Cumbres borrascosas

CAPÍTULO XXVIII

CAPÍTULO XXVIII

A la quinta mañana o, más bien, a la quinta tarde, unos pasos distintos se acercaron… más ligeros y más cortos. Y esta vez la persona entró en la habitación. Era Zillah con su chal rojo, un sombrero de seda negra en la cabeza y una cesta de mimbre colgando del brazo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Señora Dean! —exclamó—. ¡Vaya!, se habla de usted en Gimmerton. Siempre creí que se había hundido en la ciénaga del Caballo Negro y la señorita con usted, hasta que el amo me dijo que las había encontrado y que las había alojado aquí. ¡Qué raro! Debieron ustedes de dar con una isla, seguro. ¿Y cuánto tiempo estuvieron en el agujero? ¿Les salvó el amo, señora Dean? Pero no está muy delgada… no ha estado tan mal, ¿verdad?

—¡Su amo es un verdadero canalla! —respondí—. Tendrá que responder de esto. No necesitaba haber inventado ese cuento. ¡Todo se sabrá!

—¿Qué quiere decir? —preguntó Zillah—. No es su cuento. Lo dicen en el pueblo… que se perdió en la ciénaga. Y cuando vine le dije a Earnshaw: «Eh, parece que han ocurrido cosas raras desde que me marché, señor Hareton. ¡Es una verdadera lástima lo de esa prometedora muchacha y la animada Nelly Dean!». Se quedó mirándome. Pensé que no sabía nada, así que le conté el rumor. El amo estaba escuchando, sonrió para sí y dijo: «Si cayeron en la ciénaga, ya están fuera, Zillah. Nelly Dean está alojada en este momento en tu habitación. Cuando subas puedes decirle que se marche. Aquí está la llave. El agua de la ciénaga se le subió a la cabeza y hubiera corrido a casa completamente loca, pero la retuve aquí hasta que recuperó el juicio. Puedes decirle que se vaya a la Granja de inmediato, si puede, y que lleve de mi parte el mensaje de que su señorita la seguirá a tiempo de asistir al entierro del señor».

—¿No ha muerto el señor Linton? —jadeé—. ¡Oh, Zillah, Zillah!

—No, no. Siéntese, mi buena señora —respondió—. Está usted todavía enferma. No ha muerto. El doctor Kenneth cree que puede durar otro día. Lo encontré por el camino y se lo pregunté.

En lugar de sentarme, agarré mi ropa de calle y bajé corriendo, puesto que el camino estaba libre: Al entrar en la sala miré en busca de alguien que me diera información acerca de Catherine. El sol bañaba la sala y la puerta estaba abierta de par en par, pero no parecía haber nadie a mano. Mientras dudaba entre marcharme inmediatamente o volver a buscar a mi señora, una ligera tos atrajo mi atención hacia el hogar. Linton, único habitante, estaba tumbado en el escaño, chupando una barra de azúcar cande y siguiendo mis movimientos con ojos apáticos.

—¿Dónde está la señorita Catherine? —pregunté seriamente, suponiendo que le asustaría y me daría información, al cogerle así, solo.

Siguió chupando como un inocente.

—¿Se ha ido? —pregunté.

—No —respondió—. Está arriba. No tiene que irse. No la dejaremos.

—¡Que no la dejaréis, pequeño idiota! —exclamé—. Lléveme a su habitación inmediatamente, o le haré cantar claramente.

—Papá le haría cantar a usted si intentara llegar hasta allí —respondió—. Dice que no tengo que ser blando con Catherine. Es mi mujer y es vergonzoso que quiera dejarme. Dice que me odia y que quiere que me muera para tener mi dinero, pero no lo tendrá. ¡Y no irá a casa! ¡No irá nunca…! ¡Puede llorar y ponerse enferma cuanto quiera!

Reanudó su anterior ocupación, cerrando los párpados como si quisiera dormirse.

