «Traed hachas y lo mataremos, porque es el del vado». «Nada de eso», dijo el brahmín. «Mirad, se lleva la inundación por delante. Es el dios del poblado». Entonces empezaron a arrojarme flores y uno de ellos tuvo la feliz ocurrencia de colocar una cabra en mi camino.

—¡Qué buenas! ¡Qué buenísimas son las cabras! —exclamó el Chacal.

—Peludas… demasiado peludas. Y cuando las encuentras en el agua, lo más probable es que oculto en ellas haya un garfio cruzado. Pero aquella cabra la acepté y bajé hasta el rodeado de grandes honores. Más tarde, el Destino me envió al barquero que había querido cortarme la cola a hachazos. Se le encalló la barca en un bajío que había entonces y del que vosotros no os podéis acordar.

—¡Cuidado, que no todos somos chacales los que estamos aquí! —exclamó el Marabú—. ¿Te refieres al bajío que se formó allí donde se hundieron las barcas que transportaban piedra, el año de la gran sequía…, un bajío muy largo que resistió tres inundaciones?

—Había dos —dijo el —, uno en la parte de arriba y otro en la de abajo.

—¡Ay! Lo había olvidado. Los dividía un canal y más adelante se volvió a secar —dijo el Marabú, que se sentía muy orgulloso de su memoria.

—La barca del que tanto bien me deseaba se había encallado en el de abajo. Él estaba durmiendo en la proa y, sin haberse despertado del todo, saltó al agua, que le cubrió hasta la cintura… no, solo hasta las rodillas… para empujar la embarcación. Su barca vacía se fue río abajo y volvió a encallarse en el siguiente recodo que hacía el río por aquel entonces. Yo la seguí, pues sabía que los hombres vendrían para sacarla del agua.

—¿Y vinieron? —dijo el Chacal, un poco sobrecogido, pues aquello era cazar a gran escala y se sentía impresionado.

—Sí, y más abajo también. Yo no fui más allá, pero me hice con tres en un solo día: (barqueros) bien alimentados. Ninguno de ellos, salvo el último (en aquellos tiempos yo era muy descuidado) gritó para avisar a los demás.

—¡Qué noble juego! Pero ¡qué inteligencia y qué capacidad de juicio requiere! —exclamó el Chacal.

—Nada de inteligencia, hijo: solo hace falta pensar. En la vida pensar un poquito es como echar sal al arroz, como dicen los barqueros, y yo siempre he pensado mucho. El gavial, mi primo, el comedor de peces, me ha hablado de lo difícil que le resulta seguir a sus peces y de lo distintos que son unos de otros. Él tiene que conocerlos todos, tanto cuando van juntos como cuando están separados. Y digo yo que esto es tener sabiduría, aunque, por otro lado, mi primo vive entre su gente. Mi gente no nada en grupos, con la boca fuera del agua, como hace Rewa. Ni están siempre subiendo hasta la superficie del agua y volviéndose de lado, como hacen Mohoo y el pequeño Chapta, y tampoco se agrupan en bancos después de la inundación, como Batchua y Chilwa.

—Todos son muy buenos para comer —dijo el Marabú, haciendo sonar el pico.

—Eso dice mi primo, y hay que ver la importancia que le da al hecho de atraparlos. Aunque ellos no se suben a la orilla para huir de su hocico. Mi gente es de otra manera. La vida la hacen en tierra, en las casas y entre el ganado. Yo debo estar enterado de lo que hacen y de lo que se disponen a hacer y, juntando la cola con la trompa, como suele decirse, me hago el elefante entero. ¿Hay una rama verde y una anilla de hierro colgadas en el dintel de una puerta? El viejo sabe que en aquella casa ha nacido un niño y que algún día este bajará a jugar en el . ¿Va a casarse una doncella? El viejo lo sabe, pues ve a los hombres ir y venir con regalos, y sabe también que la doncella bajará hasta el para bañarse antes de la boda y… allí la espera. ¿El río ha cambiado su curso dejando tierras nuevas donde antes solo había arena? El lo sabe.

—Bueno, pero ¿de qué te sirve saber todo esto? —dijo el Chacal—. El río ha cambiado su curso incluso durante mi corta vida.

Los ríos de la India jamás se están quietos en su lecho y suelen cambiar de curso, a veces hasta dos o tres millas en una sola estación, anegando los campos de una orilla y esparciendo buenos sedimentos en la otra.

