Cumbres borrascosas

CAPÍTULO II

CAPÍTULO II

La tarde de ayer empezó con frío y niebla. Tenía medio pensado pasarla junto al fuego de mi estudio, en lugar de andar por los brezos y el barro hasta Cumbres Borrascosas. Sin embargo, al subir después de comer, (como entre las doce y la una porque el ama de llaves, una matrona que tomé con la casa como una parte más del mobiliario, no pudo, o no quiso, comprender mi demanda de que se me sirviera a las cinco), al subir las escaleras con esa perezosa intención y entrar en el estudio, vi a una criada de rodillas, rodeada de escobas y de cubos de carbón que levantaba un polvo infernal apagando las llamas con montones de ceniza. Este espectáculo me echó para atrás de inmediato, cogí el sombrero y, después de caminar cuatro millas, llegué a la verja del jardín de Heathcliff justo a tiempo de escapar a los primeros y leves copos de una nevada.

En aquella inhóspita cima la tierra estaba endurecida por una helada sin escarcha, y el aire hacía tiritar todos mis miembros. Como era incapaz de quitar la cadena, salté por encima y, corriendo por el camino enlosado al que bordeaban desperdigados arbustos de grosella, llamé en vano para que me abrieran, hasta que me escocían los nudillos y ladraron los perros.

—¡Malditos los de casa! —exclamé para mis adentros—, merecéis el perpetuo aislamiento de vuestros semejantes por vuestra grosera falta de hospitalidad. Al menos yo no tendría las puertas cerradas durante el día. ¡Me da igual… entraré!

Tomada esa resolución, agarré el picaporte y lo sacudí con fuerza. Joseph, el de la cara avinagrada, asomó la cabeza por una ventana redonda del granero.

—¿Qué es lo que quiere? —gritó—. El amo está abajo en el corral, vaya hasta el final del granero si quiere hablar con él.

—¿No hay nadie dentro para abrir la puerta? —grité, en tono responsable.

—No hay nadie más que la señora y no le abrirá aunque siga con ese horroroso estruendo hasta la noche.

—¿Por qué? ¿No puede usted decirle quién soy, eh, Joseph?

—¡Ni hablar! No quiero tener nada que ver con eso —refunfuñó la cabeza, desapareciendo.

La nieve empezó a espesar. Cogí el picaporte para intentarlo una vez más, cuando un joven sin chaqueta y con una horca al hombro, apareció en el patio por detrás. Me gritó que le siguiera y, después de atravesar un lavadero y una zona enlosada donde había una carbonera, una bomba y un palomar, llegamos por fin a la enorme sala, caliente y alegre en la que me habían recibido la vez anterior. Brillaba acogedoramente al resplandor de un inmenso fuego alimentado de carbón, turba y leña, y cerca de la mesa preparada para una abundante cena, me encantó ver a la «señora», persona cuya existencia no había sospechado hasta entonces.

Saludé con una inclinación y esperé, pensando que me invitaría a tomar asiento. Me miró recostándose en su silla, y permaneció inmóvil y muda.

—¡Un tiempo horrible! —observé—. Me temo, señora Heathcliff, que la puerta pague las consecuencias de la lentitud con que atienden sus criados. Me costó mucho trabajo hacerme oír.

No despegó los labios. La miré fijamente… ella me miró también, en todo caso tenía los ojos fijos en mí de una manera fría e indiferente que resultaba sumamente embarazosa y desagradable.

—Siéntese —dijo el joven con rudeza—. Vendrá enseguida.

Obedecí, carraspeé, y llamé a la malvada Juno, que se dignó, en esta segunda visita, mover la punta del rabo en señal de que me reconocía.

—¡Hermoso animal! —comencé de nuevo—. ¿Piensa usted desprenderse de las crías, señora?

—No son mías —dijo la amable anfitriona de una manera aún más repelente de la que hubiera respondido el propio Heathcliff.

—Ah, ¿sus favoritos están entre ésos? —continué, volviéndome hacia un oscuro almohadón lleno de algo parecido a unos gatos.

—¡Qué gusto más raro para favoritos! —observó ella desdeñosamente.

Por desgracia, se trataba de un montón de conejos muertos. Carraspeé una vez más y me acerqué al fuego repitiendo mi comentario sobre la crudeza de la tarde.

