XXX - La goleta
XXX - LA GOLETA
El atribulado corazón de Marguerite cesó de latir. Más que verlos, sintió a los hombres que vigilaban preparándose para el ataque. Sus sentidos le dijeron que todos ellos, agazapados y espada en mano, se disponían a saltar.
La voz se oía cada vez más próxima; en la desolada inmensidad de los acantilados, con el potente murmullo del mar abajo, era imposible saber si el alegre cantante, que pedía a Dios en su canción que salvara al rey, mientras que él se encontraba en peligro de muerte, estaba lejos o cerca, y mucho menos por dónde venía. Débil al principio, poco a poco se hizo más fuerte; de vez en cuando, una piedrecilla se desprendía bajo las firmes pisadas del cantante, y bajaba rodando por el precipicio rocoso, hasta caer en la playa.
Al oír la voz, Marguerite sintió que la vida se le escapaba, como si cuando aquel hombre se acercara, cuando quedara atrapado…
Oyó claramente el chasquido del rifle de Desgas a su lado…
¡No, no, no! ¡Dios de los cielos, no puede ocurrir! ¡Que la sangre de Armand se derramara sobre su cabeza! ¡Que la acusaran de ser su asesina! ¡Que el hombre al que amaba la detestara y despreciara por ello, pero, Dios, sálvalo a cualquier precio!
Dando un grito agudo, se levantó de un salto, y rodeó la roca junto a la que se había refugiado: vio la lucecita roja filtrándose por las rendijas de la cabaña; corrió hacia ella, se abalanzó sobre sus paredes de madera, y se puso a golpearlas con los puños cerrados, frenéticamente, al tiempo que gritaba:
—¡Armand, Armand! ¡Sal de ahí, por lo que más quieras! ¡Tu jefe está cerca! ¡Lo han delatado! ¡Armand! ¡Armand, huye, en el nombre del cielo!
Alguien la agarró y la tiró al suelo. Se quedó allí gimiendo, magullada, sin importarle nada, sollozando y gritando:
—¡Percy, esposo mío, huye, por el amor de Dios! ¡Armand, Armand! ¿Por qué no escapas?
—Que alguien haga callar a esa mujer —siseó Chauvelin, que apenas pudo refrenar el impulso de golpearla.
Le arrojaron algo sobre la cara; no podía respirar, y tuvo que guardar silencio forzosamente.
También el atrevido cantante guardaba silencio, sin duda prevenido del peligro inminente por los frenéticos gritos de Marguerite. Los soldados se habían puesto de pie; su silencio ya no era necesario: los lastimeros gritos de la pobre mujer resonaban por todo el acantilado.
Chauvelin, mascullando un juramento, que no presagiaba nada bueno para la que se había atrevido a desbaratar sus planes más acariciados, se apresuró a ordenar:
—¡Al ataque, soldados, y que nadie escape vivo de esa cabaña!
La luna había vuelto a aparecer entre las nubes; se había desvanecido la oscuridad del acantilado, dando paso una vez más a una luz brillante y plateada. Varios soldados se precipitaron hacia la burda puerta de madera de la cabaña, y uno de ellos se quedó vigilando a Marguerite.
La puerta estaba a medio abrir; uno de los soldados la empujó, pero adentro todo era oscuridad, y la hoguera de carbón sólo iluminaba un rincón de la habitación con una tenue luz rojiza. Los soldados se detuvieron automáticamente en el umbral, como máquinas, a la espera de recibir órdenes.
Chauvelin, que estaba preparado para un violento ataque desde el interior de la casa y para una fuerte resistencia por parte de los cuatro fugitivos bajo el amparo de la oscuridad, se quedó paralizado de asombro al ver a los soldados inmóviles, como si montaran guardia, y comprobar que no se oía ni un solo ruido en la cabaña.
Lleno de extraños y angustiosos presentimientos, también él fue hasta la puerta, y tratando de perforar la negrura con los ojos, preguntó rápidamente:
—¿Qué significa esto?
—Creo que ya no hay nadie, ciudadano —replicó uno de los soldados, imperturbable.
—¿No habrán dejado ir a esos cuatro hombres? —tronó Chauvelin en tono amenazador—. ¡Les ordené que no dejaran escapar a nadie con vida! ¡Deprisa, síganlos! ¡Vamos, en todas direcciones!