—Nada es tan útil como saberlo —repuso el —, ya que, a tierras nuevas, disputas nuevas. El lo sabe. ¡Vaya si lo sabe! En cuando el agua se ha evaporado o filtrado en la tierra, se mete por riachuelos que, según creen los hombres, no ocultarían ni a un perro, y allí se queda esperando. Al poco aparece un labriego diciendo que allí plantará pepinos, más allá melones, aprovechando la tierra nueva que el río le ha regalado. Va descalzo y con los dedos de los pies palpa el buen barro. Después se presenta otro y dice que plantará cebollas, zanahorias y caña de azúcar en tal o cual lugar. Se encuentran del mismo modo que antes o después se encuentran las barcas que flotan a la deriva y se miran suspicazmente. Mientras, el viejo lo va viendo y observando todo. Se llaman «hermano» el uno al otro y se disponen a trazar los límites de la tierra nueva. El los sigue rápidamente de un lugar a otro, arrastrándose medio cubierto por el barro. ¡Ahora empiezan a pelearse! ¡Ya se dicen palabras gruesas! ¡Ahora se quitan los turbantes! Ahora alzan los (mazos) y, ¡por fin!, uno de ellos cae de espaldas sobre el fango, mientras el otro huye corriendo. Cuando regresa, la disputa ya está solventada, como atestigua el bambú con refuerzos de hierro del vencido. Pese a ello, nunca se lo agradecen al . No, en vez de hacerlo se ponen a gritar: «¡Asesino!», y sus familias, veinte personas por bando, empiezan a luchar a estacazos. Mi gente es buena gente: Jats de las tierras altas, Malwais de Bêt. No se pegan por el simple gusto de pegarse, sino que, al terminar la refriega, el viejo está esperando un poco más abajo, en el río, allí donde no pueden verlo desde el poblado, detrás de los matorrales de que veis allí. Entonces empiezan a bajar, mis Jats de anchos hombros, ocho o nueve caminando juntos bajo las estrellas, transportando el muerto en un catre. Son ancianos de barbas grises y voz tan grave como la mía. Encienden una pequeña hoguera… ¡Ah, qué bien conozco esas hogueras! Mascan tabaco y, formando un corro, mueven la cabeza en señal de asentimiento y de vez en cuando señalan con ella al muerto, que yace en la orilla. Dicen que, a causa de lo que han hecho, la Ley inglesa vendrá a buscarlos con una soga y que la familia de tal o cual hombre se verá cubierta de vergüenza, porque a tal o cual hombre lo ahorcarán en el gran patio de la prisión. «¡Que lo cuelguen!», gritan los amigos del muerto, y la discusión vuelve a comenzar desde el principio. Y así una, dos, veinte veces durante la larga noche. Al fin uno de ellos dice: «La pelea fue limpia. Aceptemos una compensación en dinero, un poco más de lo que ofrece el que lo ha matado, y no volveremos a hablar del asunto». Entonces se ponen a regatear sobre la suma pues el muerto era un hombre fuerte y ha dejado muchos huérfanos. Pero antes del (el amanecer) acercan un poco de fuego, según la costumbre, y el muerto viene a mí y él sí que no dice nada del asunto. ¡Ajá, hijos míos! ¡El lo sabe… lo sabe! ¡Mis Malwais Jats son buena gente!

—Son demasiado agarrados… tienen el puño demasiado cerrado para mi gusto —graznó el Marabú—. No gastan betún con los cuernos de la vaca, como dice el refrán. Además, ¿quién encuentra algo que llevarse al pico allí por donde hayan pasado los Malwais?

—Ah, a mí me basta con hincarles el diente a ellos —dijo el .

—Ahora bien, en los viejos tiempos, allá en el sur, en Calcuta —prosiguió el Marabú—, todo lo echaban a la calle. No teníamos más que escoger lo que nos apeteciese. Aquellos eran buenos tiempos. Pero hoy día tienen las calles tan limpias como la cáscara de un huevo y mi gente se va volando a otras tierras. Una cosa es ser limpio y otra es quitar el polvo, barrer y regar siete veces al día. Eso cansa hasta a los mismos dioses.

—Un hermano mío me contó que, según le había dicho un chacal del sur, allá en Calcuta todos los chacales estaban tan gordos como las nutrias en época de lluvias —dijo el Chacal, al que la boca se le hacía agua con solo pensarlo.

—Sí, pero es que allí están los caras blancas, los ingleses, y traen perros en barco de no sé qué lugar río abajo…, unos perros grandes y gordos que se cuidan de que los chacales de que nos hablas estén bien flacos —dijo el Marabú.

—¿Así que tienen el corazón tan duro como la gente de aquí? Debí suponerlo. Ni la tierra, ni el cielo, ni el agua se muestran caritativas con un chacal. La temporada pasada vi las tiendas de un cara blanca, después de las lluvias, y, además, cogí unas bridas amarillas y nuevas y me las comí. Los caras blancas no saben curtir bien sus pieles. Me puse muy malo a causa de lo que me comí.

—Peor fue mi caso —dijo el Marabú—. Cuando tenía solo tres temporadas y era un pájaro joven y atrevido, una vez bajé hasta esa parte del río donde atracan las grandes barcas. Las barcas de los ingleses son grandes como tres poblados juntos.

