CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVII
Pasaron siete días que fueron dejando cada uno su huella en el rápido deterioro que desde entonces sufrió la salud de Edgar Linton. Los estragos que antes eran evidentes en el transcurso de unos meses, ahora rivalizaban con los causados en tan sólo unas horas. Aun así de buena gana hubiéramos engañado a Catherine, pero su espíritu vivaz se negó a mentirla. Adivinaba en secreto y meditaba tristemente la terrible probabilidad que gradualmente se iba convirtiendo en certeza. Cuando llegó el jueves no tuvo valor para mencionar su paseo a caballo. Yo lo mencioné por ella y obtuve permiso para ordenarla que saliera al aire libre, pues la biblioteca, donde su padre pasaba diariamente un ratito —el breve tiempo que soportaba estar incorporado— y su habitación, se habían convertido en todo su mundo. Aborrecía cada momento en que no se encontraba inclinada sobre su almohada o sentada junto a él. Se le había puesto el semblante pálido de dolor y de vigilia, y mi amo con gusto le dio permiso para que se fuera a lo que él halagüeñamente suponía un oportuno cambio de escenario y de compañía, consolándose con la esperanza de que ya no se quedaría completamente sola después de su muerte.
Tenía la idea fija, lo deduje por varias observaciones que dejó caer, de que como su sobrino se le parecía físicamente, se le parecería también mentalmente, pues las cartas de Linton aportaban pocas o ninguna señal de su carácter anormal. Y yo, por perdonable debilidad, me abstuve de corregir ese error, preguntándome a mí misma qué bien iba a haber en perturbar sus últimos momentos con informaciones que él no tenía ni el poder ni la oportunidad de aprovechar.
Aplazamos nuestra excursión hasta la tarde. Una dorada tarde de agosto. Cada ráfaga de las colinas estaba tan llena de vida que parecía que quien la respirara, aunque agonizante, podría revivir. Catherine tenía la cara igual que el paisaje: el sol y las sombras pasaban por ella en rápida sucesión, pero las sombras duraban más y el sol era más fugaz y su pobre corazoncito se reprochaba incluso ese pasajero olvido de sus preocupaciones.
Divisamos a Linton vigilando en el mismo sitio que había elegido anteriormente. Mi señorita se apeó y me dijo que, como estaba resuelta a quedarse muy poco tiempo, era mejor que la sujetara el poni y siguiera montada en el caballo. Pero desmonte. No quería correr el riesgo de perder de vista ni un minuto a la pupila que se me había encomendado, así que subimos juntas la ladera de brezos. El señorito Linton nos recibió más animado en esta ocasión, aunque no era la animación del entusiasmo, ni tampoco de la alegría, parecía proceder más del miedo.
—¡Es tarde! —dijo, en pocas palabras y con dificultad—. ¿No está tu padre muy enfermo? Pensé que no vendrías.
—¿Por qué no eres sincero? —exclamó Catherine, tragándose su saludo—. ¿Por qué no me dices de una vez que no me necesitas? ¡Es raro, Linton, que por segunda vez me hayas hecho venir con el fin, al parecer, de apenarnos los dos y además sin razón alguna!
Linton temblaba y la miraba medio suplicante, medio avergonzado, pero su prima no tenía la paciencia suficiente para soportar aquella enigmática conducta.
—Mi padre está muy enfermo —dijo ella—. ¿Y por qué me arrancas de su lecho? ¿Por qué no me enviaste un aviso para liberarme de esa promesa si deseabas que no la mantuviera? ¡Vamos! Quiero una explicación. Los juegos y las tonterías están por completo borrados de mi mente y ahora no puedo desvivirme en complacer tus amaneramientos.
—¡Mis amaneramientos! —murmuró—. ¿Cuáles son? ¡Por Dios, Catherine, no te enfades así! Despréciame cuanto te plazca. Soy un desgraciado inútil y cobarde. Todo desprecio sería insuficiente, pero soy demasiado miserable para tu ira. Odia a mi padre y a mí resérvame para tu desprecio.
