XXI - Incertidumbre
XXI - INCERTIDUMBRE
Ya estaba bien entrada la noche cuando Marguerite llegó a . Había hecho todo el viaje en menos de ocho horas, gracias a que, cambiando innumerables veces de caballos en distintas postas, y pagando invariablemente con largueza, siempre había obtenido los animales mejores y más veloces.
También el cochero había sido infatigable; sin duda, la promesa de una recompensa especial y generosa le había ayudado a seguir adelante, y puede decirse que el suelo literalmente soltaba chispas bajo las ruedas del coche de su ama.
La llegada de lady Blakeney en mitad de la noche produjo enorme revuelo en . Sally saltó precipitadamente de la cama, y el señor Jellyband se tomó grandes molestias para que su distinguida huésped se encontrara cómoda.
Tanto Sally como su padre conocían demasiado bien los modales de que debe hacer gala un posadero que se precie para dar muestras de la menor sorpresa ante la llegada de lady Blakeney a solas y a hora tan insólita. Sin duda no pensaban nada bueno, pero Marguerite estaba tan absorta en la importancia —la terrible gravedad— de su viaje que no se detuvo a reflexionar sobre semejantes bagatelas.
El salón —escenario del reciente y vil atropello perpetrado contra dos caballeros ingleses— estaba completamente vacío. El señor Jellyband se apresuró a encender de nuevo la lámpara, reavivó un alegre fuego en el enorme hogar, y arrastró hasta él un cómodo sillón, en el que Marguerite se desplomó, agradecida.
—¿Su señoría piensa pasar aquí la noche? —preguntó la guapa Sally, que ya había empezado a extender un mantel níveo sobre la mesa, en preparación de la sencilla cena que iba a servir a su señoría.
—¡No! No toda la noche —contestó Marguerite—. Pero no quiero ocupar ninguna habitación. Únicamente me gustaría disponer de este salón para mí sola durante un par de horas.
—Está a su entera disposición, señoría —dijo el honrado Jellyband, cuya rubicunda cara se mantenía impertérrita, para no delatar ante la aristócrata la estupefacción ilimitada que el buen hombre empezaba a experimentar.
—Cruzaré el canal en cuanto cambie la marea —dijo Marguerite—, en la primera goleta que pueda alquilar. Pero el cochero y los criados sí pasarán la noche aquí, y probablemente varios días más, así que espero que les atienda bien.
—Sí, señora. Yo cuidaré de ellos. ¿Desea su señoría que Sally le traiga algo de cenar?
—Sí, por favor. Que traiga comida fría, y en cuanto llegue sir Andrew Foulkes, hágale pasar aquí.
—Sí, señora.
Muy a su pesar, el rostro de Jellyband expresaba disgusto en aquellos momentos. Tenía a sir Percy en gran estima, y no le gustaba ver a su esposa a punto de escaparse con el joven sir Andrew. Naturalmente, no era asunto suyo, y el señor Jellyband no era un chismoso; pero, en lo más profundo de su ser, recordó que su señoría era, al fin y al cabo, una de esas «extranjeras», y, ¿quién podía extrañarse de que fuera tan inmoral como todos los de su calaña?
—No se quede levantado, buen Jellyband —añadió Marguerite amablemente—. Ni usted tampoco, señorita Sally. Es posible que sir Andrew llegue tarde.
A Jellyband le alegró infinitamente que Sally pudiera ir a acostarse. Aquella historia no le hacía ninguna gracia, pero lady Blakeney le pagaría estupendamente por sus servicios, y, después de todo, no era asunto suyo.
Sally dejó en la mesa una frugal cena a base de carne fría, vino y fruta; después, con una respetuosa reverencia, se retiró, preguntándose, en su simpleza, por qué tendría un aire tan serio su señoría si estaba a punto de fugarse con su amante.
Ante Marguerite se presentaba una espera larga y angustiosa. Sabía que sir Andrew —que tenía que procurarse ropas adecuadas para su disfraz de lacayo— no podía llegar a Dover hasta pasadas al menos dos horas. Desde luego, era un jinete excelente, y para él, los ciento y pico kilómetros que separaban Londres de Dover serían pan comido. También él arrancaría chispas al suelo con los cascos de su caballo, pero cabía la posibilidad de que no obtuviera buenas cabalgaduras de refresco, y, de todos modos, no podía haber salido de Londres hasta una hora después que ella como mínimo.