—En sus viajes ha llegado hasta Delhi y dice que allí toda la gente camina sobre la cabeza —murmuró el Chacal.

El abrió el ojo izquierdo y miró atentamente al Marabú.

—Es cierto —insistió el gran pájaro—. Un mentiroso solo miente cuando espera que le crean. Nadie que no hubiese visto esas barcas podría creer esta verdad.

—Eso es más razonable —dijo el —. ¿Y después?

—De las entrañas de una de las barcazas estaban sacando grandes trozos de una cosa blanca que en pocos instantes se convertía en agua. Grandes pedazos se desprendían del resto y caían en la playa, y lo que quedaba se apresuraban a meterlo en una casa de gruesas paredes. Pero un barquero, uno que estaba riendo, cogió un trozo no mayor que un perro pequeño y me lo arrojó. Yo… toda mi gente… nos tragamos las cosas sin pensarlo dos veces, de modo que, siguiendo la costumbre, me tragué aquel pedazo. Inmediatamente empecé a sentir un frío tremendo que, empezando por el buche, me recorría el cuerpo hasta la punta de las patas, dejándome sin habla. Mientras, los barqueros se reían de mí. Jamás he padecido un frío semejante. Presa del dolor y el pasmo, estuve bailando hasta que recobré el aliento y entonces me puse a bailar y a gritar contra la falsedad de este mundo mientras los barqueros se tronchaban de risa. Lo más maravilloso del asunto, dejando aparte aquella prodigiosa sensación de frío, fue que, cuando dejé de lamentarme ¡no había absolutamente nada en mi buche!

El Marabú había tratado de describir lo mejor posible las sensaciones que experimentó después de tragarse un trozo de hielo, de siete libras de peso, transportado desde el lago Wenham por un buque frigorífico americano, en los días anteriores a la instalación en Calcuta de maquinaria para fabricar hielo. Pero como él no sabía qué era el hielo, y menos aún lo sabían el y el Chacal, al cuento le faltó emoción.

—Cualquier cosa —dijo el , volviendo a cerrar el ojo izquierdo—, cualquier cosa es posible si sale de una barca grande como tres veces el poblado de . Mi poblado no es de los pequeños.

En lo alto del puente se oyó un silbido y el correo de Delhi pasó rápidamente por encima de sus cabezas, brillantemente iluminados todos los vagones y seguido fielmente por las sombras del río. Luego el traqueteo se perdió en la oscuridad y el silencio volvió a reinar en el lugar. El y el Chacal, sin embargo, estaban tan acostumbrados que ni siquiera volvieron la cabeza para ver pasar el tren.

—¿Eso os parece menos maravilloso que una barca grande como tres veces ? —preguntó el pájaro, alzando la cabeza.

—Eso vi cómo lo edificaban, hijo —dijo el —. Vi crecer los pilares del puente piedra a piedra, y cuando los hombres caían al río (se sostenían la mar de bien allí arriba, pero a veces alguno perdía pie y se caía) yo estaba dispuesto. Cuando terminaron el primer pilar, no se les ocurrió buscar el cadáver en el río para incinerarlo. Como veis, también en este caso les ahorré muchas complicaciones. No tuvo nada extraño la construcción del puente.

—Pero ¿y eso que lo cruza arrastrando unos carros con tejado? ¡Eso sí que es extraño! —repitió el Marabú.

—Se trata de alguna nueva raza de buey, sin ninguna duda. Algún día no podrá sostenerse allí arriba y caerá como caían los hombres. El viejo lo estará esperando.

El Chacal miró al Marabú, y el Marabú miró al Chacal. Si de algo estaban más seguros que de cualquier otra cosa, ese algo era que la locomotora podía serlo todo menos un buey. Una y otra vez la había observado el Chacal desde las matas de áloe que crecían a ambos lados de la vía férrea, a la vez que el Marabú llevaba viendo aquella clase de máquinas desde la llegada de la primera locomotora a la India. Pero el solo había visto aquella cosa desde abajo, creyendo que la pequeña cúpula de bronce era la joroba de un buey.

—¡Hum…! Sí, una nueva especie de buey —repitió el con voz grave, para acabar de convencerse a sí mismo.

—A punto fijo que es un buey —dijo el Chacal.

—Aunque bien podría ser… —empezó a decir el con acento áspero.

—Cierto, muy cierto —dijo el Chacal, sin esperar a que el otro terminase.

—¿Qué? —dijo el con cara de pocos amigos, pues tenía la sensación de que los otros dos sabían más que él—. ¿Qué podría ser? Yo no he terminado de decirlo y vosotros habéis dicho que era un buey.

—Es cualquier cosa que el Protector de los Pobres tenga a bien que sea. Yo soy su servidor, y no el servidor de esa cosa que cruza el río.

