Acerca del cielo - Meteorológicos

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

1. Objetivo del tratado

La cosmología aristotélica, paradigma indiscutido del universo precopemicano hasta que las observaciones, experimentos y cálculos de Galileo, Kepler y Newton confirmaron la validez del sistema heliocéntrico y la universalidad de la gravitación, tiene, paradójicamente, un modesto origen como comentario polémico al Timeo platónico[1].

Claro está que para conocer la cosmología aristotélica no basta acudir al texto que aquí presentamos. En realidad, ni todo lo que es cosmología de Aristóteles se halla contenido en Acerca del cielo[2], ni todo lo que esa obra contiene es cosmología propiamente dicha. Pero lo cierto es que las afirmaciones que más directamente tienen que ver con una imagen del universo, su extensión espacio-temporal y el orden entre sus diversos componentes, se encuentran en este heterogéneo conjunto de cuatro libros de extensión decreciente cuya unidad temática parecía problemática ya a los primeros comentaristas antiguos.

En efecto, Alejandro de Afrodisia, Jámblico y Simplicio discrepan sobre el sentido que pueda tener tratar en la misma obra temas como la naturaleza del cielo, la unidad, finitud espacial y eternidad del mundo en su conjunto, la composición y movimiento de los astros y de la tierra, el número y propiedades de los elementos no celestes y la esencia y características de la pesantez y la ligereza como afecciones inherentes a todos los cuerpos excepto el celeste.

El primer problema se plantea ya con el sustantivo del título, ouranós, cuya polisemia se manifiesta a lo largo de todo el texto, sin que baste para disipar las dudas de cómo entenderlo en cada caso la aclaración que hace el propio Aristóteles en el capítulo 9 del libro I[3].

De todos modos, ateniéndonos a ese pasaje, hemos de reconocer que todas las secciones del tratado versan sobre alguna de las tres acepciones del término ouranós. Veámoslo.

El libro I, tras una introducción general donde se propone el estudio de los cuerpos como objeto propio de la ciencia de la naturaleza[4], se consagra a discutir la composición del cielo entendido en su primera acepción, a saber, como envoltura externa (firmamento o esfera de las estrellas fijas, en rotación constante y regular). A partir del capítulo 5, sin embargo, se produce un brusco cambio de punto de vista para pasar a la consideración del cielo en su tercera acepción, como universo. Con argumentaciones mucho más lógico-matemáticas que empíricas, se establece su finitud (caps. 5-7), unicidad (caps. 8-9) y eternidad (caps. 10-12).

El libro II, tras un exordio recapitulativo sobre la peculiar naturaleza del cielo (en su primera acepción), cuyo tono encendido y solemne, amén de ciertas afirmaciones concretas, recuerda el estilo y contenido de los perdidos diálogos aristotélicos (y en este caso concreto, del diálogo Acerca de la filosofía), pasa a argumentar, de manera apriorística, el porqué de la rotación del primer cielo de Este a Oeste, recurriendo para ello a analogías zoomórficas: el cielo, como ser vivo dotado de movimiento, tiene un arriba y abajo, una derecha e izquierda y un delante y detrás, de ahí que gire en un sentido preciso, a saber, empezando por los lados «mejores» para pasar a los «peores» (obvio apriorismo cultural), a saber, derecha-delante-izquierda-detrás (aunque para ello haya que suponer, sorprendentemente, que el polo «superior» es el polo sur). En parecida línea apriorística argumenta luego que, puesto que toda esfera tiene necesariamente un centro, inmóvil aunque ella gire, ha de existir también un cuerpo propio de ese centro (la tierra), tendencialmente en reposo, y con ella, toda una gama de elementos (los cuatro propuestos por Empédocles) que, a diferencia del elemento celeste dotado de moción circular, poseen sólo movimientos ascendentes o descendentes y, por ello, limitados, pues no pueden rebasar los dos límites constituidos, respectivamente, por el centro y por la periferia del mundo. Dichos elementos inferiores (circunscritos al espacio comprendido entre el centro del mundo y la órbita de la luna) deben, por su imperfección, estar sometidos a cambios, incluso substanciales (generación y corrupción), que sólo son posibles porque las esferas celestes no tienen un único movimiento de Este a Oeste, sino otros varios de sentido inverso (los de los «planetas», sol y luna incluidos), que dan lugar a las alternancias día-noche, verano-invierno, etc., y con ellas, a la generación y la corrupción. Esta disquisición abre paso a los únicos capítulos del tratado consagrados directamente al cielo en su segunda acepción, como espacio sideral (caps. 7-12). Tras argumentar en ellos a favor de la necesaria esfericidad del universo y de todos y cada uno de los astros, así como de que su movimiento no es independiente, sino que se debe al de las esferas portadoras en las que se hallan insertos, dedica los últimos capítulos (13-14) de este libro (el más heterogéneo de la obra) a caracterizar la tierra, esférica e inmóvil por su ubicación natural en el centro del cosmos.

