XIV - ¡A la una en punto!
XIV - ¡A LA UNA EN PUNTO!
La cena transcurrió en medio de una gran animación. Todos los comensales comentaron que lady Blakeney jamás había estado tan adorable ni aquel «maldito imbécil» de sir Percy tan divertido.
Su Alteza Real rió hasta que las lágrimas le rodaron por las mejillas con las ocurrencias estúpidas pero graciosas de Blakeney. Cantaron sus versos ramplones: «Lo buscan por aquí, lo buscan por allá…» con la melodía de «¡Adelante, felices britanos!», y con el acompañamiento del chocar de vasos contra la mesa. Además, lord Grenville tenía un cocinero fantástico; según las malas lenguas, se trataba de un vástago de la antigua noblesse francesa, que, tras haber perdido su fortuna, había ido a buscarla en la del ministerio de Asuntos Exteriores británico.
Marguerite Blakeney dio muestras de su gran brillantez y, sin duda, ni un solo comensal del abarrotado comedor llegó siquiera a sospechar la terrible lucha que libraba su corazón.
El reloj continuaba con su tictac implacable. Ya era más de medianoche, e incluso el príncipe de Gales deseaba abandonar la mesa. En el transcurso de la siguiente media hora se dilucidaría el destino de dos hombres valientes: el del hermano amado y el del héroe desconocido.
Marguerite no había intentado ver a Chauvelin durante la pasada hora; sabía que sus ojos penetrantes, zorrunos, la aterrorizarían inmediatamente, y que inclinarían la balanza de su decisión en favor de Armand. Mientras no lo viera, en lo más profundo de su ser aún podría albergar una esperanza vaga e indefinida de que ocurriera «algo», algo importante, decisivo, que marcase época, y que librase sus hombros jóvenes y frágiles de la terrible carga de aquella responsabilidad, de tener que elegir entre tan crueles alternativas.
Pero los minutos pasaban con la monotonía que invariablemente asumen cuando nuestros nervios se destrozan con su incesante tictac.
Después de la cena se reanudó el baile. Su Alteza Real se marchó, y los invitados de mayor edad empezaron a seguir su ejemplo. Los jóvenes eran inagotables y acometieron otra gavota, que ocuparía el siguiente cuarto de hora.
Marguerite no se sentía con ánimos para seguir bailando; incluso el más férreo autocontrol tiene un límite. Escoltada por un ministro del gabinete, se dirigió una vez más a la pequeña cámara, que seguía siendo la habitación más tranquila. Sabía que Chauvelin debía estar esperándola impaciente en alguna parte, dispuesto a aprovechar la primera oportunidad de un . Sus ojos se habían encontrado unos instantes tras el minué anterior a la cena, y Marguerite sabía que el astuto diplomático, con sus ojos pálidos y penetrantes, había adivinado que había llevado a cabo su tarea.
Así lo había dispuesto el destino. Marguerite, desgarrada por el más terrible conflicto que puede conocer el corazón de una mujer, se había doblegado a su mandato. Pero tenía que salvar a Armand de cualquier precio; él era lo primero, pues era su hermano, y había sido madre, padre y amigo desde que, siendo una criatura, murieron sus padres. Pensar en que Armand muriera como un traidor en la guillotina resultaba demasiado espantoso; era sencillamente imposible. No podía ocurrir… jamás… jamás. En cuanto al desconocido, al héroe… ¡En fin, que decidiera el destino! Marguerite rescataría la vida de su hermano de las manos del despiadado enemigo, y después, el astuto Pimpinela Escarlata sabría ingeniárselas él solo.
Quizás, de una forma vaga, Marguerite esperaba que el osado conspirador que llevaba tantos meses despistando a un verdadero ejército de espías, lograría burlar a Chauvelin y salir ileso del trance.
Pensaba en todo esto mientras escuchaba el ingenioso discurso del ministro del Gabinete, que, sin duda, creía haber encontrado en lady Blakeney un excelente público. De repente, Marguerite vio la zorruna cara de Chauvelin asomando entre las cortinas de la puerta.
—Lord Fancourt —le dijo al ministro—, ¿podría hacerme usted un favor?
—Estoy a su entera disposición, señoría —contestó lord Fancourt con galantería.
