INTRODUCCIÓN
INTRODUCCIÓN
1. Contenido, características y posición de la obra en el Corpus
Con pocas obras de la historia del pensamiento se ha producido de manera más aguda la paradoja constituida por la recepción de este tratado aristotélico, a saber: que el número de sus lectores haya sido inversamente proporcional a la influencia ejercida en el pensamiento científico hasta la eclosión de la nueva física en el siglo XVII.
En efecto, algo comentada directamente en la Antigüedad pero escasamente editada y traducida en la Edad Media (la mayor parte de las ediciones de cosmología aristotélica se ceñían al De caelo y al apócrifo De mundo), marcó, sin embargo profundamente la imagen que del mundo tuvo el hombre, durante cerca de veinte siglos, impregnando profundamente, desde el vocabulario científico, hasta lo que podríamos llamar la «física popular».
Otra contribución no desdeñable, ésta en el campo de la filología, viene dada por la gran cantidad de términos relativos a fenómenos y substancias naturales que aporta al acervo conocido de la lengua griega antigua, lo que hace que sea una de las obras más citadas en los diccionarios, con un número importante de hápax legómena (voces que sólo aparecen una vez en la literatura conservada).
A limitar el interés por su lectura ha debido de contribuir sin duda la dificultad inherente a un texto plagado de referencias, casi nunca claras, a fenómenos naturales y procesos técnicos raros y, en el caso de los segundos, abandonados muchos de ellos ya en el transcurso de la Edad Antigua.
Pero precisamente por la gran cantidad de observaciones acumuladas sobre la naturaleza y sobre aquellos de sus fenómenos que más directamente condicionan la vida del hombre, la obra no pudo por menos de interesar vivamente a los estudiosos de la ciencia natural, quienes a su vez contribuyeron a divulgar en sus propias obras muchas de las ideas aristotélicas, si no siempre en el detalle, sí en el planteamiento general (por ejemplo, en lo tocante a la clasificación cualitativa de los minerales, que de hecho ha sido heredada por la química moderna y yuxtapuesta a los métodos de análisis cuantitativo).
Las dificultades de la obra, como casi siempre ocurre con los textos del Corpus aristotelicum, empiezan ya con el título. En efecto, lo estrictamente meteorológico ocupa sólo una parte del contenido de los libros I-III y nada en absoluto del IV (de la peculiaridad de este último hablaremos luego). Si se parte del significado etimológico de «meteoro», «lo que se halla o se mueve en el seno del aire», está claro que temas como la hidrología y la sismología, que ocupan gran parte de los libros I y II, quedan totalmente fuera de lugar. Otros puntos, como la discusión sobre la naturaleza de los cometas y de la Vía Láctea (así como, en parte, las estrellas fugaces) sólo tienen sentido en un estudio meteorológico si se admite la explicación que de ellos da el autor. Unido ello al carácter totalmente diverso de lo tratado en el libro IV, parecería más idóneo dar a esta obra un título del tipo: «Acerca del mundo sublunar».
Y, en efecto, un título así daría plena cuenta de por qué se han reunido en un mismo estudio[1] todos los elementos que en él encontramos: porque se trata, en todos los casos, de consideraciones acerca de los procesos propios de los cuatro elementos sujetos a generación y corrupción. Así presenta la obra el propio Aristóteles, afirmando que, después de estudiar las «causas primeras de la naturaleza» (Física), el «orden de los astros con arreglo a la traslación superior» (Acerca del cielo I-II), «los elementos corpóreos» (Acerca del cielo III-IV) y «su recíproca transformación», así como «la generación y la corrupción comunes» (Acerca de la generación y la corrupción), queda por tratar fenómenos naturales que tienen lugar «de manera más desordenada que la del primero de los elementos corpóreos» (el éter) y que se dan «en la más inmediata vecindad de la traslación de los astros» (la esfera ígnea), amén de «todos aquellos fenómenos que podríamos considerar comunes al aire y al agua, así como todo lo que son partes y especies de tierra y las propiedades de dichas partes»[2].