—¡Tonterías! —exclamó Catherine montando en cólera—. ¡Chico tonto y estúpido! ¡Míralo, tiembla como si le fuera a tocar! No hace falta que recomiendes desprecio, Linton, cualquiera lo pondrá espontáneamente a tu servicio. ¡Vete! Volveré a casa. Es un disparate arrancarte de la chimenea y pretender… ¿qué pretendemos? ¡Suelta mi vestido! Si yo te compadeciera por tus lloros y por tu aspecto tan aterrado, tú deberías rechazar semejante compasión. Ellen, dile lo vergonzosa que es esta conducta. Levántate, y no te degrades hasta convertirte en un abyecto reptil… ¡no lo hagas!
Con el rostro chorreando y expresión de agonía, Linton había tirado su cuerpo inerte por el suelo. Parecía convulsionado por un terror extremo.
—¡Oh! —sollozó—. ¡No puedo soportarlo! Catherine, Catherine, yo soy también un traidor y no me atrevo a decírtelo. ¡Pero si me dejas, me matarán! Querida Catherine, mi vida está en tus manos. Tú has dicho que me amabas, y si lo hicieras, eso no te haría daño. Entonces, ¿no te irás…? ¡Amable, dulce y buena Catherine! Y quizá consientas… ¡y él me dejará morir contigo!
Mi señorita, al ver su intensa angustia, se agachó para levantarle. El viejo sentimiento de indulgente ternura dominó su indignación y se conmovió y alarmó profundamente.
—¿Consentir qué? —preguntó—. ¿Quedarme? Explícame el significado de esta extraña conversación y lo haré. ¡Contradices tus propias palabras y me confundes! Cálmate, habla con franqueza y confiesa de una vez lo que oprime tu corazón. Linton, ¿tú no me harías daño, verdad? ¿No permitirías que ningún enemigo me lo hiciera si pudieras evitarlo? Creo que eres un cobarde para ti mismo, pero no traicionarías cobardemente a tu mejor amiga.
—Pero mi padre me ha amenazado —jadeó el chico, apretando sus delgados dedos—. ¡Y me aterra, me aterra! ¡No me atrevo a decirlo!
—¡Ah, bueno! —dijo Catherine, con desdeñosa compasión—. Guarda tu secreto. Yo no soy cobarde. Sálvate por tu cuenta. ¡Yo no tengo miedo!
Su generosidad provocó las lágrimas de Linton, quien lloró frenéticamente, besando las manos que le sostenían, pero sin tener arrestos para hablar. Yo estaba meditando cuál podía ser el misterio, decidida a que Catherine no sufriera para beneficiarle a él, ni a ningún otro por culpa de su buena voluntad, cuando oí un crujido entre el brezo, levanté la vista y vi al señor Heathcliff casi junto a nosotros, bajando de las Cumbres. No miró a mis compañeros, aunque estaban lo bastante cerca como para que se oyeran los sollozos de Linton, pero a mí me saludó en ese tono casi cordial que no utilizaba con nadie más y de cuya sinceridad yo no tenía motivos de duda, y me dijo:
—Ya es algo verte tan cerca de mi casa, Nelly. ¿Cómo estáis en la Granja? Cuéntanos. Corre el rumor —añadió en tono más bajo— de que Edgar Linton está en su lecho de muerte. ¡Quizá exageran su gravedad!
—No. Mi amo se está muriendo —respondí—. Es cierto. ¡Será triste para todos nosotros, pero una bendición para él!
—¿Cuánto tiempo crees que durará? —preguntó.
—No lo sé —respondí.
—Porque —continuó, mirando a los dos jóvenes que habían quedado clavados bajo su mirada (Linton parecía como si no fuera capaz de aventurarse a hacer un movimiento ni a levantar la cabeza y Catherine no podía moverse debido a que le estaba sosteniendo)—, porque ese muchacho de ahí parece decidido a derrotarme y le agradecería a su tío que se diera prisa y se fuera antes que él. ¡Hola! ¿Hace mucho que el chico está jugando a ese juego? Desde luego le di algunas lecciones sobre el lloriqueo. ¿Está, por lo general, muy animado con la señorita Linton?
—¿Animado? No… ha mostrado la mayor angustia —respondí—. Viéndole, yo diría que, en lugar de estar paseando por los montes con su novia, debería estar en la cama en manos de un médico.
