Cumbres borrascosas

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVII

Aquel viernes fue el último día bueno en un mes. Por la tarde el tiempo cambió; el viento ya no sopló del sur sino del noreste y trajo lluvia primero y granizo y nieve después. A la mañana siguiente era difícil imaginar que habíamos tenido tres semanas de verano. Las prímulas y flores de azafrán estaban ocultas bajo invernales montones de nieve, las alondras callaban y las hojas tiernas de los árboles primerizos estaban marchitas y ennegrecidas. ¡Y triste, gélida y lúgubre discurrió aquella mañana! Mi amo no salió de su habitación. Yo tomé posesión de la solitaria salita convertida en cuarto para niños. Y allí estaba yo sentada con aquella muñeca llorona de niña en mis rodillas, meciéndola de un lado para otro y mirando, mientras tanto, los copos de nieve que seguían cayendo y se amontonaban en la ventana sin cortinas, cuando se abrió la puerta y una persona entró sin aliento y riéndose. Mi ira fue mayor que mi asombro durante un instante. Supuse que era una de las criadas y grite:

—¡Ya está bien! ¿Cómo te atreves a venir aquí con tu atolondramiento? ¿Qué diría el señor Linton si te oyera?

—¡Perdóname! —respondió una voz familiar—, pero sé que Edgar está en la cama y no puedo contenerme.

Diciendo eso mi interlocutora se acercó al fuego, jadeante y poniéndose una mano en el costado.

—He venido corriendo todo el tiempo desde Cumbres Borrascosas —continuó tras una pausa—, salvo cuando he volado. No podría contar las veces que me he caído. ¡Oh, me duele todo! ¡No te alarmes! Te daré una explicación en cuanto pueda hacerlo. Sólo ten la bondad de salir a dar la orden de que el coche me lleve a Gimmerton y de decirle a una criada que saque unos vestidos de mi armario.

La intrusa era la señora Heathcliff. No estaba, ciertamente, en situación como para reírse. El pelo le caía por los hombros chorreando agua y nieve. Vestía el traje de soltera que llevaba de ordinario, más apropiado’ a su edad que a su posición: un vestido escotado, con mangas cortas, sin nada en la cabeza ni en el cuello. El vestido era de seda ligera que, con la humedad, se le pegaba al cuerpo, y tenía los pies protegidos sólo por unas delgadas zapatillas; añada a esto un profundo corte bajo una oreja, que sólo el frío impedía que sangrara profusamente, una cara pálida, arañada y con contusiones y un cuerpo que apenas podía sostenerse de fatiga, y podrá usted imaginarse que mi primer susto no se alivió mucho cuando pude examinarla con calma.

—¡Mi querida señorita! —exclamé—. No me moveré de aquí, ni escucharé nada hasta que se haya quitado toda la ropa y se haya puesto otra seca, y ciertamente no irá a Gimmerton esta noche, así que huelga pedir el coche.

—Desde luego que iré —dijo ella—, a pie o en coche, aunque no tengo inconveniente en vestirme decentemente. ¡Ah… mira cómo me corre ahora por el cuello! Con el fuego me escuece.

Insistió en que cumpliera sus instrucciones antes de dejar que la tocara, y hasta que el cochero no recibió órdenes de estar preparado y una criada se puso a empaquetar algunas prendas necesarias, no consintió que le vendara la herida y la ayudara a cambiarse de ropa.

—Ahora, Ellen —dijo, cuando acabé mi tarea y se hallaba sentada en un sillón junto al hogar y con una taza de té delante—, siéntate enfrente de mí y aparta a la niña de la pobre Catherine: ¡no tengo ganas de verla! No creas que Catherine no me importa porque me comporte de una manera tan loca al entrar. He llorado, además amargamente… sí, nadie tenía más motivos que yo. Nos separamos sin reconciliarnos, te acuerdas, y no me lo perdonaré. Pero así y todo no iba a compartir los sentimientos de él… ¡esa bestia bruta! ¡Oh, dame el atizador! Esto es lo último suyo que llevo —se quitó el anillo de oro de su dedo anular y lo tiró al suelo—. Lo aplastaré —continuó, golpeándolo con infantil despecho—. Y luego lo quemaré.

Cogió el malempleado artículo y lo dejó caer entre las brasas.

—¡Ya está! Tendrá que comprar otro si me recupera. Sería capaz de venir a buscarme para molestar a Edgar. No me atrevo a quedarme, no sea que se le meta esa idea en su malvada cabeza. Además, Edgar no ha sido amable, ¿verdad? No voy a venir a implorar su ayuda, ni a traerle más disgustos. La necesidad me obligó a buscar refugio aquí, aunque si no hubiera sabido que se había retirado, me habría quedado enla cocina, me habría lavado la cara, calentado, pedido que me trajeras lo que necesitaba y me habría vuelto a marchar a cualquier parte, fuera del alcance de mi maldito… de ese duende en carne humana. ¡Ah, estaba tan furioso! ¡Si me hubiera cogido! ¡Lástima que Earnshaw no sea tan fuerte como él! ¡No hubiera huido hasta verle del todo destrozado si Hindley hubiera sido capaz de hacerlo!