—No debía usted haber salido —dijo ella, levantándose y alcanzando de la repisa de la chimenea dos de los botes pintados.

Antes su posición se encontraba resguardada de la luz, ahora tuve una visión clara de su semblante y de toda su figura. Era esbelta y aparentemente apenas había pasado la adolescencia. Poseía una figura admirable y la carita más preciosa que haya tenido jamás el placer de contemplar; facciones menudas y muy finas; rizos rubios, o más bien dorados, caían sueltos sobre su delicado cuello; y los ojos, de haber tenido una expresión agradable, hubieran resultado irresistibles. Por fortuna para mi vulnerable corazón, el único sentimiento que expresaban andaba entre el desprecio y una especie de desesperación, algo especialmente antinatural para encontrarse allí.

Los botes estaban casi fuera de su alcance. Hice ademán de ayudarla. Se volvió hacia mí como se hubiera vuelto un avaro si alguien intentara ayudarle a contar su oro:

—No necesito su ayuda —saltó—. Los puedo coger yo sola.

—¡Perdone! —me apresuré a responder.

—¿Está usted invitado al té? —preguntó, atándose un delantal sobre su cuidado vestido negro y quedándose de pie con una cucharada de hojas dispuesta sobre la tetera.

—Me encantará tomar una taza —respondí.

—¿Está usted invitado? —repitió.

—No —dije medio sonriendo—. Usted es la persona apropiada para invitarme.

Echó de nuevo el té, con cuchara y todo, en el bote, y volvió a su silla toda enfurruñada. Frunció el ceño y sacó el sonrosado labio inferior como un niño a punto de llorar.

Mientras tanto, el joven se había echado encima una chaqueta muy raída e, irguiéndose delante del fuego, me miraba de reojo por encima del hombro igual que si hubiera alguna mortal inquina sin vengar entre nosotros. Empecé a dudar si sería un criado o no. Tanto su indumentaria como su forma de hablar eran rudas, y carecía por completo de la superioridad perceptible en el señor y la señora Heathcliff; los abundantes rizos castaños eran bastos y descuidados, las patillas le invadían la cara a modo de barba, y tenía las manos curtidas como las de un labrador cualquiera. No obstante, su porte era desenvuelto, casi altanero, y no mostraba la menor diligencia de un criado en atender a la señora de la casa. A falta de pruebas claras de su condición, consideré mejor abstenerme de reparar en su extraña conducta, y cinco minutos después la entrada de Heathcliff me alivió, en cierta medida, de mi incómoda situación.

—Ya ve usted, señor, ¡he venido según le prometí! —exclamé haciéndome el alegre—. Y me temo que el tiempo me retendrá media hora, si puede darme refugio durante ese rato.

—¿Media hora? —dijo, sacudiendo de su ropa los blancos copos—. Me sorprende que tuviera que escoger lo más fuerte de una nevada para andar por ahí. ¿No sabe que corre el peligro de perderse en los pantanos? Gentes familiarizadas con estos paramos pierden a menudo el camino en noches como ésta, y le puedo asegurar que, de momento, no hay posibilidad alguna de cambio.

—Quizá pudiera conseguir un guía entre sus mozos, y se quedaría en la Granja hasta mañana… ¿podría proporcionarme uno?

—No, no puedo.

—¡Oh, por supuesto! Bueno, entonces tendré que confiar en mi propia sagacidad.

—¡Hum!

—¿Vas a hacer el té? —preguntó el de la chaqueta raída, pasando su feroz mirada de mí a la joven.

—¿Lo va a tomar él? —preguntó ella dirigiéndose a Heathcliff.

—Prepáralo, ¿quieres? —fue la respuesta, pronunciada de forma tan bárbara que me sobresaltó. El tono en que profirió esas palabras revelaba una naturaleza genuinamente malvada. Ya no me sentí inclinado a llamar a Heathcliff un tipo extraordinario. Una vez terminados los preparativos, me invitó diciendo:

—Ya, señor, acerque su silla.

Y todos nosotros, incluido el joven rústico, nos sentamos a la mesa. Un austero silencio predominó mientras tomábamos nuestra comida.