—Lo estará dentro de uno o dos días —murmuró Heathcliff—. Pero primero… ¡levántate, Linton! ¡Levántate! No te arrastres por el suelo. ¡Levántate ahora mismo!
Linton se había vuelto a hundir en la postración en otro paroxismo de miedo inevitable, causado, supongo, por la mirada de su padre hacia él, pues no había ninguna otra cosa que produjera semejante humillación. Hizo varios esfuerzos para obedecer, pero sus escasas fuerzas estaban, de momento, aniquiladas y volvía a caer con un gemido. Heathcliff se adelantó, le levantó y le apoyó en una mata de césped.
—Bueno —dijo con reprimida ferocidad—. Me estoy enfadando, y si no dominas ese miserable espíritu tuyo… ¡Maldito seas! ¡Levántate ahora mismo!
—Lo haré, padre —jadeó—. Sólo déjame tranquilo o me desmayaré. He hecho lo que querías, estoy seguro. Catherine te dirá que… que yo… he estado muy alegre. ¡Ah! Quédate junto a mí, Catherine, dame la mano.
—Toma la mía —dijo su padre—. Ponte de pie. Eso es… ahora ella te dará su brazo. Está bien, mírala. Se imaginaria usted, señorita Linton, que yo era el mismísimo diablo para provocar tanto terror. Sea tan amable como para acompañarle a casa, ¿quiere? Se estremece si le toco.
—¡Linton, cariño! —susurró Catherine—. No puedo ir a Cumbres Borrascosas. Papá me lo ha prohibido. Tu padre no te hará daño. ¿Por qué le tienes tanto miedo?
—No puedo volver a entrar jamás en esa casa —respondió—. ¡No puedo volver a entrar sin ti!
—¡Basta! —gritó su padre—. Respetaremos los escrúpulos filiales de Catherine. Nelly, llévale tú y seguiré tus consejos respecto al médico sin demora.
—Hará usted bien —respondí yo—. Pero tengo que quedarme con mi señorita. Ocuparme de su hijo no es asunto mío.
—Eres muy inflexible —dijo Heathcliff—, lo sé, pero me obligarás a pinchar al crío y hacerle chillar antes que moverte a compasión. Vamos, entonces, mi valiente, ¿estás dispuesto a volver escoltado por mí?
Se le acercó una vez más, e hizo como si cogiera a la frágil criatura, pero, retrocediendo, Linton se agarró a su prima y le imploró que le acompañara con tan frenética insistencia que no admitía negativa. Aunque yo no lo aprobé, no pude impedírselo y, ¿cómo podía ella haberse negado? No podíamos comprender qué era lo que le llenaba de terror, pero ahí estaba, impotente bajo sus garras, y cualquier añadido parecía capaz de conmocionarle hasta la idiotez. Llegamos al umbral. Catherine entró y yo me quedé esperando que llevara al enfermo a una silla, pensando que saldría inmediatamente, cuando Heathcliff, empujándome hacia adelante, dijo:
—Mi casa no está apestada, Nelly, y hoy tengo ganas de ser hospitalario. Siéntate y permíteme que cierre la puerta.
Cerró y echó la llave. Me estremecí.
—Tomarás el té antes de irte a casa —añadió—. Estoy solo, Hareton ha ido con ganado al refugio y Zillah y Joseph a un viaje de recreo. Y, aunque estoy acostumbrado a estar solo, prefiero disfrutar de una compañía interesante, si puedo conseguirla. Señorita Linton, siéntate junto a él. Te doy lo que tengo. El regalo apenas vale la pena aceptarlo, pero no tengo ninguna otra cosa que ofrecer. Me refiero a Linton. ¡Cómo mira ella! Es raro qué sentimiento feroz noto hacia todo lo que parece tenerme miedo. De haber nacido en un país con leyes menos rigurosas y gustos menos refinados, me regalaría con una lenta vivisección de esos dos, como diversión vespertina.
Respiró hondo, dio un puñetazo en la mesa y juró para sí:
—¡Por Satanás! Les odio.
