La Pimpinela Escarlata

II - Dover, en la posada «The fisherman’s rest»

II - DOVER, EN LA POSADA «THE REST»

En la cocina, Sally estaba muy atareada; sartenes y cacerolas se alineaban en el gigantesco fogón, el enorme perol del caldo estaba en una esquina y el espetón daba vueltas con lentitud y parsimonia, presentando alternativamente a la lumbre cada lado de una pierna de vaca de nobles proporciones. Las dos jóvenes pinches trajinaban sin cesar, deseosas de ayudar, acaloradas y jadeantes, con las mangas de la blusa de algodón bien subidas por encima de sus codos rollizos, emitiendo risitas sofocadas por alguna broma que sólo ellas conocían cada vez que la señorita Sally les volvía la espalda. Y la vieja Jamima, de ademán impasible y sólida mole, no paraba de refunfuñar en voz baja, mientras removía metódicamente el perol del caldo sobre la lumbre.

—¡Venga, Sally! —se oyó gritar en el salón con acento alegre, si bien no demasiado melodioso.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Sally, riendo de buen humor—. Pero ¿se puede saber qué quieren ahora?

—Pues cerveza —refunfuñó Jamima—. No pensarás que Jimmy Pitkin se va a conformar con un jarro, ¿no?

—El que también parecía traer mucha sed era el señor Harry —intervino Martha, una de las pinches, sonriendo bobaliconamente, y al encontrarse sus ojos negros y brillantes como el azabache con los de su compañera, las dos muchachas empezaron a soltar risitas ahogadas.

Sally pareció enfadarse unos momentos, y se frotó pensativamente las manos contra sus bien formadas caderas. Saltaba a la vista que ardía en deseos de plantar las palmas en las mejillas sonrosadas de Martha, pero prevaleció su buen carácter y, torciendo el gesto y encogiéndose de hombros, centró su atención en las patatas fritas.

—¡Venga, Sally! ¡Ven aquí, Sally!

Y un coro de jarros de peltre golpeados por manos impacientes contra las mesas de roble del salón acompañó los gritos que reclamaban a la lozana hija del posadero.

—¡Sally! —gritó una voz más insistente que las demás—. ¿Es que piensas tardar toda la tarde en traernos esa cerveza?

—Ya podría llevársela padre —murmuró Sally, mientras Jamima, flemática y sin hacer el menor comentario, cogía un par de jarras coronadas de espuma del estante y llenaba varios jarros de peltre con la cerveza casera que había hecho famosa a «» desde la época del rey Charles—. Sabe que aquí tenemos mucho trabajo.

—Tu padre ya tiene bastante con discutir de política con el señor Hempseed para preocuparse de ti y de la cocina —refunfuñó Jamima en voz inaudible.

Sally fue hasta el espejito que colgaba en un rincón de la cocina; se alisó apresuradamente el pelo y se colocó la cofia de volantes sobre sus oscuros rizos de la forma que más le favorecía; después cogió los jarros por las asas, tres en cada una de sus manos fuertes y morenas y, riendo y refunfuñando, ruborizada, los llevó al salón.

Allí no había el menor indicio del trajín y la actividad que mantenían ocupadas a las cuatro mujeres en la cocina.

El salón «» es en la actualidad una sala de exposiciones. A finales del siglo , en el año de gracia de 1792, aún no había adquirido la fama e importancia que los cien años siguientes y la locura de la época le otorgarían. Pero incluso entonces era un lugar antiguo, pues las vigas de roble ya estaban ennegrecidas por el paso del tiempo, al igual que los asientos artesonados con sus respaldos elevados y las largas mesas enceradas que había entre medias, en las que innumerables jarros de peltre habían dejado fantásticos dibujos de anillos de varios tamaños. En la ventana de cristales emplomados, situada a gran altura, una hilera de macetas de geranios escarlatas y espuelas de caballero azules daban una brillante nota de color al entorno apagado de roble.