—Señorito Heathcliff —continué—. ¿Ha olvidado todas las bondades de Catherine para con usted el invierno pasado cuando decía que la amaba y cuando le traía libros y le cantaba canciones y muchas veces venía a verle con viento y con nieve? Lloró por no venir una tarde, porque le decepcionaría. Entonces usted sentía que era cien veces demasiado buena con usted, y ahora se cree las mentiras que cuenta su padre, aunque sabe que les detesta a los dos, y se une a él contra ella. Bonita gratitud es ésa, ¿no?

Se le cayeron las comisuras de la boca y retiró de los labios el azúcar cande.

—¿Venía ella a Cumbres Borrascosas porque le odiaba a usted? —continué—. ¡Piénselo! En cuanto a su dinero, ¡ni siquiera sabe si tendrá usted alguno! ¡Y dice que está enferma y, sin embargo, la deja sola, allí arriba, en una casa extraña! ¡Usted que ha experimentado lo que es encontrarse tan abandonado! Se lamentaba usted de sus propios sufrimientos y ella se dolía también de ellos, pero usted no se duele de los de ella. Yo lloro, señorito Heathcliff, ya ve —una mujer mayor y sólo una criada— y usted, después de fingir tanto afecto y teniendo razones casi para adorarla, se guarda las lágrimas para usted solo está ahí tendido tan tranquilo. ¡Ah, qué chico cruel y egoísta!

—No puedo estar con ella —respondió enfadado—. No me quedaré solo con ella. Llora tanto que no la puedo aguantar. Y no lo deja, aunque le diga que llamaré a mi padre. Le llamé una vez y la amenazó con estrangularla si no se callaba, pero volvió a empezar en cuanto él salió de la habitación. Gimiendo y lamentándose toda la santa noche, aunque yo chillaba de irritación porque no podía dormir.

—¿Ha salido el señor Heathcliff? —pregunté, viendo que la desgraciada criatura no era capaz de condolerse de las torturas mentales de su prima.

—Está en el patio —respondió—, hablando con el doctor Kenneth, quien dice que el tío se está muriendo de verdad al fin. Estoy contento porque seré el amo de la Granja después de él… y Catherine siempre hablaba de ella como su casa. ¡No es suya! Es mía. Papá dice que todo lo que tiene es mío. Todos sus bonitos libros son míos. Prometió regalármelos y sus preciosos pájaros y su poni Minny si yo conseguía la llave de nuestra habitación y la dejaba salir, pero le dije que no tenía nada que darme, que eran todos, todos míos. Entonces lloró y se quitó un medallón del cuello y dijo que me lo daría. Dos retratos en un estuche de oro, a un lado su madre y al otro el tío, cuando eran jóvenes. Eso fue ayer… y le dije que eran míos también y traté de cogérselos. La malévola criatura no me dejaba. Me empujó y me hizo daño. Chillé —eso la aterra—, oyó venir a papá y rompió las bisagras y dividió el estuche y me dio el retrato de su madre, el otro intentó esconderlo, pero papá preguntó qué pasaba y se lo expliqué. Me quitó el que yo tenía y le ordenó que me entregara el suyo. Se negó y él… la tiró al suelo y lo arrancó de la cadena y lo aplastó con el pie.

—¿Y a usted le gustaba ver cómo le pegaba? —le pregunté, pues mi plan consistía en animarle a hablar.

—Cerré los ojos para no verlo —respondió—. Los cierro para no ver a papá golpear a un perro o a un caballo, lo hace tan fuerte. De todas formas estaba contento al principio… ella merecía un castigo por empujarme, pero cuando papá se hubo ido me hizo acercarme a la ventana y me enseñó un corte dentro de la mejilla, contra los dientes, y la boca llena de sangre. Luego recogió los pedacitos del retrato y fue y se sentó de cara a la pared, y no me ha hablado desde entonces, y a veces pienso que no puede hablar de dolor. No me gusta pensar eso, pero es mala por llorar continuamente. Tiene un aspecto tan pálido y feroz que me da miedo.

—¿Y puede usted conseguir la llave si quiere? —dije yo.

—Sí, cuando estoy arriba —respondió—, pero no puedo subir ahora.

