XII - El trocito de papel
XII - EL TROCITO DE PAPEL
Marguerite sufría intensamente. Aunque reía y charlaba, aunque era objeto de más admiración y más atenciones que ninguna de las mujeres que habían asistido a la fiesta, se sentía como si estuviera condenada a muerte y viviera el último día en este mundo.
Sus nervios se encontraban en un estado de dolorosa tensión, que se había multiplicado por cien en el transcurso del breve rato, apenas una hora, que había pasado en compañía de su marido entre la ópera y el baile. Aquel débil rayo de esperanza —encontrar en un individuo perezoso y afable un amigo y consejero valioso— se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, en el preciso instante en que se vio a solas con él. El mismo sentimiento de amable desprecio que se experimenta por un animal o un sirviente fiel le hizo apartarse con una sonrisa del hombre que hubiera debido ser su apoyo moral en la angustiosa crisis que atravesaba; que hubiera debido ser consejero frío y objetivo cuando los sentimientos y el cariño femeninos la arrastraban de un extremo a otro, dividiéndola entre el amor hacia su hermano, que se encontraba lejos y en peligro de muerte, y el horror ante el terrible servicio que Chauvelin la obligaba a prestar a cambio de la seguridad de Armand.
Allí estaba él, el apoyo moral, el consejero frío y objetivo, rodeado por un grupo de jóvenes petimetres, descerebrados y necios, que se repetían unos a otros, dando muestras de encontrarlo muy divertido, unos versitos que acababa de inventar.
Marguerite oía aquellas palabras ridículas y absurdas por todas partes; al parecer, la gente no tenía otra cosa de qué hablar. Incluso el príncipe le había preguntado, riendo, qué le había parecido la última obra poética de su marido.
—Lo hice mientras me anudaba la corbata —había dicho sir Percy a su cohorte de admiradores.
Lo buscan por aquí, lo buscan por allá;
los malditos franceses lo buscan sin cesar.
Nadie sabe dónde está; parece cosa de magia.
¿Dónde se habrá metido el Pimpinela Escarlata?
La de sir Percy rodaba por los brillantes salones. El príncipe estaba encantado. Aseguraba que, sin Blakeney, la vida sería un desierto de aburrimiento. Cogiéndole del brazo, lo llevó a la sala de juegos, donde se enzarzaron en una prolongada partida de dados.
Sir Percy, cuyo mayor interés en las reuniones sociales parecía centrarse en la mesa de juego, normalmente permitía a su esposa que coqueteara, bailara, se divirtiera o se aburriese cuanto quisiera. Y aquella noche, tras recitar su , dejó a Marguerite rodeada de una multitud de admiradores de todas las edades, deseosos y encantados de ayudarla a olvidar que en el espacioso salón había un ser alto y perezoso que había cometido la estupidez de creer que la mujer más inteligente de Europa se avendría a aceptar los prosaicos vínculos del matrimonio inglés.
Sus nervios sobreexcitados, la agitación y preocupación prestaban a la hermosa Marguerite Blakeney aún mayor encanto: escoltada por una auténtica bandada de hombres de todas las edades y nacionalidades, provocaba múltiples exclamaciones de admiración a su paso.
No estaba dispuesta a seguir pensando. Su educación, un tanto bohemia desde su más tierna edad, la había hecho fatalista. Pensaba que los acontecimientos se desarrollarían por sí solos, que no estaba en sus manos dirigirlos. Sabía que no podía esperar misericordia de Chauvelin. Aquel hombre había puesto precio a la cabeza de Armand, y había dejado que ella tomara la decisión de pagarlo o no.
Más adelante vio a sir Andrew Foulkes y lord Antony Dewhurst, que al parecer acababan de llegar. Observó que sir Andrew se dirigía inmediatamente al encuentro de la pequeña Suzanne de Tournay, y que al cabo de poco tiempo los dos jóvenes se las ingeniaban para quedarse a solas en el mullido alféizar de una ventana, para mantener una larga conversación, de la que ambos parecieron disfrutar.
Los dos hombres tenían mal aspecto y expresión preocupada, pero iban impecablemente vestidos, y su cortés actitud no dejaba entrever el menor indicio de la terrible catástrofe que se cernía sobre ellos mismos y sobre su jefe.