En la propia concepción de la obra por su autor está clara, pues, la íntima relación entre los Meteorológicos y los tratados Acerca de la generación y la corrupción y Acerca del cielo, lo que justifica plenamente la composición del presente volumen de la B. C. G.
Los Meteorológicos, pese a las copiosas aberraciones científicas que contienen, no dejaron de ejercer, según decíamos al principio, una influencia comparable a la de la mecánica celeste presentada en Acerca del cielo. Todavía a principios de este siglo, en cartografías escolares, se presentaban, por ejemplo, los cometas como «meteoros». Y es que, al igual que la mecánica celeste, también la mecánica terrestre de Aristóteles deslumbra por su coherencia, por su metodología racional que busca la unidad y simplicidad de los principios por debajo de la pluralidad y complejidad de los fenómenos. Eso sin contar que, al lado de los numerosos errores de observación (imputables sobre todo a la ausencia de instrumental adecuado), figuran aciertos sorprendentes debidos sin duda a la gran capacidad inductiva y analógica de la mente aristotélica, como la afirmación de que la distribución de mares y tierras emergidas no ha sido ni será siempre la misma y la anticipación del hecho, sólo recientemente confirmado, de que la cola o cabellera de los cometas está compuesta de agua[3] (aunque en este punto es también tributario de autores anteriores, a cuyas hipótesis, empero, suministra una nueva base).
Esa coherencia y afán de unificación epistemológica es, sin embargo (junto a la mencionada carencia de instrumentos precisos de observación y medición), un arma de doble filo que lleva muchas veces al autor a meter los fenómenos en el lecho de Procrustes de la teoría. Caso paradigmático: la negativa a aceptar que el caudal de los ríos se nutre exclusivamente de agua de lluvia, por el empecinamiento en sostener que la propia tierra contribuye a ellos transformándose parcialmente en agua (lo que era necesario para mantener la simetría en las mutuas transformaciones de los cuatro elementos sublunares). Achacables, en cambio, a una deficiencia de las fuentes de información son los numerosos errores geográficos de detalle (aunque la visión global del mundo conocido es aceptable y sorprendentemente amplia).
Junto a esas graves hipotecas epistemológicas, se ha citado hasta la saciedad el hecho de que Aristóteles (como la inmensa mayoría de los naturalistas antiguos) no experimentaba. En líneas generales es así. Pero precisamente en el tratado que presentamos aparece una referencia inequívoca a experimentos realizados por el propio Aristóteles[4]. Más que decir que los antiguos no experimentaban, habría que aclarar que, faltos de instrumentos de medición y computación adecuados, no estaban en condiciones de superar, mediante la creación de «condiciones de laboratorio», el aporte informativo procedente de la simple observación atenta.
Y ya que hablamos de metodología e instrumental científico, vale la pena resaltar que, precisamente en los Meteorológicos, Aristóteles alude varias veces al uso de diagramas o gráficos (remitiéndose a ellos en el texto), lo que debía de constituir un elemento importante en la actividad lectiva de los peripatéticos. De pasada, esas referencias confirman el carácter de guiones para la exposición oral que parece tener la mayoría de los textos aristotélicos conservados.
En cuanto a los aspectos teóricos más importantes del tratado, vale la pena señalar dos.
Primero: la teoría de los elementos y su estratificación en el cosmos es objeto, en ciertos aspectos, de un refinamiento mayor que el alcanzado en las demás obras de filosofía natural. Ello tiene lugar merced a la teoría de las exhalaciones.
Según ésta, el aire (que pasa así a adquirir un papel crucial como elemento «pivote» en el sistema del mundo sublunar) consta en realidad de una combinación de dos especies de «gases» o exhalaciones: una, la seca y caliente, que es en realidad el constitutivo esencial del fuego[5] (y que Aristóteles identifica a veces con el humo), y otra, la húmeda y fría, que es en realidad el constitutivo esencial del agua[6] (y que Aristóteles identifica a veces con el vapor). De las interacciones entre estas dos formas de exhalación, causadas por el efecto de «roce» sobre el aire (o mejor, en sentido cuasi moderno, sobre la atmósfera[7]) que ejercen las esferas celestes, resultan directamente todos los fenómenos conocidos como meteoros[8] e, indirectamente, los procesos que tienen lugar en la hidrosfera y, en general, toda la geodinámica.