—Sea lo que sea, es obra de los caras blancas —dijo el Marabú—. Yo por mi parte no me pondría en un sitio tan cercano al puente como este banco de arena.

—Tú no conoces a los ingleses tan bien como yo —dijo el —. Había un cara blanca aquí, cuando estaban construyendo el puente, que por la tarde solía coger una barca y, golpeando con los pies las tablas del fondo, susurraba: «¿Está aquí? ¿Lo habéis visto? Traedme el fusil». Yo podía oírlo antes de verlo… Lo oía todo: el crujido de la barca, la respiración del hombre, los golpes del fusil, mientras iba arriba y abajo por el río. Tan cierto como que había recogido a uno de sus trabajadores, ahorrándoles así la leña de la pira funeraria, era que acababa por bajar hasta el y una vez allí, empezaba a proclamar en voz alta que me cazaría y libraría el río de mi presencia, de mí ¡el de ! ¡Imaginaos! Hijos míos, me pasaba horas y más horas nadando por debajo de su barca y oyéndole disparar contra los troncos que flotaban en el río. Cuando estaba seguro de que ya no podía más de cansancio, salía a la superficie y cerraba mis fauces a poca distancia de sus narices. Cuando terminaron el puente, el cara blanca se marchó. Todos los ingleses cazan de esta manera, salvo cuando los cazados son ellos.

—¿Quién caza a los caras blancas? —preguntó el Chacal, presa de excitación.

—Ahora nadie, pero en mis tiempos yo lo cazaba.

—Recuerdo un poco esas cacerías. Yo era muy joven por aquel entonces —dijo el Marabú, haciendo un ruido muy significativo con el pico.

—Me encontraba muy bien instalado aquí. Recuerdo que estaban construyendo por tercera vez mi poblado cuando mi primo, el gavial, me trajo noticias de las ricas aguas que había más arriba de Benarés. Al principio no quería irme, pues mi primo, que es un comedor de peces, no siempre sabe distinguir lo bueno de lo malo. Pero oí que mi gente hablaba de ello durante las veladas y lo que decían me sacó de dudas.

—¿Y qué es lo que decían? —preguntó el Chacal.

—Lo que dijeron fue suficiente para que yo, el de , saliera del agua y me pusiera a caminar. Viajaba de noche, aprovechando los riachuelos que encontraba a mi paso, pero, como estábamos a principios de la estación calurosa, todos los ríos llevaban poco caudal. Crucé caminos polvorientos, me metía en campos de espesa hierba y de noche escalaba montañas a la luz de la luna. Incluso trepaba por las rocas, hijos míos: tenedlo en cuenta. Atravesé la cola del Sirhin, el que no lleva agua, antes de encontrar aquella serie de riachuelos que desembocan en el Gunga. Transcurrió todo un mes desde que salí de donde se hallaban mi gente y el río que conocía. ¡Fue maravilloso!

—¿Cómo te alimentaste por el camino? —preguntó el Chacal, que tenía el alma en el estómago y no se sentía impresionado por las caminatas del .

—Comía lo que encontraba… —repuso el , pronunciando despacio cada una de las palabras.

Ahora bien, en la India no se llama «primo» a un hombre a no ser que el que así lo llame crea posible establecer algún vínculo de sangre con él, y, como es solo en los viejos cuentos de hadas que un se casa con algún chacal, el Chacal comprendió enseguida por qué razón acababa de verse elevado al círculo familiar del . De haber estado los dos solos, no le habría importado, pero los ojos del Marabú relucieron de hilaridad al oír la fea broma.

—Por supuesto, padre. Debí imaginármelo —dijo el Chacal.

Al no le hace ninguna gracia que lo llamen padre de chacales y así lo dijo el de . Dijo muchas más cosas, también, pero no viene al caso repetirlas aquí.

—El Protector de los Pobres ha declarado nuestro parentesco. ¿Cómo voy a recordar exactamente qué grado de parentesco nos une? Además, los dos comemos lo mismo. Él mismo lo ha dicho —replicó el Chacal.

Eso empeoró las cosas aún más, pues lo que el Chacal insinuaba era que el , durante su marcha por tierra, debió comer lo que encontraba el mismo día, es decir, comida fresca en vez de guardarla hasta que se hallase en condiciones de ser ingerida, como hacen todo que se precie y la mayor parte de las bestias salvajes cuando pueden. De hecho, uno de los peores insultos que se conocen a lo largo del curso del río es el de «comedor de carne fresca». Se considera casi tan grave como tachar de caníbal a un hombre.

