Cumbres borrascosas

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXI

Penoso trabajo el que nos dio la pequeña Cathy aquel día. Se levantó llena de alegría, impaciente por juntarse con su primo, pero a la noticia de su partida siguieron lágrimas y lamentos tan apasionados, que el mismo Edgar se vio obligado a consolarla afirmando que volvería pronto. Añadió, sin embargo, «si lo consigo», y de eso no había ninguna esperanza. Esa promesa apenas la tranquilizó, pero el tiempo pudo más y, aunque de vez en cuando preguntaba a su padre cuando volvería Linton, antes de que lo viera de nuevo sus facciones se habían difuminado tanto en su memoria que no le reconoció.

Cuando por casualidad encontraba al ama de llaves de Cumbres Borrascosas en mis visitas de compras a Gimmerton, solía preguntarle cómo iba el señorito, pues vivía tan recluido como la propia Catherine y no se le veía nunca. Por lo que contaba pude deducir que seguía con mala salud y que resultaba fastidioso. Dijo que al señor Heathcliff parecía desagradarle cada vez más, aunque se esforzaba en ocultarlo. El tono de su voz le era antipático y no soportaba estar sentado en la misma habitación muchos minutos seguidos. Raras veces charlaban. Linton aprendía sus lecciones y pasaba las tardes en un pequeño cuarto que llamaban la salita, o si no se quedaba en la cama todo el día, pues constantemente tenía toses, resfriados, achaques y dolores de algún tipo.

—Nunca conocí a una criatura tan pusilánime —añadió la mujer—, ni tan puntillosa con su salud. Lo pesado que se pone si dejo la ventana abierta un poco tarde al anochecer: «¡Oh, es mortal! ¡Una ráfaga de aire nocturno!». Y hay que encenderle un fuego en pleno verano, y la pipa de tabaco de Joseph es veneno, y tiene que tener siempre caramelos y golosinas, y siempre leche y más leche… sin importarle que en invierno tengamos que privarnos de ella los demás, y allí está, envuelto en su capa forrada de piel, sentado en su silla junto al fuego, con alguna tostada y agua u otra bazofia en la repisa de la chimenea para sorber, y cuando Hareton, por compasión, se acerca a entretenerle —Hareton, aunque rudo, no es malo—, seguro que se separan uno maldiciendo y el otro llorando. Creo que al amo le encantaría que Earnshaw le moliera a palos si no fuera su hijo, y estoy segura de que sería capaz de echarle de casa si supiera la mitad de los mimos que le prodiga. Pero claro, no corre el riesgo de la tentación: nunca entra en la salita, y si Linton muestra esos caprichos en la sala, donde está él, le manda arriba inmediatamente.

Adiviné por este relato que la total falta de afecto había hecho al joven Heathcliff egoísta y desagradable, si es que no lo era ya de nacimiento, y mi interés por él, en consecuencia, decayó, aunque aún me conmovía un sentimiento de dolor por su suerte y un deseo de que le hubieran dejado con nosotros. El señor Linton me animaba a obtener información. Me imagino que pensaba mucho en él y hubiera corrido algún riesgo por verle. Una vez me dijo que preguntara al ama de llaves si iba alguna vez al pueblo. Ella me contó que sólo había ido dos veces, a caballo, acompañando a su padre y las dos aparentó estar completamente destrozado durante los tres o cuatro días siguientes. El ama de llaves les dejó, si mal no recuerdo, dos años después de llegar él, y la sucedió otra que yo no conocía y todavía vive allí.

El tiempo transcurrió en la Granja tan plácidamente como antes hasta que la señorita Cathy cumplió dieciséis años. En el aniversario de su nacimiento nunca mostrábamos regocijo alguno porque era también el de la muerte de mi última señora. Su padre invariablemente pasaba el día en la biblioteca y al atardecer se iba andando hasta el cementerio de Gimmerton, donde con frecuencia se quedaba hasta pasada la medianoche. Por tanto, Catherine se veía reducida a sus propios recursos para divertirse. El veinte de marzo era un hermoso día de primavera, y cuando su padre se hubo retirado, mi señorita bajó vestida para salir y dijo que había pedido permiso para dar un paseo por el borde de los páramos conmigo, que el señor Linton se lo había dado a condición de que no nos alejáramos mucho y volviéramos antes de una hora.

—¡Así que date prisa, Ellen! —exclamó—. Sé adónde quiero ir. A un sitio donde hay una bandada de perdices. Quiero ver si ya han hecho sus nidos.

—Eso debe de estar muy lejos —respondí—, no se crían en el borde del páramo.

—No, no está lejos —dijo ella—. He ido muy cerca con papá.