—¡Yo no le tengo miedo! —exclamó Catherine, que no había podido oír la última parte de su discurso. Se le acercó. Los ojos negros destellaban ira y resolución:
—Deme esa llave. La tendré —dijo—. No comería ni bebería aquí aunque me estuviera muriendo de hambre.
Heathcliff tenía la llave en la mano que mantenía sobre la mesa. Alzó la vista, sobrecogido por una especie de sorpresa ante su osadía, o quizá, su voz y su mirada le recordaron a la persona de quien las había heredado. Ella trató de arrebatarle la llave y casi consiguió sacarla de sus aflojados dedos, pero la acción de ella le devolvió a la realidad y la recuperó rápidamente.
—Bueno, Catherine Linton —dijo—. Apártate, o te tiraré de un puñetazo, y eso volvería loca a la señora Dean.
Sin hacer caso de la advertencia, cogió de nuevo la mano cerrada de Heathcliff y su contenido.
—¡Nos marcharemos! —repitió, haciendo los máximos esfuerzos para conseguir que se relajaran los músculos de hierro y, viendo que las uñas no hacían efecto aplicó los dientes con mucha decisión. Heathcliff me echó una mirada que me desaconsejó interferir ni un instante. Catherine estaba demasiado ocupada con sus dedos para fijarse en su rostro. Él abrió la mano de repente y soltó el objeto en disputa, pero antes de que ella lograra cogerlo, la agarró con la mano libre y, poniéndola sobre sus rodillas, le propinó con la otra una tanda de tremendas bofetadas a ambos lados de la cabeza, suficiente, cada una de ellas, para haber cumplido su amenaza si Catherine hubiera podido caerse. Ante aquella diabólica violencia me precipité sobre él con furia.
—¡Canalla! —empecé a gritar—. ¡Canalla!
Un golpe en el pecho me hizo callar. Soy corpulenta y pronto pierdo el aliento, así que debido a eso y a la rabia, retrocedí tambaleándome mareada, con la sensación de estar a punto de ahogarme o de que se me rompiera una vena. La escena duró dos minutos. Catherine, liberada, se llevó las manos a las sienes, y parecía como si no estuviera segura de conservar las orejas. Temblaba como un junco, pobre criatura, y se apoyó contra la mesa completamente aturdida.
—Ya ves que sé cómo castigar a los niños —dijo con severidad el sinvergüenza, mientras se agachaba para adueñarse de nuevo de la llave que se había caído al suelo—. Ahora vete con Linton como te dije, ¡y llora a gusto! Seré tu padre mañana —el único padre que tendrás dentro de pocos días—, y recibirás cantidad de bofetadas. Puedes aguantar muchas, tú no eres enclenque. ¡Tendrás tu ración diaria si vuelvo a ver en tus ojos ese genio del diablo!
Cathy corrió hacia mí en lugar de hacia Linton, se arrodilló y puso la ardiente mejilla en mi regazo, llorando a gritos. Su primo se había retirado a un rincón del escaño, tan quieto como un ratón, felicitándose, diría yo, de que el castigo hubiera caído sobre otro y no sobre él. El señor Heathcliff, viendo que estábamos todos desconcertados, se levantó y rápidamente hizo el té él mismo. Las tazas y los platillos estaban ya puestos. Lo sirvió y me dio una taza:
—Trágate tu bilis —dijo—, y sirve a tu malvada favorita y al mío. No está envenenado aunque lo haya preparado yo. Voy a buscar vuestros caballos.
Nuestro primer pensamiento, cuando salió, fue forzar una salida por alguna parte. Probamos con la puerta de la cocina, pero estaba cerrada por fuera. Miramos las ventanas… eran demasiado estrechas, aun para la delgada Figura de Cathy.
—Señorito Linton —exclamé, viendo que estábamos prisioneras en toda regla—. Usted sabe lo que su diabólico padre se propone, y o nos lo dice o le doy de bofetadas como ha hecho él con su prima.
—Sí, Linton, tienes que decirlo —dijo Catherine—. Yo he venido por ti, y sería una ingratitud horrible que te negaras.