—Ese alimento lo comiste hace treinta estaciones —dijo el Marabú con calma—. Aunque nos pasemos hablando otras treinta estaciones, nunca volverá. Así que, dinos qué sucedió cuando llegaste a las aguas buenas después de tu maravilloso y portentoso viaje por tierra. Si prestáramos atención a los aullidos de todos los chacales, los asuntos de la ciudad quedarían paralizados, como dice el refrán.

Seguramente el se sentía agradecido por la interrupción, ya que se apresuró a proseguir con su historia:

—¡Por la orilla izquierda y derecha del Gunga! ¡Cuando llegué no vi por ninguna parte las aguas de que me habían hablado!

—Entonces ¿es que eran mejores que la gran inundación de la última estación? —dijo el Chacal.

—¡Mejores! La de la pasada estación no fue mayor que la que se produce cada cinco años: se ahogan un puñado de forasteros, algunas gallinas y en las aguas fangosas y revueltas flota un buey muerto. Pero la estación en que estoy pensando… el río llevaba poco caudal y estaba calmado, y, como me había dicho el gavial, los ingleses muertos bajaban por las aguas, uno tras otro, casi tocándose. Me puse que daba gloria verme… ¡Cómo me puse! Desde Agrá, pasando por Etawah y las aguas caudalosas cerca de Allahabad…

—¡Ay, el remolino que se formó al pie de las murallas del fuerte de Allahabad! —exclamó el Marabú—. Había tantos como patos silvestres en los cañaverales, y daban vueltas y más vueltas… ¡Así!

De nuevo se puso a bailar su horrible danza, mientras el Chacal lo contemplaba con ojos cargados de envidia. Él, naturalmente, no podía recordar el terrible año del motín de que estaban hablando. El prosiguió:

—Sí, allí en Allahabad uno se quedaba quieto en las aguas tranquilas y dejaba que pasaran una veintena antes de decidirse por uno. Y sobre todo, los ingleses no iban cargados de joyas ni llevaban anillos en la nariz o en los tobillos como llevan hoy las mujeres de mi gente. Deleitarse con los ornamentos, como reza el dicho, es acabar con una soga a guisa de collar. Aquel año engordaron todos los de todos los ríos, pero fue mi Destino que engordase más que todos los otros. Según las noticias, estaban persiguiendo a los ingleses hacia los ríos. ¡Por las orillas del Gunga! Nosotros nos las creímos. Seguí creyéndomelas mientras me dirigí hacia el sur, y bajé hasta Monghyr y las tumbas que dominan el río.

—Conozco ese lugar —dijo el Marabú—. Desde entonces Monghyr es una ciudad muerta. Ahora solo viven en ella unos cuantos hombres.

—Después me puse a nadar río arriba, despacio, con mucha pereza, y un poco más arriba de Monghyr vi bajar una barca llena de caras blancas… ¡Vivas! Recuerdo que eran mujeres y estaban echadas debajo de una sábana sostenida por cuatro palos. Se las oía llorar. En ningún momento nos dispararon a nosotros, que en aquellos días éramos los vigilantes de los vados. Todos los fusiles tenían trabajo en otras partes. Día y noche llegaba desde tierra adentro el ruido de las detonaciones, que el viento nos acercaba y luego se llevaba otra vez. Surgí a la superficie delante de la barca, ya que nunca había visto caras blancas vivas, aunque las conocía, bueno… de otra forma. Una criatura blanca y desnuda se arrodilló junto a la borda y se agachó sobre las aguas, y se le ocurrió meter las manos en ellas para dejar una estela detrás.

Es bonito ver lo mucho que les gusta a los niños el agua corriente. Yo ya había comido aquel día, pero aún me quedaba un rinconcito vacío en el estómago. De todos modos, no fue para comer, sino para divertirme que saqué la cabeza a poca distancia de las manos de la criatura. Eran un blanco tan visible que ni siquiera miré al cerrar las quijadas. Pero eran también tan diminutas que, aunque estoy seguro de que las atrapé, la criatura las apartó rápidamente sin sufrir el menor daño. Debieron de pasar entre mis dientes, aquellas manitas blancas. Hubiese debido atraparle de lado, por los codos, pero, como he dicho, lo hice únicamente por deporte y para ver algo que era nuevo para mí. Las mujeres de la barca se pusieron a gritar, una tras otra, y al poco salí de nuevo para verlas. La barca era demasiado pesada para volcarla. A bordo solo había mujeres, pero, como dice el refrán, «el que se fía de las mujeres es como si no viese las plantas que ocultan un pantano».

—Una vez una mujer me dio pieles de pescado secas —dijo el Chacal—. Yo albergaba la esperanza de arrebatarle su bebé, pero comer pienso de caballos es preferible a recibir una coz de los mismos, según el dicho. ¿Qué hizo tu mujer?

