CAPÍTULO XXXIV
CAPÍTULO XXXIV
Durante algunos días después de aquella noche el señor Heathcliff evitó reunirse con nosotros para comer, pero no quería excluir formalmente a Hareton y a Cathy. Sentía aversión a ceder a sus sentimientos de una manera tan completa por lo que prefirió ausentarse él, y comer una vez cada veinticuatro horas le pareció sustento suficiente.
Una noche, cuando todos estaban acostados, le oí bajar y salir por la puerta principal. No le oí volver y por la mañana vi que todavía se encontraba fuera. Estábamos entonces en abril. El tiempo era suave y cálido, la hierba estaba tan verde como los chaparrones y el sol podían ponerla, y los dos manzanos enanos junto a la tapia sur se hallaban en plena floración. Después de desayunar, Catherine insistió en que sacara una silla y me sentara con mi labor bajo los abetos en el extremo de la casa, y engatusó a Hareton, que estaba completamente recuperado de su accidente, para que cavara y arreglara su jardincito, que había trasladado a aquel rincón a causa de las quejas de Joseph. Yo estaba deleitándome cómodamente con la fragancia primaveral del ambiente y con el hermoso y suave azul del cielo, cuando mi señorita, que había ido corriendo hasta la verja a coger algunas raíces de prímulas para un macizo, volvió sólo con media carga y nos informó de que venía el señor Heathcliff.
—Y me ha hablado —añadió con cara de asombro.
—¿Qué te dijo? —preguntó Hareton.
—Me dijo que me largara lo más rápido que pudiera. Pero tenía un aspecto tan diferente del acostumbrado que me paré un momento a mirarle.
—¿Cómo lo tenía? —inquirió Hareton.
—Bueno, casi radiante y alegre. No, nada de casi… ¡muy excitado, frenético y contento!
—Entonces los paseos nocturnos le divierten —observé fingiendo indiferencia, aunque en realidad tan sorprendida como ella y ansiosa por comprobar la verdad de su afirmación, pues ver al amo con semblante alegre no era un espectáculo cotidiano. Inventé una excusa para entrar. Heathcliff estaba de pie en la puerta abierta, pálido y temblando, pero era cierto que tenía un extraño brillo de alegría en los ojos que alteraba el aire de todo su semblante.
—¿Quiere desayunar? —dije—. ¡Debe de estar hambriento después de andar por ahí toda la noche! Quería saber dónde había estado, pero no quise preguntárselo directamente.
—No, no tengo hambre —respondió, volviendo la cabeza y hablando con cierto desdén, como si se imaginara que estaba tratando de adivinar la causa de su buen humor.
Me quedé confusa. No sabía si sería una buena oportunidad para amonestarle un poco.
—No creo que sea bueno andar vagando al aire libre —observéen lugar de estar en la cama. En todo caso no es prudente en esta estación húmeda. Apostaría a que cogerá usted un fuerte catarro o una calentura… ¡ya tiene usted algo de eso!
—Nada que no pueda soportar —respondió—, y aun con el mayor placer, con tal de que me dejes solo. Entra ya y no me fastidies.
Obedecí y, al pasar, noté que respiraba tan de prisa como un gato.
«¡Sí! —reflexioné para mí—. Tendremos un brote de enfermedad. No puedo entender qué ha estado haciendo».
Aquel mediodía se sentó a comer con nosotros y recibió de mi mano un plato bien lleno, como si quisiera compensar su ayuno anterior.
—No tengo catarro ni fiebre, Nelly —observó, en alusión a mis palabras de la mañana—, y estoy dispuesto a hacer justicia a la comida que me das.
Cogió su cuchillo y su tenedor y, cuando iba a empezar a comer, pareció que de repente se le había quitado el apetito. Los dejó sobre la mesa, miró con ansiedad hacia la ventana, y luego se levantó y salió. Le vimos andar de un lado a otro del jardín mientras terminábamos nuestra comida, y Earnshaw dijo que iría a preguntarle por qué no comía, pues creía que le habíamos apenado de alguna manera.
—Bueno, ¿viene? —exclamó Catherine cuando volvió su primo.
—No —respondió—, pero no está enfadado. Parecía raro y contento de verdad. Sólo se impacientó porque le hablé dos veces. Entonces me dijo que viniera contigo. Le sorprendía que yo pudiera querer la compañía de ninguna otra persona.