—¡No hable tan deprisa, señorita! —la interrumpí—. Se le va a descomponer el pañuelo que le até a la cara y le volverá a sangrar el corte. Beba el té, respire y deje de reírse. La risa está tristemente fuera de lugar bajo este techo y en su situación.

—Innegable verdad —respondió—. ¡Escucha a esa niña! Está constantemente lloriqueando… que se la lleven a donde no la oiga durante una hora, no me quedaré aquí más.

Toqué la campanilla y la encomendé al cuidado de una criada. Luego le pregunté qué le había impulsado a escapar de Cumbres Borrascosas en una situación tan insólita y adónde se proponía ir, ya que se negaba a quedarse con nosotros.

—Debería y desearía quedarme —respondió— para consolar a Edgar y cuidar a la niña, por esas dos cosas, y porque la Granja es mi verdadera casa. Pero te digo que no me dejaría. ¿Crees que soportaría verme engordar y estar alegre, que soportaría pensar que estábamos tranquilos sin decidirse a emponzoñar nuestro bienestar? Pues bien, tengo la satisfacción de estar segura de que me detesta hasta tal punto que le molesta seriamente verme y oírme. Noto que, cuando aparezco donde está él, los músculos del rostro se le distorsionan involuntariamente en una expresión de odio, en parte debido a su conocimiento de los motivos que tengo para odiarle yo a él y en parte por aversión innata. Ésta es lo bastante intensa como para hacerme estar muy segura de que no me perseguiría por toda Inglaterra, suponiendo que yo ingeniara una buena huida y, por lo tanto, tengo que irme lejos. Me he curado de mi primer deseo de que me matara. ¡Preferiría que se matara él! Ha logrado plenamente que mi amor se extinguiera, así que estoy tranquila. Recuerdo, sin embargo, cuánto le amé y vagamente me imagino que podría amarle todavía si… ¡no! ¡no!, aunque me hubiera adorado, su diabólica naturaleza se habría puesto de manifiesto de alguna manera. Catherine tenía el gusto terriblemente pervertido para quererle tanto, conociéndole tan bien. ¡Monstruo! ¡Ojalá pudiera borrarlo de la creación y de mi memoria!

—¡Calle, calle! Es un ser humano —dije—. Sea más caritativa, hay hombres aún peores que él.

—¡No es un ser humano! —replicó—. Y no tiene derecho a mi caridad. Le di mi corazón, lo cogió, lo destrozó hasta la muerte y me lo devolvió. La gente siente con el corazón, Ellen, puesto que ha destruido el mío no puedo sentir nada por él, ¡ni lo haría, por mucho que gimiera desde hoy hasta el día de su muerte y derramara lágrimas de sangre por Catherine! ¡No, claro, claro que no sentiría nada!

Aquí Isabella se echó a llorar, pero de inmediato, quitándose bruscamente las lágrimas de los ojos, continuó:

—Me has preguntado qué me ha llevado a huir al fin. Me vi obligada a intentarlo porque había conseguido excitar su cólera hasta un punto superior a su maldad. Arrancar los nervios con tenazas al rojo vivo requiere más frialdad que golpear la cabeza. Se puso como loco hasta el extremo de olvidar la diabólica prudencia de la que presume y entregarse a una violencia asesina. Sentí placer al ver que era capaz de exasperarle. La sensación de placer despertó en mí el instinto de conservación, así que abiertamente me escape y, si alguna vez vuelvo a caer en sus manos, le habrá llegado la hora de una venganza señalada.

»Ayer, ya sabes, el señor Earnshaw debería haber estado en el entierro. Se mantuvo sobrio con ese fin… pasablemente sobrio: sin ir a la cama como una cuba a las seis para levantarse borracho a las doce. En consecuencia se despertó con una depresión de suicida, tan buena para la iglesia como para un baile, y en vez de ir al entierro se sentó al fuego y empezó a tragar vasos enteros de ginebra o brandy.

»Heathcliff —¡me dan escalofríos al nombrarlo!— apenas ha aparecido por casa desde el domingo hasta hoy. No sé si le alimentaban los ángeles o sus parientes del infierno, pero no ha hecho una comida con nosotros desde hace casi una semana. Volvía a casa al amanecer, subía a su alcoba y se encerraba… ¡como si alguien soñara con codiciar su compañía! Y allí se quedaba rezando como un metodista, sólo que la deidad a la que imploraba es polvo y ceniza inertes, y Dios, cuando se dirigía a Él, resultaba curiosamente confundido con su propio padre infernal. Después de concluir estas preciosas oraciones —duraban hasta que se quedaba ronco y la voz se le ahogaba en la garganta—, se marchaba de nuevo, siempre derecho a la Granja. ¡Me extraña que Edgar no haya mandado por un policía y que le detuviera! En cuanto a mí, apenada como estaba por Catherine, era imposible evitar que considerara como una fiesta ese tiempo que me libraba de su envilecedora opresión.

