La Pimpinela Escarlata

III - Los refugiados

III - LOS REFUGIADOS

En todos los rincones de Inglaterra había un sentimiento de animadversión hacia los franceses y su forma de actuar. Los contrabandistas y los que comerciaban dentro de la legalidad entre las costas francesas e inglesas traían noticias del otro lado del canal que hacían hervir la sangre de todo inglés honrado, y despertaban en él un deseo de «darles su merecido» a aquellos asesinos que habían encarcelado a su rey y a toda su familia, habían sometido a la reina y a los infantes a infinitos ultrajes y que incluso reclamaban la sangre de toda la familia de los Borbones y de sus partidarios.

La ejecución de la princesa de Lamballe, la encantadora y joven amiga de Marie Antoinette, había llenado de un horror indescriptible a todos los habitantes de Inglaterra, y la ejecución diaria de docenas de monárquicos de buenas familias, cuyo único pecado consistía en llevar un apellido aristocrático, parecían clamar venganza ante la Europa civilizada.

Pero, a pesar de todo, nadie se atrevía a intervenir. Burke había agotado su elocuencia en intentar convencer al gobierno británico de que se enfrentara al gobierno revolucionario de Francia, pero el señor Pitt, con su habitual prudencia, no creía que su país se encontrase en condiciones de embarcarse en otra guerra complicada y costosa. Era Austria la que debía tomar la iniciativa; Austria, cuya hija más hermosa era ya una reina destronada, que había sido encarcelada e insultada por una turba vociferante; y, sin duda, no era a Inglaterra a quien le correspondía levantarse en armas —esto argumentaba el señor Fox— si un grupo de franceses decidía matar a otro.

En cuanto al señor Jellyband y los que como él pensaban, aunque juzgaban a todos los extranjeros con absoluto desprecio, eran más monárquicos y antirrevolucionarios que nadie, y en aquellos momentos estaban furiosos con Pitt por su precaución y su moderación, aunque, naturalmente, no comprendían las razones diplomáticas que guiaban la política de aquel gran hombre.

Pero de repente, Sally entró corriendo en la habitación, excitada y nerviosa. Los ocupantes del salón no habían oído el ruido del exterior, pero la muchacha había estado observando a un caballo y su jinete que se habían detenido a la puerta de , empapados y, mientras el mozo de cuadra se apresuraba a atender al caballo, la hermosa Sally fue a la puerta para dar la bienvenida al viajero.

—Creo que he visto el caballo de lord Antony en el patio, padre —dijo mientras cruzaba rápidamente el salón.

Pero ya habían abierto la puerta de par en par desde fuera, y al cabo de escasos segundos, un brazo cubierto de tela encerada y chorreando agua rodeaba la cintura de la hermosa Sally, mientras una voz potente resonaba en las vigas enceradas del salón.

—Benditos sean sus ojos pardos por su agudeza, mi hermosa Sally —dijo el hombre que acababa de entrar, mientras el honrado señor Jellyband se precipitaba hacia él con ademán anhelante y ceremonioso, como convenía a la llegada de uno de los huéspedes más apreciados de su establecimiento.

—¡Cielo santo, Sally! —añadió lord Antony al tiempo que depositaba un beso en las lozanas mejillas de la señorita Sally—. Cada día está más guapa, y a mi honrado amigo Jellyband debe costarle trabajo alejar a los hombres de esa delgada cintura suya. ¿No es así, señor Waite?

El señor Waite, dividido entre el respeto que debía al aristócrata y el desagrado que le producía esta clase de bromas, se limitó a emitir un gruñido nada comprometedor.

Lord Antony Dewhurst, uno de los hijos del duque de Exeter, era en aquella época el tipo perfecto del joven caballero inglés: alto, bien formado, ancho de hombros y de expresión cordial, su risa resonaba allí donde iba. Buen deportista, animado compañero, hombre de mundo, cortés y educado, sin demasiada inteligencia que pudiera echar a perder su carácter jovial, era el personaje favorito de los salones londinenses o de las cantinas de las posadas rurales. En todos le conocían, porque le gustaba ir a Francia y siempre pasaba una noche bajo el techo del honrado Jellyband en el viaje de ida o en el de vuelta.

