La Pimpinela Escarlata

XXIX - Atrapados

XXIX - ATRAPADOS

Marguerite no sabía cuánto tiempo la llevaron de aquella forma: había perdido la noción del tiempo y del espacio, y durante unos segundos, la Naturaleza, misericordiosa, la privó de consciencia.

Cuando volvió a caer en la cuenta de la situación en que se encontraba, comprobó que estaba tumbada sobre una chaqueta de hombre, no demasiado incómoda, con la cabeza apoyada en una roca. La luna había vuelto a ocultarse tras unas nubes, y, en comparación, la oscuridad parecía más intensa. El mar bramaba a sus pies, a unos veinte metros, y al mirar a su alrededor no vio el menor vestigio de la lucecita roja.

Comprendió que el viaje había tocado a su fin al oír muy cerca el murmullo de una sucesión de preguntas y respuestas.

—Hay cuatro hombres en la cabaña, ciudadano. Están sentados junto al fuego, y parecen muy tranquilos.

—¿Qué hora es?

—Casi las dos.

—¿Y la goleta?

—Sin duda es inglesa, y está anclada a unos tres kilómetros mar adentro. Pero no se ve el bote.

—¿Se han escondido los hombres?

—Sí, ciudadano.

—¿No cometerán ninguna estupidez?

—No se moverán hasta que aparezca el inglés. Entonces rodearán a los cinco hombres y los reducirán.

—Muy bien. ¿Y la señora?

—Me da la impresión de que sigue aturdida. Está a su lado, ciudadano.

—¿Y el judío?

—Está amordazado y con las piernas atadas. No puede moverse ni gritar.

—Bien. Tenga el fusil preparado, por si lo necesita. Acérquese a la cabaña. Yo me ocuparé de la señora.

Desgas debió obedecer inmediatamente, pues Marguerite lo oyó alejarse por la pendiente rocosa; después notó unas manos cálidas, delgadas, como garras, que le cogían las suyas férreamente.

—Antes de que le quitemos ese pañuelo de su bonita boca, creo conveniente decirle unas cuantas palabras de aviso, mi hermosa dama —le susurró Chauvelin al oído—. No puedo adivinar a qué debo el honor de que me haya seguido tan encantadora persona hasta este lado del canal, pero, o mucho me equivoco, o el objetivo de sus atenciones no halagaría mi vanidad, y, además, creo que tampoco me equivoco al suponer que el primer sonido que emitirán sus hermosos labios en cuanto le quite esta cruel mordaza servirá sin duda para poner sobre aviso a ese astuto zorro al que me he tomado la molestia de seguir hasta su madriguera.

Guardó silencio unos instantes, aferrando con más fuerza la muñeca de Marguerite; después prosiguió, en el mismo tono susurrante:

—Si tampoco me equivoco en esta ocasión, en esa cabaña está esperando su hermano, Armand St. Just, con el traidor de De Tournay y otros dos hombres a los que no conozco, a que llegue su misterioso salvador, cuya identidad confunde desde hace tiempo a nuestro Comité de Salud Pública, el audaz Pimpinela Escarlata. No cabe duda de que si usted grita, si se produce un forcejeo o si se hacen disparos, es más que probable que las mismas piernas que han traído hasta aquí a ese enigma escarlata lo lleven con la misma celeridad a un lugar en que esté a salvo. En ese caso, el objetivo por el que he recorrido tantos kilómetros no se habrá cumplido. Por otra parte, sólo de usted depende que su hermano, Armand, quede libre y pueda irse con usted a Inglaterra esta misma noche, si ése es su deseo, o a cualquier otro lugar igualmente seguro.

Marguerite no podía emitir ningún ruido, pues el pañuelo estaba atado muy fuertemente alrededor de su boca, pero Chauvelin la miraba fijamente a la cara, perforando la oscuridad; y la mano de la mujer debió responder a su última sugerencia, pues enseguida prosiguió:

—Lo que quiero que haga para ganarse la salvación de Armand es muy sencillo, querida señora. —«¿De qué se trata?», pareció contestarle la mano de Marguerite—. Quedarse inmóvil aquí mismo, sin hacer el menor ruido, hasta que yo le dé permiso para hablar. Ah, pero estoy casi seguro de que me obedecerá —añadió, con aquella extraña risita suya—, porque, permítame decirle que si grita, aún más, si hace el menor ruido, o intenta moverse de aquí, mis hombres —hay treinta apostados por los alrededores— apresarán a St. Just, De Tournay y sus dos amigos, y los matarán aquí mismo, por orden mía, delante de mis ojos.