Marguerite no había encontrado ni rastro de Chauvelin en la carretera, y su cochero, al que interrogó, no había visto a nadie que respondiera a la descripción que le dio su ama de la figura enjuta del pequeño francés.
Por tanto, saltaba a la vista que Chauvelin le sacaba ventaja. Marguerite no se atrevió a hacer preguntas en las distintas posadas en las que se detuvieron para cambiar de caballos, temiendo que Chauvelin hubiera apostado en el camino espías que pudieran oírla, adelantarse a ella y prevenir a su enemigo de su inminente llegada.
Pensó en qué posada se alojaría Chauvelin, y si habría tenido la buena suerte de haber fletado un barco y encontrarse ya camino de Francia. La idea le oprimió el corazón como una barra de hierro. ¿Sería realmente demasiado tarde?
La soledad de la habitación la agobiaba; todo lo que la rodeaba respiraba una quietud espantosa; el único ruido que rompía aquel terrible silencio era el tictac del gran reloj, con una lentitud y monotonía sin límites.
Marguerite tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas, de toda su firmeza y resolución, para mantener el coraje durante aquella espera nocturna.
Excepto ella, todos los habitantes de la casa debían haberse acostado. Había oído a Sally subir a su habitación. El señor Jellyband se fue a atender al cochero y los criados de lady Blakeney, y al volver, se acomodó bajo el porche, en el mismo sitio en que Marguerite había visto a Chauvelin una semana antes. Sin duda, tenía intención de esperar levantado a sir Andrew Foulkes, pero al poco tiempo le venció el sueño, pues, de repente, aparte del lento tictac del reloj, Marguerite oyó el susurro rítmico y pausado de la respiración del buen hombre.
Ya hacía rato que Marguerite se había dado cuenta de que el hermoso y cálido día de octubre, que tan felizmente había comenzado, había dado paso a una noche helada y borrascosa. Tenía mucho frío, y agradeció el alegre fuego que ardía en el hogar. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, la noche fue empeorando, y el ruido de las grandes olas rompientes que se estrellaban contra el malecón del Almirantazgo, a pesar de encontrarse bastante lejos de la posada, llegaba a sus oídos como un trueno apagado.
El viento empezó a soplar con furia, haciendo retumbar las ventanas de cristales emplomados y las enormes puertas de la vieja casa; azotaba los árboles y se colaba bramando por el tiro de la chimenea. Marguerite pensó si el viento sería favorable a su viaje. No tenía miedo a la tempestad, y hubiera preferido enfrentarse a peligros mucho peores que retrasar la travesía una sola hora.
Una repentina conmoción en el exterior interrumpió sus reflexiones. Sin duda era sir Andrew Foulkes, que llegaba precipitadamente, pues oyó los cascos de su caballo trapaleando en las losas del patio, y la voz somnolienta pero respetuosa del señor Jellyband dándole la bienvenida.
En ese momento cayó en la cuenta de lo incómodo de su situación: ¡sola, a una hora insólita, en un lugar en que la conocían perfectamente, acudiendo a una cita clandestina con un joven caballero tan conocido como ella y que aparecía disfrazado! ¡Buen tema para dar pie a los chismorreos de gentes malintencionadas!
Marguerite se lo tomó por el lado cómico: era tal el contraste entre la seriedad de su aventura, y la interpretación que inevitablemente daría a sus actos el honrado señor Jellyband, que, por primera vez desde hacía muchas horas, en la comisura de sus labios infantiles tembló una sonrisilla, y cuando sir Andrew, casi irreconocible con su atuendo de lacayo, entró en el salón, le recibió con una alegre carcajada.
—¡A fe mía que me satisface su aspecto, señor lacayo! —dijo.
El señor Jellyband iba detrás de sir Andrew, con expresión de enorme perplejidad. El disfraz del joven caballero había confirmado sus peores sospechas. Sin permitirse ni una leve sonrisa en su rostro jovial, sacó el tapón de la botella de vino, preparó unas sillas, y se quedó esperando.
—Gracias, querido amigo —dijo Marguerite, que seguía sonriendo al pensar en lo que debía pasarle por la cabeza al buen hombre en aquel mismo momento—. No necesitamos nada más. Tome, por las molestias que ha tenido que tomarse por nuestra culpa.
Le dio dos o tres monedas a Jellyband, que las cogió respetuosamente, y con la gratitud que hacía el caso.