Pensé que, ya que yo había sido la causa del nublado, tenía que hacer un esfuerzo por disiparlo. No podía ser que todos los días estuvieran tan adustos y taciturnos, y era imposible, por muy mal genio que tuvieran, que las malas caras que todos ponían fueran su semblante cotidiano.

—Es curioso —comencé en el intervalo entre terminar una taza y recibir otra—, es curioso cómo la costumbre puede moldear nuestros gustos y nuestras ideas. Muchos no podrían imaginar que existiera felicidad en una vida tan apartada del mundo como la que usted lleva, señor Heathcliff. Sin embargo, me atrevería a decir que rodeado de su familia, y con su amable señora como ángel tutelar de su hogar y de su corazón…

—¡Mi amable señora! —interrumpió con una expresión de sarcasmo casi diabólica en el rostro—. ¿Dónde está ella… mi amable señora?

—La señora Heathcliff, su esposa, quiero decir.

—Bueno, sí… Oh, usted quiere dar a entender que su espíritu ha ocupado el puesto de ángel tutelar y custodia los bienes de Cumbres Borrascosas, aun cuando su cuerpo haya desaparecido. ¿No es eso?

Dándome cuenta de mi metedura de pata, intenté arreglarla. Podía haber visto que la diferencia de edad entre ellos era demasiado grande para hacer probable que fueran marido y mujer. Él tenía unos cuarenta años, época de vigor mental en la que los hombres rara vez acarician la engañosa ilusión de que las muchachas se casen con ellos por amor; ese sueño está reservado sólo para solaz de nuestros años de decadencia. Ella no parecía llegar a los diecisiete.

Entonces se me ocurrió una idea… «El patán que está a mi lado, que bebe el té en tazón y come el pan con las manos sucias, puede que sea su marido: Heathcliff hijo, por supuesto. ¡He aquí las consecuencias de enterrarse en vida; se ha echado en brazos de ese grosero por pura ignorancia de que existen personas mejores! Una verdadera pena… Tengo que tener cuidado para que no se arrepienta de su elección». Esta última reflexión podría parecer vanidosa, pero no lo era. Me pareció que mi vecino rayaba en lo repulsivo y sabía por experiencia que yo era pasablemente atractivo.

—La señora Heathcliff es mi nuera —dijo Heathcliff, corroborando mi conjetura. Y, al hablar, le dirigió una mirada muy especial, una mirada de odio, a no ser que tenga un conjunto de músculos faciales tan perversos que no interpreten, como los de todo el mundo, el lenguaje de su alma.

—¡Ah, claro… ya lo entiendo! ¡Usted es el feliz poseedor de esa hada benéfica! —observé, volviéndome hacia mi vecino.

Esta vez fue peor que la anterior. El joven enrojeció y apretó los puños con todas las apariencias de un ataque meditado. Pero pronto pareció recuperar la compostura y dominó la tormenta con una brutal maldición mascullada contra mí, de la que, sin embargo, procuré no enterarme.

—Poco afortunado en sus conjeturas, señor —observó mi huésped—. Ninguno de nosotros tiene el privilegio de poseer su hada buena. Su marido murió. Dije que era mi nuera, por lo tanto, debió haberse casado con mi hijo.

—Y este joven es…

—No mi hijo, con toda seguridad.

Heathcliff sonrió de nuevo como si fuera una broma demasiado atrevida atribuirle a él la paternidad de aquel oso.

—¡Mi nombre es Hareton Earnshaw —gruñó el otro—, y le aconsejo que lo respete!

—No he mostrado ninguna falta de respeto —fue mi respuesta, riéndome para mis adentros de la dignidad con que se presentaba.

Fijó en mí la mirada más tiempo del que yo estuve dispuesto a devolverle la mía, por miedo a que me viera tentado a soltarle una bofetada o a dar rienda suelta a mi hilaridad. Empecé a sentirme indudablemente desplazado en aquel agradable círculo familiar. La lúgubre atmósfera espiritual dominó, y neutralizó con creces, el cálido bienestar físico que me rodeaba, y decidí andar con cautela respecto a aventurarme bajo aquel techo por tercera vez.

