La Pimpinela Escarlata

XIV - La trampa mortal

XIV - LA TRAMPA MORTAL

El cuarto de hora siguiente transcurrió rápida y silenciosamente. En la habitación de abajo, Brogard pasó un buen rato recogiendo la mesa, y disponiéndola para otro huésped.

Como Marguerite estuvo observando estos preparativos, se le antojó que el tiempo se deslizaba más deprisa. Aquel remedo de cena estaba destinado a Percy. Saltaba a la vista que Brogard profesaba cierto respeto al inglés de elevada estatura, pues se tomó bastantes molestias para conseguir que la habitación resultara un poco más acogedora que antes.

Incluso sacó de un escondrijo del viejo aparador algo que recordaba a un mantel; y cuando lo extendió y vio que estaba lleno de agujeros, movió la cabeza dubitativamente unos momentos e hizo todo lo posible por colocarlo sobre la mesa de tal modo que quedaran ocultas la mayor parte de sus lacras. A continuación sacó una servilleta, igualmente vieja y raída, pero con cierto grado de limpieza, y procedió a secar cuidadosamente con ella el vaso, las cucharas y los platos que había colocado en la mesa.

Marguerite no pudo por menos que sonreír al contemplar todos aquellos preparativos, que Brogard llevó a cabo acompañándolos de una serie de juramentos entre dientes. No cabía duda de que la gran estatura y corpulencia del inglés, o quizá el peso de sus puños, inspiraban un temor extraordinario a aquel ciudadano libre de Francia, pues en otro caso no se habría tomado tantas molestias por un sacré aristo.

Cuando la mesa estuvo lista, por decirlo de alguna manera, Brogard examinó su obra con evidente satisfacción. Después quitó el polvo a una de las sillas con una punta de su blusa, removió el puchero, arrojó un montón de astillas al fuego, y abandonó la habitación con la cabeza gacha.

Marguerite se quedó a solas con sus reflexiones. Había extendido su capa de viaje sobre la paja, y estaba sentada cómodamente, pues la paja estaba limpia y los desagradables olores de abajo llegaban hasta ella bastante atenuados.

En aquellos momentos se sentía casi dichosa; dichosa porque, el asomar la cabeza por entre las andrajosas cortinas, veía una silla desvencijada, un mantel desgarrado, un vaso, un plato y una cuchara; simplemente por eso. Pero aquellos objetos feos y mudos parecían decirle que estaban esperando a Percy; que pronto, muy pronto, él estaría allí, que en aquella habitación miserable y vacía se encontrarían los dos a solas.

La idea era tan maravillosa que Marguerite cerró los ojos con el fin de borrar todo lo demás de su mente. Al cabo de unos minutos estaría a solas con él; Percy la tomaría en sus brazos, y Marguerite le haría comprender que, después de aquello, moriría gustosa por él y con él, porque no era posible que existiera mayor felicidad sobre la tierra.

¿Y qué ocurriría a continuación? Marguerite no podía adivinarlo ni siquiera remotamente. Naturalmente, sabía que sir Andrew tenía razón, que Percy haría todo cuanto se había propuesto; que ella, aun estando allí, no podría hacer otra cosa que prevenirle para que obrara con precaución, pues lo seguía el mismísimo Chauvelin. Después de haberle avisado, no le quedaría más remedio que ver cómo se embarcaba en aquella misión terrible y temeraria; no podría intentar retenerlo, con una palabra o una mirada. Tendría que obedecer lo que le ordenara hacer, aunque le dijera que desapareciese, y esperar, sometiéndose a una tortura indescriptible, mientras Percy iba quizá al encuentro de la muerte.

Pero incluso eso le parecía menos insoportable que la idea de que él no llegara a saber cuánto lo amaba, al menos no tendría que pasar por aquel trance. La miserable habitación, que parecía esperarle, le decía que pronto estaría allí.

De repente, sus hipersensibles oídos percibieron el ruido de pasos que se acercaba, y el corazón le dio un vuelco de alegría desenfrenada. ¿Sería Percy al fin? No; aquellas pisadas no parecían tan largas ni tan firmes como las suyas. Además, creyó distinguir dos pisadas distintas. ¡Sí! ¡Eso era! Dos hombres se aproximaban a la posada. Dos forasteros que quizá querían tornar una copa, o…

Pero no le dio tiempo a hacer más conjeturas, pues inmediatamente llamaron imperiosamente a la puerta, y a los pocos instantes la abrieron bruscamente desde fuera, mientras una voz áspera y dominante gritaba:

—¡Eh, ciudadano Brogard! ¡Hola!

Marguerite no veía a los recién llegados, pero, por un agujero que había en una de las cortinas podía observar una parte de la habitación de abajo.

Oyó las lentas pisadas de Brogard, que salía de la habitación de dentro, mascullando una retahíla de juramentos, como de costumbre. Al ver a los nuevos huéspedes, se detuvo en medio de la estancia, dentro del campo de visión de Marguerite; los miró aún con mayor desprecio y desdén del que había hecho gala con sus anteriores huéspedes, y murmuró: «».