—Dame algo de té, tengo sed, y luego te lo diré —respondió él—. Señora Dean, váyase. No me gusta tenerla de pie por encima de mí. Vaya, Catherine, estás dejando caer las lágrimas en mi taza. No beberé eso, dame otra.
Catherine le acercó otra taza y se secó la cara. Me repugnó la calma del tunante una vez que ya no temía por su persona. La angustia que había mostrado en el páramo se apaciguó tan pronto como entró en Cumbres Borrascosas, así que supuse que le había amenazado con una espantosa muestra de ira si fracasaba en atraernos allí y, conseguido eso, no tenía más temores inmediatos.
—Papá quiere que nos casemos —continuó después de sorber un poco de líquido—. Sabe que tu papá no nos dejaría casarnos ahora, y teme que me muera si esperamos, así que vamos a casarnos por la mañana, tendrás que quedarte aquí toda la noche y, si haces lo que quiere, volverás a casa al día siguiente y me llevarás contigo.
—¿Llevarle con ella, lamentable desgraciado? —exclamé—. ¿Casarse usted? Vaya, este hombre está loco o cree que nosotras, todas, somos tontas. ¿Se imagina que esa bella señorita, esa chica rebosante de salud y energía se va a unir a un mico moribundo como usted? ¿Abriga usted la idea de que alguien, y no digamos la señorita Catherine Linton, le tomaría por marido? Se merece usted unos azotes por habernos traído aquí con sus lloronas y viles artimañas. ¡Y no ponga ahora esa cara de tonto! Me están dando muchas ganas de zarandearle fuerte por su despreciable traición y su estúpido engreimiento.
Le di un ligero meneo, pero le produjo tos, y acudió a su acostumbrado recurso de gemir y lloriquear, y Catherine me riñó.
—¿Quedarme toda la noche? ¡No! —dijo ella, mirando despacio a su alrededor—. Ellen, prenderé fuego a esa puerta, pero saldré.
Y habría empezado a llevar a cabo la amenaza, pero Linton se levantó alarmado de nuevo por su querida persona. La cogió en sus débiles brazos, sollozando:
—¿No quieres tenerme contigo y salvarme? ¿No quieres dejarme ir a la Granja? ¡Oh! ¡Querida Catherine! No debes irte y dejarme, después de todo. ¡Tienes que obedecer a mi padre… tienes que hacerlo!
—Debo obedecer al mío —respondió ella— y consolarle de esta tensión cruel. ¡Toda la noche! ¿Qué pensará? Estará ya angustiado. Romperé o quemaré algo para salir de esta casa. ¡Estate tranquilo! No corres ningún peligro, pero si me lo impides… ¡Linton, quiero a papá más que a ti!
El terror mortal que sentía por la ira del señor Heathcliff devolvió al chico su cobarde elocuencia. Catherine estaba casi enloquecida, aun así insistía en que tenía que ir a casa y probó, a su vez, la súplica para convencerle de que dominara su egoísta aflicción. Mientras estaban así ocupados, volvió nuestro carcelero.
—Vuestros caballos se han ido. ¡Pero bueno, Linton! ¿Lloriqueando otra vez? ¿Qué te ha hecho? Vamos, vamos… deja de llorar, y vete a la cama. Dentro de un mes o dos, hijo mío, podrás devolverle sus tiranías actuales con mano dura. Estás suspirando por puro amor, ¿no es así?, por ninguna otra cosa en el mundo. ¡Ella será tuya! ¡Ahora, a la cama! Zillah no estará aquí esta noche. Tendrás que desvestirte solo. ¡Silencio! ¡Cállate ya! Una vez en tu cuarto no me acercaré a ti, no tengas miedo. Por suerte te las has arreglado bastante bien. Yo me encargaré de lo demás.
Dijo esas palabras sujetando la puerta para que pasara su hijo, quien logró salir exactamente igual que lo hubiera hecho un perro de aguas que sospechara que la persona que le abre planeara estrujarle malévolamente. Volvió a cerrar con llave y se acercó al fuego donde mi ama y yo estábamos en silencio. Catherine levantó la mirada e instintivamente se llevó la mano a la mejilla: su proximidad reavivaba una sensación dolorosa. Cualquier otro hubiera sido incapaz de tomar en serio ese acto infantil, pero él la miró con ceño y refunfuñó:
—¡Ah! ¿Conque no me tienes miedo? Pues disimulas bien tu valentía. ¡Pareces terriblemente asustada!
