La Pimpinela Escarlata

IX - El ultraje

IX - EL ULTRAJE

Al día de lluvia incesante siguió una noche preciosa e iluminada por las estrellas; una noche fresca y sosegada de finales de verano, típicamente inglesa por una leve insinuación de humedad y el aroma de la tierra mojada y las hojas goteantes.

El magnífico carruaje, tirado por cuatro de los mejores pura sangres de Inglaterra, recorrió la carretera de Londres, con sir Percy Blakeney en el pescante, sujetando las riendas con sus manos delgadas, femeninas, y a su lado, lady Blakeney, arropada en sus costosas pieles. ¡Un paseo de ochenta kilómetros en una noche de verano cuajada de estrellas! Marguerite acogió la idea con entusiasmo… Sir Percy era un conductor fantástico; sus cuatro pura sangres, que habían llegado a Dover un par de días antes, estaban descansados y prestarían aún mayor interés al viaje, y Marguerite disfrutó por anticipado de aquellas breves horas de soledad, con la suave brisa nocturna acariciando sus mejillas, sus pensamientos volando, ¿hacia dónde? Sabía por experiencia que sir Percy hablaría poco, o incluso no diría nada: la había llevado muchas veces en su hermoso coche durante horas enteras por la noche, sin hacer más que uno o dos comentarios sobre el tiempo o el estado de las carreteras desde el principio hasta el final del viaje. Le gustaba mucho conducir de noche, y Marguerite había adoptado rápidamente esta afición suya. Sentada a su lado hora tras hora, admirando su forma especial de llevar las riendas, con gran destreza, pensaba con frecuencia en qué pasaría por su torpe mente. El nunca se lo decía, y Marguerite jamás se atrevía a preguntar.

En , el señor Jellyband hacía su ronda nocturna, apagando las luces. Se habían marchado todos los parroquianos del bar, pero arriba, en los pequeños y acogedores dormitorios, el señor Jellyband tenía varios huéspedes importantes: la condesa de Tournay, con Suzanne, y el vizconde, y habían preparado otras dos habitaciones para sir Andrew Foulkes y lord Antony Dewhurst, por si los dos jóvenes decidían honrar el antiguo establecimiento pasando la noche allí. De momento, aquellos dos valientes se encontraban cómodamente instalados en el salón, ante la enorme hoguera de leña que, a pesar de la bonanza de la noche, habían alimentado para que ardiera alegremente.

—Oiga, Jelly, ¿se han marchado todos? —preguntó lord Tony al honrado posadero, que seguía con su tarea de recoger vasos y jarros.

—Todo el mundo, como puede ver, señor.

—¿Y se han acostado los criados?

—Todos menos el chico que sirve en la cantina, y ése —añadió riendo—, supongo que se quedará dormido dentro de poco, el muy bribón.

—Entonces, ¿podremos hablar aquí sin que nadie nos moleste durante media hora?

—Naturalmente, señor… Les dejaré las velas en el aparador… y sus habitaciones ya están preparadas… Yo duermo en el piso de arriba, pero si su señoría grita un poco fuerte, estoy seguro de que le oiré.

—Muy bien, Jelly… y… oiga, apague la lámpara. Con la hoguera tenemos suficiente luz, y no queremos que se fije en nosotros quien pase por la calle.

—De acuerdo, señor.

El señor Jellyband hizo lo que le habían ordenado: apagó la vieja y pintoresca lámpara que colgaba de las vigas del techo y sopló las velas.

—Tráiganos una botella de vino, Jelly —propuso sir Andrew.

—¡Muy bien, señor!

Jellyband salió a buscar el vino. La habitación había quedado prácticamente a oscuras, salvo por el círculo de luz rojiza y danzarina que formaban los destellantes leños del hogar.

—¿Alguna cosa más, caballeros? —preguntó Jellyband al volver con una botella de vino y dos vasos, que dejó en la mesa.

—Eso es todo, Jelly. Gracias —contestó lord Tony.

—¡Buenas noches, señores!

—¡Buenas noches, Jelly!

Los dos jóvenes se quedaron escuchando los pesados pasos del señor Jellyband, que resonaron en el pasillo y la escalera. Finalmente también se desvaneció ese ruido, y pareció quedar envuelto en el sueño, a excepción de los dos hombres que bebían en silencio junto a la chimenea.

Durante un rato no se oyó nada en el salón, a no ser el tic-tac del gran reloj de pie y el crujido de la leña quemándose.

—¿Todo bien esta vez, Foulkes? —preguntó al fin lord Antony.

