La Pimpinela Escarlata

XX - El amigo

XX - EL AMIGO

Al cabo de menos de media hora, Marguerite, absorta en sus pensamientos, se encontraba en el interior de su carruaje, que la llevaba velozmente a Londres.

Antes se había despedido cariñosamente de la pequeña Suzanne, tras haberse asegurado de que la niña se instalaba en su propio coche para regresar a casa en compañía de su doncella. Envió un mensajero con una respetuosa misiva en que presentaba sus disculpas a Su Alteza Real, rogándole que suspendiera su augusta visita, pues un asunto urgente e imprevisto, le impedía atenderle, y otro que se encargaría de apalabrar una posta de caballos en Faversham.

A continuación se cambió el vestido de muselina por un traje y una capa de viaje en tonos oscuros, cogió dinero —que su marido siempre ponía generosamente a su disposición— y partió.

No trató de engañarse con esperanzas vanas e inútiles; sabía que, para garantizar la seguridad de su hermano, era condición indispensable la inminente captura de Pimpinela Escarlata. Como Chauvelin le había devuelto la comprometedora carta de Armand, no cabía la menor duda de que el agente francés estaba convencido de que Percy Blakeney era el hombre al que había jurado enviar a la guillotina.

¡No! ¡En esos momentos no podía permitirse que el cariño le hiciera concebir vanas esperanzas! Percy, su esposo, el hombre al que amaba con todo el ardor que la admiración por su valentía había encendido en ella, se encontraba en peligro de muerte, y por su culpa. Le había delatado a su enemigo —involuntariamente, era cierto—, pero le había delatado al fin y al cabo, y si Chauvelin lograba apresarlo, pues de momento Percy desconocía ese peligro, su muerte recaería sobre la conciencia de Marguerite. ¡Su muerte! ¡Si ella hubiera sido capaz de defenderlo con su propia sangre y de dar la vida por él!

Ordenó al cochero que la llevara a la posada de The Crown; una vez allí, le dijo que diera de comer a los caballos y que los dejara descansar. A continuación alquiló una silla y se dirigió a la casa de Pall Mall en que vivía sir Andrew Foulkes.

De entre todos los amigos de Percy que se habían alistado bajo su audaz estandarte, Marguerite prefería confiar en sir Andrew Foulkes. Siempre había sido amigo suyo, y en esos momentos, el amor del joven por la pequeña Suzanne le acercaba aún más a ella. Si no hubiera estado en casa, si hubiera acompañado a Percy en su loca aventura, quizá hubiera acudido a lord Hastings o lord Tony. Necesitaba la ayuda de uno de aquellos jóvenes, pues en otro caso se encontraría impotente para salvar a su marido.

Pero, afortunadamente, sir Andrew Foulkes estaba en casa, y su criado anunció a lady Blakeney de inmediato. Marguerite subió a los cómodos aposentos de soltero del joven, y se instaló en una pequeña sala, lujosamente amueblada. Al cabo de unos instantes hizo su aparición sir Andrew.

Saltaba a la vista que al enterarse de quién era la dama que había ido a verle se había sobresaltado, pues miró a Marguerite con preocupación, e incluso con recelo, mientras la recibía con las aparatosas reverencias que imponía el rígido protocolo de la época.

Marguerite no dio ninguna muestra de nerviosismo; estaba muy tranquila, y tras devolver al joven el complicado saludo, dijo pausadamente:

—Sir Andrew, no tengo el menor deseo de desperdiciar un tiempo que podría ser precioso en conversaciones inútiles. Tendrá que aceptar ciertas cosas que voy a decirle, pues carecen de importancia. Lo único que importa es que su jefe y camarada, Pimpinela Escarlata… mi marido… Percy Blakeney… se encuentra en peligro de muerte.

De haber albergado la menor duda sobre la verdad de sus deducciones, Marguerite hubiera podido confirmarlas en ese momento, pues sir Andrew, cogido completamente por sorpresa, se puso muy pálido, y fue incapaz de hacer el mínimo esfuerzo por desmentir sus palabras de una forma inteligente.

