CAPÍTULO IV
CAPÍTULO IV
¡Qué veletas locas somos! Yo, que había decidido mantenerme apartado de todo trato social, y que daba gracias a mi buena estrella porque al fin había dado con un lugar casi inaccesible, yo, pobre diablo, después de luchar hasta el atardecer contra el aburrimiento P Y la soledad, me vi obligado a arriar bandera y, con el pretexto de conseguir información sobre las necesidades de mi posición, le pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se quedara conmigo mientras comía, con la sincera esperanza de que resultara ser una buena chismosa y que, o bien me animara, o bien me adormeciera con su charla.
—Usted ha vivido aquí bastante tiempo —empecé—. ¿No dijo que dieciséis años?
—Dieciocho, señor. Vine a servir a la señora cuando se casó. Una vez muerta, el señor me retuvo como ama de llaves.
—Ah, bien.
Siguió una pausa. Temí que no fuera chismosa, salvo para sus propios asuntos, que a mí difícilmente podían interesarme. Sin embargo, después de reflexionar un rato, con un puño en cada rodilla una sombra de meditación en el rubicundo semblante, Y exclamó:
—¡Ah, los tiempos han cambiado mucho desde entonces!
—Sí —observé—, supongo que habrá visto muchos cambios.
—Sí, y muchas desgracias también —respondió.
«Oh, dirigiré la conversación hacia la familia de mi casero —pensé para mí—. Un buen tema para empezar… y me gustaría conocer la historia de esa guapa jovencita viuda. Si es natural del país o, como es más probable, una exótica, que aquellos hoscos indígenas no quieren reconocer como de los suyos». Con esta intención pregunté a la señora Dean por qué Heathcliff alquilaba la Granja de los Tordos y prefería vivir en un lugar y una vivienda tan inferiores.
—¿No es bastante rico como para mantener la finca en buen estado? —pregunté.
—¿Rico, señor? —replicó—. Nadie sabe el dinero que tiene, y aumenta cada año. Sí, sí, es lo bastante rico como para vivir en una casa mejor que ésta, pero es muy… tacaño, y de haber pensado en mudarse a la Granja de los Tordos, tan pronto como hubiera oído hablar de un buen inquilino, no habría podido resistirse a perder la oportunidad de ganar unos pocos cientos más. ¡Es extraño que la gente sea tan avariciosa cuando no se tiene a nadie en el mundo!
—Tuvo un hijo, al parecer.
—Sí, tuvo uno… murió.
—Y aquella joven, la señora Heathcliff, ¿es su viuda?
—Sí.
—¿De dónde es originaria?
—Vaya, señor, es la hija de mi difunto amo. Catherine Linton era su nombre de soltera. ¡Yo la crié, pobrecita! Me hubiera gustado que el señor Heathcliff se hubiera trasladado aquí, y entonces podíamos haber estado juntas de nuevo.
—¡Qué! ¿Catherine Linton? —exclamé asombrado, pero un minuto de reflexión me convenció de que no era mi fantasmal Catherine—. Entonces —continué—, ¿el nombre de mi predecesor era Linton?
—Eso es.
—¿Y quién es ese Earnshaw, Hareton Earnshaw, que vive con el señor Heathcliff? ¿Son parientes?
—No, es sobrino de la difunta señora Linton.
—¿Primo de la joven, entonces?
—Sí, y su marido también era primo suyo: uno por parte de madre, el otro por parte de padre. Heathcliff se casó con la hermana del señor Linton.
—He visto que la casa de Cumbres Borrascosas tiene grabado en la puerta principal «Earnshaw». ¿Es una familia antigua?
—Muy antigua, sí señor, y Hareton es el último de ellos, así como nuestra señorita Cathy lo es de los nuestros, quiero decir, de los Linton. ¿Ha estado en Cumbres Borrascosas? Perdone la pregunta, pero me gustaría saber cómo está ella.
—¿La señora Heathcliff? Estaba muy bien y muy guapa, aunque creo que no muy feliz.
—¡Vaya por Dios, no me extraña! ¿Y qué le pareció el amo?