Me puse el sombrero y salimos sin pensar más en el asunto. Ella saltaba delante de mí y volvía a mi lado y se alejaba otra vez como un pequeño galgo. Al principio me entretuvo mucho escuchar el canto de las alondras aquí y allá, disfrutar del sol agradable y cálido, contemplarla a ella, mi niña mimada, mi delicia, con sus rizos dorados flotando sueltos por detrás, y sus relucientes mejillas floreciendo tan suaves y puras como una rosa silvestre, y sus ojos radiantes de placer sin sombras. Era una criatura feliz, y un ángel, por aquellos días. Es una lástima que no estuviera satisfecha.

—Bueno —dije—, ¿dónde están sus perdices, señorita Cathy? Ya deberíamos verlas, la cerca del parque de la Granja la hemos dejado ya muy atrás.

—¡Oh, un poco más lejos… sólo un poco más lejos, Ellen! —era continuamente su respuesta—. Sube aquella loma, pasa aquella ladera, y cuando llegues al otro lado habré hecho que los pájaros levanten el vuelo.

Pero había tantas lomas y laderas que subir y que pasar que, al fin, empecé a cansarme, y le dije que teníamos que detenernos y retroceder. Se lo grité, ya que me había tomado mucho la delantera. No me oyó, o no hizo caso, porque siguió saltando y me vi obligada a seguirla. Finalmente desapareció en una hondonada y, antes de que volviera a verla, estaba dos millas más cerca de Cumbres Borras cosas que de su propia casa, y vi dos personas que la detenían, una de las cuales tuve el convencimiento de que era el propio señor Heathcliff.

Habían sorprendido a Catherine en el acto de saquear, o al menos de ir en busca de nidos de perdices. Las Cumbres eran propiedad de Heathcliff y estaba reprendiendo a la cazadora furtiva.

—Ni he cogido ni he encontrado ninguno —decía ella, extendiendo sus manos para corroborar su afirmación mientras yo me esforzaba en llegar hasta ellos—. No pensaba cogerlos, pero papá me dijo que había muchísimos aquí arriba y yo quería ver los huevos.

Heathcliff me miró con una sonrisa maligna que daba a entender que la conocía y, por consiguiente, la detestaba, y preguntó quién era su «papa».

—El señor Linton, de la Granja de los Tordos —respondió ella—. Pensé que no me conocía, de lo contrario no me hubiera hablado así.

—Entonces usted supone que su papá es muy estimado y respetado —dijo sarcásticamente.

—¿Y quién es usted? —preguntó Catherine, mirando con curiosidad al interlocutor—. A ese hombre le he visto antes, ¿es su hijo?

Señaló al otro individuo, a Hareton, que no había cambiado nada, sólo aumentado en fuerza y corpulencia con los dos años más de edad. Aparentaba ser tan torpe y tosco como siempre.

—Señorita Cathy —interrumpí—. Pronto hará tres horas, y no una, que salimos. Realmente tenemos que volver.

—No, ese hombre no es mi hijo —contestó Heathcliff echándome a un lado—. Pero tengo uno al que también ha visto antes y, aunque su ama tiene prisa, creo que tanto a usted como a ella les vendría bien descansar un poco. Si quiere, con dar la vuelta a ese montículo de brezos estará en mi casa. Tendrá una amable acogida y llegará antes a casa gracias al descanso.

Susurré a Catherine que no debía, bajo ningún concepto, acceder a aquella invitación. Era totalmente improcedente.

—¿Por qué? —preguntó en voz alta—. Estoy cansada de correr y el suelo está cubierto de rocío, no puedo sentarme aquí. Vayamos, Ellen. Además dice que he visto a su hijo. Creo que está equivocado, pero me imagino dónde vive, en la granja que visité viniendo del Risco de Penistone, ¿verdad?

—Eso es. Vamos, Nelly, cállate la boca. Será un placer para ella hacernos una visita. Hareton, adelántate con la niña. Tú irás conmigo, Nelly.

—No, ella no irá a semejante sitio —grite, luchando por soltar el brazo del que me había cogido. Pero ella, dando la vuelta a la cima a toda velocidad, estaba ya casi en el umbral. El compañero que la asignó ni siquiera pretendió escoltarla, se escurrió por un lado del camino y desapareció.

—Señor Heathcliff, esto está muy mal —continué—. Usted sabe que no tiene buenas intenciones. Verá a Linton y lo contará todo tan pronto como volvamos, y yo seré la culpable.

—Quiero que vea a Linton —respondió—. Últimamente tiene mejor aspecto, a menudo no está para que le vean. Pronto la convenceremos de que mantenga la visita en secreto. ¿Qué mal hay en ello?

—El mal está en que su padre me odiaría si descubriera que la he permitido entrar en casa de usted y estoy convencida de que esconde alguna mala intención al animarla a hacerlo —repliqué.

—Mi intención es todo lo honrada que cabe. Te informaré de todo su alcance —dijo—. Que los dos primos se enamoren y se casen. Actúo generosamente con tu amo. Su chiquilla no tiene expectativas, y si secunda mis deseos, sería designada al punto coheredera con Linton.