Que el señor Jellyband, propietario de , de Dover, era un hombre próspero era algo que el observador más distraído podía apreciar inmediatamente. El peltre de los hermosos aparadores antiguos y el cobre que reposaba en la gigantesca chimenea resplandecían como la plata y el oro; el suelo de baldosas rojas brillaba tanto como el geranio de color escarlata sobre el alféizar del ventanal, y todo aquello demostraba que sus sirvientes eran numerosos y buenos, que la clientela era constante y que reinaba el orden necesario para mantener el salón con elegancia y limpieza en grado sumo.

Cuando entró Sally, riendo a pesar del ceño fruncido y mostrando una hilera de dientes de un blanco deslumbrante, fue recibida con vítores y aplausos.

—¡Vaya, aquí está Sally! ¡Vamos, Sally! ¡Un hurra por la guapa Sally!

—Creía que te habías quedado sorda en esa cocina —murmuró Jimmy Pitkin, pasándose el dorso de la mano por los labios, que estaban resecos.

—¡Vale, vale! —exclamó Sally riendo, mientras depositaba los jarros de cerveza sobre las mesas—. ¡Pero qué prisas tienen ustedes! ¡Su pobre abuela muriéndose y a usted lo único que le interesa es seguir bebiendo! ¡Nunca había visto tanta bulla!

Un coro de alegres risas subrayó la broma, lo que dio a los allí presentes tema para múltiples chistes durante bastante tiempo. Sally no parecía tener ya tanta prisa para volver con sus cacerolas y sus sartenes. Un joven de pelo rubio y rizado y ojos azules brillantes y vivaces acaparaba toda la atención y todo el tiempo de la muchacha, mientras corrían de boca en boca chistes bastante subidos de tono sobre la abuela ficticia de Jimmy Pitkin, mezclados con densas nubes de acre humo de tabaco.

De cara a la chimenea, con las piernas muy separadas y una larga pipa de arcilla en la boca, estaba el posadero, el honrado señor Jellyband, propietario de , como lo había sido su padre, y también su abuelo y su bisabuelo. De tipo grueso, carácter jovial y calvicie incipiente, el señor Jellyband era sin duda el típico inglés de campo de aquella época, la época en que nuestros prejuicios insulares se encontraban en su apogeo, en que, para un inglés, ya fuera noble, terrateniente o campesino, todo el continente europeo era el templo de la inmoralidad y el resto del mundo una tierra sin explotar llena de salvajes y caníbales.

Allí estaba el honrado posadero, bien erguido sobre sus fuertes piernas, fumando su pipa, ajeno a los de su propio país y despreciando cuanto viniera de fuera. Llevaba chaleco escarlata, con brillantes botones de latón, calzones de pana, medias grises de estambre y elegantes zapatos de hebilla, prendas típicas que caracterizaban a todo posadero británico que se preciase en aquellos tiempos, y mientras la hermosa Sally, que era huérfana, hubiera necesitado cuatro pares de manos para atender a todo el trabajo que recaía sobre sus bien formados hombros, el honrado Jellyband discutía sobre la política de todas las naciones con sus huéspedes más privilegiados.

En el salón, iluminado por dos lámparas resplandecientes que colgaban de las vigas del techo, reinaba un ambiente sumamente alegre y acogedor. Por entre las densas nubes de humo de tabaco que se amontonaban en todos los rincones se distinguían las caras de los clientes del señor Jellyband, coloradas y agradables de ver, y en buenas relaciones entre ellos, con su anfitrión y con el mundo entero. Por toda la habitación resonaban las carcajadas que acompañaban las conversaciones, amenas si bien no muy elevadas, mientras que las continuas risitas de Sally daban testimonio del buen uso que el señor Harry Waite hacía del escaso tiempo que la muchacha parecía dispuesta a dedicarle.

La mayoría de las personas que frecuentaban el salón del señor Jellyband eran pescadores, pero todo el mundo sabe que los pescadores siempre tienen sed; la sal que respiran cuando están en el mar explica el hecho de que siempre tengan la garganta seca cuando están en tierra. Pero era algo más que un lugar de reunión para aquellas gentes sencillas. La diligencia de Londres y Dover salía diariamente de la posada, y los viajeros que cruzaban el canal de la Mancha y los que iniciaban el «gran viaje» estaban familiarizados con el señor Jellyband, sus vinos franceses y sus cervezas caseras.