—¿Le importaría ir a ver si mi marido sigue aún en la sala de juego? Si está allí, ¿querría decirle que estoy muy cansada y que me gustaría volver a casa pronto?
Cualquier humano acata las órdenes de una mujer hermosa, incluso los ministros del Gabinete, y lord Fancourt se dispuso a obedecer inmediatamente.
—No quisiera dejar sola a su señoría —dijo.
—No se preocupe. Aquí estaré bien, y espero que nadie me moleste… pero la verdad es que me encuentro muy cansada. Sir Percy conducirá el coche hasta Richmond. Es un viaje muy largo, y como no iremos deprisa, no llegaremos a casa hasta el alba.
A lord Fancourt no le quedó más remedio que marcharse.
En el momento en que desapareció, Chauvelin se deslizó en la habitación y se acercó a lady Blakeney, tranquilo e impasible.
—¿Tiene alguna noticia que comunicarme? —preguntó.
Marguerite experimentó la sensación de que un velo de hielo le cubría repentinamente los hombros; aunque sus mejillas ardían, se estremeció. ¡Oh, Armand; jamás sabrás el terrible sacrificio de orgullo y dignidad que una hermana que te adora va a hacer por ti!
—Nada importante —contestó clavando la mirada al frente mecánicamente—, pero podría ser una pista. He conseguido —no importa cómo— sorprender a sir Andrew Foulkes en el preciso momento en que quemaba un papel con una de esas velas, en esta habitación. Tuve el papel en mis manos un par de minutos, y pude ver lo que había escrito él.
—¿Le dio tiempo a leer lo que decía? —preguntó Chauvelin en voz baja.
Marguerite asintió, y prosiguió, con el mismo tono monótono y mecánico:
—En una esquina de la nota vi el dibujo de siempre, una florecita en forma de estrella. Encima distinguí dos renglones, porque lo demás había quedado ennegrecido por las llamas.
—¿Y qué decían esos dos renglones?
Marguerite sintió como si se le contrajera la garganta. Durante unos instantes pensó que no sería capaz de pronunciar las palabras que podrían condenar a muerte a un hombre valiente.
—Es una suerte que no se destruyera todo el papel —añadió Chauvelin, sarcásticamente—, porque en ese caso, las cosas no le habrían salido demasiado bien a Armand St. Just. ¿Qué decían esos dos renglones, ciudadana?
—Uno decía: «Parto mañana» —contestó Marguerite pausadamente—. El otro: «Si desean hablar conmigo otra vez estaré en el comedor a la una en punto».
Chauvelin miró el reloj que había encima de la repisa de la chimenea.
—Entonces, tengo tiempo de sobra —dijo tranquilamente.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Marguerite.
Estaba pálida como una estatua; tenía las manos frías como el hielo, la cabeza y el corazón le latían con fuerza a causa de la terrible tensión nerviosa. ¡Qué cruel era todo aquello, qué terriblemente cruel! ¿Qué había hecho ella para merecerlo? Ya había tomado su decisión: ¿había cometido una acción ruin o sublime? Sólo el ángel encargado de dejar constancia de nuestros actos en el libro de oro tenía la respuesta.
—¿Qué piensa hacer? —repitió mecánicamente.
—De momento, nada. Después, depende.
—¿Depende de qué?
—De a quién vea en el comedor a la una en punto.
—Verá a Pimpinela Escarlata, lógicamente. Pero usted no lo conoce.
—No, pero entonces lo conoceré.
—Sir Andrew le habrá prevenido.
—No lo creo. Cuando se separó de él después del minué se quedó observándola unos momentos de una forma que me hizo comprender que algo había ocurrido entre ustedes dos. Es natural que yo adivinara en qué consistía ese «algo», ¿no? A continuación inicié una larga y animada conversación con ese caballero —hablamos del gran éxito que ha obtenido Herr Glück en Londres—, hasta el momento en que una dama solicitó su brazo para que la acompañara a la mesa.
—¿Y después?
—No le perdí de vista durante toda la cena. Cuando volvimos a subir, lady Portarles lo abordó y se pusieron a hablar de la hermosa mademoiselle Suzanne de Tournay. Yo sabía que sir Andrew no se movería del sitio hasta que lady Portarles agotara el tema de conversación, cosa que no ocurriría hasta que transcurriera al menos un cuarto de hora, y ahora es la una menos cinco.