—Si Linton muriera —respondí—, y su vida es muy incierta, Catherine sería la heredera.

—No, no lo sería —dijo él—. No hay ninguna cláusula en el testamento que lo asegure. Las propiedades de Linton me vendrían a mí. Pero para evitar disputas, deseo su matrimonio y estoy decidido a hacer que se realice.

—Y yo estoy decidida a que no vuelva nunca a acercarse a su casa conmigo —repliqué, al tiempo que llegábamos a la verja donde la señorita Cathy esperaba nuestra llegada.

Heathcliff me pidió que me calmara y, precediéndonos por el sendero, se apresuró a abrir la puerta. Mi señorita le echó varias miradas como si no supiera con exactitud qué pensar de él. Pero él sonrió al cruzarse su mirada y suavizó la voz al dirigirse a ella; y yo fui tan tonta como para imaginarme que el recuerdo de su madre le haría desistir de desear a la hija ningún mal. Linton estaba de pie junto al hogar. Había estado paseando por los campos, pues tenía la gorra puesta, y llamaba a Joseph para que le trajera zapatos secos. Estaba alto para su edad, al faltarle aún unos meses para los dieciséis años. Tenía todavía unas facciones bonitas, y los ojos y el cutis más radiantes de lo que recordaba, aunque con un lustre meramente pasajero, prestado por el aire puro y el sol agradable.

—Y ahora, ¿quién es ése? —preguntó Heathcliff, volviéndose a Cathy—. ¿Lo sabe?

—¿Su hijo? —dijo ella, después de inspeccionar dubitativa primero a uno y luego al otro.

—Sí, sí. Pero ¿es ésta la primera vez que lo ve? ¡Piense! ¡Ah! Tiene mala memoria. Linton, ¿no te acuerdas de tu prima, con la que tanto solías darnos la lata porque querías verla?

—¡Qué, Linton! —gritó Cathy, iluminándose con una alegre sorpresa al oír el nombre—. ¿Es el pequeño Linton? ¡Es más alto que yo! ¿Eres Linton?

El joven se acercó y se dio a conocer. Ella le besó con fervor y se miraron asombrados del cambio que el tiempo había operado en la fisonomía de ambos. Catherine había alcanzado su plena estatura. Su figura era a la vez rolliza y esbelta, flexible como el acero, y todo su aspecto chispeante de salud y viveza. El de Linton, así como sus movimientos, era muy lánguido, y su figura en extremo frágil, pero había una gracia en sus modales que mitigaba esos defectos y que hacía que no resultara desagradable. Después de intercambiar con él numerosas muestras de cariño, se dirigió al señor Heathcliff, que se había quedado junto a la puerta y repartía su atención entre los objetos de dentro y los que estaban fuera, es decir, aparentando observar los últimos y en realidad fijándose sólo en los primeros.

—¡Entonces usted es mi tío! —exclamó ella, acercándose para besarle—. Me pareció que me agradaba, aunque estaba usted enfadado al principio. ¿Por qué no nos visita en la Granja con Linton? Ser todos estos años vecinos tan próximos y no vernos nunca es raro, ¿por qué lo ha hecho?

—Fui de visita una o dos veces, demasiadas, antes de que tú nacieras —respondió—. ¡Vaya… maldita sea! Si te sobran más besos dáselos a Linton, no los desperdicies conmigo.

—¡Qué mala eres, Ellen! —exclamó Catherine corriendo para atacarme a continuación con sus profusas caricias—. ¡Qué mala, Ellen! ¡Tratar de impedirme entrar aquí! Pero en el futuro daré este paseo todas las mañanas. ¿Puedo, tío? Y alguna vez traeré a papá. ¿No estará contento de vernos?

—¡Desde luego! —respondió el tío con una mueca mal reprimida, producida por la profunda aversión a los dos visitantes propuestos—. Pero espera —continuó, volviéndose a la señorita—. Ahora que lo pienso, será mejor que te lo diga. El señor Linton tiene un prejuicio contra mí. Nos peleamos una vez en nuestra vida con ferocidad nada cristiana y si le cuentas que vienes aquí te prohibirá las visitas por completo. Así que no debes mencionárselo, a menos que no tengas interés en ver a tu primo de aquí en adelante. Puedes venir, si quieres, pero no debes decírselo.

—¿Por qué se pelearon? —preguntó Catherine notablemente alicaída.

—Pensaba que era demasiado pobre para casarme con su hermana —respondió Heathcliff—, y se enfadó porque me dio su mano. Se sintió herido en su orgullo y nunca me lo perdonará.

—¡Eso está mal! —dijo la señorita—. Algún día se lo diré. Pero Linton y yo no tenemos nada que ver en su pelea. Entonces yo no vendré aquí. Irá él a la Granja.