Marguerite adivinó que la Liga de la Pimpinela Escarlata no tenía la menor intención de abandonar su causa al observar a Suzanne, que declaraba abiertamente que su madre y ella tenían la absoluta certeza de que la Liga rescataría al conde de Tournay en el transcurso de los próximos días. Marguerite se preguntó de una forma vaga, contemplando a la brillante multitud del salón de baile alegremente iluminado, cuál de aquellos hombres distinguidos que la rodeaban sería el misterioso Pimpinela Escarlata, el cerebro de tan arriesgados planes, que tenía en sus manos el destino de vidas muy valiosas.
La invadió una curiosidad irrefrenable por conocerle, aunque llevaba meses oyendo hablar de él y habían aceptado su anonimato como todos los demás miembros de la alta sociedad; pero en esos momentos ansiaba saberlo —dejando aparte a Armand y, desde luego, a Chauvelin—, únicamente por ella misma, por la entusiasta admiración que siempre le habían inspirado su valentía y su astucia.
Naturalmente, que se encontraba en el baile saltaba a la vista, pues sir Andrew Foulkes y lord Antony Dewhurst esperaban reunirse con su jefe, y quizá que les diera una nueva .
Marguerite miró a todos, a los aristocráticos rostros normandos, a los sajones de cabello rubio y mandíbula cuadrada, a la casta de los celtas, más suave y gentil, y pensó cuál de ellos daba muestras de la fuerza, el valor y la astucia que le había permitido imponer su voluntad y su jefatura sobre varios caballeros ingleses de buena cuna, entre los que se corría el rumor de que era Su Alteza Real.
¿Sir Andrew Foulkes? Seguro que no, con sus dulces ojos azules, que miraban tiernos y anhelantes a la pequeña Suzanne, a quien su severa madre había apartado de aquel placentero . Marguerite le vio cruzar la habitación y quedarse solitario y perdido tras la desaparición de la delicada figura de Suzanne entre la multitud.
Le siguió con la mirada mientras se dirigía hacia la puerta, que daba a una pequeña cámara; después el caballero se detuvo y se apoyó en el dintel, mirando ansiosamente a su alrededor.
Marguerite logró deshacerse momentáneamente de su atento acompañante, y, esquivando los grupos, se dirigió hacia la puerta en la que se apoyaba sir Andrew. No hubiera sabido decir por qué deseaba estar cerca de él; quizá la empujaba una fatalidad todopoderosa, que tantas veces parece dominar el destino de los hombres.
De repente se detuvo; sintió como si se le parara el corazón; sus ojos, grandes y brillantes, se clavaron unos momentos en aquella puerta, y se apartaron de ella con la misma rapidez. Sir Andrew seguía en el umbral, con la misma actitud lánguida, pero Marguerite había visto con toda claridad que lord Hastings —uno de los jóvenes amigos de su marido que también formaba parte de la pandilla del príncipe— le había deslizado algo en la mano al pasar casi rozándole.
Marguerite continuó inmóvil, observando unos momentos, apenas un instante, e inmediatamente prosiguió su camino hacia la puerta por la que acababa de desaparecer sir Andrew, simulando despreocupación de una forma admirable, pero apretando el paso.
Desde el momento en que Marguerite vio a sir Andrew apoyado en el dintel de la puerta hasta que le siguió hasta la pequeña cámara que había detrás transcurrió menos de un minuto. El destino suele ser veloz cuando se prepara para asestar un golpe.
Lady Blakeney dejó de existir bruscamente. Era Marguerite St. Just quien estaba allí; Marguerite St. Just, que había pasado su infancia y los primeros años de su juventud en los brazos protectores de su hermano Armand. Olvidó todo lo demás: su rango, su dignidad, su entusiasmo secreto, todo salvo que la vida de Armand corría peligro, y que allí, a poco más de cinco metros de donde ella estaba, en la pequeña cámara desierta, podía encontrarse el talismán que salvaría a su hermano, en manos de sir Andrew.
Apenas transcurrieron treinta segundos entre el momento en que lord Hastings deslizara el misterioso «algo» en la mano de sir Andrew y el momento en que Marguerite llegó a la habitación vacía. Sir Andrew estaba de espaldas a ella, junto a una mesa sobre la que se apoyaba un enorme candelabro de plata. El joven tenía un papel en la mano, y cuando entró Marguerite lo sorprendió intentando descifrar su contenido.
