CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO VIII
En la mañana de un magnífico día de junio nació un niño precioso, el primero que crié y el último de la vieja estirpe de los Earnshaw. Estábamos ocupados con el heno en un campo muy alejado, cuando la chica que acostumbraba a traernos el desayuno vino corriendo, una hora o así más temprano, atravesando la pradera y por la vereda arriba, llamándome al tiempo que corría:
—¡Qué niño tan guapo! —dijo sin aliento—. El niño más hermoso que vio jamás la luz. Pero el doctor dice que la señora se va, dice que ha estado tuberculosa todos estos meses. Oí que se lo decía al señor Earnshaw, y ahora no hay nada que la retenga, morirá antes del invierno. Tiene que venir inmediatamente a casa. Va usted a criarle, Nelly, a alimentarle con azúcar y leche y cuidarle día y noche. Ojalá yo fuera usted, porque será todo suyo cuando no esté la señora.
—Pero ¿está muy enferma? —pregunté, soltando el rastrillo y atándome la cofia.
—Me imagino que sí, pero está muy animada y habla como si pensara vivir para verlo hecho un hombre. Está fuera de sí de alegría, ¡es tan guapo! Si yo fuera ella de seguro que no me moriría. Me pondría mejor con sólo mirarle, a pesar de Kenneth. Casi me volví loca al verle. La señora Archer bajó el querubín al amo que estaba en la sala, y se le empezaba a iluminar la cara cuando el viejo gruñón se adelantó y le dijo:
—Earnshaw, es una bendición que su mujer haya podido vivir para dejarle a usted este niño. Cuando ella vino estaba convencido de que no estaría mucho tiempo entre nosotros, y ahora tengo que decirle que el invierno probablemente acabará con ella. No se apure, ni se lamente demasiado, no tiene remedio. Además debía haberlo pensado mejor antes de escoger una muchacha tan delicada.
—¿Qué le contestó el amo? —pregunté.
—Creo que una maldición, pero no me fijé en él, estaba poniendo todo mi esfuerzo en ver al niño.
Y empezó de nuevo a describirlo embelesada. Yo, tan emocionada como ella, corrí ansiosa a casa para admirarle a mi vez, aunque lo sentía mucho por Hindley. En su corazón no había sitio más que para dos ídolos… su mujer y él mismo, amaba a los dos, pero adoraba a uno, y no podía concebir cómo iba a soportar la pérdida.
Cuando llegamos a Cumbres Borrascosas allí estaba él, en la puerta principal y, al entrar, le pregunté cómo estaba el niño.
—Casi listo para echar a correr, Nelly —respondió con alegre sonrisa.
—¿Y la señora? —me aventuré a preguntar—. El doctor dice que ella…
—¡Condenado doctor! —interrumpió sonrojándose—. Frances está muy bien. Se encontrará perfectamente en una semana. ¿Vas a subir? Dile que iré si promete no decir una palabra, la dejé porque no paraba de hablar, y tiene… dile que el doctor Kenneth dice que tiene que estar callada.
Transmití su mensaje a la señora Earnshaw, que estaba muy animada, y respondió alegremente:
—Apenas dije una palabra, Ellen, y allá se ha ido dos veces llorando. Bueno, dile que prometo no hablar, pero eso no me obliga a no reírme de él.
¡Pobre mujer! Hasta una semana antes de su muerte, aquel alegre corazón nunca le falló, y su marido insistía obstinadamente, aún más, furiosamente, en afirmar que su salud mejoraba cada día. Cuando Kenneth le advirtió que las medicinas eran inútiles en ese estado de la enfermedad y que no tenía por qué ocasionarle más gastos por atenderla, replicó:
—Ya sé que usted no es necesario… ella está bien… no necesita que usted la atienda más. No estuvo nunca tuberculosa. Era una fiebre. Y ha desaparecido. Ahora tiene el pulso tan lento como el mío, y las mejillas tan frescas.
Le contó a su mujer la misma historia, y ella parecía creerle, pero una noche, mientras estaba reclinada en su hombro, al intentar decirle que creía que podría levantarse al día siguiente, le dio un ataque de tos —uno muy ligero—. Él la levantó en brazos. Ella se llevó las dos manos al cuello, se le demudó el rostro y había muerto.