Saltaba a la vista que sir Andrew estaba soñando despierto, contemplando el fuego, en el que sin duda veía un rostro bonito y pícaro, con grandes ojos pardos y una cascada de rizos oscuros enmarcando una frente infantil.

—Sí —contestó, reflexivo—. Todo bien.

—¿Ninguna dificultad?

—Ninguna.

Lord Antony se echó a reír de buen humor mientras se servía otro vaso de vino.

—Supongo que no hace falta que pregunte si el viaje te ha resultado agradable en esta ocasión…

—No, amigo mío. No hace falta que lo preguntes —replicó sir Andrew animadamente—. Ha estado bien.

—Entonces, a la salud de la muchacha —dijo lord Tony en tono jovial—. Es una guapa mocita, aunque francesa. Y también brindo por tu noviazgo, porque florezca y prospere maravillosamente.

Vació el vaso hasta la última gota, y a continuación se puso al lado de su amigo, junto al hogar.

—Bueno, supongo que el siguiente viaje lo harás tú, Tony —dijo sir Andrew, interrumpiendo sus reflexiones—. Tú y Hastings, y espero que la tarea os resulte tan agradable como a mí y que tengáis una compañera de viaje tan encantadora como la que he tenido yo. Tony, no puedes hacerte idea de…

—¡No! ¡No puedo hacérmela! —le interrumpió su amigo amablemente—. Pero te creo. Y ahora —añadió, con una repentina expresión de seriedad en su rostro joven y alegre—, ¿qué te parece si entramos en materia?

Los dos jóvenes acercaron sus sillas, e instintivamente, a pesar de encontrarse a solas, bajaron la voz hasta hablar en un susurro.

—En Calais vi a Pimpinela Escarlata a solas unos momentos —dijo sir Andrew— hace un par de días. Llegó a Inglaterra dos días antes que nosotros. Había escoltado al grupo desde París y, ¡parece increíble!… Iba vestido como una vieja vendedora del mercado, y hasta que salieron de la ciudad, fue conduciendo el carro cubierto en el que iban la condesa de Tournay, mademoiselle Suzanne y el vizconde, escondidos entre nabos y coles. Por supuesto, ellos ni siquiera sospechaban quién era el conductor. Tuvo que pasar entre la soldadesca y una muchedumbre vociferante que gritaba: «», pero el carro pasó junto a otros del mercado, y Pimpinela Escarlata, con chal, faldas y capucha gritaba: «», más fuerte que nadie. De verdad que ese hombre es prodigioso —añadió el joven, con los ojos despidiendo destellos de entusiasmo y admiración por su querido jefe—. Tiene una cara dura impresionante, ¡te lo juro!… y gracias a eso puede hacer lo que hace.

A lord Antony, cuyo vocabulario era más limitado que el de su amigo, sólo se le ocurrieron uno o dos juramentos para expresar la admiración que sentía por su jefe.

—Quiere que Hastings y tú os reunáis con él en Calais —dijo sir Andrew más calmado—, el día dos del mes que viene. Veamos… Eso es el próximo miércoles.

—Sí.

—Naturalmente, esta vez es el caso del conde de Tournay. Se le presenta una tarea muy peligrosa al conde, pues después de que el Comité de Salud Pública lo declarase «sospechoso», escapó de su castillo y ahora está condenado a muerte. Su fuga fue una obra maestra del ingenio de Pimpinela Escarlata.

Sacar al conde de Francia va a ser una diversión como pocas, y escaparéis por los pelos, si es que lo conseguís. St. Just ha ido a buscarlo. Naturalmente, nadie sospecha todavía de St. Just, pero después de eso… ¡Sacarlos a los dos del país! Me consta que va a ser un trabajo difícil, que pondrá a prueba el ingenio de nuestro jefe. Me gustaría que me ordenaran que formara parte del grupo.

—¿Tienes instrucciones especiales para mí?

—¡Sí! Y mucho más precisas que de costumbre. Parece ser que el gobierno republicano ha enviado a un agente autorizado a Inglaterra, un hombre llamado Chauvelin, que, según dicen, detesta a nuestra liga, y está decidido a averiguar la identidad de nuestro jefe, para secuestrarlo la próxima vez que intente poner el pie en Francia. El tal Chauvelin se ha traído un verdadero ejército de espías, y hasta que el jefe no los descubra a todos, piensa que debemos vernos lo menos posible para tratar asuntos relacionados con la liga, y no debemos hablarnos en lugares públicos durante algún tiempo por ningún motivo. Cuando quiera comunicarse con nosotros, ya ideará algo para hacérnoslo saber.