—Un tipo más bien áspero, señora Dean. ¿No es ése su carácter?
—¡Más áspero que el filo de una sierra y más duro que el pedernal! Cuanto menos tenga que ver con él, mejor.
—Ha debido de tener altibajos en la vida que le han hecho tan insociable. ¿Sabe usted algo de su historia?
—Es la del cuco
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, señor. La sé toda, excepto dónde nació, quiénes eran sus padres y de dónde sacó su primer dinero. ¡Y Hareton ha sido arrojado como un gorrión implume! El pobre chico es el único en toda la parroquia que no se da cuenta de hasta qué punto le han estafado.
—Bueno, señora Dean, haría una obra de caridad si me contara algo de mis vecinos. Tengo la sensación de que no dormiré si me voy a la cama, así que sea buena y quédese a charlar una hora.
—¡Oh, pues claro, señor! Iré a buscar un poco de costura, y luego me quedo el tiempo que usted quiera. Pero ha cogido un resfriado, le he visto tiritar. Tiene que tomar un poco de caldo para curarlo.
La buena mujer salió apresuradamente y yo me acurruqué más cerca del fuego. Tenía la cabeza ardiendo y el resto del cuerpo helado. Además por culpa de los nervios y de la cabeza estaba excitado hasta el extremo del desvarío. Esto me hacía sentirme no incómodo, sino más bien temeroso (todavía lo estoy) de las graves consecuencias que los incidentes de ayer y de hoy pudieran tener. Volvió al poco rato con un tazón humeante y una cesta de costura y, después de colocar el primero en la repisa de la chimenea, acercó su asiento, visiblemente satisfecha de encontrarme tan sociable.
—Antes de que yo viniera a vivir aquí —comenzó su historia sin esperar más invitación—, estaba casi siempre en Cumbres Borrascosas, porque mi madre había criado al señor Hindley Earnshaw, el padre de Hareton, y yo acostumbraba a jugar con los niños. También hacía recados, ayudaba a recoger el heno, y andaba por la granja dispuesta a hacer lo que me mandaran. Una hermosa mañana de verano —recuerdo que era al principio de la siega—, el señor Earnshaw, mi viejo amo, bajó vestido de viaje y, después de decirle a Joseph lo que había que hacer durante el día, se volvió a Hindley, a Cathy y a mí —pues yo estaba tomando mis gachas de avena con ellos—, y le habló así a su hijo:
—Bueno, mi querido jovencito, hoy me voy a Liverpool, ¿qué quieres que te traiga? Puedes escoger lo que quieras, sólo que sea pequeño, porque voy a ir y volver a pie: sesenta millas de ida y otras tantas de vuelta, ¡es un buen trecho!
Hindley pidió un violín, luego se dirigió a Cathy, que apenas tenía seis años, pero ya podía montar cualquier caballo del establo, y pidió un látigo. No se olvidó de mí, pues tenía buen corazón, aunque a veces era un poco severo. Me prometió traerme un saquito lleno de manzanas y peras, luego dio a los niños un beso de despedida, y se marchó.
Los tres días de su ausencia se nos hicieron a todos muy largos, y la pequeña Cathy preguntaba a menudo cuándo volvería. La señora Earnshaw le esperaba el tercer día por la tarde a la hora de la cena, y la pospuso hora tras hora, pero no había señales de su llegada, y al fin los niños se cansaron de salir a la verja a mirar. Luego oscureció. Ella los hubiera acostado, pero los niños le rogaron desconsoladamente que les dejara quedarse levantados. Y justo a eso de las once, el picaporte de la puerta se levantó suavemente y entró el amo. Se echó en una silla, entre risas y gemidos, y les pidió a todos que se apartaran porque estaba medio muerto. No volvería a hacer semejante caminata ni por todo el oro del mundo.
—Y para colmo, me he llevado un susto de muerte —dijo, abriendo el sobretodo que tenía arrebujado en sus brazos—. ¡Mira, mujer! Nada en mi vida me ha impresionado tanto. Tienes que tomarlo como un don de Dios, aunque es tan moreno como si viniera del diablo.