»Recobré el ánimo suficiente para oír sin llorar los eternos sermones de Joseph y para andar por la casa con menos paso de ladrón asustado que antes. No creerías que iba a llorar por cualquier cosa que pudiera decir Joseph, pero él y Hareton son dos compañeros detestables. Prefiero estar con Hindley y oír su espantosa conversación, que con el «amito» y su firme defensor, ¡ese viejo odioso! Cuando Heathcliff está en casa me veo a menudo obligada a meterme en la cocina y en su compañía, o morirme de frío en las habitaciones húmedas y deshabitadas. Cuando no está, como ocurrió esta semana, pongo una mesa y una silla en un rincón de la chimenea de la sala, sin importarme en qué se ocupa el señor Earnshaw, y él tampoco se mete en mis cosas. Ahora está más tranquilo de lo que solía, si nadie le provoca, más adusto y deprimido y menos furioso. Joseph afirma que está cambiado, que el Señor le ha tocado el corazón, y que está salvado como «por la prueba del fuego». Me tiene intrigada descubrir señales de ese cambio favorable, pero no es asunto mío.

»Ayer por la noche me quedé sentada en mi rincón leyendo unos libros viejos hasta tarde, hasta casi las doce. ¡Me resultaba tan triste irme arriba, con la fuerte ventisca soplando fuera y mis pensamientos volviendo continuamente al cementerio y a la tumba recién abierta! Apenas me atrevía a levantar los ojos de la página que tenía delante, porque al instante esa melancólica escena usurpaba su lugar. Hindley estaba sentado frente a mí, con la cabeza apoyada en la mano, quizá meditando en el mismo asunto. Había dejado de beber un poco antes de llegar a lo irracional y no se había movido ni hablado durante dos o tres horas. Por la casa no se oía más ruido que el quejido del viento que sacudía las ventanas de vez en cuando, la tenue crepitación de los carbones, y el crujido de mis despabiladeras cuando retiraba a intervalos el largo pabilo de la vela. Hareton y Joseph probablemente estaban profundamente dormidos en la cama. Todo estaba triste, muy triste, y mientras leía, suspiraba porque parecía que había desaparecido del mundo toda alegría para no volver jamás.

»Aquel lúgubre silencio se rompió al fin con el ruido del picaporte de la cocina. Heathcliff había vuelto de su guardia más temprano que de costumbre, debido, supongo, a la repentina tormenta. Esa puerta estaba cerrada, y le oímos dar la vuelta para entrar por la otra. Me levanté con una expresión irreprimible de lo que sentía en los labios, lo que indujo a mi compañero, que había tenido la vista fija en la puerta, a volverse y mirarme.

»—Le mantendré ahí fuera cinco minutos —exclamó—, si no tiene inconveniente.

»—No, por mí puede tenerle fuera toda la noche —respondí—. ¡Hágalo! Meta la llave en la cerradura y eche el cerrojo.

»Earnshaw lo consiguió antes de que su huésped llegara a la puerta principal. Luego vino y trajo su silla al otro lado de mi mesa, se apoyó en ella y buscó en mis ojos simpatía con el ardiente odio que brillaba en los suyos. Como parecía y sentía igual que un asesino, no pudo encontrar exactamente eso, pero sí descubrió la suficiente para animarse a hablar.

»—Usted y yo —dijo— tenemos una gran cuenta que ajustar con ese hombre de ahí fuera. Si ninguno de los dos fuéramos cobardes podríamos unirnos para saldarla. ¿Es usted tan blanda como su hermano? ¿Está dispuesta a aguantar hasta el final y no tratar ni una vez de cobrarla?

»—Estoy ya harta de aguantar —respondí—, y me alegraría poder tener un desquite que no se volviera contra mí, pero la traición y la violencia son armas de doble filo que hieren a quienes recurren a ellas más que a sus enemigos.

»—¡La traición y la violencia son el justo pago a la traición y la violencia! —exclamó Hindley—. Señora Heathcliff, no le pediré a usted nada, sólo que se quede quieta y muda. Dígame ahora, ¿puede hacerlo? Estoy seguro de que le apetecería tanto como a mí presenciar el fin de la existencia de ese demonio. Él será la muerte de usted, a menos que usted se le adelante, y será mi ruina. ¡Maldito sea el infernal villano! ¡Llama a la puerta como si fuera ya el amo aquí! ¡Prométame que se callará y antes de que suene ese reloj —faltan tres minutos para la una—… ¡será una mujer libre!

»Sacó del pecho el instrumento que te describí en mi carta e iba a apagar la vela, pero yo se la arrebaté y le cogí el brazo.

»—¡No me callaré! —exclamé—. ¡No le tocará! Deje la puerta cerrada y estese quieto.

»—¡No! ¡He tomado mi decisión y, por Dios, que la ejecutará! —gritó aquel ser desesperado—. ¡Le haré a usted un favor, a pesar suyo, y a Hareton justicia! Y no necesita preocuparse por encubrirme. Catherine ha muerto. Ninguna persona viva me echaría de menos, o se avergonzaría de mí, aunque me cortara el cuello ahora mismo… y ya es hora de acabar.

»Habría sido igual luchar con un oso o razonar con un lunático. Mi único recurso era correr a una ventana y avisar a su presunta víctima del destino que le esperaba.

»—¡Será mejor que busques refugio en alguna otra parte esta noche! —exclamé en un tono un tanto triunfal—. El señor Earnshaw se propone pegarte un tiro si insistes en querer entrar.