Los libros III y IV son otras tantas monografías. La primera de ellas, sobre los cuatro elementos sublunares y su generación y corrupción. La segunda, sobre las «potencias» o propiedades inherentes a esos mismos elementos que los hacen naturalmente móviles en sentido ascendente o descendente, a saber, el peso o gravedad y la ligereza o levedad.

En cuanto a los nexos formales y materiales entre todos esos núcleos temáticos, así como a su cronología relativa, tanto en lo que se refiere a la historia de la composición del tratado como a la de su inserción en el Corpus aristotelicum, no vamos a añadir aquí ninguna cantidad apreciable de las sustancias empleadas actualmente en artes gráficas a los ríos de tinta que se han vertido hasta la fecha sobre el asunto. Nos ceñiremos a cuatro observaciones imprescindibles.

Primera. Siendo indudable (ya a priori, pues ningún pensador escapa, por la naturaleza misma del pensamiento, a la ley de la evolución) que las ideas cosmológicas de Aristóteles variaron a lo largo de su vida, cabe dudar —a falta de referencias cronológicas inequívocas— de cualquiera de las múltiples propuestas de ordenación temporal de los materiales contenidos en el tratado. No suscribimos, por tanto, ninguna de las realizadas hasta la fecha.

Segunda. Como consecuencia de lo anterior, creemos más productivo atenemos a un enfoque sistemático, partiendo de la base de que, si bien los materiales reunidos en Acerca del cielo muestran cortes bruscos, recapitulaciones apresuradas y, sobre todo, diferencias de enfoque en lugares paralelos (índice inequívoco de reelaboraciones de idéntico tema en épocas diferentes), esa misma heterogeneidad compositiva delata un plan de edición (o, mejor, de recopilación para uso académico) elaborado o supervisado directamente por el propio Aristóteles, más que una desmañada miscelánea compuesta por algún epígono tardío[5]: en efecto, la tradición peripatética y los comentaristas antiguos suelen hacer gala de un prurito de coherencia interna que en modo alguno aparece en las obras reputadas como más auténticamente aristotélicas. Y es que nadie se siente más dueño de yuxtaponer enfoques diferentes —y aun antitéticos— de un mismo tema que el autor que primero ha tenido la idea de exponerlo.

Tercera. Aceptamos, en todo caso, como verosímil una evolución similar a la propuesta por Guthrie[6] en lo referente a la explicación por Aristóteles de los movimientos celestes, a saber:

a) Una primera etapa (representada, quizá, por Acerca de la filosofía) en que sólo se consideraba explicable el movimiento circular de los astros por la presencia en ellos de un «alma» incorpórea, ausente en los elementos sublunares.

b) Una segunda etapa (a la que Guthrie hace corresponder nuestro tratado) en que la explicación del movimiento circular de los astros es puramente naturalista: los cuerpos celestes giran en círculo por su propia naturaleza intrínseca, corpórea (como, por lo demás, hacen los cuatro elementos sublunares en sus movimientos rectilíneos hacia el centro o hacia la periferia del cosmos).

c) Una tercera y última etapa (representada por el libro VII de la Física y por los capítulos cosmológicos del libro XII [Λ] de la Metafísica) en que, considerando naturales todos los movimientos elementales (tanto el circular como los rectilíneos de ascenso y descenso), Aristóteles los explica por la influencia, directa o indirecta, según los casos, de un motor inmóvil distinto de todos los cuerpos por él movidos.

Pero, aun aceptando esa secuencia evolutiva, negamos que el tratado sobre el cielo —al menos en la versión llegada hasta nosotros— sea representativo exclusivamente de la segunda etapa, sino de una síntesis entre las exigencias, a veces aparentemente antagónicas, que plantea una formulación rigurosa del concepto mismo de movimiento, sea éste astral o sublunar. En definitiva, pues, creemos que el Aristóteles que dio forma final a Acerca del cielo había recorrido ya las tres etapas mencionadas, abjurando tan sólo de los presupuestos dualistas de la primera, pero integrando los de las otras dos como facetas complementarias de un mismo enfoque monista. Este planteamiento[7] conciliador es el único que permite dar razón del cúmulo de aparentes contradicciones en que Aristóteles incurre al conceder y negar, a veces en oraciones consecutivas, la capacidad autocinética a los cuerpos naturales[8]. Conciliación difícilmente formulable, debido a la carga cosificadora que arrastran, por definición, las expresiones con las que tratamos de «fijar» las realidades procesuales, pero que el propio Aristóteles llega en ocasiones a enunciar de manera tan explícita como ésta: «El motor primero, no en cuanto aquello a lo que se tiende, sino aquello desde donde se origina el movimiento, existe simultáneamente con lo movido; y digo “simultáneamente” en el sentido de que no hay ningún intervalo entre ellos»[9].