Los dos jóvenes estaban inclinados sobre el fuego, porque las llamas se habían extinguido, y sólo el destello rojizo de las ascuas moribundas arrojaba una luz lívida sobre un estrecho semicírculo frente al hogar. El resto de la habitación estaba envuelta en completas tinieblas. Sir Andrew sacó una cartera de bolsillo, extrajo un papel y lo desdobló, y los dos juntos intentaron leerlo a la débil luz rojiza de la hoguera. Tan embebidos estaban en esa tarea, tan absortos en la causa, tan en serio se tomaban su actividad y aquel documento que, salido de las manos de su adorado jefe, era sumamente valioso, que únicamente tenían ojos y oídos para el papel. No percibían los ruidos que había a su alrededor, de la ceniza crujiente que caía del hogar, del monótono tic-tac del reloj, del leve susurro, casi imperceptible, de algo que se deslizó junto a ellos, en el suelo. De debajo de los bancos salió una figura; con movimientos silenciosos, como de serpiente, se acercó a los dos jóvenes, sin respirar, arrastrándose por el suelo, en medio de la negrura de tinta de la habitación.

—Tienes que leer estas instrucciones y aprenderlas de memoria —dijo sir Andrew—. Después, destruye el papel.

Iba a guardarse la cartera en el bolsillo cuando un trocito de papel cayó aleteando al suelo. Lord Antony se agachó y lo recogió.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Se te acaba de caer del bolsillo. Desde luego, no parecía estar con el otro.

—¡Qué raro! ¿Cómo habrá venido a parar aquí? Es del jefe —añadió, mirando el papel.

Los dos se agacharon para intentar descifrar la diminuta nota en que habían garabateado a toda prisa unas cuantas palabras y, de repente, les llamó la atención un leve ruido que parecía venir del pasillo.

—¿Qué es eso? —dijeron a la vez. Lord Antony atravesó la habitación, llegó a la puerta y la abrió de par en par, bruscamente. En ese mismo momento recibió un terrible golpe entre los ojos, que lo hizo retroceder violentamente hacia la habitación. Al mismo tiempo, la figura agazapada en la oscuridad se irguió y se abalanzó sobre sir Andrew, que, desprevenido, se desplomó en el suelo.

Todo ocurrió en el breve espacio de dos o tres segundos, y sin darles tiempo a lanzar un grito ni a hacer el menor movimiento para defenderse, dos hombres redujeron a lord Antony y sir Andrew, les pusieron una mordaza, y los colocaron uno contra la espalda del otro, con brazos, manos y piernas fuertemente atados.

En el ínterin, un hombre había cerrado la puerta sin hacer ruido; llevaba un antifaz y permanecía inmóvil mientras los otros dos terminaban su trabajo.

—¡Todo listo, ciudadano! —dijo uno de ellos, tras examinar por última vez las ligaduras de los dos jóvenes ingleses.

—¡Muy bien! —replicó el hombre de la puerta—. Ahora registradles los bolsillos y dadme todos los papeles que encontréis.

Los hombres llevaron a cabo la orden inmediatamente, en silencio. El enmascarado, tras tomar posesión de los papeles, prestó oídos unos instantes por si había ruidos en . Visiblemente satisfecho de que aquel vil atropello no hubiera tenido testigos, volvió a abrir la puerta y señaló el pasillo con ademán imperioso. Los cuatro hombres levantaron a sir Andrew y lord Antony del suelo, y tan silenciosamente como habían llegado, sacaron de la posada a los dos valientes jóvenes amordazados y se internaron en las tinieblas de la carretera de Dover.

En el salón de la posada, el enmascarado que había dirigido la osada operación ojeaba rápidamente los papeles robados.

—El trabajo de hoy no ha estado nada mal —murmuró, quitándose pausadamente el antifaz, y sus ojos pálidos y zorrunos brillaron al fulgor rojizo del fuego—. Pero que nada mal.

Abrió un par de cartas más de la cartera de sir Andrew Foulkes, y se fijó en la minúscula nota que los dos jóvenes ingleses apenas habían tenido tiempo de leer; pero una carta en particular, firmada por Armand St. Just, pareció proporcionarle una extraña satisfacción.

—Así que Armand St. Just es un traidor —murmuró—. Ahora, hermosa Marguerite Blakeney, creo que me ayudarás a buscar a Pimpinela Escarlata —añadió cruelmente, apretando los dientes.

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