—Está demasiado lejos para mí —murmuró su primo—. Andar cuatro millas me mataría. No, venga usted aquí, señorita Catherine, de vez en cuando, no todas las mañanas, sino una o dos veces por semana.

El padre echó a su hijo una mirada de profundo desprecio.

—Me temo, Nelly, que mi esfuerzo será inútil —me dijo en voz baja—. La «señorita Catherine», como la llama el tonto, descubrirá lo que vale y le mandará al diablo. ¡Ah, si hubiera sido Hareton…! ¿Sabes que veinte veces al día envidio a Hareton con toda su degradación? Habría amado al chico de haber sido otro cualquiera. Pero creo que no hay peligro de que ella se enamore. Le incitaré contra esa vil criatura, a no ser que se espabile rápidamente. Calculamos que apenas llegará a cumplir los dieciocho años. ¡Oh, maldito soso! Está absorto en secarse los pies y ni la mira… ¡Linton!

—Sí, padre —respondió el chico.

—¿No tienes nada que enseñarle a tu prima por ahí? ¿Ni un conejo o un nido de comadrejas? Llévatela al jardín, antes de cambiarte de zapatos, y al establo, a que vea tu caballo.

—¿No preferirías quedarte aquí sentada? —preguntó Linton, dirigiéndose a Cathy, en un tono que expresaba reticencia a moverse.

—No sé —respondió ella, echando una anhelante mirada a la puerta y deseando, a todas luces, estar activa.

Él se quedó sentado y se acurrucó aún más cerca del fuego. Heathcliff se levantó, fue a la cocina y de allí al patio llamando a Hareton. Éste respondió y al poco entraron los dos. El joven se había estado lavando, según se veía por el brillo de las mejillas y el pelo mojado.

—Oh, quiero hacerle una pregunta, tío —dijo la señorita Cathy, recordando la afirmación del ama de llaves—. Éste no es mi primo, ¿verdad?

—Sí —respondió él—, es sobrino de tu madre. ¿No te gusta?

Catherine pareció desconcertada.

—¿No es un chico guapo? —continuó.

La maleducada criatura se puso de puntillas y susurró algo al oído de Heathcliff. Éste se rió. A Hareton se le ensombreció el semblante. Note que era muy sensible a supuestos desaires y que obvia mente tenía una vaga noción de su inferioridad, pero su amo o tutor, disipó su ceño diciendo:

—¡Serás nuestro favorito, Hareton! Dice que eres… ¿Qué era? Bueno, algo muy halagador. Anda, acompáñala a dar una vuelta por la granja. ¡Y, cuidado, pórtate como un caballero! No digas palabrotas, no te quedes mirándola cuando ella no te mire, y cuando lo haga baja la vista con prontitud. Cuando hables, di tus palabras despacio y no te metas las manos en los bolsillos. Vete y entretenla lo mejor que puedas.

Observó a la pareja cuando pasaba por la ventana. Earnshaw tenía la cara completamente apartada de su compañera. Parecía estudiar el conocido paisaje con el interés de un extraño o de un artista. Catherine le echó una ladina mirada que expresaba cierta admiración. Luego centró su atención en descubrir objetos de interés por su cuenta, saltando alegremente y canturreando una melodía para suplir la falta de conversación.

—Le he atado la lengua —observó Heathcliff—. ¡No aventurará una sola sílaba en todo el tiempo! Nelly, ¿me recuerdas a su edad… no, unos años más joven? ¿Era tan estúpido, tan «idiota», como dice Joseph?

—Peor —respondí yo—, porque era más huraño.

—Es todo un placer para mí —continuó, pensando en voz alta—. Ha colmado mis esperanzas. Si fuera tonto de nacimiento no disfrutaría ni la mitad. Pero no es tonto y puedo comprender todos sus sentimientos, al haberlos sentido yo mismo. Por ejemplo, sé exactamente lo que sufre ahora, aunque no es más que el principio de lo que sufrirá. Y no podrá salir nunca del abismo de su tosquedad e ignorancia. Le tengo mucho más dominado de lo que me sometió a mí el canalla de su padre, y le he hecho caer más bajo porque está orgulloso de su brutalidad. Le he enseñado a despreciar todo lo que no es puramente animal como estúpido y débil. ¿No crees que Hindley estaría orgulloso de su hijo si pudiera verlo? Casi tan orgulloso como lo estoy yo del mío. Pero hay una diferencia. Uno es oro puesto a servir de empedrado y el otro es latón bruñido para imitar un servicio de plata. El mío no tiene nada de valioso, pero yo tendré el mérito de hacerle llegar tan lejos como su pobre material lo permita. El suyo tiene cualidades de primer orden, y se han perdido, se han vuelto peor que inútiles. Yo no tengo nada que lamentar, Hindley tendría más de lo que nadie sabe, salvo yo. ¡Y lo mejor de todo es que Hareton me quiere endiabladamente! Tienes que reconocer que en esto he vencido a Hindley. Si el infame muerto pudiera levantarse de la tumba para reprocharme las maldades hechas a su vástago, tendría la diversión de ver que dicho vástago le mataba de nuevo, indignado de que se atreviera a recriminar al único amigo que tiene en el mundo.