—Un momento, lady Blakeney —intervino sir Andrew, al ver que Jellyband se disponía a retirarse—. Me temo que tendremos que poner a prueba una vez más la hospitalidad de mi amigo Jellyband. Siendo decirle que no podemos cruzar el canal esta noche.
—¿Que no podemos cruzarlo esta noche? —repitió Marguerite, estupefacta—. ¡Pero, sir Andrew, tenemos que hacerlo! ¡Tenemos que hacerlo! ¿Qué es eso de que «no podemos»? Cueste lo que cueste, hay que fletar un barco esta misma noche.
Pero el joven movió la cabeza tristemente.
—Me temo que no es una cuestión de precio, lady Blakeney. Se aproxima una tempestad terrible que viene de Francia, y el viento sopla hacia nosotros. Es imposible zarpar hasta que cambie de dirección.
Marguerite se puso mortalmente pálida. No había previsto algo así. La mismísima Naturaleza le estaba gastando una broma espantosa y cruel. Percy se encontraba en peligro, y no podía llegar hasta él, porque daba la casualidad de que el viento soplaba de la costa francesa.
—¡Pero tenemos que ir! ¡No podemos retrasarnos! —repitió con una vehemencia extraña y persistente—. ¡Usted sabe que tenemos que ir! ¿No puede encontrar algún medio?
—Ya he estado en la playa —replicó sir Andrew—, y he hablado con los patrones de un par de barcos. Es absolutamente imposible zarpar esta noche, según me han asegurado todos los marineros. Nadie puede salir de Dover esta noche —añadió, mirando significativamente a Marguerite—. Nadie.
Marguerite comprendió inmediatamente a qué se refería. Aquel nadie incluía también a Chauvelin. Asintió afablemente, mirando a Jellyband.
—Bueno, habrá que resignarse —le dijo—. ¿Tiene una habitación para mí?
—Claro que sí, señoría. Una habitación muy bonita, amplia y soleada. Diré que la preparen inmediatamente… Y hay otra para sir Andrew… Las dos estarán listas enseguida.
—Así se habla, querido Jellyband —dijo sir Andrew animadamente, al tiempo que le daba unas vigorosas palmadas en la espalda a su anfitrión—. Abra las dos habitaciones, y deje las velas en la cómoda. Juraría que está usted muerto de sueño, y su señoría debe comer algo antes de retirarse a descansar. Vamos, no tema nada, amigo mío, y alegre un poco esa cara. La visita de su señoría, aun a hora tan intempestiva, es un gran honor para su casa, y sir Percy Blakeney le recompensará por partida doble si se encarga como es debido de que su esposa disfrute de intimidad y comodidad.
Sin duda, sir Andrew había adivinado los múltiples y encontrados temores y dudas que se agolpaban en la mente del honrado Jellyband; y, como era un caballero galante, con esta ocurrente insinuación intentó acallar los escrúpulos del buen posadero. Tuvo la satisfacción de comprobar que, al menos en parte, lograba su propósito. El rubicundo semblante de Jellyband se iluminó al oír el nombre de sir Percy.
—Me encargaré de todo inmediatamente, señor —dijo con presteza, y con una actitud menos fría—. ¿Su señoría tiene todo lo que desea para cenar?
—Está todo bien. Gracias, querido amigo. Como estoy muerta de hambre y de cansancio, le ruego que prepare las habitaciones lo antes posible.
—Vamos, cuénteme —dijo Marguerite con impaciencia en cuanto Jellyband abandonó el salón—. ¿Qué noticias trae?
—No tengo mucho más que añadir, lady Blakeney —contestó el joven—. A causa de la tormenta, es imposible que zarpe ningún barco de Dover con la próxima marea. Pero lo que al principio ha podido parecerle una terrible calamidad, es en realidad una suerte. Si nosotros no podemos poner rumbo a Francia esta noche, Chauvelin se encuentra en la misma situación.
—Es posible que haya zarpado antes de que se desencadenara la tormenta.
—Ojalá fuera así —replicó sir Andrew animadamente—, porque seguramente se habría desviado de su ruta. ¿Quién sabe? A lo mejor está en el fondo del mar en estos mismos momentos, porque la tormenta es espantosa, y cualquier embarcación pequeña que se encuentre en alta mar tendrá muchas dificultades. Pero me temo que no podemos cimentar nuestras esperanzas en el naufragio de ese astuto zorro y de sus planes asesinos. Los marineros con los que he hablado me han asegurado que hacía varias horas que no zarpaba de Dover ninguna goleta. Por otra parte, he averiguado que esta tarde llegó un forastero en coche, y que, al igual que yo, hizo preparativos para cruzar el canal de la Mancha.