Puse su plato en el guardafuegos para que se mantuviera caliente y volvió al cabo de una hora o dos, cuando la habitación estaba despejada, pero él de ningún modo más tranquilo. La misma expresión antinatural —porque era antinatural— de alegría bajo sus cejas negras, el mismo color exangüe, dejando ver los dientes, de vez en cuando, en una especie de sonrisa. Le temblaba el cuerpo, no como se tiembla de frío o de debilidad, sino como vibra una cuerda muy tensa… un intenso estremecimiento más que un temblor.
«Le preguntaré qué le pasa —pensé yo—, si no ¿quién se lo va a preguntar?».
—¿Ha tenido alguna buena noticia, señor Heathcliff? —exclamé—. Parece más animado que de costumbre.
—¿De dónde me van a venir a mí las buenas noticias? —dijo—. Estoy animado de hambre y, según parece, no debo comer.
—Su comida está aquí —repliqué—, ¿por qué no la toma?
—No la quiero ahora —murmuró apresuradamente—. Esperaré a la cena. Y, Nelly, una vez por todas, te ruego que adviertas a Hareton y a la otra que se alejen de mí. No quiero que nadie me moleste. Quiero tener esta habitación para mí solo.
—¿Hay alguna nueva razón para este destierro? —pregunté—. Dígame por qué está usted tan raro, señor Heathcliff. ¿Dónde estuvo anoche? No le hago la pregunta por vana curiosidad, sino que…
—Me lo preguntas por una curiosidad muy vana —me interrumpió riéndose—. No obstante, te responderé. Anoche estuve en el umbral del infierno. Hoy estoy avistando mi cielo. Tengo los ojos puestos en él. ¡Apenas tres pies me separan de él! ¡Y ahora, vale más que te vayas! No verás ni oirás nada que te asuste si te abstienes de fisgonear.
Una vez barrido el hogar y limpiada la mesa, me fui más perpleja que nunca.
Aquella tarde no volvió a abandonar la sala, ni nadie turbó su soledad, hasta que, a las ocho, juzgue conveniente, aunque no me lo mandara, llevarle una vela y la cena. Estaba apoyado en el antepecho de una ventana abierta, pero no mirando hacia afuera, sino con el rostro vuelto hacia la penumbra interior. El fuego se había quedado en cenizas. Llenaba la estancia el aire húmedo y templado de la tarde nublada y era tal el silencio que, no sólo se distinguía el murmullo del arroyo que bajaba hacia Gimmerton, sino sus ondas y gorgoteos sobre los guijarros, o entre las grandes piedras que no llegaba a cubrir. Solté una exclamación de disgusto al ver el fuego tan mortecino y empecé a cerrar las ventanas una tras otra, hasta que llegué a la suya.
—¿Cierro ésta? —pregunté para despertar su atención, pues no se movía.
La luz destelló en su rostro mientras yo hablaba. ¡Oh, señor Lockwood, no puedo expresar el terrible sobresalto que me dio aquella efímera visión! ¡Aquellos profundos ojos negros! ¡Aquella sonrisa y palidez espectral! A mí me pareció, no el señor Heathcliff, sino un duende y, aterrorizada, incliné la vela hacia la pared y me dejó a oscuras.
—Sí, ciérrala —respondió en la voz que me era familiar—. ¡Vaya, eso sí que es torpeza! ¿Por qué pones la vela horizontal? Corre a traer otra.
Salí precipitadamente en un estado de terror insensato y le dije a Joseph:
—El amo quiere que le lleve una vela y le vuelva a encender el fuego.
Pues yo no me atrevía a entrar de nuevo allí en aquel momento.
Joseph recogió unas brasas en la pala y fue, pero volvió inmediatamente con ella y con la bandeja de la cena en la otra mano, diciendo que el señor Heathcliff se iba a la cama y no quería nada de comer hasta la mañana. Le oímos subir la escalera de inmediato. No se dirigió a su alcoba acostumbrada, sino que se metió en ésa de la cama de los paneles. Su ventana, como ya indique, es lo bastante ancha para que cualquiera pase por ella, y se me ocurrió que planeaba otra excursión nocturna de la que prefería que no sospecháramos.