Los soldados, obedientes como máquinas, se precipitaron hacia la playa por la pendiente rocosa; unos fueron a derecha e izquierda, a la mayor velocidad que les permitían sus piernas.
—Usted y sus hombres pagarán con la vida por esta estupidez, ciudadano sargento —le dijo Chauvelin con crueldad al sargento que se encontraba al mando—. Y usted también, ciudadano —añadió, volviéndose con un gruñido hacia Desgas—. Por haber desobedecido mis órdenes.
—Usted nos ordenó que esperásemos hasta que llegara el inglés alto y se reuniera con los cuatro hombres que había en la cabaña. No ha llegado nadie, ciudadano —replicó el sargento con resentimiento.
—Pero hace un momento, cuando la mujer se puso a gritar, les ordené que entraran en la casa y no dejaran escapar a nadie.
—Pero ciudadano, creo que los cuatro hombres que estaban ahí dentro hacía ya un rato que se habían marchado…
—¿Cómo que lo cree? ¿Cómo que…? —dijo Chauvelin, casi sofocado por la ira—. Y los dejó escapar…
—Nos ordenó que esperásemos, ciudadano —protestó el sargento—, y que obedeciéramos sus órdenes al pie de la letra, bajo pena de muerte. Y nosotros hemos esperado.
—Yo oí a los hombres salir de la cabaña, pocos minutos después de que nos escondiéramos, y mucho antes de que la mujer gritara —añadió, pues Chauvelin parecía haberse quedado sin habla de pura rabia.
—¡Escuchen! —dijo Desgas bruscamente.
A lo lejos se oyó el ruido de repetidos disparos. Chauvelin intentó escudriñar la playa, que se extendía a sus pies, pero dio la casualidad de que la caprichosa luna ocultó su luz tras unas nubes, y no pudo ver nada.
—Uno de ustedes, que entre en la cabaña y encienda una luz —logró tartamudear al fin.
El sargento obedeció, impasible; fue hasta la hoguera y encendió la pequeña linterna que llevaba en el cinturón. No cabía duda de que la cabaña estaba completamente vacía.
—¿Por dónde se fueron? —preguntó Chauvelin.
—No sabría decirle, ciudadano —contestó el sargento—. Primero bajaron por el acantilado, y después desaparecieron detrás de unas rocas.
—¡Silencio! ¿Qué ha sido eso?
Los tres hombres prestaron oídos. A lo lejos, muy a lo lejos, se oía resonar débilmente, casi desvaneciéndose en la noche, el rápido chapoteo de media docena de remos. Chauvelin sacó su pañuelo y se enjugó el sudor de la frente.
—¡El bote de la goleta! —acertó a decir con voz entrecortada.
Sin duda, Armand St. Just y sus tres compañeros habían logrado deslizarse por el acantilado, mientras los hombres, como auténticos soldados del bien adiestrado ejército republicano, obedecían ciegamente y sin reservas, temerosos de sus vidas, las órdenes de Chauvelin: esperar a que llegara el inglés alto, que era la presa importante.
Seguramente habían llegado a una de las calas que se adentraban en el mar; el bote del debía estar esperándoles allí, y ya se encontrarían a salvo a bordo de la goleta británica.
Como para confirmar esta suposición, se oyó el estruendo apagado de un cañón mar adentro.
—La goleta, ciudadano —dijo Desgas en voz baja—. Ha zarpado.
Chauvelin tuvo que hacer acopio de toda su presencia de ánimo y autocontrol para no entregarse a un ataque de rabia, tan inútil como indigno. No cabía duda de que aquella maldita cabeza británica le había burlado una vez más. Chauvelin no podía concebir cómo había logrado llegar hasta la cabaña sin que le viera ninguno de los treinta soldados que vigilaban el lugar. Naturalmente, estaba muy claro que lo había hecho antes de que los treinta hombres ocuparan el acantilado, pero no encontraba explicación al hecho de que hubiera venido desde Calais en el carro de Rubén Goldstein sin que lo descubriera ninguna de las patrullas. Parecía como si un hado todopoderoso protegiese al audaz Pimpinela Escarlata, y su astuto enemigo experimentó un estremecimiento casi de superstición al mirar los imponentes acantilados y la desolada playa.
Pero todo aquello era real, y estaban en el año de gracia de 1792: no existían ni las brujas ni las hadas. Chauvelin y sus treinta hombres habían escuchado con sus propios oídos aquella maldita voz cantando «God Save the King!», veinte minutos después de haber rodeado la cabaña; debió ser entonces cuando los cuatro fugitivos llegaron a la cala y subieron al bote, y la cala más próxima se encontraba a casi dos kilómetros de la cabaña.