—Me disparó con un fusil corto de un tipo que no había visto ni he vuelto a ver desde entonces. Cinco veces, una tras otra —dijo el ; debió de encontrarse con un revólver anticuado—, y yo me quedé boquiabierto, mirándola con la cabeza envuelta en humo. Jamás he visto nada semejante. Cinco tiros, tan rápidos como los golpes que doy con la cola… ¡Así!

El Chacal, cuyo interés por la historia crecía de segundo en segundo, tuvo el tiempo justo de saltar hacia atrás antes de que la enorme cola pasara volando como la hoz de un segador.

—Hizo fuego cinco veces —prosiguió el , como si jamás hubiese soñado siquiera con dejar atontado de un coletazo a uno de sus oyentes—, cinco veces antes de que me sumergiera. Luego volví a salir y tuve el tiempo justo de oír cómo un barquero les decía a todas aquellas mujeres blancas que sin ninguna duda yo estaba muerto. Una de las balas se me había metido debajo de una placa del cuello. No sé si aún está allí, porque no puedo volver la cabeza. Mira a ver, hijo. Demostrará que mi historia es cierta.

—¿Yo? —dijo el Chacal—. ¿Acaso un comedor de zapatos viejos, un quebrantahuesos, tiene derecho a dudar de la palabra de quien es la Envidia del Río? ¡Que me arranquen la cola a mordiscos unos perritos ciegos si alguna vez la sombra de semejante pensamiento ha cruzado mi humilde cerebro! El Protector de los Pobres ha condescendido a informarme a mí, su esclavo, que una vez en la vida fue herido por una mujer. Eso me basta. Lo contaré a todos mis hijos, sin jamás pedir pruebas.

—A veces el exceso de cortesía no es mejor que el de grosería, ya que, como dice el refrán, a fuerza de darle requesón uno puede ahogar a su invitado. Lo que es yo, no tengo el menor deseo de que tus hijos lleguen a saber que el de recibió su única herida de una mujer. ¡Bastantes cosas en que pensar tendrán, si tienen que ganarse el sustento de forma tan miserable como su padre!

—¡Hace tiempo que cayó en el olvido! ¡Jamás se dijo! ¡Jamás existió una mujer blanca! ¡No había ninguna barca! Nada de todo eso sucedió.

El Chacal meneó la cola para demostrar cuán concienzudamente lo había borrado todo de su memoria y luego se sentó, dándose aires de ser muy importante.

—En verdad que sucedieron muchas cosas —dijo el , viendo por segunda vez cómo echaban por tierra el intento de vencer a su amigo. (Sin embargo, ninguno de los dos albergaba malas intenciones. Comer y ser comido era cosa de ley en el río, y el Chacal acudía siempre en busca de su parte cuando el terminaba de comer)—. Dejé en paz aquella barca y seguí río arriba y, al llegar a Arrah y a las aguas remansadas que hay detrás, ya no encontré más ingleses muertos. Durante un trecho el río estaba vacío. Luego bajaron uno o dos muertos. Llevaban guerreras rojas. No eran iguales que las de los ingleses, pero sí iguales unas a otras… hindúes o . Luego empezaron a bajar de cinco en cinco, de seis en seis y finalmente, desde Arrah hasta el norte, más allá de Agra, parecía que poblados enteros se hubiesen metido en el agua. Salían de los riachuelos, uno tras otro, igual que los troncos cuando vienen las lluvias. Cuando crecían las aguas, subían también ellos desde los bajíos donde estaban descansando. Y cuando las aguas bajaban los arrastraban por los pelos a través de campos y de la jungla. Durante toda la noche, además, mientras me dirigía hacia el norte, oí disparos y de día oía el ruido de botas al cruzar los vados, así como ese ruido que hacen las pesadas ruedas de carro al aplastar la arena del fondo. Cada onda traía más muertos. Al final hasta yo me asusté, pues me dije: «Si eso les pasa a los hombres, ¿cómo va a escapar el de ?». También había barcas que subían por el río sin velas, ardiendo todo el rato, pues echaban humo como los barcos del algodón. Y, pese a ello, no se hundían.

—¡Ah! —exclamó el Marabú—. Barcas como las que tú dices las he visto llegar a Calcuta, en el sur. Son altas y negras, y con la cola van azotando el agua y…

—Son grandes como tres veces mi poblado. Las mías eran bajas y blancas y azotaban el agua por los dos costados, y no eran más grandes de lo que deben ser las barcas de quien diga la verdad. Me asusté mucho al verlas, así que salí del agua y regresé a este río, que es el mío. Me escondía durante el día y viajaba por la noche, caminando cuando no encontraba ningún arroyuelo. Finalmente llegué a mi poblado, aunque no esperaba ver a mi gente en él. No obstante, allí estaban: arando, sembrando y recogiendo la cosecha, yendo de un lado para otro por sus campos, tan tranquilos como sus vacas.

—Y en el río, ¿seguías encontrando buena comida? —preguntó el Chacal.