«¿Será un demonio necrófago o un vampiro?» —cavilaba yo, pues había leído sobre esos odiosos demonios encarnados. Luego me puse a pensar cómo le había cuidado en su infancia, le había visto hacerse un adolescente y había seguido el curso de casi toda su vida, y que absurda tontería resultaba ceder a esa sensación de terror. «Pero ¿de dónde procedía aquella negra criatura recogida por un buen hombre para su ruina?», me murmuraba la superstición mientras caía, adormilada, en la inconsciencia. Empecé, medio soñando, a afanarme en imaginar algún parentesco adecuado para él y, repitiendo mis meditaciones de cuando estoy despierta, volví a trazar toda su existencia con tristes variantes. Me representé al fin su muerte y su entierro, del cual todo lo que puedo recordar es que estaba yo muy enojada al corresponderme la tarea de dictar una inscripción para su tumba, y consultaba al enterrador, y como no tenía apellido y no sabíamos su edad, tuvimos que contentarnos con una sola palabra: «Heathcliff». Esto resultó ser verdad. Fue lo que tuvimos que hacer. Si entra usted en el cementerio, leerá en su lápida sólo eso y la fecha de su muerte.
El amanecer me devolvió el sentido común. Me levanté y en cuanto pude ver salí al jardín a comprobar si había huellas de pisadas bajo su ventana. No había ninguna. «Se ha quedado en casa —pensé—, hoy estará bien». Preparé el desayuno para todos como era mi costumbre, pero dije a Hareton y a Catherine que tomaran el suyo antes de que bajara el amo, pues se había acostado tarde. Prefirieron desayunar al aire libre bajo los árboles y les puse una mesita para acomodarlos.
Al volver a entrar me encontré al señor Heathcliff abajo. Él y Joseph estaban conversando sobre asuntos de labranza. Daba instrucciones claras y minuciosas sobre lo tratado, pero hablaba deprisa, volvía continuamente la cabeza y tenía la misma expresión excitada, incluso más exagerada. Cuando Joseph salió de la habitación, ocupó su sitio acostumbrado y yo le puse delante un tazón de café. Él lo acercó, y luego apoyó los brazos sobre la mesa y miró a la pared opuesta, como yo suponía, examinando una parte concreta, arriba y abajo, con ojos brillantes e inquietos y con un interés tan intenso que estuvo sin respirar medio minuto.
—Vamos —exclamé, poniéndole en la mano un trozo de pan—. Coma y beba esto mientras esté caliente, lleva esperando casi una hora.
No me hizo caso, pero sonrió. Hubiera preferido verle rechinar los dientes que sonreír así.
—¡Señor Heathcliff! ¡Amo! —grité—. Por amor de Dios. No mire así, como si contemplara una visión sobrenatural.
—Por amor de Dios, no grites tanto —replicó—. Date la vuelta y dime si estamos solos.
—Desde luego —fue mi respuesta—. Desde luego que estamos solos.
De todas formas le obedecí involuntariamente, como si no estuviera del todo segura. Con un movimiento de la mano apartó las cosas del desayuno dejando ante sí un espacio vacío y se inclinó hacia adelante para mirar más a gusto.
Pues bien, comprendí que no miraba a la pared, porque cuando le contemplaba a él solo, parecía exactamente como si mirase a algo que estuviera a dos yardas de distancia. Y, fuera lo que fuera, al parecer, le comunicaba tanto un placer como un dolor sumamente exquisitos. Al menos, la expresión angustiada y, a pesar de todo, extasiada, de su semblante, sugería esa idea. El objeto imaginado no se mantenía fijo. Sus ojos lo perseguían con diligencia infatigable y, ni siquiera cuando me hablaba, los separaba de él. En vano le recordaba yo su prolongado ayuno. Si se movía para tocar algo obedeciendo a mis súplicas, si alargaba la mano para coger un trozo de pan, sus dedos se cerraban antes de alcanzarlo y se quedaban sobre la mesa olvidados de su objetivo.
Yo, todo un modelo de paciencia, seguí sentada tratando de atraer su ensimismada atención sacándolo de sus absortas meditaciones, hasta que se irritó, se puso en pie, y me preguntó por qué no le dejaba escoger las horas de sus comidas, y me dijo que la próxima vez no necesitaba servirle, podía dejar las cosas y marcharme. Dicho esto salió de casa, caminó despacio por el sendero del jardín y desapareció por la verja.
Las horas pasaban angustiosamente. Llegó otra noche. No me retiré a descansar hasta tarde, y cuando lo hice no pude dormir. Regresó después de medianoche, pero en lugar de ir a la cama, se encerró en la habitación de abajo. Yo escuché y di vueltas por mi cuarto, finalmente me vestí y bajé. Era demasiado molesto estar allí acostada, atormentándome la cabeza con cientos de vanos recelos.