Nos amontonamos a su alrededor y, por encima de la cabeza de la señorita Cathy, pude entrever a un niño sucio, andrajoso y de pelo negro, lo bastante crecido como para andar y hablar, es más, por su cara, parecía mayor que Catherine, pero cuando se puso de pie no hizo más que mirar a su alrededor y repetir, una y otra vez, una especie de jerga que nadie entendía. Yo estaba asustada y la señora Earnshaw estuvo a punto de echarlo de casa. Se puso hecha una furia y le preguntó al amo cómo se le ocurría traer a aquel mocoso gitano, cuando tenían sus propios hijos que alimentar y defender, qué pensaba hacer con él y si se había vuelto loco. El amo intentó explicar lo sucedido, pero realmente estaba medio muerto de cansancio, y todo lo que yo pude sacar en claro, entre las reprimendas de la señora, fue una historia de haberlo visto muerto de hambre, sin techo, y prácticamente mudo, en las calles de Liverpool, donde lo recogió y preguntó por su dueño. Dijo que nadie sabía a quién pertenecía y, como él andaba muy limitado de tiempo y de dinero, pensó que era mejor llevárselo a casa directamente que meterse en gastos inútiles allí, porque estaba decidido a no dejarlo como lo encontró. Bueno, el resultado fue que mi señora se calmó a regañadientes, y el señor Earnshaw me dijo que le lavara, le diera ropa limpia y le dejara dormir con los niños.
Hindley y Catherine se contentaron con mirar y escuchar hasta que se restableció la paz, entonces empezaron a buscar en los bolsillos de su padre los regalos que les había prometido. El primero era ya un chico de catorce años, pero cuando sacó lo que había sido un violín, hecho añicos dentro del sobretodo, se echó a llorar a gritos, y Cathy, cuando supo que su padre había perdido el látigo por atender al desconocido, expresó su mal humor haciendo muecas y escupiendo a la estúpida criatura, lo que le valió un sonoro bofetón de su padre para que aprendiera mejores modales. Se negaron en redondo a que compartiera con ellos la cama, ni siquiera la habitación, y yo no tuve mayor juicio y lo puse en el rellano de la escalera, esperando que a la mañana siguiente se habría ido. Por casualidad, o atraído por la voz del señor Earnshaw, se deslizó hasta su puerta y éste se lo encontró al salir de la habitación. Se hicieron averiguaciones de cómo había llegado allí. Me vi obligada a confesar, y en recompensa a mi cobardía y crueldad me echaron de la casa.
Ésta fue la primera presentación de Heathcliff en la familia. Cuando volví unos días después (pues no consideré que mi destierro fuera perpetuo) me encontré con que le habían bautizado con el nombre de «Heathcliff», que era el que tenía un hijo muerto en la niñez, y le ha servido desde entonces tanto de nombre de pila como de apellido. La señorita Cathy y él eran ya íntimos, pero Hindley le odiaba y, a decir verdad, yo también. Le atormentábamos y tratábamos de forma vergonzosa. Yo no tenía el juicio suficiente para comprender mi injusticia y la señora nunca dijo una palabra en su defensa cuando veía que le maltratábamos.
Parecía un niño hosco y paciente, endurecido, quizá, respecto a los malos tratos. Soportaba los golpes de Hindley sin parpadear ni verter una lágrima, y mis pellizcos le hacían sólo dar un respiro y abrir los ojos como si se hubiera lastimado por casualidad y sin que nadie tuviera la culpa. Este aguante enfureció al viejo Earnshaw cuando descubrió que su hijo perseguía al pobre huérfano, como él le llamaba. Se encariñó con él de una manera extraña, creía todo lo que le decía (en realidad decía bien poco y generalmente la verdad) y le mimaba mucho más que a Catherine que era demasiado traviesa y rebelde para ser la favorita.