—Más de la que quería. Incluso yo… y eso que no como fango… incluso yo me sentía cansado y recuerdo que un poco asustado ante semejante ir y venir de aquella gente silenciosa. Oí decir a la gente de mi poblado que todos los ingleses estaban muertos, pero los que la corriente arrastraba boca abajo por el río no eran ingleses, como mi gente podía ver muy bien. Luego mi gente dijo que era mejor no decir ni pío y seguir pagando el impuesto y arando la tierra. Al cabo de mucho tiempo, el río quedó limpio y resultaba fácil ver que los que viajaban flotando por él se habían ahogado en las inundaciones. Pude verlo muy bien y me alegré de ello, aunque se hizo más difícil encontrar comida. Que me maten un poquito aquí y allá no está mal, pero hasta el se da a veces por satisfecho, como dice el refrán.

—¡Maravilloso! ¡Realmente maravilloso! —exclamó el Chacal—. He engordado con solo oír hablar tanto de buena comida. Y, si se me permite la pregunta, ¿qué hizo después el Protector de los Pobres?

—Me dije a mí mismo, ¡y por las orillas del Gunga que sellé mi juramento cerrando las quijadas!, que nunca más me dedicaría a vagabundear. Así que me quedé a vivir en el , muy cerca de mi propia gente, a la que vigilé año tras año. Y ellos me querían tanto que me arrojaban coronas de caléndulas cuando veían surgir mi cabeza del agua. Sí, y el Destino ha sido muy bueno conmigo, y el río es lo bastante considerado para respetar mi pobre y débil presencia, solo que…

—Nadie es feliz desde el pico hasta la cola —dijo el Marabú comprensivamente—. ¿Qué más necesita el de ?

—Aquella criaturita blanca que no pude atrapar —dijo el , suspirando hondamente—. Era muy pequeña, pero no la he olvidado. Ya soy viejo, pero antes de morir desearía probar algo nuevo. Es cierto que son torpes al andar, ruidosos y estúpidos, y la diversión sería poca, pero me acuerdo de los viejos tiempos allá en Benarés y, si todavía vive, la criatura también se acordará. Puede que suba y baje por la orilla de algún río, contando cómo una vez pasó las manos entre los dientes del de y vivió para contarlo. El Destino ha sido muy bueno conmigo, pero algo me atormenta a veces en mis sueños: el recuerdo de aquella criatura en la proa de la barca.

Bostezó y después cerró las quijadas.

—Y ahora voy a descansar y pensar. Guardad silencio, hijos míos, y respetad a los viejos.

Se volvió pesadamente y arrastró el cuerpo hasta la cima del banco de arena, mientras el Chacal y el Marabú se cobijaban debajo de un árbol solitario que había en el extremo más cercano al puente del ferrocarril.

—Provechosa y agradable vida la suya —dijo el Chacal, alzando los ojos con expresión inquisitiva hacia el pájaro—. Y ni una sola vez, repito, ni una sola vez se ha dignado decirme en qué parte de la orilla podría encontrar un buen bocado. Yo, en cambio, le he dicho centenares de veces que algo bueno bajaba por el río. Cuán cierto es el dicho de que «nadie se acuerda del chacal y del barbero una vez conocida la noticia». ¡Ahora se va a dormir!

—¿Cómo puede un chacal cazar con un ? —preguntó fríamente el Marabú—. Ladrón grande y ladrón pequeño: es fácil adivinar quién se lleva la mejor parte.

El Chacal se volvió, aullando con impaciencia, e iba a acurrucarse debajo del árbol cuando de pronto retrocedió asustado y miró entre las ramas del árbol hacia el puente, que colgaba casi encima mismo de su cabeza.

—¿Qué pasa ahora? —dijo el Marabú, desplegando las alas con gesto de inquietud.

—Espera a que lo veamos. El viento sopla desde donde estamos hacia ellos, aunque no nos están buscando… esos dos hombres.

—Hombres, ¿eh? Mi cargo me protege. Toda la India sabe que soy sagrado.

Como es un barrendero de primera, al Marabú se le permite ir y venir a su antojo, por lo que el compañero del Chacal no dejó entrever la menor señal de querer huir de allí.

—Yo no valgo lo suficiente para recibir puntapiés dados con algo mejor que un zapato viejo —dijo el Chacal, volviendo a aguzar el oído—. ¡Más pisadas! —agregó—. Eso no son sandalias de campesino, sino botas de cara blanca. ¡Escucha! ¡Ahí se oye entrechocar de hierros! ¡Llevan fusiles! Amigo mío, esos ingleses torpes y estúpidos vienen a hablar con el .

—Avísalo, pues. Hace apenas un ratito alguien que no era muy distinto de un chacal famélico lo llamó Protector de los Pobres.