—¿En qué habitación está? —pregunté.

—¡Oh! —exclamó—. ¡No te diré dónde está! Es nuestro secreto. Nadie, ni Hareton, ni Zillah, tienen que saberlo. ¡Vaya, me has cansado… lárgate, lárgate!

Y volvió la cara sobre el brazo y cerró los ojos de nuevo.

Pensé que lo mejor era marcharme sin ver al señor Heathcliff y traer ayuda de la Granja para rescatar a mi señorita. Al llegar allí el asombro de mis compañeros del servicio y también su alegría al verme fueron intensos. Y cuando se enteraron de que su señorita estaba a salvo, dos o tres estuvieron a punto de subir corriendo a gritar la noticia a la puerta del señor Linton, pero yo misma me encargue de anunciársela. ¡Qué cambiado le encontré, aun en tan pocos días! Era la imagen yacente de la tristeza y de la resignación esperando su muerte. Parecía muy joven. Aunque tenía en realidad treinta y nueve años, se hubiera dicho que era diez años más joven por lo menos. Pensaba en Catherine, pues murmuró su nombre. Le toqué la mano y hablé:

—¡Catherine viene, querido amo! —le susurré—. Está viva y bien, y espero que llegue aquí esta noche.

Temblé ante los primeros efectos de esta información. Medio se incorporó, echó una ansiosa mirada por la habitación y luego se desmayó. En cuando volvió en sí le relaté nuestra forzada visita y detención en las Cumbres. Le dije que Heathcliff me obligó a entrar, lo que no era del todo verdad. Dije lo menos posible contra Linton, y tampoco describí la brutal conducta de su padre… pues mi intención era la de no añadir amargura, si podía evitarlo, a su ya rebosante copa.

Adivinó que uno de los propósitos de su enemigo era asegurar la fortuna personal, así como la hacienda, para su hijo, o más bien para él. Pero por qué no esperaba a su muerte, era un enigma para mi amo, porque ignoraba la proximidad con la que él y su sobrino abandonarían juntos este mundo. Sin embargo, creyó que lo mejor era alterar el testamento. En lugar de dejar la fortuna de Catherine a su propia disposición, decidió ponerla en manos de fideicomisarios para que tuviera el usufructo durante su vida, y que pasara a sus hijos, si los tenía, después de su muerte. De ese modo no podría caer en manos del señor Heathcliff, en caso de que muriera Linton.

Habiendo recibido sus órdenes, mandé a un hombre a buscar al abogado, y a cuatro, provistos de armas convenientes, para exigir la joven a su carcelero. A los dos grupos les entretuvieron hasta muy tarde. El criado que fue solo volvió primero. Dijo que el señor Green, el abogado, estaba fuera cuando llegó a su casa, y que tuvo que esperar dos horas a que regresara, y entonces le dijo que tenía un pequeño asunto que había de resolver en el pueblo, pero que estaría en la Granja de los Tordos antes de la mañana. Los cuatro hombres volvieron también solos. Trajeron el mensaje de que Catherine estaba enferma, demasiado enferma para dejar su habitación y que Heathcliff no les permitió verla. Reñí bien a aquellos estúpidos por creer aquel cuento, que no iba a transmitir a mi amo y decidí llevar toda una banda a las Cumbres al amanecer y asaltarlas, literalmente, a no ser que se nos entregara a la prisionera pacíficamente. ¡Su padre la verá, juré y volví a jurar, aunque haya que matar a ese diablo en el umbral de su casa si intenta impedirlo!

Afortunadamente, pude ahorrarme el viaje y la molestia. Había bajado a las tres a buscar un jarro de agua y pasaba por el vestíbulo con él en la mano, cuando un fuerte golpe en la puerta me sobresaltó.

—¡Oh! Es Green —me dije, recordando… sólo puede ser Greeny continué, pensando mandar a alguien a que abriera, pero la llamada se repitió, no fuerte, pero aún insistente. Puse el jarro en el pasamanos y me apresuré a abrirle yo misma. La luna llena de septiembre brillaba en el exterior. No era el abogado. Mi querida y dulce señorita me saltó al cuello sollozando.