Heathcliff soltó una carcajada diabólica ante esta idea. Yo no respondí porque vi que no esperaba respuesta.

Mientras tanto, nuestro joven compañero, que estaba demasiado separado de nosotros para oírlo que se decía, empezó a dar síntomas de incomodidad, probablemente arrepentido de haberse negado a sí mismo el placer de la compañía de Catherine por miedo a fatigarse un poco. Su padre observó sus miradas inquietas en torno a la ventana y que indecisamente alargaba la mano hacia su gorra.

—¡Levántate, perezoso! —exclamó con fingida cordialidad—. ¡Corre tras ellos! Están justo en la esquina, al lado de las colmenas.

Linton hizo acopio de energías y dejó el hogar, la ventana estaba abierta y, cuando salió, oí a Catherine que preguntaba a su insociable compañero qué era aquella inscripción sobre la puerta. Hareton miró hacia arriba y se rascó la cabeza como un verdadero patán.

—Es un condenado escrito —respondió—. No sé leerlo.

—¿No sabes leerlo? —exclamó Catherine—. Yo sí, está en inglés, pero quiero saber por qué está ahí.

Linton soltó una risita, la primera señal de alegría que mostraba.

—No sabe leer —dijo a su prima—. ¿Podrías creer en la existencia de tan colosal zopenco?

—¿Está bien —preguntó la señorita Cathy en serio—, o es tonto?, ¿no está bien? Le he hecho ya dos preguntas y cada vez puso tal cara de estúpido que creo que no me entiende. ¡Yo apenas le entiendo, la verdad!

Linton repitió su risa y miró burlonamente a Hareton, quien ciertamente no parecía comprender con mucha claridad en ese momento.

—No es más que pereza, ¿verdad, Earnshaw? —dijo—. Mi prima se figura que eres un idiota. Ahí tienes la consecuencia de despreciar el «aprender de los libros» como tú dices. ¿Te has dado cuenta, Catherine, de la horrible pronunciación de la región de York que tiene?

—Bueno, ¿y para qué diablos sirve? —gruñó Hareton, más dispuesto a responder a su compañero de todos los días. Iba a seguir, pero los dos jóvenes estallaron en un ataque de risa. Mi atolondrada señorita estaba encantada de ver que aquel habla extraña podía convertirse en materia de diversión.

—¿Para qué sirven los diablos en esa frase? —rió Linton entre dientes—. Papá te ordenó que no dijeras palabrotas y no puedes abrir la boca sin decir alguna. Trata de comportarte como un caballero, anda.

—Si no fueras más una niña que un chico, te tumbaría ahora mismo, ¡miserable piltrafa! —replicó el enfadado patán, retirándose, mientras la cara le ardía de ira y de mortificación, porque era consciente de que le habían insultado, y no sabía cómo tomarlo.

El señor Heathcliff, que había oído la conversación lo mismo que yo, sonrió al ver que se marchaba, pero enseguida echó una mirada de especial aversión a la frívola pareja que se quedó charlando en el umbral. El chico había encontrado animación suficiente para comentar los defectos y deficiencias de Hareton y contaba anécdotas de sus tejemanejes y la niña saboreaba sus impertinentes y rencorosos dichos sin considerar la maldad que ponían de manifiesto. Yo empecé a tener antipatía más que a sentir compasión hacia Linton y a disculpar a su padre, hasta cierto punto, por el desprecio que le tenía.

Nos quedamos hasta la tarde porque no pude arrancar de allí antes a la señorita Cathy, pero afortunadamente mi amo no había salido de su habitación y permaneció ignorante de nuestra prolongada ausencia. De regreso a casa, me hubiera gustado ilustrar a mi pupila respecto del carácter de las personas que acabábamos de dejar, pero se le metió en la cabeza que tenía prejuicios contra ellas.

—¡Ah! —exclamaba—, tú te pones del lado de papá, Ellen, eres parcial, ya lo sé, de lo contrario no me hubieras engañado durante tantos años con la idea de que Linton vivía muy lejos de aquí. Estoy realmente muy enfadada, sólo que de puro contenta, no puedo demostrar mi enfado. Pero tienes que tener la boca cerrada sobre mi tío. Es mi tío, recuerda, y voy a reñir a papá por pelearse con él.