Saludó con una inclinación de cabeza a Waite, Pitkin y los demás cuando por fin soltó la cintura de Sally, y se dirigió hacia el hogar para calentarse y secarse. Mientras esto hacía, lanzó una mirada rápida y algo recelosa a los dos forasteros, que habían reanudado en silencio la partida de dominó, y durante unos segundos una expresión de profunda inquietud, incluso de angustia, nubló su rostro joven y radiante.

Pero sólo durante unos segundos, enseguida se volvió hacia el señor Hempseed, que se atusaba respetuosamente la barba.

—Bueno, señor Hempseed, ¿qué tal va la fruta?

—Mal, señor, mal —contestó apesadumbrado el señor Hempseed—, pero ¿qué se puede esperar con este gobierno que protege a esos perillanes de franceses, que serían capaces de matar a los de su clase y a toda la nobleza?

—¡Cuánta razón tiene! —exclamó lord Antony—. Claro que serían capaces, mi buen Hempseed, y los que tengan la mala suerte de caer en su poder, ¡adiós! Pero esta noche van a venir aquí unos amigos que han escapado de sus garras.

Cuando el joven pronunció estas palabras, dio la impresión de que lanzaba una mirada desafiante a los silenciosos forasteros del rincón.

—Gracias a usted, señor, y a sus amigos, según he oído decir —dijo el señor Jellyband.

Pero la mano de lord Antony se posó inmediatamente en el brazo de Jellyband, a modo de advertencia.

—¡Silencio! —dijo en tono imperioso, e instintivamente volvió a mirar a los desconocidos.

—¡Ah, no se preocupe por ellos, señor! —replicó Jellyband—. No tema. De no haber sabido que estábamos entre amigos, no hubiera dicho nada. Ese caballero es un súbdito leal del rey George, como usted, señor, mejorando lo presente. Hace poco que ha llegado a Dover, y va a iniciar negocios aquí.

—¿Negocios? A fe mía que será una funeraria, porque puedo asegurarle que jamás había visto un semblante tan lúgubre.

—No, mi señor, es que creo que el caballero es viudo, lo que sin duda explica su expresión melancólica. Pero de todos modos, es un amigo, se lo garantizo. Y tendrá usted que reconocer, mi señor, que nadie puede juzgar mejor las caras que el dueño de una posada conocida…

—Bueno, si estamos entre amigos no hay ningún problema —dijo lord Antony, pues saltaba a la vista que no deseaba discutir el asunto con su anfitrión—. Pero, dígame una cosa. No hay nadie más hospedándose aquí, ¿verdad?

—Nadie, señor, y tampoco va a venir nadie, a no ser…

—¿A no ser qué?

—Estoy seguro de que su señoría no tendrá nada que objetar.

—¿De quién se trata?

—Pues van a venir sir Percy Blakeney y su esposa, pero no se alojarán aquí…

—¿Lord Blakeney? —repitió lord Antony asombrado.

—Así es, señor. El patrón del barco de sir Percy acaba de estar aquí y me ha dicho que el hermano de la señora partirá hoy para Francia en el , que es el yate de sir Percy, y que su esposa y él le acompañarán hasta aquí para despedirle. No le molesta, ¿verdad, señor?

—No, no me molesta, amigo mío. A mí no me molesta nada, salvo que esa cena no sea lo mejor que pueda preparar la señorita Sally y la mejor que se haya servido nunca en .

—No pase cuidado por eso, señor —replicó Sally, que durante todo este tiempo había estado preparando la mesa para la cena. Y quedó muy alegre e incitante, con un gran ramo de dalias de brillantes colores en el centro, y las resplandecientes copas de peltre y los platos de porcelana azul alrededor.

—¿Cuántos cubiertos pongo, señor?