»—Será mejor que abras la puerta, tú… —respondió, dirigiéndose a mí con un elegante término que prefiero no repetir.

»—No me meteré en este asunto —repliqué de nuevo—. ¡Entra y que te mate, si te place! Yo he cumplido con mi deber.

»Dicho eso cerré la ventana y volví a mi sitio junto al fuego, pues mi caudal de hipocresía era demasiado escaso como para aparentar ansiedad por el peligro que le amenazaba. Earnshaw me maldijo furiosamente, afirmando que todavía amaba al villano y llamándome de todo por el ruin espíritu que demostraba. Pero yo, en el fondo de mi corazón (mi conciencia nunca me lo reprochó), pensaba ¡qué bendición sería para él que Heathcliff le librara de su desgracia y qué bendición sería para mí si él enviaba a Heathcliff a su justa morada! Mientras, sentada, hacía estas reflexiones, el marco de la ventana de detrás de mí cayó al suelo derribado por un puñetazo de ese individuo y a través de ella su negro semblante miró con aire arrasador. Los barrotes de la ventana estaban demasiado juntos para que sus hombros pudieran pasar, y sonreí, alegrándome con mi imaginada seguridad. Tenía el pelo y la ropa blancos de la nieve y le brillaban en la oscuridad los afilados dientes de caníbal, que el frío y la ira dejaban al descubierto.

»—Isabella, déjame entrar o haré que te arrepientas —«rugió», como dice Joseph.

»—No puedo cometer un asesinato —respondí—. El señor Hindley está de centinela con una navaja y una pistola cargada.

»—Déjame entrar por la puerta de la cocina —dijo él.

»—Hindley estará allí antes que tú —respondí—. ¡Qué pobre amor el tuyo, que no puede aguantar una tormenta de nieve! ¡Nos has dejado reposar en paz en nuestras camas mientras brillaba la luna de verano, pero en cuanto ha vuelto una ráfaga invernal, tienes que correr a refugiarte! Heathcliff, yo en tu lugar, iría a echarme sobre la tumba y a morir como un perro fiel. Seguro que ya no vale la pena vivir en este mundo, ¿no es así? Me has inculcado claramente la idea de que Catherine era la única alegría de tu vida. No puedo imaginarme cómo piensas sobrevivir a su pérdida.

»—Está ahí, ¿verdad? —exclamó mi compañero corriendo al hueco—. ¡Si logro sacar el brazo, puedo darle!

»—Me temo, Ellen, que me tendrás por una verdadera malvada, pero no lo sabes todo, así que no juzgues. Yo no hubiera prestado ayuda ni secundado un atentado ni siquiera contra su vida por nada del mundo. Pero desear verle muerto, eso tengo que sentirlo, por tanto quedé terriblemente decepcionada y acobardada por el terror de las consecuencias de mis palabras provocadoras, cuando se lanzó sobre el arma de Earnshaw y se la arrebató de la mano.

»La pistola se disparó y la navaja, al saltar hacia atrás, se cerró sobre la muñeca de su dueño. Heathcliff la arrancó por la fuerza, desgarrando la carne al sacarla, y la metió chorreando en el bolsillo. Luego cogió una piedra, rompió la división de las dos ventanas y saltó adentro. Su adversario había caído sin sentido por el excesivo dolor y la pérdida de sangre que brotaba de una arteria o vena grande. El rufián le pateó, pisoteó y golpeó la cabeza contra las losas, sujetándome con una mano mientras tanto para evitar que llamara a Joseph. Hizo un sacrificio sobrehumano para abstenerse de rematarle del todo, pero quedándose sin aliento, desistió al fin y arrastró el cuerpo, aparentemente exánime, hasta el escaño. Allí arrancó una manga de la chaqueta de Earnshaw y le vendó la herida con brutal rudeza, escupiendo y maldiciendo durante la operación, con la misma energía que le había pateado antes. Al quedar libre, no perdí el tiempo en ir a buscar al viejo criado, quien, comprendiendo gradualmente el objeto de mi apresurado relato, corrió escaleras abajo, jadeando, según descendía los escalones de dos en dos.

»—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora?

»—Lo que hay que hacer —tronó Heathcliff— es que tu amo está loco y que como continúe así otro mes, le llevaré a un manicomio. Y, ¿qué demonios hiciste para cerrar dejándome fuera, perro desdentado? No te quedes ahí murmurando y rezongando. Ven, yo no le voy curar. Lávale eso, y, cuidado con las chispas de la vela, ¡más de la mitad es brandy!

»—Así que, ¿le ha asesinado? —exclamó Joseph, levantando las manos y los ojos con horror—. ¡Que haya tenido que ver una cosa semejante! Que el Señor…

»Heathcliff, de un empujón, le hizo caer de rodillas en medio de la sangre y le tiró una toalla, pero en lugar de ponerse a limpiarle, juntó las manos y empezó una oración que me hizo reír por su extraña fraseología. Yo estaba en un estado de ánimo que nada me conmovía, de hecho, tan insensible como algunos malhechores se muestran al pie de la horca.

»—¡Oh, me había olvidado de ti! —dijo el tirano—. Tú lo harás. Arrodíllate ¿Conque conspirando con él en contra mía, víbora? Ahí tienes un trabajo adecuado para ti.