Era casi finales de septiembre de 1792, y el tiempo, que durante todo el mes había sido bueno y soleado, había empeorado bruscamente. En el sur de Inglaterra la lluvia caía torrencialmente desde hacía dos días, contribuyendo en gran medida a destruir todas las posibilidades que tenían las manzanas, peras y ciruelas de convertirse en frutas realmente buenas, como Dios manda. En esos momentos, la lluvia azotaba las ventanas y descendía por la chimenea, produciendo un alegre chisporroteo en el fuego de leña que ardía en el hogar.

—¡Madre mía!

—¿Ha visto usted que septiembre más pasado por agua tenemos, señor Jellyband? —preguntó el señor Hempseed.

El señor Hempseed ocupaba uno de los asientos que había junto a la chimenea, porque era una autoridad y un personaje no sólo en , donde el señor Jellyband siempre lo elegía como contrincante para sus discusiones de política, sino en todo el barrio, en el que su cultura y, sobre todo, sus conocimientos de las Sagradas Escrituras despertaban profundo respeto y admiración. Con una mano hundida en el amplio bolsillo de sus calzones de pana, ocultos bajo una levita profusamente adornada y muy gastada, y la otra sujetando la larga pipa de arcilla, el señor Hempseed miraba con desánimo hacia el otro extremo de la habitación, contemplaba los riachuelos de agua que se escurrían por los cristales de la ventana.

—No —respondió sentenciosamente el señor Jellyband—. No he visto cosa igual, señor Hempseed, y llevo aquí cerca de sesenta años.

—Sí, pero no se acordará usted de los tres primeros años de esos sesenta, señor Jellyband —replicó pausadamente el señor Hempseed—. Nunca he visto a un niño que se fije mucho en el tiempo, ni aquí ni en ninguna parte, y yo llevo viviendo aquí hace casi setenta y cinco años, señor Jellyband.

La superioridad de este razonamiento era tan irrefutable que por unos momentos el señor Jellyband no pudo dar rienda suelta a su habitual fluidez verbal.

—Más parece abril que septiembre, ¿verdad? —prosiguió el señor Hempseed, tristemente, en el momento en que una andanada de gotas de lluvia caía chisporroteando sobre el fuego.

—¡Sí que lo parece! —asintió el honrado posadero—, pero es lo que yo digo, señor Hempseed, ¿qué se puede esperar con un gobierno como el nuestro?

El señor Hempseed movió la cabeza, dando a entender que compartía aquella opinión, temperada por una profunda desconfianza en el clima y el gobierno británicos.

—Yo no espero nada, señor Jellyband —dijo—. En Londres no tienen en cuenta a los pobres como nosotros, eso lo sabe todo el mundo, y yo no suelo quejarme, pero una cosa es una cosa y otra que caiga tanta agua en septiembre, que tengo toda la fruta pudriéndoseme y muriéndoseme, como el primogénito de las madres egipcias, y sin servir de mucho más que ellas, a no ser a un puñado de judíos buhoneros y de gentes por el estilo, con esas naranjas y esas frutas extranjeras del diablo que no compraría nadie si estuvieran en sazón las manzanas y peras inglesas. Como dicen las Sagradas Escrituras…

—Tiene usted mucha razón, señor Hempseed —le interrumpió Jellyband—, y es lo que yo digo, ¿qué se puede esperar? Esos demonios de franceses del otro lado del canal están venga a matar a su rey y a sus nobles y, mientras tanto, el señor Pitt, el señor Fox y el señor Burke peleando y riñendo para decidir si los ingleses debemos permitirles que sigan haciendo de las suyas. «¡Que los maten!», dice el señor Pitt. «¡Hay que impedírselo!», dice el señor Burke.

—Pues lo que yo digo es que debernos dejar que los maten, y que se vayan al diablo —replicó el señor Hempseed con vehemencia, pues no le agradaban las ideas políticas de su amigo Jellyband, que siempre acababa metiéndose en honduras y le dejaba pocas oportunidades para expresar las perlas de sabiduría que le habían hecho merecer de tan buena fama en el barrio y de tantos jarros de cerveza gratis en .