—Para cinco comensales, hermosa Sally, pero que la comida sea al menos para diez… Nuestros amigos llegarán cansados, y supongo que también hambrientos. Le aseguro que yo solo podría devorar una vaca entera esta noche.

—Creo que ya han llegado —dijo Sally, nerviosa, pues se oía claramente la trápala de caballos y ruedas que se acercaban rápidamente.

En el salón se produjo una gran conmoción. Todos sentían curiosidad por ver a los importantes amigos de sir Antony que venían del otro lado del mar. La señorita Sally lanzó una o dos miradas fugaces al espejito colgado de la pared, y el honrado señor Jellyband salió apresuradamente para ser el primero en dar la bienvenida a sus distinguidos huéspedes. Los únicos que no participaron en la excitación general fueron los dos forasteros del rincón. Siguieron jugando tranquilamente al dominó, y no miraron ni una sola vez hacia la puerta.

—Adelante, señora condesa, la puerta de la derecha —dijo una voz cordial afuera.

—Efectivamente, ya han llegado —dijo lord Antony alegremente—. Vamos, mi hermosa Sally, a ver con qué rapidez sirves la sopa.

La puerta se abrió de par en par y, precedido por el señor Jellyband, que no cesaba de hacer reverencias y pronunciar frases de bienvenida, entró en el salón un grupo compuesto por cuatro personas, dos damas y dos caballeros.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a la vieja Inglaterra! —dijo lord Antony efusivamente, dirigiéndose al encuentro de los recién llegados con los brazos extendidos.

—Ah, usted debe ser lord Antony Dewhurst —dijo una de las damas, con marcado acento extranjero.

—Para servirla, madame —replicó lord Antony, y acto seguido besó ceremoniosamente la mano de las dos señoras.

Después se volvió hacia los hombres y les estrechó la mano cálidamente.

Sally ya estaba ayudando a las señoras a quitarse las capas de viaje, y ambas se dirigieron, tiritando, hacia el refulgente fuego.

Todos los parroquianos del salón se movieron. Sally entró apresuradamente en la cocina, mientras que Jellyband, aún deshaciéndose en saludos respetuosos, colocaba unas sillas junto a la chimenea. El señor Hempseed, acariciándose la barba, abandonó el asiento junto al hogar. Todos miraban con curiosidad, aunque con deferencia, a los extranjeros.

—¡Ah, messieurs! ¡No sé qué decir! —exclamó la dama de más edad, tendiendo sus hermosas y aristocráticas manos al calor de la hoguera y mirando con inexpresable gratitud primero a lord Antony y después a uno de los jóvenes que había acompañado al grupo, y que en ese momento se despojaba de su grueso abrigo con esclavina.

—Únicamente que se alegra de estar en Inglaterra, condesa —replicó lord Antony—, y que no ha sufrido demasiado en esta travesía tan agotadora.

—Claro, claro que nos alegramos de estar en Inglaterra —dijo, al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas—, y ya hemos olvidado nuestros padecimientos.

Su voz tenía un tono musical y grave, y el rostro hermoso y aristocrático, con abundantes cabellos de un blanco de nieve peinados muy por encima de la frente, a la moda de la época, reflejaba una gran dignidad y múltiples sufrimientos sobrellevados noblemente.

—Espero que mi amigo, sir Andrew Foulkes, haya sido un compañero de viaje entretenido, madame.

—Ah, desde luego. Sir Andrew es todo amabilidad. ¿Cómo podríamos demostrarles nuestra gratitud mis hijos y yo, messieurs?

Su acompañante, una personilla delicada cuya expresión de cansancio y pena le daba un aire infantil y trágico, aún no había dicho nada; apartó sus ojos, grandes, pardos y llenos de lágrimas, del fuego y buscó los de sir Andrew Foulkes, que se había acercado al hogar y a ella. Al encontrarse con los ojos del hombre, que estaban prendidos con una admiración palpable de aquel dulce rostro, las pálidas mejillas de la muchacha se tiñeron levemente de un color más encendido.