Chauvelin se dispuso a marcharse y se acercó a la puerta donde, tras correr las cortinas, se detuvo unos instantes para señalar a Marguerite la lejana figura de sir Andrew Foulkes, que hablaba animadamente con lady Portarles.
—Creo que no cabe duda de que encontraré a la persona que estoy buscando en el comedor, mí hermosa dama —dijo Chauvelin con una sonrisa.
—Quizá haya más de una.
—Cuando el reloj dé la una, quienquiera que se encuentre allí estará vigilado por uno de mis hombres, y uno, o dos, o quizá tres de los allí presentes partirá mañana para Francia. Uno de ellos tiene que ser Pimpinela Escarlata.
—Sí, pero…
—Yo también partiré mañana para Francia, mi hermosa dama. Los documentos que se encontraron en Dover al registrar a sir Andrew Foulkes hablan de una posada en las cercanías de Calais llamada que yo conozco muy bien, y de un lugar apartado de la costa, la cabaña del , que intentaré encontrar. Es en estos lugares donde ese inglés entrometido ha escondido al traidor de Tournay y a algunas personas más para que vayan a buscarlos allí sus emisarios. Pero, al parecer, ha decidido no enviar a nadie y partir mañana él solo. Pues bien, una de las personas a las que veré esta noche en el comedor irá a Calais, y yo la seguiré, hasta que descubra el punto en que esos aristócratas fugitivos le estarán esperando; pues dicha persona, mi querida señora, será el hombre que llevo buscando desde hace casi un año, el hombre cuyas fuerzas han superado a las mías, cuyo ingenio me ha confundido, cuya audacia me tiene perplejo… ¡Sí! A mí, que he visto más de un truco y más de dos a lo largo de mi vida… el misterioso y escurridizo Pimpinela Escarlata.
—¿Y Armand? —preguntó Marguerite en tono suplicante.
—¿Acaso he dejado de cumplir alguna vez mi palabra? Le prometo que el día que Pimpinela Escarlata y yo partamos hacia Francia, le enviaré esa carta imprudente por mediación de un mensajero especial. Aún más, le prometo por el honor de Francia que el día que le eche el guante a ese inglés entrometido, St. Just estará en Inglaterra, sano y salvo y en los brazos de su encantadora hermana.
Y con una profunda y aparatosa reverencia, Chauvelin abandonó silenciosamente la habitación, no sin antes mirar de nuevo el reloj.
Marguerite experimentó la sensación de que, a pesar del ruido, del estruendo de la música, el baile y las risas, distinguía el andar felino de Chauvelin deslizándose por los enormes salones: de que le oía descender la impresionante escalera, llegar al comedor y abrir la puerta. El Destino había decidido por ella, la había hecho hablar, la había obligado a cometer un acto vil y abominable, para salvar al hermano al que tanto amaba. Se reclinó en la silla, pasiva e inmóvil, con la imagen de su implacable enemigo aún ante sus ojos doloridos.
Cuando Chauvelin llegó al comedor, la estancia se encontraba completamente vacía. Tenía ese aspecto de abandono y oropel desolado que recuerda a un vestido de baile al día siguiente de la fiesta. La mesa estaba cubierta de copas medio vacías, había servilletas desdobladas por todas partes, las sillas —vueltas unas hacia otras en grupos de dos y tres— parecían asientos de fantasmas que estuvieran absortos en una conversación. En los rincones más apartados de la sala había sillas agrupadas de dos en dos, muy juntas, que daban testimonio de recientes cuchicheos amorosos, junto a platos de carne fría y champán helado; en otros puntos, las sillas estaban de tres en tres y de cuatro en cuatro, recuerdos de animadas discusiones sobre los últimos escándalos; otras estaban en fila, rígidas, críticas, ácidas, como viudas anticuadas, unas cuantas aisladas y solitarias, junto a la mesa, que habían ocupado los glotones, únicamente pendientes de los platos exquisitos, y otras derribadas, testigos explícitos de la bondad de las bodegas de lord Grenville.