»Me zarandeó hasta que me castañetearon los dientes y me tiró al lado de Joseph, quien terminó sus plegarias sin inmutarse y luego se levantó jurando que iba directamente a la Granja. El señor Linton era magistrado y, aunque tuviera cincuenta esposas muertas, debería investigarlo. Estaba tan obstinado en su resolución que a Heathcliff le pareció conveniente sacarme de los labios una recapitulación de lo que había ocurrido, vigilándome, convulso de odio, mientras yo de mala gana refería lo sucedido respondiendo a sus preguntas. Costó mucho trabajo convencer al viejo de que Heathcliff no era el agresor, especialmente debido a mis respuestas, casi arrancadas. Pero pronto el señor Earnshaw le convenció de que aún vivía. Joseph se apresuró a administrarle una dosis de alcohol, con cuyo auxilio su amo recuperó de inmediato el movimiento y la conciencia. Heathcliff, consciente de que su enemigo ignoraba el trato recibido mientras estaba sin sentido, le llamó borracho delirante y le dijo que no seguiría afeándole más su atroz conducta, pero que le aconsejaba que se fuera a la cama. Después de dar tan juicioso consejo y para gran alegría mía, nos dejó. Hindley se tendió ante el hogar y yo me fui a mi habitación, maravillada de haber escapado con tanta facilidad.

»Esta mañana, cuando bajé, unos treinta minutos antes del mediodía, el señor Earnshaw estaba sentado junto al fuego, mortalmente enfermo. Su ángel malo, casi tan macilento y fantasmal como él, se apoyaba contra la chimenea. Ni el uno ni el otro parecían dispuestos a comer y, después de esperar a que todo estuviera frío sobre la mesa, empecé sola. Nada me impedía comer con ganas y experimenté cierta sensación de satisfacción y superioridad al dirigir, de cuando en cuando, una mirada a mis silenciosos compañeros y sentir en mí el consuelo de una conciencia tranquila. Cuando terminé, me atreví a tomarme la insólita libertad de acercarme al fuego, pasando por detrás del asiento de Hindley y arrodillarme en el rincón a su lado.

»Heathcliff no me miraba, y yo levanté la vista y contemplé sus facciones tan confiadamente como si se hubiera convertido en piedra. La frente, que en otro tiempo creí tan varonil y que ahora considero tan diabólica, estaba velada por una densa sombra, los ojos de basilisco se encontraban casi apagados por el insomnio y por el llanto, quizá, pues tenía entonces las pestañas húmedas, y a los labios, desprovistos de la mueca feroz, los sellaba una expresión de inefable tristeza. Si hubiera sido otro, yo me habría cubierto el rostro ante tanto dolor, pero tratándose de él me sentí gratificada y, por innoble que parezca ofender a un enemigo caído, no pude desperdiciar la ocasión de clavarle un dardo, su momento de debilidad era el único en que podía saborear el placer de pagar mal por mal.

—¡Qué vergüenza, qué vergüenza, señorita! —interrumpí—. Se diría que no ha abierto usted una Biblia en su vida. Seguro que debería bastarle con que Dios aflija a sus enemigos. ¡Es a la vez mezquino y pretencioso añadir sus tormentos a los de Dios!

—En general concedo que así sea, Ellen —continuó—. Pero ¿qué desgracia sobrevenida a Heathcliff podría contentarme a menos que yo tuviera parte en ella? Preferiría que sufriera menos con tal de ser yo la causa de sus sufrimientos y que él supiera que lo soy. ¡Oh, le debo tanto! Sólo con una condición puedo tener la esperanza de perdonarle, y es que me pague ojo por ojo, diente por diente, por cada dolor devolverle otro dolor: reducirle a mi nivel. Como fue el primero en injuriarme, hacer que sea el primero en implorar perdón. Y entonces… bueno, entonces, Ellen, yo podría mostrar alguna generosidad. Pero como es absolutamente imposible que yo me pueda vengar, por tanto no puedo perdonarle.

»Hindley quería agua, le di un vaso y le pregunté cómo estaba.

»—No tan mal como quisiera —respondió—. ¡Pero dejando aparte mi brazo, cada pulgada del cuerpo me duele como si hubiera estado luchando con una legión de diablos!

»—Sí, no me extraña —fue mi siguiente observación—. Catherine solía jactarse de que ella se interponía entre usted y el daño físico queriendo decir que ciertas personas no le harían daño por miedo a ofenderla. Bien está que los muertos no se levanten realmente de sus tumbas, de lo contrario anoche pudiera haber presenciado una escena repulsiva. ¿No está magullado y con cortes en el pecho y en los hombros?

»—No lo sé —respondió—. Pero ¿qué quiere decir? ¿Se atrevió a golpearme cuando estaba sin sentido?

»—Le pisoteó, le pateó, y le arrastró por el suelo —le susurré—. Y se le hacía la boca agua de ganas de desgarrarlo con los dientes, porque sólo es mitad hombre… bueno, ni la mitad.

»El señor Earnshaw alzó la mirada, como yo, al semblante de nuestro común enemigo, quien, absorto en su angustia, parecía insensible a todo lo que le rodeaba. Cuanto más tiempo seguía así más claramente reflejaban sus facciones lo siniestro de sus pensamientos.