Distinguí los pasos de Heathcliff repasando inquietos el suelo, y a menudo rompía el silencio con una inspiración profunda, parecida a un gemido. Murmuraba también palabras sueltas, lo único que pude captar fue el nombre de Catherine emparejado con alguna loca expresión de amor o de sufrimiento, y dichas como si hablara a alguien presente: en voz baja y seria, y arrancándolas de las profundidades de su alma. No tuve valor para entrar directamente en la habitación, pero quería sacarle de su ensimismamiento, por tanto, me metí con el fuego de la cocina, lo removí y empecé a escarbar las cenizas. Esto le atrajo antes de lo que esperaba. Abrió la puerta inmediatamente y dijo:
—Nelly, ven aquí… ¿es ya la mañana? Entra con tu luz.
—Están dando las cuatro —respondí—. Necesita una vela para llevarla arriba. Podía haber encendido una en este fuego.
—No, no quiero subir —dijo—. Entra, enciéndeme un fuego, y haz lo que haya que hacer en la habitación.
—Tengo que soplar para poner los carbones al rojo vivo primero, antes de que pueda llevarle ninguno —respondí, cogiendo una silla y el fuelle.
Entretanto, andaba de un lado para otro en un estado muy próximo a la locura. Sus hondos suspiros se sucedían con tanta frecuencia que no dejaban espacio para una respiración normal entre uno y otro.
—Al amanecer mandaré a buscar a Green —dijo—. Quiero hacerle algunas preguntas legales mientras pueda prestar atención a esos asuntos y pueda actuar con calma. Aún no he redactado mi testamento, y me resulta imposible decidir cómo dejar mis bienes. Ojalá pudiera hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.
—No hable usted así, señor Heathcliff —interrumpí—. Déjese de testamento por algún tiempo, aún podrá arrepentirse de sus muchas injusticias. Nunca pensé que sus nervios se trastornaran, ahora lo están, de forma portentosa, además, y casi enteramente por su culpa. La manera como ha pasado estos tres últimos días podría derribar a un titán. Tome algo de alimento y repose. Sólo necesita mirarse en un espejo para ver cómo necesita ambas cosas. Tiene las mejillas hundidas y los ojos ensangrentados, como una persona que se muere de hambre y que se queda ciega por falta de sueño.
—No es culpa mía si no puedo comer ni descansar —respondió—. Te aseguro que no se debe a ningún plan establecido. Haré las dos cosas tan pronto como pueda. Pero lo mismo podrías decir a un hombre luchando en el agua, que descansara a una brazada de la orilla. Tengo que alcanzarla primero y después descansaré. Bueno, dejemos al señor Green, en cuanto a arrepentirme de mis injusticias, no he cometido ninguna y no me arrepiento de nada. Soy demasiado feliz, y, sin embargo, no lo suficiente. La dicha de mi alma me mata el cuerpo, pero no se satisface.
—¿Feliz, amo? —exclamé—. ¡Extraña felicidad! Si me escuchara sin enfadarse, le daría algún consejo que le haría más feliz.
—¿Qué es? —preguntó—. ¡Dámelo!
—Usted sabe, señor Heatcliff —le dije—, que desde que tenía trece años ha llevado una vida egoísta y nada cristiana, probablemente apenas ha tenido una Biblia en sus manos en todo este tiempo. Debe de haber olvidado el contenido del libro y puede que ahora no sepa dónde buscarlo. ¿Qué mal habría en mandar venir a alguien —algún ministro de cualquier iglesia, no importa cuál—, para que se lo explique y le muestre cuánto se ha alejado de sus preceptos y lo mal preparado que está para el cielo, a menos que cambie antes de morir?
—Estoy más agradecido que enfadado, Nelly —dijo—, pues me has recordado la manera en que deseo que me entierren. Han de llevarme al cementerio por la noche. Tú y Hareton podéis acompañarme si queréis, y procura especialmente observar que el sepulturero obedezca mis instrucciones respecto a los dos ataúdes. No hace falta que vaya ningún sacerdote, ni tampoco que digan nada sobre mi cuerpo. Te aseguro que yo casi he alcanzado mi cielo y que el de los demás ni tiene ningún valor para mí ni suspiro por él.
—Y suponiendo que perseverara en su obstinado ayuno y muriera por esa causa, y se negaran a enterrarle en el recinto de la iglesia —dije, impresionada por su descreída indiferencia—, ¿qué le parecería?
—No lo harán —respondió—, y si lo hicieran, tendrás que hacer que me trasladen en secreto. ¡Si no lo haces comprobarás en la práctica que los muertos no son aniquilados!
