CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVI
Ya había pasado lo mejor del verano cuando Edgar cedió de mala gana a sus súplicas y Catherine y yo partimos en nuestro primer paseo para encontrarse con su primo. Era un día cerrado, sofocante, desprovisto de sol, pero con un cielo demasiado moteado y brumoso para amenazar lluvia. Nuestro lugar de encuentro había quedado establecido en el pilar de guía en el cruce de caminos. Al llegar allí, sin embargo, un pastorcillo, despachado como mensajero, nos dijo que el señorito Linton estaba a este lado de las Cumbres y que nos agradecería mucho que siguiéramos un poco más.
—En ese caso el señorito Linton —observé— ha olvidado la primera condición de su tío. Nos mandó que nos quedáramos en terreno de la Granja y ahí estamos ya fuera.
—Bueno, daremos la vuelta con nuestros caballos cuando lleguemos a donde está —respondió mi compañera—, y nuestra excursión quedara en dirección a casa.
Pero cuando le alcanzamos, y fue casi a un a cuarto de milla de la puerta de su casa, nos encontramos con que no tenía caballo y tuvimos que descabalgar y dejar a los nuestros que pastaran. Estaba tumbado en el brezo, esperando a que nos acercáramos y no se levantó hasta que estuvimos a muy pocas yardas. Entonces caminó con tanta debilidad y parecía tan pálido que inmediatamente exclamé:
—Vaya, señorito Linton, no está usted como para disfrutar de un paseo esta mañana. ¡Qué mal aspecto tiene!
Catherine le miró con pena y asombro, cambió la exclamación de alegría en sus labios por una de alarma y las felicitaciones ante un encuentro tan pospuesto por una angustiada pregunta de si se encontraba peor que de costumbre.
—¡No… mejor… mejor! —jadeó, temblando y reteniéndole la mano como si necesitara su apoyo, mientras sus enormes ojos azules la miraban tímidamente y las ojeras que los rodeaban convertían en extenuado furor la lánguida expresión que en otro tiempo poseían.
—Pero has estado peor —insistió su prima—, peor que la última vez que te vi. Estás más delgado y…
—Estoy cansado —interrumpió apresuradamente—. Hace demasiado calor para andar, descansemos aquí. Y por la mañana a menudo me encuentro mal… papá dice que crezco muy deprisa.
No muy satisfecha, Cathy se sentó y él se reclinó a su lado.
—Esto se parece algo a tu paraíso —dijo ella, haciendo un esfuerzo para alegrarle—. ¿Te acuerdas de los dos días que acordamos pasar en el sitio y de la manera que cada uno pensara más agradable? Este es, desde luego, el tuyo, sólo que hay nubes, pero como son tan suaves y tranquilas resultan más agradables que el sol. La semana próxima, si puedes, cabalgaremos al parque de la Granja y probaremos el mío.
Linton no parecía recordar de lo que hablaba y evidentemente tenía grandes dificultades para mantener cualquier tipo de conversación. Su falta de interés en los temas que ella iniciaba y su pareja incapacidad para contribuir al entretenimiento de Catherine eran tan obvias que ella no pudo ocultar su decepción. Un cambio indefinido se había apoderado de toda su persona y de sus modales. El malhumor que las caricias podían convertir en cariño había dado paso a una lánguida apatía. Tenía menos del mal genio del niño que se impacienta y molesta a fin de que le consuelen y más del taciturno ensimismamiento del tenido definitivamente por enfermo que rechaza los consuelos y está presto a considerar el buen humor y la alegría de los demás como un insulto. Catherine comprendió, tan bien como yo, que soportar nuestra compañía representaba para él más un castigo que una satisfacción, y no tuvo ningún escrúpulo en proponer enseguida que nos marcháramos. La propuesta, inesperadamente, despertó a Linton de su letargo y le puso en un extraño estado de agitación. Miró temeroso hacia las Cumbres y le pidió que se quedara, al menos, media hora más.
—Pero creo —dijo Cathy— que estarías más cómodo en casa que sentado aquí y veo que no puedo divertirte hoy con mis cuentos, mis canciones y mi charla. Te has vuelto más serio que yo en estos seis meses, poco te gustan ya mis diversiones, de lo contrario, si pudiera entretenerte, me quedaría de buena gana.
—Quédate para descansar —replicó—. Y Catherine, no creas, ni digas que estoy muy mal. Es el tiempo pesado y el calor lo que me tiene desanimado. Antes de que llegaras camine por ahí, mucho para mí. Dile al tío que tengo muy buena salud, ¿quieres?
—Le diré que eso dices tú, Linton. Yo no podría afirmar que la tienes —observó mi señorita, sorprendida ante su pertinaz afirmación de algo que era evidentemente falso.