Cuarta. El tratado sobre el cielo guarda estrecha relación con la Física, el mencionado libro XII de la Metafísica y el tratadito Acerca de la generación y la corrupción[10], amén de ser complementario de los Meteorológicos. Pero, independientemente de cuál fuera la génesis y destino inicial de sus diversas partes, éstas guardan, en su versión final, mayor coherencia mutua que con cualquiera de las otras obras mencionadas, articulándose, según veremos, en tomo a unos pocos postulados físico-geométricos que cobran todo su sentido si se analizan a la luz de sus paralelismos y divergencias con ciertas tesis expuestas en el Timeo, tal como señalábamos al principio.

2. Los presupuestos fundamentales

En el capítulo 2 del libro I expone Aristóteles los postulados en los que fundamenta todo su edificio cosmológico y a los que se referirá repetidamente a lo largo del tratado calificándolos de «primeros presupuestos»[11]:

a) Todos los cuerpos y magnitudes naturales son de por sí móviles con respecto al lugar (pues la naturaleza es principio de movimiento).

b) Los cuerpos naturales son, por antonomasia, los cuerpos simples (elementos, stoicheîa).

c) Todo movimiento con respecto al lugar (llamado traslación, phorá) ha de ser rectilíneo, circular o mezcla de ambos (pues la recta y la circunferencia son las únicas magnitudes simples[12]).

d) Es circular, en el cosmos, el movimiento en tomo a su centro, y rectilíneo, el ascendente y el descendente, definidos estos últimos, a su vez, como el que se aleja y el que se acerca respecto del centro.

e) Existe una correspondencia necesaria entre movimientos simples y cuerpos simples: a cada movimiento simple debe corresponderle por naturaleza un cuerpo simple[13].

f) Todo movimiento simple, aun pudiendo ser forzado respecto de ciertos cuerpos, ha de ser natural con respecto a alguno.

g) A cada cuerpo simple le corresponde un único movimiento natural.

Dice bien Aristóteles calificando estas proposiciones de «postulados» o «primeros presupuestos», pues en ningún momento los considera derivables de otras proposiciones más básicas. Al menos por lo que se refiere a la coimplicación entre ser natural y ser móvil, hay que reconocer que está, más allá de toda posible discusión, en la base misma de su filosofía de la naturaleza. Era éste, al fin y al cabo, uno de los pilares de la concepción del mundo heredada, no sólo de Platón, sino de todo el pensamiento presocrático, excepción hecha de la «anomalía» eleática.

Es cierto que, como señala Solmsen[14], la concepción del movimiento por Aristóteles diverge de la de Platón en que, al cancelar la separación ontológica entre mundo natural y mundo ideal, reintroduce el reposo (que Platón reservaba a las formas puras) en la realidad material bajo dos rúbricas: la de los seres siempre en reposo y la de los alternativamente en reposo y en movimiento.

Pero sobre todo, como veremos, reintroduce en el propio concepto de movimiento una dimensión de consistencia ontológica que lo equipara en «grado de realidad» a las esencias inmutables de su maestro.

En cualquier caso, está claro que para Aristóteles la idea misma de naturaleza es inseparable del par de conceptos correlativos movimiento-reposo. Y en el tratado que nos ocupa es sin duda donde más rendimiento teórico extrae de ese presupuesto. Presupuesto, por otro lado, que no es puramente aprioristico, sino que consiste, por así decir, en una generalización de los aspectos más recurrentes de la experiencia.

3. La naturaleza del cielo: el quinto elemento

Tras la exposición de los presupuestos fundamentales, concluye Aristóteles:

«A partir de esto resulta evidente, entonces, que existe por naturaleza alguna otra entidad corporal aparte de las formaciones de acá, más divina y anterior a todas ellas; […] si el desplazamiento en círculo es natural en alguna cosa, está claro que habrá algún cuerpo, entre los simples y primarios, en el que sea natural que, así como el fuego se desplaza hacia arriba y la tierra hacia abajo, él lo haga naturalmente en círculo. […] Por consiguiente, razonando a partir de todas estas consideraciones, uno puede llegar a la convicción de que existe otro cuerpo distinto, aparte de los que aquí nos rodean, y que posee una naturaleza tanto más digna cuanto más distante se halla de los de acá»[15].