»—¡Oh, si Dios me diera fuerzas para estrangularle en mi último suspiro, iría al infierno contento! —gimió, impaciente, esforzándose por levantarse y cayendo de nuevo desesperado, convencido de su incapacidad para la lucha.

»—No, ya es bastante que haya matado a uno de ustedes —observé en voz alta—. En la Granja todo el mundo sabe que su hermana seguiría viviendo si no hubiera sido por el señor Heathcliff. Después de todo, es mejor ser odiado que amado por él. Cuando recuerdo lo felices que éramos… lo feliz que era Catherine antes de que llegara él… me dan ganas de maldecir aquel día.

»Es muy probable que Heathcliff se percatara de la verdad de lo que se decía más que del espíritu de la persona que lo decía. Vi que se le despertó la atención porque de sus ojos caían lágrimas a torrentes hasta las cenizas y respiraba con ahogados suspiros. Le miré fijamente a la cara y me reí desdeñosamente. Las nubladas ventanas del infierno destellaron un momento hacía mí, pero el demonio que solía asomarse por ellas estaba tan oscurecido y anegado que no temí aventurar otra risa burlona.

»—Levántate y lárgate de mi vista —dijo el plañidero Heathcliff.

»Me figuré, al menos, que había pronunciado esas palabras, porque su voz resultaba apenas inteligible.

»—Perdona —respondí—. Yo también quería a Catherine, y su hermano necesita cuidados que yo le daré por ella. Ahora que ha muerto la veo en Hindley. Tiene sus mismos ojos, si no hubieras intentado arrancárselos y no se los hubieras puesto rojos y negros y su…

»—¡Levántate, desgraciada idiota, antes de que te mate a patadas! —gritó, haciendo un movimiento que me obligó a mí a hacer otro.

»—Pero entonces —continué preparada para escapar—, si la pobre Catherine se hubiera fiado de ti y adoptado el ridículo, despreciable y degradante título de señora Heathcliff, pronto habría presentado un aspecto semejante. No habría soportado calladamente tu abominable conducta, su aborrecimiento y asco habrían tenido que expresarse.

»El respaldo del escaño y la persona de Earnshaw se interponían entre él y yo, así que, en lugar de intentar alcanzarme, cogió un cuchillo de la mesa y me lo tiró a la cabeza. Me dio debajo de la oreja e interrumpió la frase que estaba diciendo, pero arrancándolo, me puse de un salto en la puerta y le lancé otro que espero que se le clavara algo más hondo que a mí su proyectil. La última imagen que tengo de él es un furioso arranque detenido por el abrazo de su anfitrión y ambos caídos juntos ante el hogar. En mi huida por la cocina le pedí a Joseph que corriera a atender a su amo, derribé a Hareton que estaba en la puerta colgando una camada de cachorros del respaldo de una silla, y feliz como alma que escapa del purgatorio, bajé brincando, saltando y volando por el escarpado camino. Luego, dejando sus revueltas, me lancé directamente a través del páramo, rodando por los taludes, vadeando las ciénagas y precipitándome, de hecho, hacia el faro de la Granja. Preferiría mil veces que me condenaran a vivir eternamente en las regiones infernales que pasar una sola noche de nuevo bajo el techo de Cumbres Borrascosas.

Isabella dejó de hablar, tomó un sorbo de té. Luego se levantó, me pidió que le pusiera el sombrero y un chal grande que le había traído y, haciendo oídos sordos a mis ruegos de que se quedara otra hora, se subió a una silla, besó los retratos de Edgar y Catherine, me dio a mí un saludo similar, y bajó al coche acompañada de Fanny, que daba frenéticos gritos de alegría al recuperar a su ama. Partió para no volver a visitar jamás el vecindario, pero cuando las cosas estuvieron más calmadas se estableció una correspondencia regular entre ella y mi amo. Creo que su nueva residencia estaba en el sur, cerca de Londres. Allí tuvo un hijo, unos meses después de su huida. Le bautizaron con el nombre de Linton, y desde el principio, dijo que era una criatura enfermiza y malhumorada.

El señor Heathcliff me encontró un día en el pueblo y me preguntó dónde vivía Isabella. Me negué a decírselo. Dijo que no le importaba, sólo que se cuidara mucho de venir a casa de su hermano, que no viviría con Edgar, aunque él mismo tuviera que mantenerla. A pesar de que no le di ninguna información, averiguó por alguno de los otros criados, tanto el lugar donde residía, como la existencia del niño. Sin embargo, no la molestó, benevolencia por la que podía estar agradecida, supongo, a su aversión. Con frecuencia me preguntaba por el niño cuando me veía y al saber su nombre, sonrió de forma siniestra y dijo:

—¿Quieren que le odie a él también, verdad?

—No creo que deseen que usted sepa nada de él —respondí yo.

—Pero lo tendré cuando quiera —dijo—. ¡Pueden contar con ello!

Por fortuna, su madre murió antes de que llegara ese momento, unos trece años después de la muerte de Catherine, cuando Linton tenía doce o poco más.