Y así continuó hasta que abandonó mi empeño de convencerla de su error. No mencionó su visita esa noche, porque no vio al señor Linton. Al día siguiente lo soltó todo, para mi gran disgusto. A pesar de todo no lo lamenté mucho porque pensé que él podría realizar la tarea de dirigirla y aconsejarla más eficazmente que yo. Pero fue demasiado tímido en dar razones satisfactorias que justificaran su deseo de que ella evitara todo trato con las gentes de las Cumbres y Catherine necesitaba buenas razones para toda restricción que amenazara su mimada voluntad.

—¡Papá! —exclamó, después de darle los buenos días—, adivina a quién vi ayer en mi paseo por los páramos. ¡Ah, papá, te has sobresaltado! No has hecho bien, ¿verdad? Vi…, pero escucha y sabrás cómo te descubrí, y a Ellen, que está aliada contigo, y todavía fingía tenerme lástima, cuando yo seguía esperando y quedaba siempre decepcionada, respecto de la vuelta de Linton.

Hizo un fiel relato de la excursión y sus consecuencias, y mi amo, aunque me echó más de una mirada de reproche, no dijo nada hasta que terminó. Entonces la acercó hacia sí y le preguntó si ella sabía por qué le había ocultado la proximidad de Linton. ¿Podía pensar que era para negarle un placer que podía disfrutar sin daño?

—Es porque no te gusta el señor Heathcliff.

—Entonces, ¿crees que me importan más mis propios sentimientos que los tuyos, Cathy? —dijo—. No, no es porque yo no quiera al señor Heathcliff, sino porque el señor Heathcliff no me quiere a mí, y es un hombre de lo más diabólico que disfruta haciendo daño y arruinando a aquellos que odia a la más mínima oportunidad que le den. Yo sabía que no podías mantener una relación con tu primo sin entrar en contacto con él, y sabía que él te detestaría por mi causa. Así que por tu propio bien y nada más, tomé precauciones para que no volvieras a ver a Linton. Tenía pensado explicártelo cuando fueras mayor y siento no haberlo hecho antes.

—Pero el señor Heathcliff estuvo muy cordial, papá —observó Catherine, no muy convencida—, y no se opuso a que mi primo y yo nos viéramos. Dijo que podía ir a su casa cuando quisiera, sólo que no debía decírtelo, porque te habías peleado con él y no le perdonarías haberse casado con la tía Isabella. Y no lo harás. Tú eres el que tiene la culpa. Él quiere que seamos amigos, al menos Linton y yo, y tú no.

Mi amo, comprendiendo que su hija no quería creer lo que le decía sobre la maldad de su tío político, le hizo un rápido bosquejo de su conducta con Isabella y de cómo Cumbres Borrascosas pasó a ser de su propiedad. Le resultaba insoportable extenderse mucho sobre el tema, porque, por poco que hablara de él, seguía sintiendo hacia su antiguo enemigo el mismo horror y aborrecimiento que había dominado su corazón desde la muerte de la señora Linton. «Podía vivir todavía de no haber sido por él», era su constante y amarga reflexión, y a sus ojos Heathcliff era un asesino. La señorita Cathy, que no sabía de otras malas acciones que sus leves actos de desobediencia, injusticia o arrebato, debidos al temperamento apasionado y a la irreflexión, y de los que se arrepentía el mismo día que los cometía, quedó pasmada ante la negrura de un alma capaz de rumiar y ocultar la venganza durante años y de seguir deliberadamente sus planes sin una sombra de remordimiento. Pareció tan profundamente conmovida y afectada ante esta nueva visión de la naturaleza humana —excluida de sus estudios y de sus ideas hasta entonces—, que el señor Linton consideró inútil continuar con el tema. Sólo añadió:

—Más adelante, cariño, sabrás por qué quiero que evites su casa y su familia, ahora vuelve a tus quehaceres y diversiones de siempre y no pienses más en ellos.

Catherine dio un beso a su padre y se puso tranquilamente a estudiar sus lecciones durante un par de horas como de costumbre. Luego le acompañó por la finca y todo el día pasó con normalidad. Pero por la noche, cuando la niña se había retirado a su habitación y fui a ayudarla a desnudarse, la encontré llorando, de rodillas unto a la cama.

—¡Oh, qué vergüenza, niña tonta! —exclamé—. Si tuviera penas de verdad se avergonzaría de desperdiciar una lágrima por esta pequeña contrariedad. No ha tenido nunca ni sombra de verdadero dolor, señorita Catherine. Supongamos por un instante que el amo y yo nos muriéramos y usted se quedara sola en el mundo… ¿qué sentiría entonces? Compare la situación actual con un dolor como ése y dé gracias por los amigos que tiene, en vez de codiciar más.

—No lloro por mí, Ellen —respondió—. Es por él. Esperaba volver a verme mañana, y ya ves, se quedará muy decepcionado. ¡Me esperará y yo no iré!