Era, en realidad, una réplica fantasmal de la fiesta de alta sociedad que se celebraba en el piso de arriba; un fantasma que habita toda casa en que se ofrecen bailes y buenas cenas; un dibujo trazado con tiza blanca sobre cartón gris, apagado y sin color, cuando los brillantes vestidos de seda y las chaquetas de esplendorosos bordados ya no ocupan el primer plano y las velas parpadean somnolientas en los candelabros.
Chauvelin sonrió, benévolo, y frotándose las manos largas y delgadas, recorrió con la mirada el comedor vacío, que todos habían abandonado para reunirse con sus amigos en el salón. Reinaba un silencio absoluto en la habitación débilmente iluminada, mientras que la melodía de la gavota, el murmullo lejano de risas y charlas y el traqueteo de algún que otro carruaje en el exterior parecían llegar a aquel palacio de la Bella Durmiente como el murmullo de espectros que revolotearan a lo lejos. Todo estaba tan silencioso, tan inmóvil en aquel entorno lujoso, que ni el observador más sagaz, ni un auténtico profeta, hubiera adivinado que, en ese preciso instante, el comedor vacío no era sino una trampa para capturar al conspirador más astuto y audaz que hubieran conocido aquellos tiempos de agitación.
Chauvelin reflexionó, intentando vislumbrar el futuro inmediato. ¿Cómo sería aquel hombre, al que tanto él como los dirigentes de la revolución habían jurado condenar a muerte? Todo cuanto le rodeaba era extraño y misterioso; su identidad, que ocultaba tan hábilmente, el poder que ejercía sobre diecinueve caballeros ingleses que parecían obedecer sus órdenes ciega y entusiásticamente, el amor apasionado y la sumisión que despertaba en un grupo de hombres bien adiestrados, y, sobre todo, su prodigiosa audacia, el infinito descaro que le había permitido burlar a sus enemigos más implacables, dentro de los mismísimos muros de París.
No era sorprendente que en Francia el apodo del misterioso inglés provocase un estremecimiento de superstición en las gentes. El propio Chauvelin, mientras inspeccionaba la habitación vacía, en la que aparecería el extraño héroe en cualquier momento, experimentó una extraña sensación de temor que le recorrió la espina dorsal.
Pero había trazado muy bien sus planes. Estaba seguro de que no habían prevenido a Pimpinela Escarlata, e igualmente seguro de que Marguerite Blakeney no le había engañado. Si lo había hecho… Una expresión de crueldad, que hubiera hecho estremecer a Marguerite, asomó a los ojos pálidos y penetrantes de Chauvelin. Si le había mentido, Armand St. Just sería condenado a la pena capital.
¡Pero no, no! ¡Claro que no le había engañado!
Por suerte, el comedor estaba vacío: así la tarea de Chauvelin resultaría más sencilla cuando aquel enigma viviente entrara allí a solas y desprevenido. En la habitación no había nadie; a excepción de Chauvelin.
Mientras contemplaba con una sonrisa de satisfacción la solitaria estancia, el astuto agente del gobierno francés percibió la respiración tranquila y monótona de uno de los invitados de lord Grenville, que, sin duda, había cenado opíparamente y disfrutaba de una siesta, ajeno al estruendo del baile del piso de arriba.
Chauvelin miró a su alrededor una vez más, y en un extremo del sofá, que ocupaba un rincón oscuro de la habitación, tumbado con la boca abierta, los ojos cerrados, unos leves silbidos saliendo de las fosas nasales, vio al zanquilargo marido de la mujer más inteligente de Europa.
Chauvelin contempló a sir Percy, que dormía plácidamente, en paz con el mundo entero y consigo mismo, tras la opípara cena, y una sonrisa, casi de lástima, suavizó unos instantes los duros rasgos del rostro del francés y el destello de sarcasmo de sus pálidos ojos.
Saltaba a la vista que el durmiente, sumido en un sueño profundo, no se entrometería en la trampa que había tendido Chauvelin para atrapar al astuto Pimpinela Escarlata. Volvió a frotarse las manos, y, siguiendo el ejemplo de sir Percy Blakeney, se estiró en otro sofá, cerró los ojos, abrió la boca, emitió los ruidos propios de una respiración tranquila y… quedó a la espera.