—Deja que mi primo cuide de su propio pellejo. Una y otra vez me ha dicho que no hay nada que temer de los caras blancas. Y esos que se acercan tienen que ser caras blancas, pues ningún habitante de se atrevería a venir por él. Fuera del agua no oye muy bien, y… ¡esta vez no es una mujer!

El reluciente cañón de un fusil lanzó un fugaz destello bajo la luz de la luna, entre la espesura. El seguía tumbado en el banco de arena, inmóvil como su propia sombra, con las patas delanteras algo separadas y la cabeza entre ellas, roncando como… un .

En lo alto del puente una voz susurró:

—Es un blanco extraño… casi en perpendicular, pero no corremos ningún peligro aquí arriba. Prueba a darle detrás del cuello. ¡Atiza! ¡Qué bestia! Los del pueblo se pondrán furiosos si le pegamos un tiro, de todos modos. Es el (diosecillo) de estos andurriales.

—Me importa un bledo —respondió otra voz—. Se llevó quince de mis mejores peones indios mientras construíamos el puente. Ya es hora de que alguien acabe con él. Llevo semanas recorriendo el río en bote intentando dar con él. Ten el rifle preparado para cuando le haya descargado los dos cañones del mío.

—Ojo con el retroceso, que un disparo doble con un fusil del cuatro no es cosa de broma.

—Eso es él quien debe decirlo. ¡Ahí va!

Se oyó un estampido como el de un cañón pequeño (el calibre más grande de rifle para matar elefantes no difiere en mucho de algunas piezas de artillería), una doble llamarada rasgó la oscuridad y en el acto se oyó la seca detonación de un , cuyas alargadas balas atraviesan como si nada las placas de un cocodrilo. Pero fueron las balas explosivas las que hicieron la tarea. Una de ellas se alojó justo detrás del cuello, a menos de un palmo a la izquierda del espinazo, al tiempo que la otra estallaba un poco más abajo, en el nacimiento de la cola. En noventa y nueve casos de cada cien un cocodrilo mortalmente herido consigue arrastrarse hasta llegar a aguas profundas y huir, pero el de quedó literalmente partido en tres trozos. Apenas si movió la cabeza antes de que la vida lo abandonase y quedara tendido en el suelo, tan liso como el Chacal.

—¡Rayos y truenos! ¡Truenos y rayos! —exclamó la pobre bestezuela—. ¿Es que lo que arrastra los carros cubiertos por el puente ha caído por fin al río?

—No es más que un fusil —dijo el Marabú, aunque le temblaban hasta las plumas de la cola—. Nada más que un fusil. Está bien muerto. Ahí vienen los caras blancas.

Los dos ingleses acababan de bajar corriendo del puente y cruzaron el banco de arena, donde se detuvieron contemplando admirados la longitud del . Luego un nativo llegó con un hacha y cortó la enorme cabeza y otros cuatro hombres se la llevaron a rastras por el banco de arena.

—La última vez que metí la mano en la boca de un —dijo uno de los ingleses, agachándose (se trataba del hombre que había construido el puente)—, fue cuando tendría yo unos cinco años, yendo río abajo hacia Monghyr, en un bote. Fui uno de los Bebés del Motín, como nos llama la gente. La pobre mamá iba también en el bote, y a menudo me contaba cómo había hecho fuego contra la cabeza de la bestia con la vieja pistola de papá.

—Bueno, no puede negarse que te has tomado tu venganza en el jefe de la tribu… aunque te sangre la nariz por culpa del retroceso de la culata. ¡Eh, barqueros! Arrastrad la cabeza hasta la orilla y la herviremos para sacarle el cráneo. La piel está demasiado maltrecha para conservarla. Vámonos ya a acostarnos. Ha valido la pena pasarse la noche en blanco, ¿verdad?

Resulta curioso, pero el Chacal y el Marabú hicieron exactamente el mismo comentario transcurridos apenas tres minutos después de que los hombres se hubieran marchado.

Canción de la onda

Canción de la onda

Llegó una vez una onda a tierra,

ardiendo bajo el sol de la tarde,

y tocó la mano de una doncella

que por el vado a casa regresaba.

Finos pies y dulce seno,

van a casa a descansar.

«¡Espera!», dijo la onda.

«¡Espera, pues la Muerte soy!».

A donde me llama mi amor voy,

malo sería despreciarlo.

Fue un pez lo que se movió,

nadando raudamente.

Finos pies, corazón tierno,

aguarda el transbordador.

«¡Espera!», dijo la onda.

«¡Espera, pues la Muerte soy!».

Cuando mi amor llama, me apresuro,

pues no se casó la Desdeñosa.

Y onda tras onda en la corriente

su cintura abrazó.

Corazón loco y mano fiel,

piececitos en el agua,

lejos huyó la onda, lejos,

lejos y encarnada.

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