¿Dónde se habría metido aquel osado inglés? A menos que el mismísimo Satán le hubiera dado alas, no podía haber recorrido aquella distancia por un acantilado rocoso en el plazo de dos minutos; y sólo habían transcurrido dos minutos entre el momento en que se oyó su canción y el momento en que se oyeron los remos del bote chapoteando mar adentro. Él debió quedarse atrás, y esconderse en los acantilados; como las patrullas seguían vigilando, no cabía duda de que lo encontrarían tarde o temprano. Chauvelin volvió a sentirse esperanzado.
Dos soldados que habían echado a correr tras los fugitivos, ascendían trabajosamente por el acantilado; uno de ellos llegó junto a Chauvelin en el mismo instante en que el corazón del astuto diplomático empezaba a albergar aquella esperanza.
—Es demasiado tarde, ciudadano —dijo el soldado—. Llegamos a la playa justo antes de que la luna se ocultara entre unas nubes. Sin duda, el bote estaba vigilando junto a la primera cala, a un kilómetro y medio más o menos, pero cuando nosotros llegamos a la playa ya se había marchado hacía bastante tiempo y se había internado en alta mar. Disparamos, pero, naturalmente, no sirvió de nada. Se dirigió hacia la goleta a toda velocidad. Lo vimos con toda claridad a la luz de la luna.
—Sí —replicó Chauvelin con impaciencia—. Había zarpado hacía ya rato, y la cala más próxima se encuentra a un kilómetro y medio, ¿no es eso?
—¡Sí, ciudadano! Yo eché a correr hacia la playa, aunque me imaginaba que el bote habría estado esperando cerca de la cala, pues la marea llegaría allí antes. Debió zarpar unos minutos antes de que la mujer empezara a gritar.
¡Unos minutos antes de que la mujer empezara a gritar! Entonces, las esperanzas de Chauvelin no eran vanas. Seguramente, Pimpinela Escarlata había intentado enviar a los fugitivos en el bote, pero a él no le había dado tiempo a llegar a la goleta; tenía que seguir en tierra, y todas las carreteras estaban vigiladas. Aún no se había perdido todo mientras aquel británico desvergonzado continuase en suelo francés.
—¡Traigan una luz! —ordenó, entrando de nuevo en la cabaña.
El sargento le llevó su linterna, y los dos hombres examinaron el interior de la casa: con una rápida mirada, Chauvelin observó lo que contenía: una caldera bajo una abertura de la pared, con los últimos rescoldos del fuego de carbón, un par de taburetes caídos, como si los hubieran derribado al huir precipitadamente, herramientas y redes de pescar en un rincón, y, junto a éstas, un objeto pequeño y blanco.
—Coja eso —le dijo Chauvelin al sargento, señalando el objeto blanco—, y démelo.
Era un trozo de papel arrugado, que los fugitivos debían haber olvidado con las prisas al escapar. El sargento, muy asustado por la rabia y la impaciencia del ciudadano Chauvelin, cogió un papel y se lo entregó respetuosamente a su jefe.
—Léalo, sargento —dijo éste secamente.
—Es casi ilegible, ciudadano… Está garrapateado de mala manera…
El sargento, a la luz de la linterna, se puso a descifrar las palabras precipitadamente garabateadas:
«No puedo reunirme con ustedes sin poner sus vidas en peligro y arriesgar el éxito de la operación de rescate. Cuando reciban esta nota, esperen dos minutos; después, salgan de la cabaña sin hacer ruido, uno a uno, tuerzan a la izquierda y bajen por el acantilado con precaución. Sigan a la izquierda hasta llegar a la primera roca que se interna en el mar —detrás de ella, en la cala, hay un bote esperándoles—. Den un silbido agudo, y se acercará. Suban a él y mis hombres les llevarán a la goleta, y a la seguridad de Inglaterra. Una vez a bordo del , envíen el bote para que me recoja a mí. Digan a mis hombres que estaré en la cala que se extiende frente al , junto a Calais. Ellos la conocen. Llegaré allí lo antes posible. Que me esperen a una distancia prudencial, mar adentro, hasta que oigan la señal de costumbre. No se retrasen, y obedezcan estas instrucciones al pie de la letra.»