Al día siguiente de la inesperada visita de Isabella no tuve oportunidad de hablar con mi amo. Evitaba toda conversación y no estaba para discutir nada. Cuando conseguí que me escuchara, vi que le agradaba que su hermana hubiera dejado a su marido, a quien aborrecía con una intensidad que la dulzura de su carácter apenas parecía permitir. Tan honda y sensible era su aversión que se abstenía de ir a cualquier parte donde fuera probable que viera a Heathcliff u oyera hablar de él. El dolor junto con eso, le convirtió en un verdadero ermitaño. Abandonó su cargo de magistrado, dejó incluso de ir a la iglesia, evitaba el pueblo en todas las ocasiones y pasaba su vida en completa reclusión dentro de los límites del parque y de sus tierras, sólo variada por solitarios paseos por los páramos y visitas a la tumba de su esposa, casi siempre al atardecer o temprano por la mañana, antes de que anduvieran por allí otros paseantes. Pero era demasiado bueno para ser del todo infeliz por mucho tiempo. No rezaba para que el alma de Catherine le persiguiera. El tiempo le trajo la resignación y una melancolía más dulce que la alegría corriente. Acariciaba su memoria con amor tierno y ardiente y, esperanzado, aspiraba a ese mundo mejor, adonde no dudaba que había ido ella.

Disfrutaba también de consuelos y cariños terrenales. Durante unos días, como dije, pareció indiferente a la enclenque sucesora de la muerta, pero su frialdad se fundió con la misma rapidez que la nieve en abril y antes de que aquella menudencia pudiera balbucear una palabra o dar un paso vacilante, ya dominaba su corazón con cetro de déspota. Le dieron el nombre de Catherine, pero él nunca la llamó por el nombre completo, así como nunca había empleado el diminutivo con la primera Catherine, probablemente porque Heathcliff tenía la costumbre de hacerlo. La pequeña fue siempre Cathy, lo que significaba para él una diferencia respecto de la madre y al mismo tiempo una asociación con ella, y su cariño nació más de esa relación que por ser hija suya.

Yo solía compararle con Hindley Earnshaw y me quedaba perpleja al tratar de explicar satisfactoriamente conductas tan opuestas en circunstancias similares. Ambos habían sido amantes esposos y ambos querían a sus hijos, y no podía comprender por qué no habían seguido ambos el mismo camino, para bien o para mal. Pero pensaba para mis adentros que Hindley, con la cabeza más firme en apariencia, había demostrado tristemente ser el peor y el más débil. Cuando su barco chocó, el capitán abandonó su puesto y la tripulación, en lugar de intentar salvarlo, se precipitó en el motín y la confusión, dejando sin esperanza alguna al desafortunado navío. Linton, por el contrario, desplegó el verdadero valor de un alma fiel y creyente, confió en Dios y Dios le consoló. Uno esperó, el otro desesperó. Eligieron su propio destino y quedaron justamente sentenciados a aguantarlo. Pero no necesita usted mis predicas, señor Lockwood. Puede juzgar lo mismo que yo todas estas cosas, al menos así lo cree usted, que viene a ser lo mismo. El final del señor Earnshaw fue el que podía esperarse. Siguió rápido al de su hermana, apenas pasaron seis meses entre los dos. Nosotros, en la Granja, no tuvimos nunca información muy precisa sobre su estado inmediatamente anterior. Todo lo que supe fue con motivo de ir a ayudar a la preparación del entierro. El señor Kenneth vino a anunciar el suceso a mi amo.

—Bueno, Nelly —dijo, entrando a caballo en el patio una mañana, demasiado temprano como para que no me alarmara un inmediato presentimiento de malas noticias—. Ahora nos toca a ti y a mí ponernos de luto. ¿Quién crees que nos ha dejado?

—¿Quién? —pregunté aturdida.

—¡Anda, adivina! —respondió, desmontando y colgando las riendas de una argolla junto a la puerta—. Y coge la punta del delantal, estoy seguro de que la necesitarás.

—No será el señor Heathclif, ¿verdad? —exclamé.

—¡Cómo! ¿Llorarías por él? —dijo el médico—. No, Heathcliff es un mozo robusto. Hoy tiene un aspecto radiante. Acabo de verle. Está engordando rápidamente desde que perdió a su media naranja.

—¿Quién es, entonces, señor Kenneth? —reperí impaciente.

—¡Hindley Earnshaw! Tu viejo amigo Hindley —respondió—, y mi horrible compadre, aunque se había vuelto demasiado salvaje para mí desde hacía mucho tiempo. ¡Ya está! Te dije que lloraríamos. Pero anímate, murió fiel a sí mismo: borracho como una cuba. ¡Pobre muchacho! Yo también lo siento. No se puede evitar echar de menos a un viejo camarada, aunque se gastaba las peores jugarretas que se pueda imaginar y a mí me hizo más de una picardía. Al parecer apenas tenía veintisiete años. Tu misma edad. ¡Quién diría que habíais nacido el mismo año!