La idea de que la totalidad del devenir cósmico, hasta en sus más ínfimas y, aparentemente, heteróclitas peripecias, obedece a una cadena única de movimientos que arranca del más simple y regular (casi «inmóvil», por no tener punto de partida ni de llegada), a saber, la rotación de las estrellas, es de una potencia teórica tan extraordinaria que no debe extrañar el que durante veinte siglos haya provocado una fascinación apenas turbada por la constatación de un sinnúmero de «detalles» contrarios a la experiencia.
Segundo: el libro IV, cuya autenticidad ha sido largo tiempo discutida[9], constituye lo más parecido a un moderno tratado de «química» (por supuesto, sin la apelación a «propiedades ocultas» que tanto lastraría luego la alquimia medieval), a la vez que una curiosa rehabilitación de las teorías pluralistas de la materia, al menos en lo tocante a la doctrina de los poros[10]. En el fondo, todas las propiedades que Aristóteles asigna a los llamados «cuerpos homogéneos»[11], más allá de las cuatro «potencias» elementales caliente, frío, húmedo y seco[12], pueden reducirse a diferentes grados de cohesión o estados de agregación entre partículas materiales (aunque, por supuesto, sin recurrir nunca a la noción de átomo, contra la que no parece tener, por lo visto en este texto, un actitud de rechazo basada tanto en el reduccionismo cualitativo como en las consecuencias matemáticas contradictorias que se desprenden, a su modo de ver, de la negación del continuo).
Este mecanicismo, sorprendente para quien haya tomado demasiado al pie de la letra las hermenéuticas usuales que presentan la filosofía natural aristotélica como intrínsecamente «esencialista» y «finalista», es justificado por el propio autor casi al final de la obra con estas palabras:
Pues la finalidad es mucho menos clara donde hay más parte de materia; en efecto, al igual que, si se llevan las cosas a los extremos, la materia no es nada fuera de sí misma[13], y la entidad, nada más que definición[14], así también los intermedios estarán, cada uno, en proporción al extremo más cercano[15].
En otras palabras, a medida que descendemos a las formas o entidades más imperfectas e inestables, mayor es la importancia que debemos atribuir, para describirlas, al principio amorfo y atélico: la materia. Pues bien, en el estudio de los «materiales» que constituyen el mundo sublunar, objeto del libro IV de los Meteorológicos, es donde más «abajo» podemos llegar (manteniendo todavía el mínimo margen de definibilidad de los objetos que permita seguir hablando de ciencia) en la escala ontológica.
2. El texto y su traducción
Hemos utilizado la edición moderna más conocida de la obra, a saber, la de H. D. P. Lee (1952, 1.ª ed.), basada a su vez en la de F. H. Fobes (1918)[16], a cuyo conjunto nos referimos en las notas con la denominación «versión de Fobes-Lee». Aun no aportando grandes innovaciones a la edición crítica de Bekker, supone un esfuerzo de racionalización del texto (necesaria sobre todo para quien, como el profesor Lee, ha tenido que enfrentarse con la tarea de elaborar una traducción-interpretación rigurosa y bien documentada). En unas pocas ocasiones nos ha parecido oportuno apartamos ligeramente de esa excelente versión, por lo general para restaurar la lectura mayoritaria en los códices.
En cuanto a la traducción castellana que aquí ofrecemos, sólo cabe aducir (sin que ello sirva de excusa de sus defectos) que la dificultad planteada por algunos términos y expresiones para conciliar el principio de paralelismo (idéntica traducción del mismo término siempre que el contexto original no determine diferencias de sentido) con el de coherencia interna en la lengua de destino ha resultado en algunos casos insuperable[17]. Ello es debido, en el caso que nos ocupa, al enorme anisomorfismo entre los campos semánticos de determinados grupos de términos concretos[18] en una y otra lengua (un ejemplo arquetípico es el de los nombres de colores y, en general, los términos que designan propiedades físicas cuya comprensión y articulación recíproca han sido profundamente modificadas en los últimos siglos a través de su tratamiento científico). Por lo general, hemos procurado evitar los términos que en nuestra lengua han adquirido connotaciones de tecnicismo (v. g.: hemos preferido «estirable» a «dúctil»), por considerar que ese carácter técnico estaba ausente de sus homólogos en el griego aristotélico.