Como la chica había anticipado, el niño Hareton quedó por completo en mis manos. El señor Earnshaw con tal de verle sano y no oírle nunca llorar estaba contento por lo que al niño se refería. En cuanto a él, su desesperación iba en aumento. Su dolor era de ésos que no se lamentan. No lloraba, ni rezaba. Maldecía y desafiaba, renegaba de Dios y de los hombres y se entregó a una insensata disipación. Los criados no soportaron mucho tiempo su conducta tiránica y perversa. Joseph y yo fuimos los únicos que nos quedamos. Yo no tuve valor para abandonar al niño a mi cargo y, además, ya sabe que yo había sido su hermana de leche y perdonaba su conducta más fácilmente que cualquier extraño lo hubiera hecho. Joseph se quedó para mangonear a arrendatarios y labriegos, y porque su vocación consistía en estar allí donde hubiera mucha maldad que reprender.
Las malas maneras y malas compañías del amo constituían un bonito ejemplo para Catherine y para Heathcliff. El trato que le daba a este último era bastante para convertir en demonio a un santo. Y, en verdad, parecía que el chico estaba poseído de algo diabólico en aquella época. Le encantaba atestiguar cómo Hindley se degradaba a sí mismo sin remedio y cómo su hosquedad salvaje y su ferocidad se hacían cada día más patentes. No puedo ni medio contarle el infierno que teníamos en aquella casa. El coadjutor dejó de visitarnos y al final ninguna persona decente se nos acercaba, a menos que las visitas de Edgar Linton a la señorita Cathy se consideren una excepción. A los quince años era la reina de la comarca. No tenía rival, y se convirtió en una criatura altanera y testaruda. Reconozco que dejé de quererla desde que pasó de la niñez, y la reñía con frecuencia intentando doblegar su arrogancia, a pesar de ello nunca me tomó aversión. Tenía un extraordinario apego a sus antiguas relaciones, incluso mantenía un afecto inalterable por Heathcliff, y al joven Linton, con toda su superioridad, le resultó difícil causar en ella una impresión igual de profunda. Él fue mi último amo, ése es su retrato, sobre la chimenea. Acostumbraba a estar colgado a un lado y el de su mujer al otro, pero el de ella lo retiraron, si no hubiera usted podido ver algo de lo que fue. ¿Lo ve bien?
La señora Dean levantó la vela y distinguí un rostro de facciones suaves, de un extraordinario parecido con la joven de las Cumbres, pero de expresión más pensativa y amable. Resultaba un cuadro encantador. Tenía el largo pelo rubio ligeramente rizado sobre las sienes, los ojos grandes y serios, la figura casi demasiado grácil. No me extrañó que Catherine Earnshaw olvidara a su primer amigo por un tipo como aquél. Mucho me sorprendió que él, si su mente se correspondía con su figura, pudiera prendarse de la Catherine Earnshaw que yo me imaginaba.
—Un retrato muy agradable —dije al ama de llaves—. ¿Se le parece?
—Sí —respondió—, pero era más guapo cuando estaba animado. Ésa era su fisonomía habitual. Le faltaba animación por lo general.
Catherine había conservado su amistad con los Linton desde aquellas cinco semanas de residencia con ellos, y como la niña no tuvo la tentación de mostrar el lado arisco en su compañía, y tenía el sentido común de avergonzarse de ser grosera donde había experimentado tan invariable cortesía, se impuso, sin quererlo, a la vieja dama y al viejo caballero, por su ingeniosa cordialidad; se ganó la admiración de Isabella, y el alma y el corazón de su hermano, adquisiciones que la halagaron desde el principio, porque era ambiciosa, y que la llevaron a adoptar una doble personalidad, sin tener exactamente la intención de engañar a nadie. Allí donde oía llamar a Heathcliff «vulgar rufián» o «peor que un animal», se cuidaba mucho de no actuar como él, pero en casa tenía poca inclinación a practicar los buenos modales, de lo que se hubieran reído, ni a refrenar su indómita naturaleza, lo que no le hubiera aportado ni crédito ni elogio.