—No me pregunte por qué lo sé, sir Andrew —añadió Marguerite con la misma calma—. Gracias a Dios, lo sé, y quizá no sea demasiado tarde para salvarlo. Por desgracia, no puedo hacerlo yo sola, y por eso he venido a pedirle ayuda.

—Lady Blakeney —dijo el joven, tratando de recobrar el control de sí mismo—, yo…

—Por favor, escúcheme —le interrumpió Marguerite—. El asunto es el siguiente. La noche que el agente del gobierno francés les robó ciertos documentos cuando estaban en Dover, encontró entre ellos los planes que su jefe o alguno de ustedes pensaba llevar a cabo para rescatar al conde de Tournay y a otras personas. Pimpinela Escarlata, es decir, Percy, mi marido, ha iniciado esta aventura él solo esta misma mañana. Chauvelin sabe que Pimpinela Escarlata y Percy Blakeney son la misma persona. Lo seguirá hasta Calais, y allí lo apresará. Usted conoce tan bien como yo el destino que le aguarda en manos del gobierno revolucionario francés. No lo salvará la intercesión de Inglaterra, ni siquiera del mismísimo rey George. Ya se encargarán Robespierre y su banda de que la intercesión llegue demasiado tarde. Pero, además, ese jefe en el que tanta confianza se ha depositado, será involuntariamente la causa de que se descubra el escondite del conde de Tournay y de todos los que tienen sus esperanzas puestas en él.

Pronunció estas palabras con calma, desapasionadamente, y con una resolución firme, férrea. Su objetivo consistía en lograr que aquel hombre la creyera y la ayudara, pues no podía hacer nada sin él.

—No entiendo a qué se refiere —insistió sir Andrew, intentando ganar tiempo, pensar qué debía hacer.

—Yo creo que sí lo entiende, sir Andrew. Tiene que saber que lo que digo es verdad. Por favor, enfréntese con los hechos. Percy ha zarpado rumbo a Calais, supongo que hacia un lugar solitario de la costa, y Chauvelin le persigue. El agente francés se dirige a Dover en coche de posta, y es probable que cruce el canal de la Mancha esta misma noche. ¿Qué cree usted que ocurrirá?

El joven guardó silencio.

—Percy llegará a su punto de destino sin saber que le están siguiendo, irá a buscar a De Tournay y los demás —entre los que se encuentra mi hermano, Armand St. Just—, irá a buscarlos uno por uno seguramente, sin saber que los ojos más sagaces del mundo observan todos sus movimientos. Cuando haya delatado involuntariamente a quienes confían ciegamente en él, cuando ya no puedan sacarle más partido y esté a punto de regresar a Inglaterra, con las personas a las que ha ido a salvar corriendo tantos riesgos, las puertas de la trampa se cerrarán a su alrededor y acabará su noble vida en la guillotina.

Sir Andrew siguió en silencio.

—No confía usted en mí —dijo Marguerite apasionadamente—. ¡Dios mío! ¿Acaso no ve que estoy desesperada? Dígame una cosa —añadió, agarrando repentinamente al joven por los hombros con sus manecitas—. ¿Realmente le parezco el ser más despreciable del mundo, una mujer capaz de traicionar a su propio marido?

—¡No permita Dios que le atribuya motivos tan ruines, lady Blakeney!, pero… —dijo sir Andrew al fin.

—Pero ¿qué?… Dígame… ¡Vamos, rápido! ¡Cada segundo es precioso!

—¿Podría usted explicarme quién ha ayudado a monsieur Chauvelin a obtener la información que posee? —le preguntó a bocajarro, mirándola inquisitivamente a los azules ojos.

—Yo —respondió Marguerite con calma—. No voy a mentirle, porque quiero que confíe totalmente en mí. Pero yo no tenía ni idea… ¿cómo podía tenerla? de la identidad de Pimpinela Escarlata… y la recompensa por mi actuación era la vida de mi hermano.

—¿Le recompensa por ayudar a Chauvelin a apresar a Pimpinela Escarlata?

Marguerite asintió.

—Sería inútil contarle cómo me obligó a hacerlo. Armand es algo más que un hermano para mí, y yo… ¿cómo podía adivinarlo?… Pero estamos desperdiciando el tiempo, sir Andrew… Cada segundo es precioso… ¡En el nombre de Dios! ¡Mi marido está en peligro!… ¡Su amigo, su camarada! ¡Ayúdeme a salvarlo!