—Sí, tengo miedo ahora. Porque si me quedo papá estará muy triste y, ¿cómo puedo soportar causarle esta tristeza cuando él… cuando él…? Señor Heathcliff, déjeme ir a casa. Yo le prometo casarme con Linton, a papá también le gustará y yo le amo y, ¿por qué ha de obligarrne usted a hacer lo que haré de buen grado?
—¡Que se atreva a obligarla! —exclamó yo—. Hay leyes en el país, gracias a Dios las hay, aunque estemos en un lugar remoto. Le denunciaría, aunque fuera mi propio hijo, y es delito casarse por lo civil.
—¡Silencio! —dijo el rufián—. ¡Al diablo con vuestros clamores! No necesito vuestras palabras. Señorita Linton, yo disfrutaré lo indecible pensando que tu padre está triste. No dormiré de satisfacción. No podrías haber encontrado nada más satisfactorio para fijar tu residencia bajo mi techo las próximas veinticuatro horas que informarme de que iba a ocurrir eso. En cuanto a tu promesa de casarte con Linton, ya me cuidaré yo de que la mantengas, porque no saldrás de aquí sin haberla cumplido.
—¡Mande, entonces, a Ellen para informar a papá de que estoy bien! —exclamó Catherine, llorando amargamente—. O cáseme ahora. ¡Pobre papá! Ellen, creerá que nos hemos perdido. ¿Qué hacemos?
—¡Él no, de ningún modo! Creerá que te has cansado de cuidarle y te has escapado a divertirte un poco —respondió Heathcliff—. No puedes negar que entraste en mi casa por tu propia voluntad, despreciando sus órdenes de hacer lo contrario. Y es muy natural que desearas divertirte a tu edad y que te cansaras de cuidar a un enfermo, y más cuando ese enfermo sólo es tu padre. Catherine, sus días más felices se habían acabado cuando empezaron los tuyos. Me atrevería a decir que te maldijo cuando viniste al mundo (yo al menos lo hice), y daría lo mismo que te maldijera cuando se marchara. Yo me uniría a él. ¡No te quiero! ¿Por qué iba a quererte? Llora, llora. Que yo sepa, ésta será tu principal diversión de aquí en adelante, a menos que Linton te compense por otras pérdidas, y parece que tu providente padre se figura que puede hacerlo. Sus cartas de consejo y consuelo me divertían muchísimo. En la última recomendaba a mi joya que cuidara de la suya y que fuera amable con ella cuando se casaran. Cuidadoso amable… ¡qué paternal! Pero Linton necesita toda su provisión de cuidado y amabilidad para él. Puede hacer bien el papel de pequeño tirano. Se dedicaría a torturar a cualquier cantidad de gatos, con tal de que les hubieran sacado los dientes y cortado las uñas. Podrás contarle a su tío bonitas historias de su amabilidad cuando vuelvas a casa, te lo aseguro.
—¡Ahí tiene usted toda la razón! —dije yo—. Explique el carácter de su hijo. Muestre su parecido con usted, y entonces espero que la señorita Cathy se lo pensará dos veces antes de aceptar al basilisco.
—No me importa mucho hablar ahora de sus amables cualidades —respondió—, porque o le acepta, o se queda prisionera, y tú con ella, hasta que muera tu amo. Os puedo tener a las dos bien ocultas aquí. ¡Si lo dudas, anímale a que retire su palabra y tendrás oportunidad de juzgar!
—No me retractaré —dijo Catherine—. Me casaré con él en menos de una hora, si puedo ir después a la Granja de los Tordos. Señor Heathcliff, usted es cruel, pero no es un demonio, y no querrá, por pura maldad, destruir irrevocablemente toda mi felicidad. Si papá pensara que le había dejado a propósito y muriera antes de que yo volviera, ¿podría yo soportar seguir viviendo? He dejado de llorar, pero voy a arrodillarme aquí a sus pies y no me levantaré, ni apartaré mis ojos de su rostro hasta que me mire. ¡No, no se dé la vuelta! ¡Mire! No verá nada que le provoque. No le odio. No estoy enfadada porque me haya pegado. ¿No ha amado a nadie en toda su vida, tío? ¿Nunca? ¡Ah!, mire sólo una vez. Soy tan desdichada que no podrá evitar sentirlo y compadecerme.