Marguerite escuchó las palabras de su implacable enemigo con terror creciente. Paralizada por el dolor físico, le quedaba suficiente vitalidad mental para comprender todo el horror de aquel espantoso «O eso o…» que Chauvelin le proponía una vez más; una disyuntiva mil veces más espantosa que la que le había propuesto aquella noche fatídica en el baile.

En esta ocasión significaba que tenía que quedarse inmóvil y dejar que el marido al que adoraba se dirigiese inconscientemente hacia la muerte, o que, si intentaba prevenirle, algo que quizá resultaría inútil, equivaldría a la muerte de su hermano y de otros tres hombres desprevenidos.

No veía a Chauvelin, pero casi podía sentir aquellos ojos pálidos y penetrantes clavados con expresión de maldad en su cuerpo impotente, y las palabras que pronunció apresuradamente, en un susurro, sonaron en sus oídos como el anuncio de la muerte de su última esperanza.

—Vamos, señora —dijo Chauvelin cortésmente—, a usted sólo puede interesarle St. Just, y lo único que tiene que hacer para salvarle es quedarse donde está y guardar silencio. Mis hombres tienen órdenes muy precisas de no herirle. Con respecto a ese enigmático Pimpinela Escarlata, ¿qué significa para usted? Créame, aunque usted le avisara, no conseguiría nada. Y ahora, querida señora, deje que le quite esta molesta coacción que le hemos colocado en su hermosa boca. Como puede ver, deseo que tenga usted completa libertad para tomar una decisión.

Los pensamientos de Marguerite bullían en un torbellino; le dolían las sienes, tenía los nervios paralizados, el cuerpo entumecido de dolor, y la oscuridad la rodeaba como con un manto. Desde donde se encontraba no veía el mar, pero oía el incesante murmullo lóbrego de la marea creciente, que le llevaba sus esperanzas muertas, su amor perdido, el marido al que había delatado y condenado a muerte.

Chauvelin le quitó la mordaza de la boca. Marguerite no gritó: en aquel momento no tenía fuerzas para hacer nada; sólo para reponerse y obligarse a pensar.

¡Sí, pensar, pensar qué debía hacer! Los minutos pasaban; en aquel espantoso silencio no podía saber si deprisa o despacio; no oía nada, no veía nada; no sentía el aire otoñal, aromatizado por el penetrante olor del mar, ya no oía el murmullo de las olas, ni el tabletear de las piedrecillas al rodar por una cuesta. La situación se le antojaba cada vez más irreal. Era imposible que ella, Marguerite Blakeney, la reina de la alta sociedad londinense, estuviera en aquella costa desolada, en mitad de la noche, junto a su enemigo más implacable; y no era posible que en algún lugar, acaso a pocos metros de distancia, de donde ella se encontraba, el hombre que había despreciado, pero que, a cada momento que transcurría en aquella vida extraña, como de ensueño, cobraba mayor importancia… no era posible que aquel hombre caminara inconscientemente al encuentro de su destino sin que ella pudiera hacer nada por salvarlo.

¿Por qué no se decidía a avisarle, dando unos chillidos que resonaran desde un extremo a otro de la playa solitaria, para que desistiera de su empeño y volviera sobre sus pasos, pues la muerte lo acechaba a cada paso que daba? Los gritos subieron a su garganta en una o dos ocasiones, como instintivamente; pero enseguida se presentaba ante sus ojos la fatídica alternativa: su hermano y los otros tres hombres morirían delante de sus ojos, y ella sería su asesina.

¡Ah! ¡Qué bien conocía la naturaleza femenina aquel demonio con forma humana que estaba a su lado! Había manejado sus sentimientos con la misma habilidad que un músico su instrumento. Había medido cada uno de sus pensamientos a la perfección.

Marguerite no podía dar la señal, porque era débil, y porque era una mujer. ¿Cómo podría ordenar deliberadamente que disparasen contra Armand delante de sus propios ojos, que la amada sangre de su hermano cayera sobre su cabeza? Armand tal vez moriría con una maldición en los labios. ¡Y también el padre de la pequeña Suzanne, un anciano! ¡Y los demás! Era demasiado espantoso.

Esperar, esperar… ¿cuánto tiempo? La madrugada transcurría velozmente, pero aún no había amanecido; el mar seguía con su incesante y lóbrego murmullo; la brisa otoñal suspiraba dulcemente en la noche; la playa solitaria estaba en silencio, como una tumba.

De repente, se oyó una voz fuerte y alegre que, no muy lejos, cantaba «God Save the King!».

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