—Tonterías —dije yo—. ¿Se imagina que él ha pensado tanto en usted como usted en él? ¿No tiene a Hareton de compañero? Ni una persona de cada cien lloraría por perder un pariente al que ha visto dos veces en dos tardes. Linton se imaginará lo que pasa y no se preocupará más por usted.

—¿Pero no puedo escribirle una nota para decirle por qué no puedo ir? —preguntó, poniéndose de pie—. ¿Y sólo mandarle esos libros que prometí prestarle? Los suyos no son tan bonitos como los míos y tenía muchísimas ganas de verlos cuando le dije lo interesantes que eran. ¿No puedo, Ellen?

—No, desde luego que no —repliqué con decisión—. Luego él le escribiría a usted y no se acabaría nunca. No, señorita Catherine, las relaciones tienen que terminarse del todo, eso es lo que espera papá y me encargaré de que así sea.

—Pero cómo puede una notita… —empezó de nuevo con cara suplicante.

—¡Silencio! —interrumpí—. No empecemos con sus notitas. A la cama.

Me lanzó una mirada malévola, tan malévola que al principio no le di el beso de buenas noches. La tapé y cerré la puerta muy disgustada, pero, arrepintiéndome a mitad de camino, volví sin hacer ruido y, ¡vaya!, allí estaba la señorita ante la mesa con un papel en blanco delante de ella y un lápiz en la mano que escondió con aire de culpabilidad cuando entré.

—No encontrará a nadie que la lleve, Catherine —le dije—, aunque la escriba, y por de pronto le apagaré la vela.

Puse el apagavelas sobre la llama, recibiendo al hacerlo un revés en la mano y un petulante «¡Mala!». Entonces la dejé de nuevo y ella echó el cerrojo en uno de sus peores arrebatos de mal humor. Terminó la carta que llegó a su destino por medio de un lechero que venía del pueblo, pero eso yo no lo supe hasta algún tiempo después. Pasaron las semanas y Cathy recuperó su buen humor, pero se aficionó mucho a escabullirse sola por los rincones y, a menudo, si me acercaba súbitamente mientras leía, se sobresaltaba y se inclinaba sobre el libro, deseosa, evidentemente, de ocultarlo, y detecté extremos de papeles sueltos que sobresalían de las hojas. También cogió la costumbre de bajar temprano por la mañana y rondar por la cocina como si estuviera esperando la llegada de algo, y tenía un cajoncito en el escritorio de la biblioteca en el que se entretenía durante horas y cuya llave tenía un cuidado especial en quitar cuando se iba.

Un día, mientras inspeccionaba ella ese cajón, observé que los juguetes y chucherías que hasta hacía poco constituían su contenido se habían convertido en trozos de papel doblado. Eso despertó mi curiosidad y mis sospechas y decidí echar un vistazo a sus misteriosos tesoros. Así que, por la noche, cuando ella y mi amo estuvieron con seguridad arriba, busqué y fácilmente encontré, entre mis llaves de la casa, una que se ajustara a la cerradura. Una vez abierto, vacié todo su contenido en mi delantal y me lo llevé a mi habitación para examinarlo a mis anchas. Aunque no podía por menos de sospecharlo, aun así me sorprendió descubrir que era una voluminosa correspondencia —casi diaria, debía de ser—, de Linton Heathcliff, contestaciones a cartas enviadas por ella. Las de fecha más temprana eran tímidas y cortas, gradualmente, sin embargo, se alargaban en extensas cartas de amor, tontas, como era natural por la edad del autor, pero con toques aquí y allá que consideré prestados de una fuente más experta. Algunas de ellas me llamaron la atención por la mezcla especialmente rara de ardor e insipidez. Empezaban con intensos sentimientos y terminaban con el estilo afectado y palabrero que un colegial emplearía para una amada imaginaria e incorpórea. No sé si satisfacían a Cathy, pero a mí me parecían hojarasca sin valor alguno. Después de examinar todas las que consideré oportuno, las até con un pañuelo y las puse aparte, volviendo a cerrar el cajón vacío.

Como de costumbre, mi señorita bajó temprano y entró en la cocina. La observé ir a la puerta a la llegada de cierto chico y, mientras la lechera llenaba el cántaro, ella le metía algo en el bolsillo de la chaqueta y sacaba algo. Di la vuelta por el jardín y me quedé a la espera del mensajero, que luchó valerosamente para defender su encargo y derramamos la leche entre los dos, pero conseguí sustraerle la epístola y, amenazándole con serias consecuencias si no se iba derecho a casa, permanecí junto al muro y leí la cariñosa composición de la señorita Cathy. Era más sencilla y más elocuente que las de su primo, muy bonita y muy tonta. Moví la cabeza y entré pensativa en casa. Como el día era lluvioso ella no pudo distraerse paseando por el parque, así que al terminar sus estudios de la mañana recurrió al solaz de su cajón. Su padre estaba sentado a la mesa leyendo y yo, que me había buscado deliberadamente algo de tarea con unos flecos desprendidos de la cortina de la ventana, no perdía de vista lo que hacía ella. Nunca pájaro alguno, volviendo al saqueado nido que había dejado rebosante de gorjeadores pequeñuelos, expresó desesperación más completa en sus angustiados gritos y revoloteos que ella con su único «¡Oh!» y con el cambio que transfiguró su rostro hasta entonces feliz. El señor Linton levantó la vista.