—Y ven de nuevo el jueves próximo —continuó, esquivando la perpleja mirada de ella—. Y dale las gracias por permitirte venir… mi mayor agradecimiento, Catherine. Y… y si te encontraras a mi padre y te preguntara por mí, no le dejes suponer que he estado extraordinariamente silencioso y estúpido. No pongas un semblante triste y decaído como estás haciendo ahora… se enfadará.
—Su ira no me importa nada —exclamó Cathy figurándose que era ella la causa.
—Pero a mí sí —dijo su primo temblando—. No le provoques contra mí, Catherine, porque es muy duro.
—¿Es severo con usted, señorito Heathcliff? —pregunté yo—. ¿Se ha cansado de la tolerancia y ha pasado del odio pasivo al activo?
Linton me miró, pero no respondió y, después de seguir sentada a su lado otros diez minutos, durante los cuales la cabeza se le cayó amodorrada sobre el pecho y no profirió más que ahogados gemidos de agotamiento o de dolor, Cathy empezó a solazarse buscando arándanos y a compartir conmigo el producto de sus búsquedas. No se los ofreció a él porque vio que prestarle más atención no haría más que cansarle y enojarle.
—¿Es ya la media hora, Ellen? —me susurró al oído por fin—. No sé por qué debemos quedarnos. Está dormido y papá estará deseando tenernos de vuelta.
—Bueno, no debemos dejarle dormido —respondí yo—. Espere a que se despierte y tenga paciencia. ¡Estaba muy impaciente por venir, pero su anhelo de ver al pobre Linton se ha evaporado pronto!
—¿Por qué quería verme? —preguntó Catherine—. Me gustaba más en sus momentos de peor genio de antes que con el curioso humor actual. Esta entrevista es como si se tratara de una tarea que se ve obligado a realizar por miedo a que su padre le riña. Pero no voy a venir para darle gusto al señor Heathcliff, sea cual sea la razón que pueda tener para hacer a Linton sufrir esa penitencia. Y, aunque me alegro de que esté mejor de salud, lamento que sea mucho menos agradable y mucho menos cariñoso conmigo.
—¿Entonces, cree usted que está mejor de salud? —pregunté yo.
—Sí —respondió—, porque siempre se quejaba muchísimo de sus sufrimientos, ya sabes. No está muy bien, como ha dicho que le diga a papá, pero es muy probable que esté mejor.
—En eso mi opinión difiere de la suya, señorita Catherine —observé—. Yo supondría que está mucho peor.
Entonces Linton se despertó sobresaltado de su sueño con desconcertado terror y preguntó si alguien había voceado su nombre.
—No —dijo Catherine—, a no ser en sueños. No me cabe en la cabeza cómo puedes dormitar al aire libre por la mañana.
—Creí haber oído a mi padre —jadeó, mirando la hosca cima sobre nosotros—. ¿Estás segura de que no habló nadie?
—Completamente segura —respondió su prima—. Sólo Ellen y yo discutíamos sobre tu salud. Linton, ¿estás realmente más fuerte que cuando nos separamos en invierno? Si lo estás, con seguridad hay algo que no es más fuerte… tu afecto hacia mí. Habla. ¿Lo estás?
Las lágrimas brotaron de los ojos de Linton mientras respondía:
—¡Sí, sí, lo estoy!
Y, aún bajo el hechizo de la imaginaria voz, su mirada vagó arriba y abajo para detectar a su propietario. Cathy se levantó.
—Por hoy tenemos que marcharnos —dijo—. No te ocultaré que me he quedado tristemente decepcionada con nuestro encuentro, aunque no se lo mencionaré a nadie más que a ti, y no porque le tenga miedo al señor Heathcliff.
—¡Calla! —murmuró Lintonj—. ¡Silencio, por Dios! Él se acerca —y se agarró al brazo de Catherine luchando por detenerla, pero ante ese anuncio, ella se desprendió precipitadamente y silbó a Minny que la obedeció como un perro:
—Estaré aquí el próximo jueves —gritó saltando a la silla—. Adiós. ¡Deprisa, Ellen!
Y así le dejamos, apenas consciente de nuestra partida, tan absorto estaba en anticipar la llegada de su padre.
Antes de que llegara a casa, el enojo de Catherine se suavizó en una desconcertada sensación de lástima y remordimiento, mezclada en gran parte con vagas e inquietantes dudas respecto de las circunstancias actuales, físicas y sociales, de Linton, algo que yo compartía, aunque le aconsejé que no dijera mucho, pues un segundo paseo nos permitiría juzgar mejor. Mi amo nos pidió un relato de nuestra excursión. El agradecimiento de su sobrino le fue debidamente transmitido, refiriendo la señorita Cathy lo demás muy por encima. Yo también añadí poca luz a sus preguntas, porque apenas sabía qué ocultar y qué revelar.