—Que los maten —repitió—, pero que no llueva tanto en septiembre, porque eso va contra la ley de las Sagradas Escrituras, que dicen…

—¡Madre mía, qué susto me ha dado usted, señor Harry!

Fue mala suerte para Sally y su pretendiente que la muchacha pronunciara estas palabras en el preciso instante en que el señor Hempseed tomaba aliento para declamar uno de los pasajes de las Sagradas Escrituras que le habían hecho famoso, porque desencadenaron sobre su bonita cabeza la terrible cólera de su padre.

—¡Vamos, Sally, hija, ya está bien! —dijo el señor Jellyband, intentando imprimir un gesto de mal humor a su benévolo rostro—. Deja de tontear con esos mequetrefes y ponte a trabajar.

—El trabajo va bien, padre.

Pero el tono del señor Jellyband era imperioso. En los planes que había trazado para la lozana muchacha, su única hija, que cuando Dios así lo dispusiera pasaría a ser la propietaria de , no entraba verla casada con uno de aquellos jovenzuelos que apenas ganaban suficiente para vivir con la red.

—¿No has oído lo que te he dicho, muchacha? —insistió en aquel tono de voz pausado que nadie se atrevía a desobedecer en la posada. Prepara la cena de lord Tony, porque si no te esmeras y no queda satisfecho, verás lo que te espera. ¿Entendido?

Sally obedeció a regañadientes.

—¿Es que espera huéspedes especiales esta noche, señor Jellyband? —preguntó Jimmy Pitkin, intentando lealmente apartar la atención del honrado posadero de las circunstancias que habían provocado la salida de Sally de la habitación.

—¡Así es! —contestó el señor Jellyband—. Son amigos de lord Tony. Duques y duquesas del otro lado del canal a quienes el joven señor y su amigo, sir Andrew Foulkes, y otros nobles han ayudado a escapar de las garras de esos asesinos.

Aquello fue excesivo para la quejumbrosa filosofía del señor Hempseed.

—¡Pero bueno! —exclamó—. Lo que yo digo es, ¿por qué lo hacen? No me gusta meterme en los asuntos de otras gentes. Como dicen las Sagradas Escrituras…

—Lo que pasa, señor Hempseed —le interrumpió el señor Jellyband, con mordaz sarcasmo—, es que, como usted es amigo personal del señor Pitt, a lo mejor piensa igual que el señor Fox: «¡Que los maten!».

—Perdone, señor Jellyband —protestó débilmente el señor Hempseed—, pero yo no…

Mas el señor Jellyband al fin había conseguido montar su caballo de batalla favorito y no tenía la menor intención de apearse de él.

—O a lo mejor es que se ha hecho usted amigo de alguno de esos franceses que, según cuentan, han venido aquí con el propósito de convencernos a los ingleses de que hacen bien en ser asesinos.

—No sé qué quiere decir, señor Jellyband —replicó el señor Hempseed—. Yo lo único que sé es que…

—Lo único que yo sé —manifestó el posadero en voz muy alta— es que mi amigo Peppercorn, que es el dueño de la posada del «Blue-Faced Boar», inglés leal y auténtico donde los haya, mire usted por dónde, se hizo amigo de varios de esos comedores de ranas y los trató como si fueran ingleses y no un puñado de espías sinvergüenzas e inmorales, ¿y qué pasó después? Pues que ahora Peppercorn va diciendo por ahí que si las revoluciones y la libertad están muy bien y que abajo con los aristócratas, como aquí el señor Hempseed.

—Perdone, señor Jellyband —volvió a protestar débilmente el señor Hempseed—, pero yo no…

El señor Jellyband se había dirigido a todos los presentes, que escuchaban con respeto, boquiabiertos, la lista de desafueros del señor Peppercorn. En una mesa, dos clientes —caballeros a juzgar por sus ropas— habían abandonado a medio terminar una partida de dominó y llevaban un rato escuchando, a todas luces con gran regocijo, las opiniones del señor Jellyband sobre asuntos internacionales. Uno de ellos, con una media sonrisa sarcástica en las comisuras de sus inquietos labios, se volvió hacia el centro de la habitación, donde se encontraba el señor Jellyband, que seguía de pie.