En cuanto oyó moverse a los demás miembros de la familia, se retiró a su guarida y yo respiré con más libertad. Pero, por la tarde, mientras Joseph y Hareton estaban en su trabajo, entró en la cocina de nuevo y, con aspecto frenético, me pidió que fuera a sentarme en la sala. Quería alguien con él. Rehusé diciéndole claramente que su extraña conversación y maneras me asustaban y que no tenía ni valor ni ganas de hacerle compañía yo sola.
—Creo que me consideras un demonio —dijo, con su risa siniestra—. Un ser demasiado horrible para vivir bajo un techo honrado. —Luego, volviéndose a Catherine, que estaba allí y se puso detrás de mí al acercarse él, añadió, medio burlándose—. ¿Quieres venir, querida? No te haré daño. ¡No!, para ti me he convertido en algo peor que el diablo. Bueno, hay una que no rehuirá mi compañía. ¡Por Dios! Es implacable. ¡Oh, maldita sea! Es indeciblemente demasiado para que lo soporten carne y sangre… incluso las mías.
No solicitó la compañía de nadie más. Al anochecer se metió en su alcoba. Durante toda la noche y muy entrada la mañana le oímos quejarse y murmurar para sí. Hareton estaba impaciente por entrar, pero yo le pedí que fuera a buscar al señor Kenneth, que era él quien debía entrar a verle. Cuando llegó y yo pedí permiso para entrar y traté de abrir la puerta, la encontré cerrada. Heathcliff nos mandó al diablo. Estaba mejor y quería que le dejaran solo. Así que el médico se marchó.
La noche siguiente fue muy lluviosa. En realidad estuvo lloviendo a cántaros hasta que amaneció, y cuando daba mi vuelta matutina alrededor de la casa, vi que la ventana del amo estaba abierta, batiendo, y la lluvia entraba directamente. «No puede estar en la cama —pensé—, esos chaparrones le empaparían por completo. Debe de estar levantado, o fuera. Pero no le daré más vueltas, entraré decididamente a ver».
Una vez que conseguí entrar con otra llave, corrí a abrir los tableros, pues la alcoba estaba vacía. Los aparté rápidamente y miré adentro. Allí estaba el señor Heathcliff… tendido boca arriba. Sus ojos enfrentaron los míos con tanta agudeza y ferocidad que me sobresalté, además parecía sonreír. No podía creer que estuviera muerto, pero tenía la cara y el cuello llenos de agua, las ropas de cama chorreaban y él estaba completamente inmóvil. La ventana, batiendo de un lado a otro, le había hecho un roce en la mano que descansaba en el antepecho, no salía sangre de la piel raspada, pero cuando la toqué, no tuve ya más dudas: ¡estaba muerto y rígido!
Sujeté la ventana, le aparté de la frente el pelo largo y negro, intenté cerrarle los ojos para hacer desaparecer, si era posible, aquella terrible y viva mirada de júbilo, antes de que nadie pudiera verla. No se cerraban. Parecían burlarse de mis esfuerzos. ¡Y los labios entreabiertos y los dientes blancos y afilados también se burlaban! Presa de otro ataque de cobardía, llamé a Joseph a voces. Joseph llegó arrastrando los pies e hizo ruido, pero se negó resueltamente a tocarle.
—El diablo se ha llevado su alma —exclamó— y, por lo que a mí concierne, debe llevarse el cadáver también. ¡Vaya, qué malvado parece sonriendo a la muerte!
Y el viejo pecador sonreía burlándose. Creí que se proponía bailar alrededor del lecho, pero, calmándose de repente, cayó de rodillas, levantó las manos y dio gracias porque el amo legítimo y el antiguo linaje fueran restaurados en sus derechos.
Me quedé aturdida por el horrible acontecimiento y mi memoria, inevitablemente, volvía una y otra vez a tiempos pasados con una especie de tristeza opresiva. Pero, el pobre Hareton, el más perjudicado, fue el único que de verdad sufrió mucho. Estuvo sentado junto al cadáver toda la noche, llorando con amarga seriedad. Le cogía la mano, le besaba el rostro, sarcástico y feroz, que todos los demás evitaban contemplar, y le lloraba con ese intenso dolor que brota naturalmente de un corazón generoso, aunque sea duro como templado acero.
El señor Kenneth estaba desconcertado en el momento de declarar de qué enfermedad había muerto el amo. Yo le oculté el hecho de que no había comido nada en cuatro días, temiendo que pudiera traernos problemas, además, estoy convencida de que no ayunó a propósito. Fue la consecuencia de su extraña enfermedad, no la causa.