Así, pues, mediante una simple deducción a partir de los postulados previamente expuestos, sin recurso alguno a la observación[16], Aristóteles introduce la tesis más osada de su cosmología: que el mundo celeste (supralunar) está constituido por un elemento radicalmente distinto de los cuatro elementos clásicos o empedocleos, a saber, el «elemento dotado de movimiento circular», tradicionalmente llamado «quinta esencia» (pémpte ousía), e identificado unas líneas más abajo con el éter[17]. Este quinto elemento se caracteriza, como hemos visto, por moverse en círculo[18].

Ahora bien, a diferencia de los movimientos rectilíneos de ascenso y descenso, que tienen por límites, respectivamente, el orbe extremo y el centro del universo, los cuales constituyen así, según los casos, su origen o su final, el movimiento circular carece de puntos de partida o de llegada[19]. Por ello, a diferencia del ascenso y el descenso, que son mutuamente contrarios (el punto que para uno constituye el origen es el término del otro y viceversa), el movimiento en círculo no tiene ningún otro que se le oponga de ese modo. Ahora bien, como el cambio se produce siempre entre contrarios, el movimiento celeste, por carecer de contrarios, es un peculiar «movimiento sin cambio» y, en consecuencia, el cuerpo que lo experimenta, el éter o quinto elemento, está exento de todo cambio cualitativo, cuantitativo y, a fortiori, entitativo. Es, pues, ingenerable e incorruptible[20].

En rigor, cabe incluso decir que el elemento celeste, en virtud de su movimiento rotatorio que lo lleva «de lo mismo a lo mismo», permanece siempre en el mismo lugar. En efecto, Aristóteles, en su teoría de los lugares naturales, liga indisolublemente dicha noción a las de peso y ligereza: éstas no son sino aquellas potencias intrínsecas (connaturales) a los elementos que los hacen trasladarse (ascendiendo o descendiendo) hacia un determinado lugar cuando una fuerza ajena a su naturaleza los ha alejado de ellos. Pero el elemento celeste no posee peso ni ligereza, no es grave ni leve (en todo caso, ingrávido). Y no lo es porque, al girar en círculo, no se aleja nunca de su lugar natural en los orbes supralunares.

4. Caracterización del universo en su conjunto

Hemos dicho antes que al acabar el capítulo 4 del libro I se produce un brusco cambio temático[21]: se abandona el estudio de la correlación entre movimientos simples y elementos, así como la caracterización del elemento celeste, para pasar a considerar el mundo como totalidad dentro del espacio y el tiempo (caps. 5-12). Desde el punto de vista espacial, estipula Aristóteles que el mundo es finito en tamaño y único en número. Desde el punto de vista temporal, que es ingenerado e imperecedero, es decir, eterno.

Paul Moraux, en la Introducción a su edición del tratado, sostiene que esta temática es la principal del libro I, cuyo comienzo iba encaminado en esa dirección al hablar del Todo universal como cuerpo completo dotado de la suma perfección, pero que la necesidad de explicar el movimiento giratorio del cielo obligó a su autor a explayarse en un largo excurso sobre el «quinto elemento» antes de retomar el enfoque propiamente cosmológico. Ambos enfoques, dice Moraux, «van el uno a contracorriente del otro»[22].

No estoy seguro de que sea así. Más bien pienso que los dos enfoques se complementan intrínsecamente, por mucho que la estructura expositiva sea, como resulta habitual en los escritos de Aristóteles no publicados en vida, desmañada, presentando como mera yuxtaposición lo que posee, por el contrario, una estrecha trabazón interna.

En el caso que nos ocupa, esa trabazón puede reconocerse si se piensa en las implicaciones que encierra la afirmación de que el movimiento rotatorio del cielo no tiene principio ni fin, mientras que sí lo tienen los movimientos de los elementos sublunares. Para que ello sea así, dos requisitos se plantean de manera bastante obvia: a) que el mundo sea ingenerado e incorruptible, pues sólo así puede sostenerse que el movimiento circular no tenga, ni temporal ni espacialmente, puntos de arranque y de llegada (que sí podrían determinarse si la rotación hubiera empezado o cesara en algún momento dado); b) que el mundo sea limitado en tamaño, pues sólo así, si su radio es finito, puede decirse que los movimientos ascendentes y descendentes de los cuatro elementos convencionales, que se producen a lo largo de trayectorias radiales, tienen un límite preciso, espacial y temporalmente.