Confieso que este golpe fue para mí más duro que la impresión de la muerte de la señora Linton. Antiguos recuerdos seguían vivos en mi corazón. Me senté en el porche y lloré como por un pariente cercano, mientras rogaba al señor Kenneth que buscara otro criado para que le anunciara al amo. No podía dejar de dar vueltas a la pregunta: «¿habían jugado limpio con él?». Hiciera lo que hiciera, esa idea me preocupaba, y resultó tan tediosamente pertinaz que me decidí a pedir permiso para ir a Cumbres Borrascosas y ayudar en los últimos deberes para con el muerto. El señor Linton fue sumamente reacio a consentir, pero alegué con elocuencia la desamparada situación en que quedaba el difunto, y le dije que mi anterior amo y hermano de leche tenía tanto derecho a mis servicios como él. Además, le recordé que aquel niño, Hareton, era sobrino de su esposa y que, a falta de un pariente más cercano, él debería ser su tutor, y debía y tenía que averiguar cómo había quedado la propiedad y cuidar de los intereses de su cuñado. Entonces no se encontraba en condiciones de ocuparse de tales asuntos, pero me pidió que hablara con su abogado y al fin me dio permiso para ir. Su abogado había sido el de Earnshaw también. Fui al pueblo y le pedí que me acompañara. Negó con la cabeza y me aconsejó que a Heathcliff había que dejarle en paz, afirmando que si se supiera la verdad, Hareton resultaría ser poco más que un mendigo.

—Su padre murió cargado de deudas —dijo—, toda la propiedad está hipotecada, la única posibilidad para el heredero natural es darle la oportunidad de granjearse algún afecto en el corazón del acreedor de forma que se incline a tratarle con indulgencia.

Cuando llegué a las Cumbres expliqué que había ido a cuidar de que todo se hiciera decorosamente, y Joseph, que parecía bastante afligido, expresó satisfacción por mi presencia. El señor Heathcliff dijo que no veía que me necesitaran, pero que podía quedarme a disponer los preparativos del entierro si quería.

—En rigor —observó—, el cadáver de ese loco debería ser enterrado en la encrucijada, sin ceremonia de ningún tipo. Por casualidad le dejé diez minutos ayer por la tarde y, en ese intervalo, cerró las dos puertas de la casa para que no pudiera entrar y se ha pasado la noche bebiendo hasta matarse deliberadamente. Entramos por la fuerza esta mañana porque le oímos resoplar como un caballo, y ahí estaba, tumbado sobre el escaño, que ni arrancándole la piel a tiras hasta el cuero cabelludo se hubiera despertado. Mandé por Kenneth, y vino, pero no antes de que la bestia se hubiera convertido en carroña: estaba ya frío, muerto y rígido, así que comprenderás que era inútil armar más revuelo por él.

El viejo criado confirmó la declaración, pero murmuró:

—Yo hubiera preferido que hubiera ido él a buscar al médico. Yo habría atendido al amo mejor que él… y no estaba muerto cuando le dejé, ¡nada de eso!

Insistí en que el entierro fuera respetable. El señor Heathcliff dijo que también ahí podía hacer lo que me pareciera, sólo quería que recordara que el dinero salía de su bolsillo. Mantuvo un talante duro, indiferente, que no indicaba ni alegría ni dolor. Si es que expresaba algo, era una empedernida satisfacción por haber realizado con éxito un trabajo difícil. En una ocasión, desde luego, observé en su aspecto algo como júbilo. Fue justo cuando sacaban el ataúd de la casa. Tuvo la hipocresía de ponerse de luto y, antes de seguir el duelo con Hareton, levantó al desdichado niño sobre la mesa y masculló con especial placer:

—Ahora, mi guapo jovencito, eres mío, y veremos si un árbol no crece tan torcido como otro con el mismo viento para doblarlo. A la inocente criatura le complacieron aquellas palabras, jugaba con las patillas de Heathcliff y le golpeaba la mejilla, pero yo adiviné su significado y dije cortante:

—Este niño tiene que venir conmigo a la Granja de los Tordos, señor. ¡No hay nada en el mundo que le pertenezca menos a usted que él!

—¿Lo dice Linton? —preguntó.

—Desde luego, me ha ordenado que lo lleve conmigo.

—Bueno —dijo el canalla—. No discutiremos el asunto ahora, pero tengo el capricho de probar mi mano en la educación de un joven, así que indica a tu amo que si intenta llevárselo, tendré que reemplazarlo con el mío. No pienso dejar marchar a Hareton sin discusión, pero estoy muy seguro de hacer venir al otro. Acuérdate de decírselo.

Esta insinuación bastó para atarnos las manos. Le repetí lo esencial a mi vuelta, y Edgar Linton, poco interesado al principio, no habló más de interferir. No sé si, de haber estado dispuesto, su intervención hubiera servido de nada.

El intruso era ahora el amo de Cumbres Borrascosas. Mantuvo firme la posesión y probó al abogado —quien a su vez, lo probó al señor Linton—, que Earnshaw había hipotecado hasta la última yarda de tierra que poseía por dinero en metálico para mantener su manía por el juego, y él, Heathcliff, era el acreedor. Y así fue cómo Hareton, que debía ser ahora el primer propietario de la comarca, quedó reducido a un estado de completa dependencia del inveterado enemigo de su padre y vive en su propia casa como un criado, desprovisto de la ventaja de un salario, completamente incapaz de hacerse valer, a causa de su desamparo y su ignorancia de la injusticia de que ha sido víctima.

Download Newt

Take Cumbres borrascosas with you