El señor Edgar rara vez se atrevía a visitar abiertamente Cumbres Borrascosas. Tenía terror a la fama de Earnshaw y rehuía encontrarse con él, aunque siempre le recibíamos con nuestras mejores intenciones de cortesía. El mismo amo evitaba ofenderle, sabiendo por qué venía y, si no podía estar afable, se quitaba de en medio. Casi diría que su presencia allí desagradaba a Catherine. No era falsa, ni coqueta, pero evidentemente le molestaba que se encontraran sus dos amigos, porque cuando Heathcliff expresaba desprecio por Linton en su presencia, ella no podía ni medio asentir, como hacía cuando él no estaba y cuando Linton mostraba repugnancia y antipatía por Heathcliff, ella no se atrevía a considerar sus sentimientos con indiferencia como si el desprecio por su compañero de juegos apenas le importara. Muchas veces me reí de sus perplejidades y de sus secretos sinsabores, que en vano trataba ocultar a mis burlas. Esto suena a mala persona, pero era tan orgullosa que se hacía realmente imposible compadecer sus penas hasta que no se la castigara a una mayor humildad. Acabó finalmente por confesarse y confiar en mí. No había nadie más a quien pudiera convertir en su consejero.
Una tarde el señor Hindley había salido de casa, y Heathcliff, con ese motivo, decidió tomarse un descanso. Había cumplido entonces, creo, dieciséis años y sin tener unas facciones feas, ni ser corto de inteligencia, se las arreglaba para dar una impresión repulsiva, tanto de su interior como de su exterior, de la que no quedan huellas en su aspecto actual. En primer lugar había perdido por entonces el beneficio de su primera educación. El trabajo duro y continuado, empezaba temprano y terminaba tarde, había acabado con toda curiosidad que alguna vez tuviera en la búsqueda de conocimientos y con cualquier amor por los libros o por aprender. El sentimiento de superioridad que en su infancia le habían infundido los favores del viejo Earnshaw se había esfumado. Se esforzó durante mucho tiempo por mantenerse a la altura de Catherine en sus estudios, y cedió con agudo aunque secreto dolor, pero cedió completamente, y no hubo manera de convencerle de que diera un paso hacia arriba, cuando sintió que tenía necesariamente que hundirse por debajo de su nivel anterior. Entonces su apariencia personal cambió en consonancia con su deterioro mental. Adquirió un andar cabizbajo y un aspecto innoble; su carácter naturalmente reservado se exageró hasta llegar a un extremo casi estúpido de taciturnidad insociable y, aparentemente, sentía un sombrío placer en provocar la aversión más que la estima de sus pocos conocidos.
Catherine y él eran todavía compañeros constantes en sus momentos de respiro del trabajo, pero Heathcliff había cesado de mostrarle su cariño con palabras, y evitaba con airado recelo sus infantiles caricias, como si fuera consciente de que no podía ser gratificante derrochar en él tales muestras de afecto. En la ocasión antes mencionada, entró en la sala para anunciar su intención de no hacer nada, mientras yo ayudaba a la señorita Cathy a vestirse. Ella no había contado con que a Heathcliff se le fuera a meter en la cabeza no hacer nada y figurándose que iba a tener toda la sala para ella, se las arregló de alguna manera para informar a Edgar de la ausencia de su hermano y entonces se preparaba para recibirle.
—Cathy, ¿estás ocupada esta tarde? —le preguntó Heathcliff—. ¿Vas a alguna parte?
—No, está lloviendo —contestó ella.
—¿Por qué te has puesto este vestido de seda, entonces? —dijo—. No va a venir nadie, espero…
—Nadie que yo sepa —balbuceó la señorita—, pero tú deberías estar ya en el campo, Heathcliff. Ya ha pasado una hora desde la comida, creí que te habías ido.
—Hindley no nos libra a menudo de su maldita presencia —observó el muchacho—. No trabajaré más hoy, me quedaré contigo.
—Pero Joseph se lo contará —insinuó ella—. ¡Será mejor que te vayas!
—Joseph está cargando cal al otro lado del Risco de Peniston, eso le llevará hasta el anochecer y no se enterará.
Diciendo esto se acercó perezosamente al fuego y se sentó. Catherine reflexionó un instante con el ceño fruncido… creyó necesario allanar el camino para una posible intrusión.