En cuanto a la afirmación de que el mundo es único, puede considerarse un corolario de las dos tesis anteriores, pues la pluralidad de mundos privaría de todo sentido a la determinación absoluta del arriba y el abajo y, por ende, de los límites del universo[23], a la vez que haría posible pensar en la generación de unos mundos a partir de otros.

El hecho, pues, de que al comienzo del cap. 5 se presente la temática que va a ser tratada como algo totalmente diferente de lo anterior no debe engañamos: si no es un empalme añadido por un editor poco atento a la lógica interna del texto, probablemente sea el resultado de un estilo compositivo, el de Aristóteles, en que prima la agregación sobre la jerarquización.

Sea ello como fuere, lo cierto es que una lectura atenta del libro I revela la existencia de más vínculos conceptuales entre sus diferentes elementos de los que a primera vista aparecen. Y en cualquier caso, uno destaca sobre todos: la dependencia de la estructura general del cosmos respecto de la naturaleza «divina» del elemento celeste, dependencia que es, en último término, la que justifica la ambigüedad en el uso del término griego ouranós, tan pronto tomado en la acepción de cielo como en la de universo.

En resumen: un universo único y finito garantiza puntos de referencia absolutos, tanto para los movimientos de generación y corrupción de los cuerpos sublunares, como para el movimiento inalterable y constante del cuerpo celeste. Y la ingenerabilidad e incorruptibilidad de este último elemento, connaturales con su carácter divino, exigen la eternidad del cosmos.

A propósito de este último parámetro cosmológico, Paul Moraux señaló oportunamente en su día[24] que las implicaciones lógicas de la argumentación expuesta en los capítulos 11 y 12 debieran merecer más atención por parte de los historiadores de la lógica aristotélica. Lo cierto es que desde que se formulara esa observación no han faltado los estudios monográficos sobre el tema por parte de especialistas como C. J. F. Williams[25], S. M. Cahn[26], Jaakko Hintikka[27], Richard Sorabji[28] o Sarah Waterlow[29].

5. Los astros: sus formas y movimientos

No son muchas las tesis cosmográficas o de contenido astronómico «positivo» que aparecen en el tratado, y casi todas ellas se concentran en el libro II:

a) Esfericidad de la envoltura última del universo, de los astros y de la tierra, así como de las capas intermedias de fuego, aire y agua (recurriendo, para apoyar empíricamente la prueba de la forma esférica de la tierra, al indicio suministrado por el perfil circular de la sombra en los eclipses).

b) Ordenación (parcial) de los astros respecto a la tierra.

c) Movilidad regular (pese a las apariencias) de aquéllos e inmovilidad de ésta.

d) Tamaño aproximado de la tierra.

e) Composición de los distintos cuerpos celestes, de la tierra y de los intermedios, a partir de los diversos elementos.

f) Teoría de las esferas homocéntricas heteroaxiales portadoras de los planetas (incluidos el sol y la luna) como explicación de los movimientos aparentemente irregulares de aquéllos.

g) Explicación de la apariencia ígnea de los astros por la supuesta inflamación del aire a causa del rozamiento con éste de las masas planetarias (compuestas de éter).

Y poco más, aparte de retorcidas especulaciones sobre el por qué del sentido de rotación del cielo, de su regularidad y de la paradoja de que el número de movimientos efectuados por los diversos cuerpos del universo no siga un orden uniformemente creciente o decreciente a partir de la esfera de las estrellas «fijas», sino que se distribuya aproximadamente —diríamos nosotros— con arreglo a una campana de Gauss: creciente hasta alcanzar un máximo en el caso de los planetas interiores y decreciente desde ese punto hasta llegar a la inmovilidad de la tierra. La premisa mayor común a todas esas especulaciones es que la naturaleza no hace nada en vano sino que en todo busca «lo mejor».

En cuanto a la explicación del movimiento aparente de los planetas (la llamada hipopede, o recorrido en forma de ocho efectuado por el caballo al que se amaestra para mantener un paso regular), a saber, la teoría de las esferas de Eudoxo de Cnido, modificada por Calipo de Atenas, no aparece de forma desarrollada en el tratado que nos ocupa[30], aunque es objeto de numerosas alusiones puntuales centra das siempre en la idea —recurrente en toda la historia de la astronomía griega desde los pitagóricos hasta Ptolomeo— de que el movimiento de los astros no admite imperfección alguna y que, por tanto, la irregularidad aparente del movimiento de los planetas obedece en realidad a una combinación de movimientos regulares. De cualquier modo, la teoría de Eudoxo no sirve aquí tanto para explicar los fenómenos[31] cuanto para fundamentar una concepción cosmológica general que ve en la naturaleza celeste un grado superior de orden y racionalidad[32].