Marguerite experimentó la sensación de que el corazón dejaba de latirle; sus ojos, desmesuradamente abiertos, se clavaron en uno de los recién llegados, que, en aquel mismo momento, avanzó rápidamente hacia Brogard. Llevaba sotana, sombrero de ala ancha y zapatos con hebilla, el atuendo normal del curé francés, pero cuando se situó frente al posadero, se abrió unos instantes la sotana y dejó al descubierto el pañuelo tricolor de los funcionarios, detalle que provocó en Brogard la reacción inmediata de cambiar su actitud de desprecio por un servilismo medroso.

Fue la visión de aquel curé lo que a Marguerite le heló la sangre en las venas. No podía verle la cara, pues el sombrero de ala ancha la ocultaba casi por completo, pero reconoció las manos largas y huesudas, la ligera giba de la espalda, los ademanes de aquel hombre. ¡Era Chauvelin!

El horror de la situación la dejó paralizada, como si le hubieran dado un golpe; la terrible decepción, el temor a lo que pudiera ocurrir, le hicieron tambalearse, y tuvo que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para no desplomarse sin sentido.

—Un plato de sopa y una botella de vino —le dijo Chauvelin a Brogard en tono imperioso—. Y después, lárgate de aquí. ¿Entendido? Quiero estar solo.

En silencio, sin mascullar ningún juramento, Brogard obedeció, Chauvelin se sentó a la mesa que estaba preparada para el inglés alto, y el mesonero se puso a trajinar de un lado a otro con actitud servil, sirvió la sopa y escanció el vino. El hombre que acompañaba a Chauvelin, al que Marguerite no podía ver, se quedó de pie junto a la puerta.

Respondiendo a una brusca señal de Chauvelin, Brogard volvió precipitadamente a la habitación de dentro, y aquél hizo un gesto al hombre que había venido con él.

Marguerite lo reconoció enseguida; era Desgas, secretario y hombre de confianza de Chauvelin, al que había visto varias veces en París, en tiempos pasados. Cruzó la estancia, y se quedó escuchando con atención junto a la puerta de la habitación de los Brogard unos momentos.

—¿No están escuchando? —preguntó Chauvelin secamente.

—No, ciudadano.

Durante unos segundos, Marguerite temió que Chauvelin ordenara a Desgas que registrara la posada. No se atrevía a imaginar qué ocurriría si la descubrían. Pero, por suerte, Chauvelin parecía más impaciente por hablar con su secretario que temeroso de los espías, pues le dijo a Desgas que volviera rápidamente a su lado.

—¿Y la goleta inglesa? —preguntó.

—Se perdió de vista al anochecer, ciudadano —contestó Desgas—, pero después puso rumbo al oeste, hacia el cabo Gris-Nez.

—¡Ah, bien! —murmuró Chauvelin—. Y el capitán Jutley… ¿qué le ha dicho?

—Me aseguró que ha obedecido sin reservas todas las órdenes que le envió usted la semana pasada. Desde entonces han patrullado todas las carreteras que llevan hasta aquí noche y día, y vigilan estrechamente la playa y los acantilados.

—¿Sabe dónde está la «cabaña del »?

—No, ciudadano. Al parecer, nadie conoce un lugar con ese nombre. Naturalmente, hay muchas cabañas de pescadores por toda la costa, pero…

—Está bien, ¿y qué me dice de esta noche? —le interrumpió Chauvelin, impaciente.

—Están patrullando las carreteras y la playa como de costumbre, ciudadano, y el capitán Jutley espera sus órdenes.

—Pues vaya a verle inmediatamente. Dígale que envíe refuerzos a todas las patrullas, especialmente a las que están en la playa. ¿Ha entendido?

Chauvelin hablaba secamente, sin rodeos, y cada palabra que pronunciaba resonaba en el corazón de Marguerite como el toque de difuntos de sus más fervientes esperanzas.

—Los hombres deben vigilar lo más estrechamente posible para descubrir a cualquier desconocido que pase por la carretera o la playa, tanto si va andando, a caballo o en carruaje —prosiguió Chauvelin—. Que tengan cuidado sobre todo con un extranjero de elevada estatura, del que no voy a dar ninguna descripción más, pues probablemente irá disfrazado; pero no podrá disimular su estatura, a no ser que vaya encorvado. ¿Ha entendido?

—Perfectamente, ciudadano —repuso Desgas.

—En cuanto cualquiera de los hombres divise a un desconocido, que no lo pierdan de vista. Una vez que lo descubran, el hombre que le pierda la pista a ese extranjero, pagará su negligencia con la vida. Pero que venga inmediatamente un hombre a comunicármelo aquí. ¿Queda claro?

—Absolutamente claro, ciudadano.