—Después hay una firma, ciudadano —añadió el sargento, al tiempo que le devolvía el papel a Chauvelin.
Pero el diplomático no esperó ni un instante más. Una frase de aquella nota decisiva le había llamado la atención: «Estaré en la cala que se extiende frente al , junto a Calais». Aquella frase podía representar la victoria para él.
—¿Quién de ustedes conoce bien la costa? —gritó a sus hombres, que uno a uno habían ido regresando de su infructuosa búsqueda y estaban reunidos de nuevo alrededor de la cabaña.
—Yo, ciudadano —contestó uno de ellos—. Nací en Calais, y conozco estos acantilados palmo a palmo.
—¿Hay una cala justo enfrente del ?
—Sí, ciudadano. La conozco muy bien.
—El inglés tiene la intención de ir allí. Como no conoce bien esta zona, es posible que vaya por el camino más largo, y, de todos modos, obrará con mucha cautela por temor a que le descubran las patrullas. Aún nos queda una posibilidad de apresarlo. Recompensaré con mil francos a los hombres que lleguen a esa cala antes que ese inglés zanquilargo.
—Yo conozco un atajo por los acantilados —dijo el soldado, y, dando un grito de entusiasmo, echó a correr, seguido de cerca por sus camaradas.
Al cabo de unos minutos, sus pisadas se desvanecieron en la distancia. Chauvelin se quedó escuchándolas unos instantes; la promesa de la recompensa espoleaba a los soldados de la República. En su rostro volvió a aparecer la expresión de odio y triunfo anticipado.
A su lado, Desgas permanecía mudo e impasible, esperando a recibir órdenes, mientras que dos soldados estaban arrodillados junto a la postrada Marguerite. Chauvelin dirigió a su secretario una mirada cruel. Sus planes, tan bien trazados, habían fracasado, y los resultados eran problemáticos. Aún existían grandes posibilidades de que Pimpinela Escarlata escapase, y Chauvelin, con esa furia irracional que a veces acomete a los caracteres fuertes, estaba deseando dar rienda suelta a su rabia y pagarla con alguien.
Los soldados tenían a Marguerite sujeta y pegada al suelo, aunque la pobrecilla no se debatía. Al final, el agotamiento la había vencido, y yacía sin sentido: los ojos rodeados de profundos círculos enrojecidos, testimonio de las largas noches de insomnio, el pelo enredado y húmedo alrededor de la frente, los labios entreabiertos, curvados, testimonio del dolor físico.
La mujer más inteligente de Europa, la elegante lady Blakeney, que había fascinado a la alta sociedad londinense con su belleza, su ingenio y sus extravagancias, presentaba un cuadro patético de femineidad doliente que hubiera despertado la compasión de cualquiera, pero no la de su rencoroso y burlado enemigo.
—No tiene sentido vigilar a una mujer que está medio muerta —dijo Chauvelin despectivamente a sus soldados—, cuando han dejado escapar a cinco hombres que estaban vivitos y coleando.
Los soldados se pusieron de pie, obedientes.
—Será mejor que intenten encontrar ese sendero y el carro desvencijado que dejamos en la carretera.
De repente se le ocurrió una brillante idea.
—¡A propósito! ¿Dónde está el judío?
—Aquí al lado, ciudadano —contestó Desgas—. Le amordacé y le até las piernas, como usted me ordenó.
A los oídos de Chauvelin llegó un gemido lastimero procedente de las inmediaciones del lugar en que se encontraba. Siguió a su secretario, que se dirigía al otro lado de la cabaña, donde, hecho un ovillo, con las piernas fuertemente atadas y una mordaza en la boca, estaba el desgraciado descendiente de Israel.
A la luz planteada de la luna, la cara del judío tenía un tinte cadavérico, de puro terror; tenía los ojos desorbitados, casi vidriosos, y le temblaba todo el cuerpo, y por sus labios descoloridos escapaba un lamento lastimero. La cuerda que le habían atado alrededor de los hombros y los brazos se había aflojado, pues se le había enredado alrededor del cuerpo, pero no parecía haberse dado cuenta de esta circunstancia, ya que no había hecho la menor tentativa de moverse del sitio en que le había dejado Desgas: como un pollo aterrorizado que contempla una línea de tiza blanca trazada en una mesa o una cuerda que paraliza sus movimientos.
—Traigan aquí a ese cerdo cobarde —ordenó Chauvelin.