Silenciosa, sin que su ceñido traje hiciera el menor ruido al rozar la gruesa alfombra, sin atreverse a respirar hasta haber cumplido su propósito, Marguerite se acercó a sir Andrew… En ese momento él se dio la vuelta y la vio; Marguerite emitió un gemido, se pasó la mano por la frente, y murmuró débilmente:
—En esa habitación hace un calor espantoso… Estoy mareada… ¡Ah!…
Se tambaleó como si fuera a desplomarse, y sir Andrew, recuperándose rápidamente, arrugó la pequeña nota que estaba leyendo con la mano y llegó justo a tiempo de prestarle ayuda.
—¿Se siente mal, lady Blakeney? —preguntó muy preocupado—. Permítame que…
—No, no es nada… —le interrumpió inmediatamente—. Una silla…
Se desplomó en una silla que había junto a la mesa, y echando hacia atrás la cabeza, cerró los ojos.
—¡Bueno! —exclamó, aún débilmente—, se me está pasando el mareo… No se preocupe por mí, sir Andrew; le aseguro que ya me siento mejor.
En momentos así, no cabe duda —y los psicólogos insisten en ello— de que se pone en funcionamiento un sentido que no tiene nada que ver con los otros cinco; no es que veamos, ni que oigamos o toquemos, sino que parece como si hiciéramos las tres cosas a la vez. Marguerite estaba sentada con los ojos cerrados. Sir Andrew se encontraba justo detrás de ella, y a la derecha estaba la mesa con el candelabro de cinco brazos. La única visión que ocupaba la mente de Marguerite era la cara de Armand. Armand, cuya vida corría peligro inminente, y que parecía mirarla desde un fondo en que sobresalía borrosamente la multitud enfurecida de París, las paredes desnudas del Tribunal de Seguridad Pública, con Foucquier-Tinville, el acusador público, exigiendo la vida de Armand en nombre del pueblo de Francia, y la siniestra guillotina con su cuchilla manchada esperando otra víctima… ¡Armand!
El silencio fue absoluto durante unos momentos en la pequeña cámara. Las dulces notas de la gavota, el frufrú de los ricos vestidos, la charla y las risas de la alegre multitud del brillante salón de baile servían de extraño acompañamiento a la tragedia que se representaba en aquella habitación.
Sir Andrew no había pronunciado ni una palabra. De repente, el sexto sentido de Marguerite Blakeney empezó a actuar con fuerza. No veía, pues tenía los ojos cerrados; no oía, pues el ruido del salón de baile ahogaba el suave susurro de aquel papel decisivo; sin embargo, sabía, como si lo hubiera visto y oído, que sir Andrew estaba quemando la nota a la llama de una de las velas.
En el preciso instante en que prendió, abrió los ojos, levantó la mano, y delicadamente, con dos dedos, arrebató el papel ardiente al joven. Después apagó la llama, y se acercó el papel a la nariz con toda naturalidad.
—Qué detalle, sir Andrew —dijo—. Seguramente fue su abuela quien le enseñó que el olor del papel quemado es un remedio extraordinario para el mareo.
Suspiró con satisfacción, sujetando el papel con fuerza entre sus dedos enjoyados, el talismán que tal vez salvaría la vida de su hermano Armand. Sir Andrew la miraba, demasiado perplejo para comprender lo que realmente había pasado; le había cogido tan desprevenido, que parecía incapaz de entender el hecho de que del trozo de papel que Marguerite sujetaba con su delicada mano quizá dependiera la vida de su camarada.
Marguerite se echó a reír.
—¿Por qué me mira así? —preguntó coquetamente—. Le aseguro que me siento mucho mejor: su remedio ha resultado muy eficaz. En esta habitación hace fresco —añadió, con tranquilidad—, y el sonido de la gavota del salón de baile es fascinante y calma los nervios.
Siguió charlando despreocupada y amigablemente, mientras sir Andrew, desesperado, se rompía la cabeza intentando encontrar el método más rápido para arrebatarle el papel a aquella hermosa mujer. En su mente se agolparon pensamientos vagos y tumultuosos: de repente recordó la nacionalidad de Marguerite y, lo peor de todo, se acordó de la terrible historia que se contaba sobre el marqués de St. Cyr, que nadie había creído en Inglaterra por la reputación de sir Percy y de la propia lady Blakeney.