Una vez despachada la comida, y como nadie pronunciaba una palabra de sociable conversación, me acerqué a una ventana para examinar el tiempo. Vi un espectáculo desolador. La oscura noche caía prematuramente, y el cielo y los montes se confundían en un glacial torbellino de viento y de nieve asfixiante.

—Me parece que me va a ser imposible llegar a casa ahora sin un guía —no pude por menos de exclamar—. Los caminos estarán ya borrados y, aunque estuvieran libres, apenas podría distinguir a un paso de distancia.

—Hareton, lleva esa docena de ovejas al porche del granero. Si las dejamos en el redil toda la noche las cubrirá la nieve. Y ponles un tablón delante —dijo Hcathcliff.

—¿Qué voy a hacer? —continué yo con creciente irritación.

No hubo respuesta a mi pregunta y, al mirar a mi alrededor, sólo vi a Joseph que traía un cubo de comida para los perros, y a la señora Heathcliff, inclinada sobre el fuego, entreteniéndose en quemar un paquete de fósforos que se había caído de la repisa de la chimenea cuando volvió a poner en su sitio el bote de té. El primero, cuando hubo depositado la carga, echó una mirada crítica por la habitación y con voz cascada chilló:

—¡No sé cómo puede quedarse ahí sin hacer nada cuando todos se han puesto a trabajar! Pero es usted una inútil, y de nada sirve hablar… nunca enmendará sus malas costumbres, ¡irá derecha al infierno, lo mismo que su madre!

Por un momento pensé que aquella perorata iba dirigida a mí y, bastante furioso, avancé hacia el viejo miserable con la intención de echarle a patadas, pero la señora Heathcliff me detuvo con su respuesta:

—¡Viejo hipócrita escandaloso! —replicó—. ¿No tienes miedo de ser llevado por los aires cuando pronuncias el nombre del diablo? Te advierto que dejes de provocarme o solicitaré tu secuestro como un favor especial. ¡Se acabó! Atiende, Joseph —continuó, cogiendo de un estante un gran libro oscuro—. Te mostraré lo mucho que he progresado en la Magia Negra. Pronto estaré capacitada para ponerlo todo en claro. ¡La vaca roja no se murió por casualidad y tu reumatismo difícilmente puede considerarse como un don providencial!

—¡Oh, malvada, malvada! —jadeó el viejo—. ¡Que el Señor nos libre de todo mal!

—¡No, réprobo! Estás condenado. ¡Fuera de aquí o te haré daño de verdad! Os modelaré a todos en cera y arcilla, y al primero que pase los límites que yo marque le… no diré lo que le voy a hacer… pero ¡ya lo veréis! ¡Vete, te estoy mirando!

La brujita infundió una burlona malignidad a sus hermosos ojos y Joseph, temblando de verdadero pavor, salió precipitadamente, rezando y exclamando «malvada» al tiempo que se iba. Pensé que su conducta podía deberse a una especie de broma siniestra y, ahora que estábamos solos, traté de interesarla en mi angustia.

—Señora Heathcliff —le dije seriamente—, perdone que la moleste. Me atrevo, porque estoy seguro de que con esa cara no puede por menos de tener buen corazón. Indíqueme algunos puntos de referencia por los que pueda reconocer el camino a casa. ¡No tengo más idea de cómo llegar allí que la que usted tendría de cómo llegar a Londres!

—Coja el camino por el que vino —respondió, arrellanándose en una silla, con una vela y el libraco abierto ante ella—. Es un consejo breve, pero el mejor que le puedo dar.

—Entonces, si se entera de que me han encontrado muerto en un pantano o en un pozo lleno de nieve, ¿su conciencia no le susurrará que es, en parte, por su culpa?

—¿Por qué? Yo no le puedo acompañar. No me dejarían ir ni hasta el extremo de la tapia del jardín.

—¡Usted! Yo sentiría hasta pedirle que cruzara el umbral por mí en una noche como ésta —grité—. Lo que quiero es que me diga el camino, no que venga conmigo, o bien que convenza al señor Heathcliff para que me dé un guía.

—¿Quién? Estamos él, Earnshaw, Zillah, Joseph y yo, ¿a quién quiere?

—¿No hay criados en la granja?

—No, ésos son todos.

—Entonces se deduce que me veo obligado a quedarme.

—Eso lo arregla usted con su anfitrión. Yo no tengo nada que ver.