—¡Aparta tus dedos de tritón y lárgate o te daré de patadas! —exclamó Heathcliff, rechazándola brutalmente—. Preferiría que se me abrazara una serpiente. ¿Cómo diablos puedes soñar en adularme? ¡Te detesto!
Se encogió de hombros, es más, se sacudió como si la carne se estremeciera de aversión y echó atrás su silla. Mientras, yo me levantaba y abría la boca para empezar a soltarle un franco torrente de insultos. Pero tuve que enmudecer a mitad de la primera frase, porque me amenazó con meterme sola en una habitación a la primera sílaba que pronunciara.
Estaba oscureciendo… oímos voces en la verja del jardín. Nuestro anfitrión salió corriendo al instante. Él tenía todas sus facultades mentales, nosotras no. Hubo una conversación de dos o tres minutos y volvió solo.
—Pensé que había sido su primo Hareton —le dije a Catherine—. ¡Ojalá viniera! ¿Quién sabe si no se pondría de nuestra parte?
—Eran tres criados enviados desde la Granja a buscaros —dijo Heathcliff, que me había oído—. Deberíais haber abierto la ventana y gritado. Juraría que esa cría se alegra de que no lo hicierais. Se alegra de que le obliguen a quedarse, estoy seguro.
Al ver la oportunidad que habíamos perdido, dimos rienda suelta a nuestro dolor, y él nos dejó seguir lamentándonos hasta las nueve. Entonces nos dijo que subiéramos, por la cocina, al cuarto de Zillah, y susurré a mi compañera que obedeciera. Quizá allí pudiéramos ingeniárnoslas para salir por una ventana, o pasar a un desván y escabullirnos por su tragaluz. La ventana, sin embargo, era estrecha, igual que las de abajo y la trampilla del desván estaba asegurada contra nuestros intentos, pues estábamos tan encerradas como antes. Ninguna de las dos se acostó. Catherine se sentó junto a la ventana, esperando con ansiedad la mañana. Un profundo suspiro era la única respuesta que lograba obtener a mis frecuentes súplicas para que intentara descansar. Yo me senté en una silla y me mecía, juzgando severamente mis muchas negligencias, de las cuales, me pareció entonces, provenían todas las desgracias de mis amos. No era así en realidad, estoy segura. Pero lo era en mi imaginación aquella triste noche, y pensé que el mismo Heathcliff era menos culpable que yo.
A las siete vino y preguntó si la señorita Linton se había levantado. Ella corrió a la puerta inmediatamente y contestó: «Sí».
—Entonces, ven aquí —dijo él, abriendo la puerta y sacándola fuera.
Me levanté para seguirla, pero echó la llave de nuevo. Exigí mi liberación.
—Ten paciencia —respondió—, te mandaré subir el desayuno dentro de un rato.
Golpeé los entrepaños de la puerta y sacudí el picaporte airadamente. Catherine preguntó por qué me tenía todavía encerrada. Contestó que tenía que aguantar una hora más y se marcharon. Tuve que aguantar dos o tres horas. Al fin oí pasos. No eran los de Heathcliff.
—He traído algo de comer —dijo una voz—. ¡Abra la puerta!
Obedecí impaciente y vi a Hareton cargado con comida suficiente para que me durara todo el día.
—Tenga —añadió, poniendo la bandeja en mis manos.
—Espera un minuto —comencé.
—No —gritó y se marchó sin hacer caso de ninguna de las súplicas que pude lanzar a raudales para que se detuviera.
Y allí me quedé encerrada todo el día y toda la noche siguiente, y otra y otra. Cinco noches y cuatro días me quedé, en total, sin ver a nadie más que a Hareton, una vez cada mañana. Y era un carcelero modelo: huraño, mudo y sordo a todo intento de conmover su sentido de la justicia o de la compasión.