—Isabella y Edgar hablaron de venir esta tarde —dijo, tras un minuto de silencio—. Como llueve apenas si les espero, pero pueden venir, y si vienen, tú corres el riesgo de que te riñan por nada.
—Manda a Ellen a decirles que estás ocupada, Cathy —insistió—. No me eches por esos desgraciados y estúpidos amigos tuyos. Yo a veces estoy a punto de quejarme de que ellos… pero no lo diré…
—¡Que ellos qué! —gritó Catherine, mirándole con el rostro turbado—. ¡Oh, Nelly! —añadió enfurruñada, retirando bruscamente la cabeza de mis manos—, me has peinado sin un rizo. Ya está bien, déjame. ¿De qué estás a punto de quejarte, Heathcliff?
—Nada… sólo mira el calendario de la pared —señaló un papel enmarcado que colgaba junto a la ventana y continuó—: las cruces indican las tardes que has pasado con los Linton, los puntos, las que has pasado conmigo. ¿Ves? Las he marcado todas.
—Sí… ¡Vaya una tontería, como si yo me fijara! —respondió Catherine en tono displicente—. ¿Y qué sentido tiene eso?
—Mostrarte que yo sí que me fijo —dijo Heathcliff.
—¿Tengo que estar siempre contigo? —preguntó ella, cada vez más irritada—. ¿Qué saco yo? ¿De qué hablas? Podrías ser mudo o un crío pequeño por lo que dices o también por lo que haces para entretenerme.
—¡Nunca me dijiste que hablaba demasiado poco o que te desagradaba mi compañía, Cathy! —exclamó Heathcliff muy agitado.
—No hay compañía ninguna cuando una persona no sabe nada, ni dice nada —murmuró ella.
Su compañero se levantó, pero no tuvo tiempo de seguir expresando sus sentimientos, porque se oyeron los cascos de un caballo sobre las losas y, después de llamar suavemente, el joven Linton entró con el rostro radiante de placer por la imprevista llamada que había recibido. Sin duda Catherine notó la diferencia que había entre sus amigos al entrar uno y salir el otro. El contraste era como el que se observa al pasar de una región desolada, abrupta y de pizarra de carbón a un valle fértil y hermoso. Su voz y su manera de saludar eran tan opuestos como su aspecto. Linton tenía una manera de hablar dulce y en voz baja, y pronunciaba las palabras como usted, es decir, menos duras de como lo hacemos aquí, y más suaves.
—No he venido demasiado pronto, ¿verdad? —dijo echándome una mirada.
Yo había empezado a secar la vajilla y a arreglar unos cajones del aparador en el otro extremo.
—No —respondió Catherine—. ¿Qué haces ahí, Nelly?
—Mi trabajo, señorita —repliqué. (El señor Hindley me había dado orden de que actuara de tercero en cualquier visita secreta que a Linton se le ocurriera hacer).
Se me acercó por detrás y me susurró enfadada:
—¡Lárgate con tus trapos! ¡Cuando hay visitas en la casa los criados no empiezan a fregar y limpiar en la habitación donde están!
—Es una buena oportunidad ahora que no está el amo —respondí yo en voz alta—. Detesta que ande trajinando con estas cosas en su presencia. Estoy segura de que el señor Edgar me disculpará.
—Yo también detesto que andes atareada en mi presencia —exclamó la señorita autoritariamente, sin dar tiempo a su invitado a contestar. No había conseguido recobrar la serenidad desde su pequeño altercado con Heathcliff.
—Lo siento, señorita Catherine —fue mi respuesta, y proseguí mi trabajo con tenacidad.
Ella, suponiendo que Edgar no la veía, me arrancó el trapo de la mano y me dio un pellizco en el brazo, con un retorcimiento largo y malicioso. Ya he dicho que no la quería, y más bien me gustaba mortificar su vanidad de vez en cuando, además me hizo mucho daño, así que me puse en pie desde mi posición de rodillas y exclamó:
—¡Oh, señorita, eso es una canallada, no tiene derecho a pellizcarme y no pienso aguantarlo!