Le enterramos, para escándalo de todo el vecindario, como deseaba. Earnshaw y yo, el sepulturero y seis hombres para llevar el ataúd, constituimos todo el acompañamiento. Los seis hombres se marcharon cuando lo hubieron bajado a la fosa. Nosotros nos quedamos hasta verla cubierta. Hareton, con la cara bañada en lágrimas, arrancó algunas matas verdes y las puso él mismo sobre el pardo montículo. Ahora está tan liso y verde como el de sus vecinos… y espero que su ocupante duerma tan profundamente como ellos. Pero la gente de la comarca, si les pregunta, jurará sobre la Biblia que él anda. Hay quienes dicen que se lo han encontrado cerca de la iglesia, y en el páramo, y aun dentro de esta casa. Fábulas, dirá usted, y eso mismo digo yo. Sin embargo, ese viejo que está junto al fuego de la cocina afirma que ha visto a los dos mirando por la ventana de su alcoba, todas las noches de lluvia desde que murió. Y a mí me sucedió una cosa rara hace un mes. Me dirigía a la Granja una tarde —una tarde oscura que amenazaba tormenta—, y justo al doblar las Cumbres me encontré con un niño que llevaba una oveja y dos corderos delante de él. Estaba llorando desconsoladamente, y supuse que los corderos eran juguetones y que no se dejaban guiar.
—¿Qué pasa, jovencito?
—Están Heathcliff y una mujer, allí, bajo la cima de brezo —gimoteó— y no me atrevo a pasarlos.
No vi nada, pero ni él ni la oveja seguían, así que le dije que tomara el camino de más abajo. Probablemente creó los fantasmas al pensar, mientras cruzaba solo los páramos, en las tonterías que había oído repetir a sus padres y compañeros. Pero aun así, ahora no me gusta estar fuera de casa de noche, y no me gusta quedarme sola en esta casa tan sombría. No lo puedo evitar. Me alegraré el día que la dejen y se trasladen a la Granja.
—Entonces, ¿se van a la Granja?
—Sí —respondió la señora Dean—, en cuanto se casen, y eso será el día de Año Nuevo.
—¿Quién vivirá aquí entonces?
Bueno, Joseph cuidará de la casa, y quizá un mozo para que le acompañe. Vivirán en la cocina y el resto se cerrará.
—¿Para uso de los fantasmas que decidan habitar en ella? —observé yo.
—No, señor Lockwood —dijo Nelly, negando con la cabeza—. Creo que los muertos están en paz. Pero no está bien hablar de ellos con ligereza.
En aquel momento se abrió la verja del jardín, los paseantes estaban de vuelta.
—Ellos no le tienen miedo a nada —refunfuñó, viéndoles acercarse por la ventana—. Juntos desafiarían a Satanás y a todas sus legiones.
Cuando pisaron el umbral y se pararon a echar el último vistazo a la luna —o más exactamente para mirarse el uno al otro a su luz—, me sentí impulsado de manera irresistible a evitarlos de nuevo y, poniendo un recuerdo en la mano de la señora Dean y sin hacer caso de sus protestas por mi descortesía, desaparecí por la cocina en el momento que abrían la puerta de la sala. Y de esa forma habría confirmado a Joseph en su opinión respecto de las alegres indiscreciones de su compañera de servicio, si no me hubiera tenido afortunadamente por una persona respetable gracias al dulce tintineo de un soberano caído a sus pies.
Mi regreso a casa se retrasó porque me desvié en dirección a la iglesia. Cuando estuve bajo sus muros vi lo que había avanzado la ruina, aun en siete meses. Muchas ventanas mostraban huecos negros al faltarles los cristales y las tejas de pizarra sobresalían, acá y allá, de la línea del tejado para resultar gradualmente desprendidas con las próximas tormentas otoñales.
Busqué, y pronto descubrí, las tres lápidas en la ladera junto al páramo. La del medio, gris y medio enterrada en brezos. Sólo la de Edgar Linton armonizaba con el césped y el musgo que crecía al pie. La de Heathcliff estaba aún desnuda.
Me demoré en torno a ellas bajo aquel cielo benigno. Contemplé las mariposas revoloteando entre brezos y campánulas, escuché la suave brisa que soplaba por la hierba, y me pregunté cómo nadie podía imaginar sueños inquietos a los que duermen bajo una tierra tan serena.
FIN