—Entonces, ¿Chauvelin está todavía en Dover?
—Sin ninguna duda. ¿Quiere que le tienda una emboscada y le atraviese con mi espada? Sería la forma más rápida de deshacemos de ese obstáculo.
—¡No bromee, sir Andrew! ¡Ay! Desde anoche me he sorprendido en varias ocasiones deseando la muerte de ese desalmado. ¡Pero lo que usted propone es imposible! ¡Las leyes de este país prohíben el asesinato! Sólo en nuestra hermosa Francia se pueden cometer matanzas al por mayor legalmente, en nombre de la libertad y del amor fraterno.
Sir Andrew convenció a Marguerite de que se sentara a la mesa para tomar algo de cena y beber un vaso de vino. A Marguerite iba a resultarle muy difícil soportar aquel descanso forzoso de al menos doce horas, hasta que cambiara la marca, en el estado de intenso de nerviosismo en que se encontraba. Obediente como una niña en estos pequeños asuntos, Marguerite intentó comer y beber.
Sir Andrew, con la profunda comprensión de todos los enamorados, casi logró hacerla feliz hablándole de su marido. Le contó algunas de las atrevidas fugas que el valiente Pimpinela Escarlata había preparado para los desgraciados fugitivos franceses a quienes una revolución implacable y sanguinaria expulsaba de su país. Los ojos de Marguerite brillaron de entusiasmo cuando sir Andrew le habló de la valentía de sir Percy, de su ingenio, de su infinita habilidad a la hora de arrebatar a la cuchilla de la guillotina, siempre a punto para asesinar, la vida de hombres, mujeres y niños. Incluso le hizo sonreír al hablarle de los múltiples disfraces de Pimpinela Escarlata, siempre tan originales, gracias a los cuales había burlado la más estrecha vigilancia en las barricadas de París. La última vez, la fuga de la condesa de Tournay y sus hijos había sido una auténtica obra maestra, y Blakeney, vestido como una repugnante vieja del mercado, con un gorro pringoso y rizos grises y desordenados, tenía un aspecto que hubiera hecho reír al más serio de los mortales.
Marguerite rió de buena gana cuando sir Andrew intentó describirle el atuendo de Blakeney, cuyo mayor obstáculo radicaba siempre en su gran estatura, que en Francia dificultaba doblemente el disfrazarse.
Así transcurrió una hora. Tendrían que pasar muchas más en una inactividad forzosa en Dover. Marguerite se levantó de la mesa con un suspiro de impaciencia. Pensó con terror en la noche que le aguardaba en su habitación, con su angustia por única compañía, y la sola ayuda del bramido de la tempestad para conciliar el sueño.
Se preguntó dónde estaría Percy en aquellos momentos. El era un yate fuerte, bien construido, capaz de navegar en alta mar. Sir Andrew mantenía la opinión de que se habría refugiado antes de que estallara la tempestad, o que quizá no se habría arriesgado a salir a mar abierto, en cuyo caso estaría anclado en Gravesend.
Briggs era un patrón experto, y sir Percy sabía gobernar una embarcación tan bien como un marino consumado. La tempestad no representaba ningún peligro para ellos.
Era más de medianoche cuando Marguerite decidió retirarse a descansar. Tal y como se temía, el sueño se negó reiteradamente a acudir a sus ojos. Sus pensamientos no pudieron ser más negros durante las largas horas de amargura en que la furiosa tempestad le separaba de Percy. Al oír el ruido de las lejanas olas rompientes, su corazón lloró de melancolía. Se encontraba en ese estado de ánimo en que el mar ejerce un efecto entristecedor sobre los nervios. Sólo cuando nos sentimos muy dichosos podemos contemplar con alegría la extensión ilimitada de agua, que se mece incansablemente, con una monotonía persistente e irritante, acompañando a nuestros pensamientos, sean éstos tristes o alegres. Cuando son alegres, las olas nos devuelven su alegría, como un eco; pero cuando son tristes, parece como si cada vaivén del mar aumentara nuestra tristeza y nos hablara de lo absurdo e insignificante de todas nuestras alegrías.