—¡No te he tocado, mentirosa! —gritó con los dedos ávidos por repetir la acción y las orejas encendidas de rabia. No tuvo nunca capacidad para ocultar su ira y se le ponía todo el rostro en brasas.
—¿Qué es esto, entonces? —repliqué mostrando un claro testimonio morado que la desmentía.
Dio una patada, vaciló un momento, y luego, empujada irresistiblemente por su mal genio, me dio en la mejilla una hiriente bofetada que me llenó los ojos de lágrimas.
—¡Catherine, cariño! ¡Catherine! —se interpuso Linton muy espantado por el doble delito de mentira y violencia que su ídolo había cometido.
—¡Fuera de aquí, Ellen! —repitió, temblando toda ella.
El pequeño Hareton, que me seguía a todas partes y estaba sentado en el suelo junto a mí, al ver mis lágrimas empezó a llorar también y sollozaba quejas contra la «tía Cathy, mala», lo que atrajo la furia de la tía contra su desdichada cabeza. Le cogió por los hombros y le zarandeó hasta que el pobre niño se puso lívido, y Edgar, sin pensarlo, le cogió las manos para liberar al niño. Al instante logró liberar una y el asombrado joven la sintió aplicada por encima de su propia oreja de manera tal que no se podía confundir con una broma. Retrocedió consternado. Yo cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina con él, dejando la puerta de comunicación abierta porque tenía curiosidad de ver cómo se zanjaba la discusión. El ofendido visitante se dirigió al lugar en que había dejado el sombrero con los labios trémulos.
«¡Muy bien! —dije para mí—. ¡Date por avisado y vete! Es un detalle por su parte que te haya permitido ver un atisbo de su verdadero carácter».
—¿Adónde vas? —preguntó Catherine, adelantándose hacia la puerta.
Él se hizo a un lado e intentó pasar.
—¡No debes irte! —exclamó ella con energía.
—¡Debo irme y me iré! —replicó él con voz débil.
—No —insistió ella, cogiendo la manilla de la puerta—. Todavía no, Edgar Linton, siéntate, no puedes dejarme en este estado. Estaría triste toda la noche y no quiero estar triste por tu culpa.
—¿Puedo quedarme después de haberme abofeteado? —preguntó Linton.
Catherine enmudeció.
—Me has hecho sentir miedo y vergüenza de ti —continuó él—. ¡No volveré a esta casa!
Los ojos de Catherine empezaron a brillar y sus párpados temblaron.
—¡Y has mentido deliberadamente! —dijo él.
—¡No es cierto! —gritó ella recobrando el habla—. No he hecho nada deliberadamente. Bueno, vete si quieres… vete. Y ahora lloraré… lloraré hasta enfermar.
Cayó de rodillas junto a una silla y rompió a llorar con toda su alma. Edgar perseveró en su resolución hasta llegar al patio, allí vaciló. Yo decidí animarle.
—La señorita es terriblemente caprichosa —exclamó—. Tan mala como cualquier niño mimado, es mejor que se vaya a casa, de lo contrario se pondrá mala sólo para fastidiarnos.
El pobrecillo miró de reojo por la ventana. Tenía la misma capacidad para marcharse que un gato para dejar a un ratón medio muerto, o a un pájaro a medio comer. «Ah —pensé— no tiene salvación. ¡Está condenado y vuela a su destino!» Y así fue. Se volvió de repente, corrió a la sala de nuevo, cerró la puerta tras de sí y, cuando entré al cabo de un rato para informarles que Earnshaw había vuelto a casa borracho perdido, dispuesto a ponerla patas arriba (lo que acostumbraba a hacer en ese estado), vi que la pelea no había hecho más que estrechar la intimidad, había roto las defensas de la timidez juvenil y les había capacitado para abandonar el disfraz de la amistad y confesarse enamorados.
La noticia de la llegada del señor Hindley llevó velozmente a Linton a su caballo, y a Catherine a su alcoba. Yo fui a esconder al pequeño Hareton y a quitar la carga de la escopeta de caza del amo, con la que le gustaba jugar en su loco delirio, con riesgo de las vidas de los que le provocaran, o sólo que le llamaran demasiado la atención, y a mí se me había ocurrido la idea de descargarla para que hiciera menos daño en caso de llegar al extremo de dispararla.