Se sentía extraordinariamente cruel, y como no tenía ningún motivo razonable para descargar su mal humor sobre los soldados, que se habían limitado a obedecer sus órdenes puntualmente, pensó que aquel hijo de la odiada raza podía ser una cabeza de turco excelente. Con un desprecio sin disimulo, miró al aterrorizado judío, que seguía gimiendo y lamentándose, pero no se acercó a él, y dijo con mordaz sarcasmo, cuando los dos soldados le presentaron al pobre viejo a la luz de la luna:
—Supongo que, siendo judío, tendrás buena memoria para los tratos, ¿no? ¡Contesta! —añadió, al ver que el judío, temblando de pies a cabeza, parecía demasiado asustado para hablar.
—Sí, Excelencia —tartamudeó el pobre desgraciado.
—Entonces, recordarás el que hicimos tú y yo en Calais cuando te comprometiste a alcanzar a Rubén Goldstein, su jaca, y mi amigo el extranjero, ¿verdad?
—Pe… pe… pero… Excelencia…
—¿No recuerdas que dije que no hay «peros» que valgan?
—Sí… sí… Excelencia…
—¿Cuál era el trato?
Se hizo un silencio absoluto. El pobre hombre miró hacia los grandes acantilados, a la luna, los rostros impávidos de los soldados, incluso a la mujer postrada e inmóvil que estaba allí cerca, pero no respondió.
—¿Es que no piensas hablar? —dijo Chauvelin en tono amenazador.
El pobre desgraciado lo intentó, pero saltaba a la vista que era incapaz. Sin embargo, no cabía duda de que sabía lo que le esperaba a manos del severo hombre que tenía ante él.
—Excelencia… —se atrevió a decir, implorante.
—Como parece que el miedo te ha paralizado la lengua —dijo Chauvelin sarcásticamente—, tendré que refrescarte la memoria. Llegamos al acuerdo de que si alcanzábamos a mi amigo, el inglés alto, antes de que llegara a la cabaña, te daría diez monedas de oro.
De los labios temblorosos del judío escapó un leve gemido.
—Pero —continuó Chauvelin, poniendo énfasis en sus palabras—, si no cumplías tu promesa, te daría una buena tunda, para enseñarte a no decir mentiras.
—No le engañé, Excelencia; le juro por Abraham…
—Sí, y por todos los demás patriarcas. Por desgracia, según tu religión, creo que siguen aún en el Hades, y no te servirán de gran ayuda en tus actuales dificultades. Tú no has cumplido tu parte del trato, pero yo tengo la intención de cumplir la mía. Vamos, denle una buena paliza a este maldito judío con la hebilla de sus cinturones —añadió, dirigiéndose a los soldados.
Mientras los soldados se desabrochaban obedientemente los gruesos cinturones de cuero, el judío soltó un chillido que hubiera bastado para hacer salir a todos los patriarcas del Hades y de cualquier otro sitio para defender a su descendiente de la brutalidad de aquel funcionario francés.
—Supongo que puedo confiar en ustedes, ciudadanos soldados —dijo Chauvelin riendo maliciosamente— para que le den a este viejo embustero la paliza más grande de su vida. Pero no le maten —añadió secamente.
—Le obedeceremos, ciudadano —replicaron los soldados, imperturbables como siempre.
Chauvelin no esperó a ver cómo llevaban a cabo sus órdenes; sabía que podía confiar en que los soldados —que aún estaban escocidos por su reprimenda— no se andarían con chiquitas si les dejaba las manos libres para apalear a un tercero.
—Cuando ese cobarde haya recibido su merecido —le dijo a Desgas—, que los hombres nos guíen hasta el carro y que uno de ellos lo conduzca hasta Calais. El judío y la mujer se cuidarán mutuamente —añadió en tono brutal— hasta que podamos enviar a alguien a recogerlos mañana por la mañana. No podrán llegar muy lejos en su estado, y ahora no tenemos tiempo para ocuparnos de ellos.
Chauvelin aún no había abandonado toda esperanza. Sabía que a sus hombres les espoleaba el aliciente de la recompensa. No existían demasiadas posibilidades racionales de que el enigmático y audaz Pimpinela Escarlata, solo y con treinta hombres tras de él, escapara por segunda vez.