—Espero que le sirva de lección para no dar más paseos imprudentes por estos montes —gritó la dura voz de Heathcliff desde la puerta de la cocina—. En cuanto a quedarse aquí, no dispongo de alojamiento para visitantes. Si se queda, tendrá que compartir cama con Hareton, o con Joseph.

—Puedo dormir en una silla en esta habitación —repliqué.

—¡No, no!, un extraño es un extraño, sea rico o pobre. No va conmigo dejar que cualquiera ande por la casa cuando yo no estoy vigilando —dijo el miserable grosero.

Con este insulto se me agotó la paciencia. Proferí una frase de indignación y, empujándole, salí al patio donde, en mis prisas, tropecé con Earnshaw. Estaba tan oscuro que no veía la salida, y mientras daba vueltas por allí, oí otra muestra del educado trato que se gastaban entre ellos. Al principio el joven parecía apoyarme.

—Iré con él hasta el parque —dijo.

—¡Irás con él al infierno! —exclamó su amo, o lo que fuera—. ¿Y quién va a cuidar de los caballos, eh?

—La vida de un hombre es más importante que descuidar a los caballos por una noche. Alguien tiene que ir —murmuró la señora Heathcliff, con más amabilidad de la que esperaba.

—No porque tú lo mandes —replicó Hareton—. Si te interesas por él, más vale que te calles.

—¡Entonces espero que su espíritu te persiga, y que el señor Heathcliff no tenga otro inquilino hasta que la Granja sea una ruina! —contestó ella, tajante.

—¡Escuche, escuche, les está maldiciendo! —murmuró Joseph, hacia quien me había dirigido.

Estaba sentado a corta distancia, ordeñando las vacas a la luz de un farol que cogí sin contemplaciones y, diciéndole a voces que lo devolvería al día siguiente, corrí al portillo más cercano.

—¡Amo, amo, que me roba el farol! —gritó el viejo persiguiéndome—. ¡Eh, Gnasher! ¡Wolf! ¡Perros, a él, a él!

Al abrir el portillo, dos monstruos peludos se me lanzaron al cuello, derribándome y apagando la luz, mientras la risotada conjunta de Heathcliff y Hareton ponía el remate a mi rabia y humillación. Por fortuna, las bestias parecían más dispuestas a estirar las patas, bostezar y menear los rabos que a devorarme vivo, pero no toleraban que me levantara, y tuve que quedarme tendido hasta que a su maligno amo le dio la gana de liberarme. Entonces, sin sombrero y temblando de ira, ordené a aquellos rufianes que me dejaran salir —si me retenían un minuto más sería por su cuenta y riesgo—, con diversas amenazas incoherentes de venganza que, en la insondable profundidad de su virulencia, sonaban al Rey Lear.

La vehemencia de mi agitación me hizo sangrar copiosamente por la nariz, y Heathcliff venga a reírse, y yo a echar pestes. No sé cómo hubiera acabado la escena de no haber habido allí una persona más razonable que yo y más benévola que mi anfitrión. Se trataba de Zillah, la robusta ama de llaves que salió al fin a preguntar la causa de aquel alboroto. Pensó que alguno de ellos me había puesto las manos encima y, no atreviéndose a atacar a su amo, dirigió su artillería verbal contra el joven canalla.

—Bien, señor Earnshaw —gritó—, me pregunto qué va a hacer a continuación. ¿Es que vamos a asesinar a la gente a la puerta misma de nuestra casa? Ya veo que esta casa nunca me va a convenir… ¡miren al pobre hombre, está casi ahogándose! ¡Silencio, silencio! No puede seguir así, entre y le curaré; y ahora estese quieto.

Con estas palabras me echó por la nuca un jarro de agua helada y me metió en la cocina. El señor Heathcliff nos siguió, quedando su accidental alegría rápidamente sumida en su adustez habitual.

Me encontraba muy mal, mareado y débil, lo que me obligó, por fuerza, a aceptar alojamiento bajo su techo. Le dijo a Zillah que me diera un vaso de brandy, y pasó a la habitación de dentro. Ella, al tiempo que se condolía conmigo de mi lamentable estado y una vez obedecidas sus órdenes, con lo que me animé un poco, me llevó a la cama.

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