6. Mecánica terrestre y mecánica celeste

Aunque las diferencias más llamativas entre la cosmología aristotélica y la inaugurada por la nueva ciencia del siglo XVII suelan situarse entre el geocentrismo de aquélla, con sus órbitas planetarias circulares, y el heliocentrismo de ésta, con sus órbitas elípticas, lo cierto es que las incompatibilidades ontológicas más profundas se dan entre los principios que rigen una y otra mecánica.

Presentes a lo largo de todo el tratado, las leyes mecánicas aplicadas por Aristóteles a la explicación de los movimientos de los cuerpos aparecen de forma particularmente explícita en el libro IV, como componente esencial de la teoría sobre el peso y la ligereza. Las principales de dichas leyes podrían formularse sucintamente así:

1) Hay un lugar natural para cada uno de los cuerpos elementales: el centro del universo y sus inmediaciones (el abajo absoluto o relativo) y el extremo o periferia y sus inmediaciones (el arriba absoluto o relativo).

2) Hay, correlativamente, dos tipos de «potencias» (dynámeis) que diferencian a los cuerpos entre sí: la gravedad o peso, propia de los elementos que tienen su lugar natural en el centro o sus inmediaciones, y la levedad o ligereza, propia de los elementos que tienen su lugar natural en la periferia o sus inmediaciones. Dichas propiedades tienen como manifestación la tendencia natural de los cuerpos a ocupar sus lugares respectivos si previamente se les ha apartado a la fuerza de ellos.

3) La gravedad (o levedad) de diferentes masas del mismo elemento es directamente proporcional a los diferentes volúmenes.

4) Las velocidades de caída de los graves y de ascenso de los leves son directamente proporcionales a su peso o ligereza respectivos. Correlativamente, sus tiempos de caída (o ascenso) son inversamente proporcionales al peso (o la ligereza).

5) Corolario de la anterior: las distancias recorridas en un mismo intervalo de tiempo por los graves (o los leves) son proporcionales a su peso (o ligereza)[33].

6) La velocidad de un cuerpo aumenta a medida que se aproxima a su lugar natural.

Éstas son, por así decir, las leyes por las que se rigen los movimientos naturales. Pero junto a ellos existen también los movimientos forzados. Éstos han de considerarse como resultado de la interacción de dos principios: una resistencia, que corresponde a la oposición que ejercen sobre el movimiento forzado, bien un obstáculo inmóvil, bien la tendencia natural del móvil a desplazarse en sentido contrario; y una potencia[34], que corresponde a la fuerza que actúa sobre el móvil en sentido opuesto al de su movimiento propio. Pues bien, la ley que rige este tipo de movimientos afirma que la velocidad es directamente proporcional a la potencia e inversamente proporcional a la resistencia[35]. Lo cual, unido a la constatación obvia de que, cuando potencia y resistencia se equilibran, el movimiento cesa, aboca a la contradicción que señala Pierre Duhem[36], a saber, que de p/r = v se desprende, cuando p = r, que v = 1, mientras que de p-r = v se desprende, en idéntico caso, que v = 0.

En realidad —y dejando a un lado la descripción de los movimientos forzados—, hay que aclarar que las leyes formuladas en los apartados 2 a 6 sólo tienen validez, según Aristóteles, en lo que respecta a los movimientos de los cuerpos sublunares. Porque la gran diferencia entre la mecánica aristotélica y la galileano-newtoniana reside justamente en la escisión radical entre mecánica celeste y mecánica terrestre operada por el autor del tratado que comentamos. Escisión cuyo éxito histórico (traducido en una vigencia de casi veinte siglos) resulta tanto más llamativo cuanto que los presocráticos y Platón habían defendido modelos cosmológicos homogéneos, basados en leyes mecánicas universales (rasgo, en definitiva, característico de todas las cosmovisiones ilustradas, que habían roto, desde Anaximandro, con el tradicional dualismo cielo-tierra, de origen religioso, al postular una misma composición material para todo el universo).

La mecánica celeste, pues, a diferencia de la sublunar, se rige, según Aristóteles, por una única ley: la del movimiento circular constante y perpetuo del éter, cuerpo exento por igual de gravedad y levedad (ingrávido)[37] e incapaz de ser apartado de su lugar natural por fuerza alguna. Movimiento circular que, al ser cerrado sobre sí mismo, carece de principio y fin, ilimitado temporalmente aunque finito espacialmente. Mientras todos los cuerpos sublunares se hallan en reposo en su lugar natural, el cuerpo celeste, y sólo él, se mueve sin salirse del lugar que le es propio.