—Así que esto es Inglaterra —dijo, mirando con curiosidad infantil el hogar, las vigas de roble, y a los parroquianos con sus levitas adornadas y sus rostros joviales, rubicundos, británicos.

—Un trocito nada más, mademoiselle —replicó sir Andrew, sonriendo—, pero a su entera disposición.

La muchacha volvió a sonrojarse, pero, en esta ocasión, una brillante sonrisa, dulce y fugaz, iluminó su delicado rostro. No dijo nada, y aunque también sir Andrew guardó silencio, aquellos dos jóvenes se entendieron mutuamente, como ocurre con los jóvenes del mundo entero y como ha ocurrido desde que el mundo es mundo.

—Bueno, ¿y la cena? —intervino lord Antony en el tono jovial de costumbre—. La cena, mi querido Jellyband. ¿Dónde está esa hermosa mocita con la sopera? Venga, buen hombre, que mientras usted contempla a las damas van a desmayarse de hambre.

—¡Un momento! ¡Un momento, señor! —exclamó Jellyband abriendo la puerta que daba a la cocina. Con voz potente gritó—: ¡Sally! ¡Vamos, Sally! ¿Está todo listo, hija?

Sally ya lo tenía todo preparado, y al cabo de unos momentos apareció en el umbral con una sopera gigantesca de la que salía una nube de vapor y un apetitoso y penetrante aroma.

—¡Gracias a Dios! ¡La cena, por fin! —exclamó lord Antony alegremente, mientras ofrecía su brazo a la condesa con galantería.

—¿Me concede el honor? —añadió ceremoniosamente, y a continuación la acompañó hasta la mesa.

En el salón todo era un ir y venir; el señor Hempseed y la mayor parte de los parroquianos se habían retirado para dejar sitio a «la aristocracia» y para terminar de fumar sus pipas en otro lugar. Sólo los dos forasteros se quedaron, en silencio, jugando tranquilamente al dominó y bebiendo vino a pequeños sorbos. En otra mesa, Harry Waite, que estaba poniéndose de mal humor por momentos, observaba a Sally, que trajinaba alrededor de la mesa.

La muchacha era como una personificación sumamente delicada de la vida rural inglesa, y no es de extrañar que el sensible joven francés no pudiera apartar los ojos de aquel hermoso rostro. El vizconde de Tournay era un muchacho imberbe de apenas diecinueve años, en quien las terribles tragedias que tenían por escenario su país natal habían dejado pocas huellas. Iba vestido elegantemente, casi con amaneramiento, y una vez a salvo en Inglaterra, saltaba a la vista que estaba dispuesto a olvidar los horrores de la Revolución entre las delicias de la vida inglesa.

— Si esto es Inglaterra —dijo sin dejar de mirar a Sally con aire de satisfacción— he de decir que me complace.

Sería imposible reproducir la exclamación exacta que escapó por entre los dientes apretados del señor Harry Waite. Únicamente por el respeto hacia los nobles y sobre todo hacia lord Antony mantuvo a raya el desagrado que le inspiraba el joven extranjero.

—Pues sí, esto es Inglaterra, joven réprobo —replicó lord Antony riendo—, y le ruego que no introduzca sus laxas costumbres extranjeras en este país tan decente.

Lord Antony ya había ocupado la cabecera de la mesa, con la condesa a su derecha. Jellyband iba de un lado a otro, llenando vasos y enderezando sillas. Sally esperaba para servir la sopa. Los amigos del señor Harry Waite finalmente lograron sacarle de la habitación, pues su talante era cada vez más violento al ver la palpable admiración que el vizconde sentía por Sally.

—Suzanne —ordenó la rígida condesa con severidad.

Suzanne volvió a sonrojarse; había perdido la noción del tiempo y del lugar en que se encontraba mientras se calentaba ante el fuego, permitiendo al apuesto joven inglés que solazase sus ojos en su dulce rostro, y que su mano se posara en la de ella, como al descuido. La voz de su madre la devolvió a la realidad una vez más, y con un dócil «Sí, mamá», fue a sentarse a la mesa.

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