Así que ya desde el principio, Heathcliff generó resentimiento en la casa, y a la muerte de la señora Earnshaw, que ocurrió menos de dos años después, el señorito había aprendido a mirar a su padre como a un opresor más que como a un amigo y a Heathcliff como a un usurpador del afecto paterno y de sus privilegios, y se amargó a fuerza de rumiar ese agravio. Simpaticé con él durante algún tiempo, pero cuando los niños cayeron enfermos con sarampión y tuve que cuidarles, cargando de repente con las responsabilidades de una mujer, cambié de opinión. Heathcliff estuvo gravemente enfermo y, en los peores momentos, quería tenerme constantemente a su lado. Supongo que se daba cuenta de que hacía mucho por él, pero no tenía la capacidad para imaginar que lo hacía por obligación. Con todo, he de decir que era el niño más tranquilo que una enfermera tuvo que cuidar jamás. La diferencia entre él y los otros me obligó a ser menos parcial. Cathy y su hermano me agobiaban terriblemente. Él se quejaba menos que un cordero, pero era por dureza, no por dulzura por lo que daba poca guerra.
Salió adelante y el doctor afirmó que en gran parte se debía a mí y me alabó por mis cuidados. Me envanecí con sus elogios y me ablandé con la persona que era la causa de que los mereciera, y de ese modo Hindley perdió su último aliado. Aun así, yo no podía encariñarme con Heathcliff, y con frecuencia me preguntaba qué veía mi amo tan admirable en aquel crío hosco, que nunca, que yo recuerde, correspondió a su benevolencia con ningún signo de gratitud. No era insolente con su benefactor, sencillamente era insensible, aunque sabía muy bien el dominio que ejercía sobre su corazón, y era consciente de que no tenía más que decir una palabra para que toda la casa se viera obligada a doblegarse a sus deseos. Como ejemplo, recuerdo que el señor Earnshaw compró un par de potros en la feria del pueblo y dio uno a cada chico. Heathcliff escogió el más hermoso, pero pronto quedó cojo, y cuando él lo descubrió le dijo a Hindley:
—Tienes que cambiarme el caballo. El mío no me gusta. Si no quieres, le contaré a tu padre las tres palizas que me has dado esta semana y le enseñaré el brazo, que está negro hasta el hombro.
Hindley le sacó la lengua y le dio de bofetadas.
—Será mejor que lo hagas enseguida —insistió Heathcliff, escapando hacia el porche (estaban en la cuadra). Tendrás que hacerlo, porque si hablo de estos golpes los recibirás con creces.
—¡Fuera de aquí, perro! —gritó Hindley, amenazándole con una pesa de hierro que se usaba para pesar patatas y heno.
—Tírala —replicó el otro quedándose inmóvil—, y entonces le contaré que te has jactado de que me vas a echar de casa en cuanto él se muera, y verás si no te echa a ti inmediatamente.
Hindley se la tiró, le dio en el pecho y le hizo caer, pero enseguida se levantó tambaleándose, sin aliento y pálido y, si yo no lo hubiera evitado, se habría ido a su amo y conseguido plena venganza, dejando que su estado hablara por él, insinuando quién se lo había causado.
—¡Pues coge mi potro, gitano! —dijo el joven Earnshaw—, y ojalá te rompa la crisma. ¡Llévatelo y maldito seas, intruso miserable! Sácale a mi padre todo lo que tiene, y después, le muestras lo que eres, hijo de Satanás. ¡Llévatelo, espero que de una coz te salte los sesos!
Heathcliff había ido a soltar al animal y llevárselo a su propio establo. Pasaba por detrás de él cuando Hindley ponía fin a su retahíla derribándole bajo sus patas y, sin pararse a comprobar si se habían cumplido sus deseos, salió corriendo a toda prisa. Me sorprendió presenciar con qué frialdad el chico se levantaba y seguía con sus propósitos. Intercambió las sillas de montar y todo, y luego se sentó en un montón de heno para reponerse del malestar que el violento golpe le había ocasionado antes de entrar en la casa. Le persuadí fácilmente de que me dejara echar al caballo las culpas de sus contusiones. Le importaba muy poco el cuento que se contara, puesto que tenía lo que quería. En verdad se quejaba tan rara vez de meneos como éste, que creí realmente que no era vengativo. Me equivoqué por completo, como va usted a oír.