En todo caso, hemos procurado mantener la máxima literalidad posible, guiándonos por el principio de que, al traducir de lenguas antiguas, gran parte de cuyos referentes materiales se ha perdido, es ésta la estrategia menos arriesgada, aunque también la menos agradecida estéticamente.
Para concluir este punto quisiera, de paso, justificar un uso (compartido, al menos, con los profesores Carlos García Gual y Tomás Calvo) que ha merecido últimamente críticas de otros traductores de esta colección. Me refiero a la traducción de ousía por «entidad» en lugar de «substancia». Por supuesto, no llevaré mi posición hasta el extremo de negar validez a esta segunda opción, cuyos fundamentos son, si más no, una tradición secular y el aval de todas o casi todas las grandes figuras de la historia de la filosofía. Me limitaré a señalar, simplemente, que la opción «entidad» merece ser aceptada como variante innovadora y útil, para lo que daré sólo dos argumentos (aunque de peso más que suficiente), uno positivo y otro negativo:
1) Como ponen de manifiesto ejemplos similares al citado más arriba (véase pág. 236), ousía designa muchas veces la esencia de una cosa en su aspecto más formal y «formulable» (definición), en cuyo caso no se contrapone, como substrato permanente, a rasgo superficial y transitorio (que es cuando resulta pertinente «substancia»), sino como estructura definida a materia o substrato informe, en cuyo caso, «substancia» es, cuando menos, propicia a confusiones conceptuales como aquélla en la que cae, precisamente, la crítica empirista clásica de la noción al reducirla a «aquello que queda cuando abstraemos todas las propiedades observables» (a saber, la materia prima, según la Escolástica; la nada más absoluta, según los propios empiristas). Pues bien, «entidad» tiene la virtud de contener ambas notas, tanto la de esencialidad como la de substancialidad; si acaso, con un cierto decantamiento hacia la primera, lo cual, lejos de ser malo, es, simplemente, más aristotélico.
2) El contrargumento de que «entidad» es un simple abstracto derivado de «ente» y, como tal, no apto para traducir ousía, por cuanto ésta es sólo una de las diez categorías en las que se expresa el ente (todas ellas, por tanto, igualmente dotadas de «entidad»), olvida que Aristóteles, en uno de los libros fundamentales de su Metafísica, el IV (Γ), tras admitir esto mismo, añade que todas las demás categorías se dicen «por analogía» con la ousía, que es el ente por antonomasia (y, por ende, la entidad por excelencia). En todo caso, si algún inconveniente tiene «entidad» en el castellano usual es el derivado de las connotaciones que la acercan peligrosamente a la noción de «persona jurídica»[19].
VARIANTES[20]
PASAJES LECTURA DE FOBES-LEE NUESTRA LECTURA 1. 343b23 ἅλμα («salto») ἅμμα («cinturón»), Ε1 2. 357bl4 [ἡ γὰρ ὑγρότης καὶ ὁ ίδρώς γίγνεται πικρός] ἡ γὰρ ίδρότης γίγνεται πικρός, N marg. 3. 363a2-3 [ἕως ὁ βορέας… πνεῖ] ἕως ὁ βορέας… πνεῖ 4. 363al5 τῆξιν πῆξιν, BEKKER 5. 364b19-20 [καὶ εὖρος, ὃν ἀπηλιώτην]. ξηροί δὲ ἀργέστης καὶ εὖρος· ξηροί δὲ ἀργέστης καὶ εὖρος, ὃν ἀπηλι ώτην· 6. 366a27 Εὐβοιας περὶ τούτους Εὐβοιας· περὶ τούτους 7. 370a30 μεταβάλλουσι μεταβάλλουσα, codd. 8. 375b31 [ἐν ᾧ ἡ Α] ἐν ᾧ ἡ τὸ A, codd. 9. 376b23 προσπτεριζομένων πρὸς τῇ γῇ στηριζομένων, Ε