—¡Ellen! ¡Ellen! ¿Está papá vivo?

—¡Sí —exclamé—, sí, ángel mío, sí! ¡Gracias a Dios que estás a salvo con nosotros de nuevo!

Quería subir corriendo, sin aliento como estaba, a la habitación de su padre, pero la obligué a sentarse en una silla, le hice beber, le lavé la pálida cara, frotándola con mi delantal para sacarle un poco de color. Luego le dije que debía entrar yo primero para anunciarle su llegada, y le rogué que le dijera que iba a ser feliz con el joven Heathcliff. Se me quedó mirando sorprendida, pero pronto comprendió por qué le aconsejaba proferir aquella mentira y me aseguró que no se quejaría.

No me atreví a presenciar su encuentro. Me quedé fuera, en la puerta de la alcoba, un cuarto de hora y entonces apenas me aventuré a acercarme a la cama. Todo estaba tranquilo. La desesperación de Catherine era tan silenciosa como la alegría de su padre. Ella le suje taba con calma, en apariencia, y él tenía fijos en el rostro de Catherine los ojos levantados que parecían dilatarse con el éxtasis.

Murió feliz, señor Lockwood, así murió. Besando la mejilla de su hija murmuró:

—¡Me voy con ella, y tú, querida hija, vendrás con nosotros!

Y no se movió ni habló más, pero continuó con aquella mirada extasiada y radiante, hasta que su pulso se paró imperceptiblemente y su alma partió. Nadie hubiera podido darse cuenta del minuto exacto de su muerte, tan completa fue la ausencia de toda lucha.

Bien porque Catherine había agotado sus lágrimas o porque el dolor era demasiado pesado para dejarlas fluir, se quedó allí sentada con los ojos secos hasta que salió el sol, siguió sentada hasta el mediodía y hubiera continuado meditando sobre aquel lecho de muerte, pero insistí en que saliera y descansara un poco. Estuvo bien que consiguiera sacarla de allí, pues a la hora de comer llegó el abogado, después de pasar por Cumbres Borrascosas para recibir instrucciones respecto de su actuación. Se había vendido al señor Heathcliff y ésa fue la causa de su retraso en obedecer el requerimiento de mi amo. Afortunadamente al señor Linton no le pasó por la cabeza ningún pensamiento de negocios mundanos que le perturbara tras la llegada de su hija.

El señor Green se encargó de dar órdenes para todo y para todos en la casa. Despidió a todos los criados salvo a mí. Y hubiera llevado su delegada autoridad hasta el punto de insistir en que a Edgar Linton no se le enterrara junto a su mujer, sino en la capilla con su familia. Había, sin embargo, un testamento para impedir eso y también mis protestas a voces contra cualquier infracción de sus disposiciones. El entierro se hizo a toda prisa. A Catherine, ahora señora de Linton Heathcliff, se le permitió quedarse en la Granja hasta que la abandonara el cadáver de su padre.

Me contó que su angustia había incitado al fin a Linton a correr el riesgo de liberarla. Ella oyó a los hombres que yo había mandado discutiendo en la puerta, e infirió el sentido de la respuesta de Heathcliff. Eso la desesperó. Linton, a quien habían subido a la salita poco después de irme yo, se aterrorizó y fue en busca de la llave antes de que su padre volviera a subir. Tuvo la astucia de abrir y volver a echar la llave sin cerrar la puerta y, cuando llegó la hora de acostarse, pidió dormir con Hareton, petición que le fue concedida por una vez. Catherine escapó antes del amanecer. No se atrevió a salir por la puerta, no fuera que los perros dieran la alarma. Estuvo en las habitaciones vacías e inspeccionó las ventanas y, por suerte, dando con la de su madre, pudo salir fácilmente por la celosía y llegar al suelo valiéndose del abeto cercano. Su cómplice sufrió por su participación en la fuga, a pesar de su tímida estratagema.

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