—Muy bien. Vaya a ver a Jutley enseguida. Asegúrese de que envía los refuerzos a la patrulla de servicio, y pídale al capitán que le proporcione otra media docena de hombres y tráigalos aquí cuando usted vuelva. Puede regresar dentro de diez minutos. Vamos.

Desgas saludó y se dirigió a la puerta.

Mientras Marguerite escuchaba horrorizada las instrucciones que daba Chauvelin a su subordinado, comprendió con toda claridad, espantada, los planes para la captura del Pimpinela Escarlata. Chauvelin quería que los fugitivos siguieran creyendo que se encontraban a salvo, y que esperaran en su apartado escondite a que Percy se reuniera con ellos. Entonces, rodearían al audaz conspirador y lo cogerían con las manos en la masa, en el mismo momento en que estuviera ayudando a unos monárquicos, que eran traidores a la república. Así, si se divulgaba la noticia de su captura, ni siquiera el gobierno británico podría elevar una protesta legal a su favor, pues al haber conspirado con los enemigos del gobierno francés, Francia tenía derecho a condenarlo a muerte.

Entonces sería imposible que escaparan, ni Pimpinela Escarlata ni los demás, con todas las carreteras sometidas a estrecha vigilancia, la trampa bien preparada, la red, floja de momento, pero tensándose cada vez más, hasta que se cerrara sobre el osado conspirador, cuya astucia sobrehumana no podría librarlo de la tupida malla.

Cuando Desgas estaba a punto de salir, Chauvelin volvió a llamarle.

Marguerite pensó vagamente qué otros planes diabólicos se le habrían ocurrido para atrapar a un hombre valiente, que luchaba en solitario contra treinta o cuarenta. Le miró cuando se volvió para hablar con Desgas, apenas distinguía su cara bajo el sombrero de curé, de ala ancha. En aquellos momentos, su delgado rostro y sus ojillos pálidos expresaban un odio tan implacable, una maldad tan demoníaca, que en el corazón de Marguerite se extinguió la última esperanza, pues no podía esperar la menor piedad.

—Se me olvidaba una cosa —dijo Chauvelin, con una extraña risita, frotándose las delgadas manos, como garras, con gesto de malvada satisfacción—. Es posible que ese extranjero se muestre un tanto agresivo. En ese caso, recuerde que no se debe disparar contra él, a no ser como último recurso. Lo quiero vivo… si es posible.

Se echó a reír, como nos cuenta Dante que ríen los demonios al contemplar la tortura de los condenados. Marguerite pensaba que ya había experimentado toda la gama del horror y la angustia que puede soportar el corazón humano; sin embargo, cuando Desgas salió de la casa, y ella se quedó sola con la única compañía de un desalmado como Chauvelin en aquella miserable y desolada habitación, se dio cuenta de que todo cuanto había sufrido hasta entonces no era nada en comparación con lo que la aguardaba. Chauvelin siguió riendo para sus adentros un buen rato, frotándose las manos en anticipación de su triunfo.

Sus planes estaban bien trazados, y era más que probable que los llevara a cabo con éxito. No quedaba ni una rendija por la que pudiera escapar el hombre más valiente y astuto del mundo. Todas las carreteras protegidas, hasta el último rincón vigilado, y en aquella cabaña solitaria de un lugar perdido de la costa, un pequeño grupo de fugitivos esperando a su salvador, al que llevarían a la muerte; no, a algo peor que la muerte. Aquel desalmado con atuendo sagrado, era demasiado malvado para permitir que un hombre valeroso tuviera la muerte rápida y repentina de un soldado en cumplimiento de su deber.

Por encima de todo, lo que Chauvelin deseaba era tener en su poder, impotente, al astuto enemigo que hasta entonces se había burlado de él; quería regodearse y disfrutar con su caída, infligirle las torturas morales y mentales que sólo un odio implacable puede idear. El águila valiente, atrapada, y con sus nobles alas cortadas, estaba condenada a someterse a los mordiscos de la rata. Y ella, su esposa, que lo amaba, y que había sido la causante de su situación, no podía hacer nada para ayudarle.

Nada, salvo esperar la muerte a su lado, y unos breves instantes para decirle que su amor —verdadero, apasionado— le pertenecía por completo.

Chauvelin estaba sentado junto a la mesa; se quitó el sombrero, y Marguerite distinguió el contorno de su perfil y de la afilada barbilla al inclinarse sobre la frugal cena. Saltaba a la vista que estaba muy contento, y que esperaba el desarrollo de los acontecimientos con absoluta calma; incluso daba la impresión de estar saboreando la insípida comida de Brogard. Marguerite pensó cómo un ser humano podía albergar tanto odio contra otro.

De repente, mientras observaba a Chauvelin, a sus oídos llegó un ruido que la dejó helada. Y sin embargo, aquel ruido no debería haber inspirado horror a nadie, pues era simplemente una voz fresca y alegre cantando de buena gana

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