Semejante cosmovisión puede parecer, a nuestros ojos educados para ver el mundo con el catalejo galileano e interpretarlo con las fórmulas matemáticas de la mecánica de Newton (y también, incipientemente, con las menos intuitivas de la mecánica relativista de Einstein), una artificiosa especulación. Y, sin embargo, reúne paradójicamente, por un lado, la virtud de ser la más empírica de las construidas hasta su época en lo tocante a explicar las diferencias aparentes de comportamiento entre cuerpos celestes y terrestres y, de otro lado, la más atrevida a la hora de liberarse de las ataduras epistemológicas impuestas por la observación de los fenómenos físicos contrastables a escala humana para considerar el comportamiento del universo en su conjunto.

Lo primero salta a la vista si se compara el modelo aristotélico con cualquier teoría cosmológica presocrática, o con las especulaciones del Timeo platónico. Aquél interpreta los fenómenos sin presuponer apenas estructuras ocultas (excepción notable: la hipótesis de las esferas portadoras, tomada de Eudoxo, y el complemento de las esferas compensatorias aportado por el propio Aristóteles). Los modelos presocráticos postulan la existencia de mecanismos que, al suponerse homogéneos con los del mundo directamente accesible al hombre (v. gr.: el torbellino democriteo), implican un mayor compromiso ontológico y, por ende, un grado más elevado de especulación en su atribución al cosmos. En cuanto a la geometrización de los elementos propuesta por Platón, su artificiosidad (aparte de su reduccionismo, implacablemente criticado por Aristóteles) salta a la vista.

Pero no sólo en la descripción espacial, sino también en la temporal, es más económica en supuestos la imago mundi aristotélica que la platónica y sus precursoras. En efecto, todas éstas comportan una fase genética previa a la existencia del mundo tal como lo conocemos[38], es decir, una cosmogonía que, en cambio, está completamente ausente de la pura cosmología de Aristóteles, en que los elementos son coeternos con el mundo en la misma disposición relativa en que ahora los encontramos (aunque los cuatro sublunares abandonan, parcial e intermitentemente, sus lugares naturales, dando lugar a los cambios cíclicos que caracterizan el mundo sublunar).

En cuanto a la capacidad para romper con los paradigmas de la física «popular» al describir los fenómenos de dimensión universal, la audacia aristotélica se manifiesta, por ejemplo, en la explicación de la presunta inmovilidad de la tierra. Donde todas las teorías anteriores ven la razón del estatismo terrestre en una causa extrínseca a la propia tierra, extrapolando a partir de un fenómeno conocido a escala humana (flotación, equilibrio dinámico, etc.), Aristóteles postula una ley específica (aunque congruente con su explicación del resto de los fenómenos de alcance universal): la inmovilidad de la tierra per se, por su naturaleza de centro necesariamente fijo de un universo en rotación.

Por otro lado, Aristóteles representa una cierta síntesis de dos paradigmas cosmológicos claramente diferenciados en la filosofía natural anterior: uno que ve en el movimiento de la materia el efecto de un impulso inmanente (los fisiólogos primitivos y los atomistas), y otro que niega a la materia capacidad de movimiento y organización sin la intervención de un principio trascendente (la Discordia-Amor de Empédocles, la Mente de Anaxágoras o el Alma del mundo de Platón). Pero como vimos más arriba, esta síntesis no se da sin hiatos y aparentes contradicciones.

En cualquier caso, el modelo cosmológico (y físico) construido por el autor de Acerca del cielo, pese a su mayor grado de empirismo y coherencia en comparación con los modelos precedentes, supuso una grave hipoteca para la filosofía natural posterior, precisamente por la verosimilitud que le prestaba su concordancia aparentemente inmediata con los fenómenos en tres puntos fundamentales: geocentrismo; oposición circular-rectilíneo entre los movimientos supralunares y los sublunares; oposición gravedad-levedad como causas, intrínsecas a los cuerpos[39], de la existencia de sentidos contrarios en los movimientos sublunares[40]. A pesar de que en la teoría de los lugares naturales hubo de abrir el propio Aristóteles portillos para explicar fenómenos del mundo sublunar tan corrientes como el de la flotación de ciertos sólidos en ciertos fluidos o el confinamiento de los líquidos en recipientes con pequeños orificios (v. gr.: la clepsidra), y de que la admisión, forzada por la tradición y la evidencia, de cuatro elementos sublunares en lugar de los dos únicos (fuego y tierra) exigidos en estricta lógica por la correspondencia entre movimientos simples y cuerpos simples, complicaba notablemente la explicación de su estratificación relativa[41], lo cierto es que los núcleos duros del sistema —y particularmente la oposición entre mecánica celeste y mecánica terrestre, abstracción hecha de ciertos detalles ya superados mucho antes[42]— no pudieron ser definitivamente demolidos hasta la publicación de los Principia de Newton[43], con la universalización de la gravedad como fuerza de atracción pancósmica de las masas, por un lado, y la consagración definitiva del principio de inercia, por otro, que resolvía la aporía de la conservación del movimiento de los «proyectiles» (¡todos los móviles pasaban a considerarse tales, una vez superada la distinción entre movimiento natural y movimiento forzado!) sin la aplicación constante de una fuerza.