—¿Qué? ¿Aún sigue soñando? —dijo Marguerite, con una alegre carcajada—. ¡Qué poco galante es usted, sir Andrew! Y, ahora que lo pienso, me dio la impresión de que se asustó al verme hace un momento en lugar de alegrarse. Después de todo, creo que no ha quemado ese trocito de papel porque estuviera preocupado por mi salud, ni que su abuela le haya enseñado ese remedio… Juraría que lo que intentaba destruir era la última carta de amor de su dama. Vamos, confiéselo —añadió, levantando juguetonamente el papel—, ¿qué es lo que contiene? ¿Un ultimátum o una oferta de acabar como amigos?
—Sea lo que sea, lady Blakeney —dijo sir Andrew, que empezaba a recuperar el aplomo—, no cabe duda de que esta nota es mía, y…
Sin importarle que aquel acto se considerase de mala educación para con una dama, el joven se abalanzó hacia ella para arrebatársela; pero la mente de Marguerite fue más rápida que la del joven; su actuación, bajo la presión de la profunda excitación, más veloz y decidida. La muchacha era alta y fuerte; retrocedió y derribó la mesita Sheraton, que se encontraba en posición inestable, y que cayó con estrépito, junto al enorme candelabro.
Marguerite gritó, asustada.
—¡Las velas, sir Andrew…! ¡Deprisa!
Apenas ocurrió nada: una o dos velas se apagaron al caer el candelabro; otras derramaron un poco de cera sobre la costosa alfombra; otra prendió en la pantalla de papel que la cubría. Sir Andrew apagó las llamas con rapidez y habilidad y volvió a colocar el candelabro sobre la mesa; pero en realizar esta operación tardó varios segundos, segundos que bastaron a Marguerite para lanzar una rápida ojeada al papel y leer su contenido —una docena de palabras escritas con la misma caligrafía deformada que ya había visto en otra ocasión, rubricadas con el mismo dibujo una flor en forma de estrella en tinta roja.
Cuando sir Andrew volvió a mirarla, lo único que vio en su rostro fue preocupación por el accidente que acababa de ocurrir y alivio por su feliz conclusión. La nota, tan pequeña como decisiva, se había deslizado hasta el suelo. El joven se apresuró a recogerla, y cuando sus dedos se cerraron con fuerza sobre ella, en su rostro apareció una expresión de enorme alivio.
—¿No le da vergüenza estar haciendo estragos en el corazón de una duquesa impresionable mientras conquista el afecto de mi pequeña Suzanne, sir Andrew? —dijo Marguerite, moviendo la cabeza con un suspiro de coquetería—. ¡Vaya, vaya! Estoy convencida de que ha sido el mismísimo Cupido quien se ha puesto a su lado para amenazar al ministerio de Asuntos Exteriores con un incendio y obligarme a tirar ese mensaje de amor antes de que lo mancillaran mis ojos indiscretos. ¡Y pensar que con un momento más hubiera podido enterarme de los secretos de una duquesa pecadora!
—¿Me permite que reanude la interesante actividad que usted ha interrumpido, lady Blakeney? —dijo sir Andrew, con la misma calma que demostraba Marguerite.
—¡Claro que sí, sir Andrew! ¡Por nada del mundo osaría estorbar los planes del dios del amor una vez más! Quizá desencadenaría sobre sí un terrible castigo por mi atrevimiento. ¡Adelante, siga quemando su prenda de amor!
Sir Andrew ya había formado una larga pajuela retorciendo el papel y lo había colocado a la llama de la vela que no se había pagado. No reparó en la extraña sonrisa dibujada en el rostro de su hermosa contrincante, tan absorto estaba en la tarea de destruirlo. De haberla notado, quizá se hubiera borrado de su rostro la expresión de alivio. Contempló la fatídica nota mientras se rizaba bajo la llama. Al cabo de unos segundos cayó al suelo el último fragmento, y aplastó las cenizas con el pie.
—Y bien, sir Andrew —dijo Marguerite Blakeney, con la coquetería y el aplomo que la caracterizaban—, ¿se atreve a despertar los celos de su dama invitándome a bailar el minué?