—Mi querido amigo —dijo pausadamente—, al parecer usted cree que estos franceses, estos espías, como los llama usted, son unos tipos muy listos, pues han puesto boca abajo, si se me permite la expresión, las ideas de su amigo el señor Peppercorn. Según usted, ¿cómo lo han conseguido?

—¡Hombre! Pues supongo que hablando con él y convenciéndole. Según he oído decir, esos franceses tienen un pico de oro, y aquí el señor Hempseed puede decirle que son capaces de liar al más pintado.

—¿Es eso cierto, señor Hempseed? —preguntó el desconocido cortésmente.

—¡No, señor! —contestó el señor Hempseed, muy irritado—. No puedo darle la información que me pide usted.

—Entonces, mi buen amigo, confiemos en que estos espías tan listos no logren cambiar sus opiniones, que son tan leales.

Pero aquellas palabras fueron excesivas para la ecuanimidad del señor Jellyband. Le sobrevino un ataque de risa que al poco corearon cuantos se sentían obligados a seguirle la corriente.

—¡Ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo! ¡Je, je, je! —rió en todos los tonos el honrado posadero y siguió riendo hasta que le dolieron los costados y se le saltaron las lágrimas—. ¡Esta sí que es buena! ¿Lo han oído ustedes? ¿Hacerme cambiar a mí de opinión? Que Dios le bendiga, señor, pero dice usted cosas muy raras.

—Bueno, señor Jellyband, ya sabe lo que dicen las Sagradas Escrituras —intervino el señor Hempseed sentenciosamente—: «Que aquel que está de pie ponga cuidado para no caer».

—Pero tenga usted en cuenta una cosa, señor Hempseed —replicó el señor Jellyband, aún agitado por la risa—, que las Sagradas Escrituras no me conocían a mí. Vamos, es que no bebería ni un vaso de cerveza con uno de esos franceses asesinos, y a mí no hay quien me haga cambiar de opinión. ¡Pero si he oído decir que esos comedores de ranas ni siquiera saben hablar inglés, o sea que si alguno intenta hablarme en esa jerga infernal, lo descubriría enseguida! Y como dice el refrán, hombre prevenido vale por dos.

—¡Muy bien, querido amigo! —asintió el desconocido animadamente—. Veo que es usted demasiado astuto y que podría enfrentarse con veinte franceses. Si me concede el honor de acabar esta botella de vino conmigo, brindaré a su salud.

—Es usted muy amable, señor —dijo el señor Jellyband, enjugándose los ojos, que aún desbordaban lágrimas de risa—. Lo haré con muchísimo gusto.

El forastero llenó de vino dos vasos y, tras ofrecer uno al posadero, cogió el otro.

—Por muy ingleses y patriotas que seamos —dijo con la misma sonrisa irónica que jugueteaba en las comisuras de sus delgados labios—, por muy patriotas que seamos, hemos de reconocer que al menos esto es bueno, aunque sea francés.

—¡Sí, desde luego! Eso no lo puede negar nadie, señor —admitió el posadero.

—A la salud del mejor mesonero de Inglaterra, nuestro honrado anfitrión el señor Jellyband —dijo el forastero en voz muy alta.

—¡Hip, hip, hurra! —replicaron todos los parroquianos.

A continuación todos aplaudieron y golpearon las mesas con jarros y vasos para acompañar las fuertes carcajadas sin motivo concreto y las exclamaciones del señor Jellyband.

—¡Vamos, hombre, como si a mí me pudieran convencer esos extranjeros sinvergüenzas…! Que Dios le bendiga, señor, pero dice usted unas cosas muy raras.

Ante hecho tan palmario, el desconocido asintió de buena gana. No cabía duda de que la posibilidad de que alguien pudiera cambiar la convicción del señor Jellyband, profundamente arraigada, de que los habitantes de todo el continente europeo eran despreciables era una idea completamente absurda.

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