Como siempre ha ocurrido en la historia de la ciencia, la superación newtoniana de la teoría aristotélica representó una simplificación de las hipótesis básicas de ésta. Pues bien, con ese mismo criterio hay que suponer que gran parte de la adhesión que conquistó a su vez la cosmología de Aristóteles debió de ser fruto de la simplificación que introdujo en las teorías precedentes. Un ejemplo de ello salta enseguida a la vista: la reducción de las diferencias entre los elementos a dos únicas dynámeis de signo opuesto: la gravedad y la levedad[44]. Propiedades éstas, además, perfectamente funcionales al cometido heurístico que deben cumplir: dar razón del fenómeno natural por antonomasia: el movimiento. Simplificación paralela, por ello mismo, a la reducción de los movimientos a dos trayectorias elementales, la curvilínea (y, como concreción de ésta, a la de radio único, o circular) y la rectilínea, dividida a su vez en dos sentidos: centrípeto o descendente y centrífugo o ascendente. Simplificación, por otro lado, que Aristóteles no opera sin riesgos: verse abocado a reducir el número de elementos sublunares a dos, el grave absoluto —tierra— y el leve absoluto —fuego— (solución por la que parece tentado a lo largo de los dos primeros libros del tratado, donde apenas menciona al aire y al agua)[45], o, en caso de pretender recuperar los cuatro tradicionales, haber de recurrir a un razonamiento ad hoc escasamente convincente[46]. Pero simplificación también que, por primera vez en la historia de la ciencia, opera la subordinación de la cosmología a la física, haciendo del mundo un caso particular, aunque único, de una teoría general de la naturaleza corpórea.

7. El texto

Afortunadamente, existen del Perì ouranoû excelentes ediciones, entre las que nos ha parecido preferible la de Paul Moraux (cf. Bibliografía), cimentada en un exhaustivo estudio de los diversos manuscritos y en un completísimo aparato crítico. Los códices que Moraux privilegia son los representantes más antiguos de las dos familias conocidas, a (E = Parisinus graecus 1853 [s. X]) y b (J = Vindobonensis phil. gr. 100 [s. IX]), así como un miembro de b que guarda puntos de contacto con a (H = Vaticanus gr. 1027 [s. XII]). A las citas y paráfrasis de Simplicio en su importantísimo comentario les reconoce igualmente la autoridad que sin duda poseen. Por ello no nos hemos apartado de su lectura salvo en estas contadísimas ocasiones, en que nos ha parecido impuesto por la coherencia conceptual del texto:

PASAJES LECTURA DE MORAUX NUESTRA LECTURA 1. 270a7 ἠδύνατο ἐδύνατο, J. 2. 271 a5 ἄνω κάτω ἄνω καὶ κάτω, JH, partim SIMPL. 3. 277a31-32 ὡς γὰρ εἰ τῷ κατωτέρω ταχὺ ἧν τι, ἕτερον ὡς γὰρ τὸ κατωτέρω ταχύτερον, ΕΗ, conieci. 4. 279b15 [φθειρόμενον] φθειρόμενον, codd. 5. 280b28 δυνατὸν ἀδύνατον, SIMPL., codd. recc. 6. 286bl6 [τῇ φύσει] τῇ φύσει, codd. 7. 297al7-18 ἐν δυνάμει οὐν ὄντος τοῦ μίγματος ἐκ δυνάμει οὐν βαρέος ὄντος τοῦ μίγματος, SIMPL. E (lectio THEM.). 8. 302al0 [σωμάτων] σωμάτων, EJ. 9. 303a8 περιπαλάξει ἐπαλλάξει, JH, E (lectio rec.), SIMPL. 10. 312a23-25 τὸ δ᾽ἑτέρας… [φερόμενας] τὰ δ᾽έτέρας… φερόμενα, coniecit PRANTL.

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