—¿Qué pasa, cariño? ¿Te has hecho daño? —preguntó.

Por su tono y expresión tuvo la seguridad de que su padre no había sido el descubridor del tesoro.

—¡No, papá! —jadeó—. ¡Ellen! ¡Ellen!, ven arriba, no me encuentro bien.

Obedecí a su llamada y la acompañe.

—Oh, Ellen, tú las tienes —empezó inmediatamente, cayendo de rodillas, cuando estuvimos las dos solas—. ¡Oh, dámelas y no lo volveré a hacer nunca, nunca más! No se lo digas a papá. No se lo has dicho, ¿verdad, Ellen? Di que no. ¡He sido muy mala, pero no lo haré más!

Con gran severidad le dije que se levantara.

—Así que, señorita Catherine —exclamé—, parece que ha ido usted bastante lejos. ¡Ya puede avergonzarse! Un bonito manojo de hojarasca es lo que estudia en sus horas de ocio, a buen seguro. ¡Vaya, tan bueno como para que lo impriman! ¿Qué supone que pensará el amo cuando se las ponga delante? No se las he enseñado todavía, pero no tiene por qué imaginarse que voy a guardar sus ridículos secretos. ¡Qué vergüenza! Y usted ha debido de ser la que ha empezado a escribir semejantes tonterías, a él no se le hubiera ocurrido empezar, estoy segura.

—No, no —sollozó Catherine, a punto de rompérsele el corazón—. Nunca pensé en amarle hasta…

—¡Amarle! —exclamé, con todo el desprecio que pude poner en la palabra—. ¡Amarle! ¿Habrase oído algo semejante? Lo mismo podía yo decir que amo al molinero que viene una vez al año a comprar nuestro grano. ¡Bonito amor, desde luego! ¡]untando las dos veces que ha visto usted a Linton no llegan ni a cuatro horas en toda su vida! Pues aquí está la infantil hojarasca. Me voy con ella a la biblioteca y veremos qué dice su padre de tal amor.

Saltó a sus preciosas epístolas, pero las sujeté por encima de mi cabeza. Se desbordó entonces en frenéticos ruegos para que las quemara o hiciera cualquier cosa antes que enseñarlas. Y como yo tenía más ganas de reírme que de reñirla —pues consideraba todo aquello pura vanidad de muchacha—, al fin cedí un poco y le pregunté:

—Si consiento en quemarlas, ¿me promete de verdad no volver a enviar ni a recibir carta alguna, ni libro (porque me he dado cuenta de que le ha mandado libros), ni rizos de pelo, ni sortijas, ni juguetes?

—No nos mandamos juguetes —exclamó Catherine, dominando su orgullo a su vergüenza.

—Ni nada en absoluto, entonces, señora mía —dije yo—. Si no me lo promete, allá voy.

—¡Lo prometo, Ellen! —gritó ella, cogiéndome del vestido—. ¡Échalas al fuego, échalas, échalas!

Pero cuando procedía hacer sitio con el atizador, el sacrificio fue demasiado penoso de soportar y me suplicó angustiosamente que reservara una o dos.

—¡Una o dos, Ellen, por el amor de Linton!

Desaté el pañuelo y empecé a tirarlas desde una esquina y la llama serpenteaba chimenea arriba.

—¡Me quedaré con una, cruel desgraciada! —chilló, metiendo la mano en el fuego y sacando unos fragmentos medio consumidos, a costa de sus dedos.

—Muy bien… y yo también me quedaré con alguna para enseñársela a papá —respondí, volviendo a meter el resto en el pañuelo y dirigiéndome a la puerta.

Vació sus ennegrecidos fragmentos en las llamas y me indicó que terminara la inmolación. Lo hice. Removí las cenizas y las enterré bajo una paletada de carbón. En silencio y con una sensación de profundo agravio, se retiró a su habitación. Bajé a decirle a mi amo que la indisposición de la señorita casi había desaparecido, pero que me parecía mejor que descansara un rato. No comió, pero reapareció a la hora del té, pálida, con los ojos enrojecidos y extraordinariamente dominada en su aspecto exterior. A la mañana siguiente contesté la carta por medio de un trozo de papel que decía: «Se ruega al señorito Heathcliff que no envíe más notas a la señorita Linton porque no las recibirá». Y, en adelante, el chico vino con los bolsillos vacíos.

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