Pero ya no se sentía tan seguro: la audacia del inglés le había vencido, y la estupidez y cerrazón de los soldados, y la intromisión de una mujer le habían hecho perder los ases del triunfo cuando ya los tenía en la mano. Si Marguerite no hubiera intervenido, si los soldados hubieran demostrado una pizca de inteligencia, si… era una larga serie de «síes», y Chauvelin se quedó inmóvil unos segundos, incluyendo a treinta y tantas personas en una larga y aplastante maldición. La Naturaleza, poética, silenciosa, apacible, la brillante luna, el mar plateado, en calma, parecían expresar belleza y tranquilidad, pero Chauvelin maldijo a la Naturaleza, a los hombres y mujeres, y, sobre todo, maldijo a todos los enigmas británicos entrometidos y zanquilargos, y fue la suya una maldición gigantesca.
Los aullidos del judío, que sufría el castigo sobre sus espaldas, aquietaron su corazón, que rebosaba de maldad y rencor. Sonrió. Le tranquilizó pensar que al menos otro ser humano tampoco estaba en paz con la humanidad.
Se dio la vuelta y contempló por última vez la desolada playa, en la que se erguía la cabaña de madera, bañada en aquellos momentos por la luz de la luna, el escenario de la mayor decepción que jamás hubiera experimentado un miembro destacado del Comité de Salud Pública.
Contra una roca, sobre un duro lecho de piedra, yacía Marguerite Blakeney, inconsciente, y unos metros más allá, el desgraciado judío recibía sobre sus anchas espaldas los golpes de dos recios cinturones de cuero, empuñados por dos robustos soldados de la República. Los alaridos de Benjamín Rosenbaum hubieran podido levantar a los muertos de sus tumbas. Debieron despertar de su sueño a todas las gaviotas, que seguramente contemplarían con gran interés los actos de los señores de la creación.
—Ya es suficiente —ordenó Chauvelin cuando se debilitaron los gemidos del judío y pareció que el pobre desgraciado iba a desmayarse—. No es necesario matarle.
Los soldados se abrocharon los cinturones obedientemente, y uno de ellos dio una cruel patada al judío en el costado.
—Déjenlo ahí —dijo Chauvelin—, y vayan hacia el carro. Yo les seguiré.
Se acercó a donde yacía Marguerite, y la miró a la cara. Había recobrado la conciencia y hacía débiles esfuerzos por levantarse. Sus grandes ojos azules contemplaban la escena con expresión de terror; se posaron con una mezcla de horror y piedad en el judío, cuya triste suerte y cuyos alaridos ensordecedores habían sido lo primero que había percibido al volver en sí; después su mirada se clavó en Chauvelin, con sus ropas oscuras e impecables, que apenas se habían arrugado tras los turbulentos acontecimientos de las últimas horas. Sonreía sarcásticamente, y sus pálidos ojos azules la miraron con intensa maldad.
Con galantería burlona, se agachó y se llevó a los labios la helada mano de Marguerite, que experimentó un escalofrío de odio indescriptible que le recorrió todo el cuerpo.
—Lamento mucho que las circunstancias, sobre las que no puedo ejercer ningún dominio, me obliguen a dejarla aquí de momento —dijo en tono sumamente dulce—. Pero me marcho con la certeza de que no queda desprotegida. Nuestro amigo Benjamín, aunque no se encuentre en perfecta condiciones en este preciso instante, defenderá galantemente su hermosa persona; no me cabe la menor duda. Al amanecer enviaré a alguien a recogerla, y hasta entonces, estoy seguro de que Benjamín se dedicará por completo a usted, si bien es posible que le encuentre usted un poco lento.
Marguerite sólo tuvo fuerzas para volver la cabeza. Su corazón estaba destrozado por la más cruel de las angustias. A su mente había vuelto una idea aterradora, al tiempo que recobraba el sentido: «¿Qué le había ocurrido a Percy? ¿Y a Armand?».
No sabía lo que había pasado después de oír la alegre canción, «God save the King!», y estaba convencida de que aquella había sido la señal de muerte.
—Aunque de mala gana, me veo obligado a dejarla —concluyó Chauvelin—. , mi hermosa dama. Espero que nos volvamos a ver muy pronto en Londres. ¿Asistirá usted a la fiesta del príncipe de Gales? ¿No?… ¡Bueno, ! Le ruego que le dé recuerdos de mi parte a sir Percy Blakeney.
Y, sonriendo irónicamente, le hizo una última reverencia, volvió a besarle la mano y desapareció por el sendero, a la zaga de los soldados, y seguido por el imperturbable Desgas.