La situación de sir Andrew era francamente incómoda. El juramento que había prestado ante su jefe y camarada le obligaba a la obediencia y el secreto; y sin embargo, aquella hermosa mujer, que le pedía que la creyera, estaba desesperada, de eso no cabía duda; y tampoco cabía duda de que su amigo y jefe se encontraba en grave peligro, y…

—Lady Blakeney —dijo al fin—, Dios sabe que me ha dejado usted tan perplejo que ya no sé cuál es mi obligación. Dígame qué quiere que haga. Somos diecinueve hombres dispuestos a ofrecer nuestra vida por Pimpinela Escarlata si se encuentra en peligro.

—En estos momentos no hace falta sacrificar ninguna vida, amigo mío —replicó Marguerite secamente—. Mi ingenio y cuatro caballos veloces serán suficientes, pero tengo que saber dónde puedo encontrar a mi marido. Mire —añadió, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—, me he humillado ante usted, admitiendo la falta que he cometido. ¿Tendré que confesarle también mi debilidad?… Mi marido y yo hemos estado muy alejados, porque él no confiaba en mí, y porque yo estaba demasiado ciega para entender lo que ocurría. Tiene usted que reconocer que la venda que me había puesto en los ojos era muy gruesa. ¿Es de extrañar que no viera nada? Pero anoche, después de hacerle caer involuntariamente en esta situación tan peligrosa, la venda se desprendió bruscamente de mis ojos. Aunque usted no me ayudara, sir Andrew, lucharía a pesar de todo por salvar a mi marido, pondría en juego toda mi capacidad por él; pero es probable que me vea impotente, pues podría llegar demasiado tarde, y en ese caso, a usted sólo le quedaría un terrible remordimiento para toda la vida, y… y… a mí, un dolor insoportable.

—Pero, lady Blakeney —dijo sir Andrew, conmovido por la seriedad de las palabras de aquella mujer de exquisita belleza—, ¿no comprende que lo que quiere hacer es una tarea de hombres? No puede ir a Calais usted sola. Correría tremendos riesgos, y las posibilidades de encontrar a su marido son remotísimas, aunque yo le dé indicaciones muy precisas.

—Ya sé que correré riesgos —murmuró Marguerite dulcemente—, y que el peligro es grande, pero no me importa. Son muchas las culpas que tengo que expiar: Pero me temo que está usted equivocado. Chauvelin está pendiente de los movimientos de todos ustedes, y no se fijará en mí. ¡Deprisa, sir Andrew! El coche está preparado, y no podemos perder ni un minuto… ¡Tengo que encontrarlo! —repitió con vehemencia casi frenéticamente—. ¡Tengo que prevenirle de que ese hombre le persigue…! ¿Es que no lo entiende… es que no entiende que tengo que encontrarle aunque sea… aunque sea demasiado tarde para salvarle? Al menos… al menos estaré con él en el último momento…

—Bien, señora; estoy a sus órdenes. Cualquiera de mis camaradas y yo mismo daríamos gustosos nuestra vida por su marido. Si usted quisiera marcharse…

—No, amigo mío. ¿No se da cuenta de que me volvería loca si le dejara ir sin mí? —Le tendió la mano—. ¿Confiará en mí?

—Estoy esperando sus órdenes —se limitó a repetir sir Andrew.

—Escúcheme con atención. Tengo el coche preparado para ir a Dover. Sígame lo más rápidamente que le permitan sus caballos. Nos veremos al anochecer en . Chauvelin evitará esa posada, porque allí le conocen, y pienso que es el lugar más seguro para nosotros. Aceptaré de buen grado su compañía hasta Calais… Como usted ha dicho, es posible que no dé con sir Percy aunque usted me explique lo que debo hacer. En Dover fletaremos una goleta, y cruzaremos el canal por la noche. Si está dispuesto a hacerse pasar por mi lacayo, creo que no lo reconocerán.

—Estoy a su entera disposición, señora —replicó el joven con la mayor seriedad—. Ruego a Dios que aviste usted el antes de que lleguemos a Calais. Con Chauvelin pisándole los talones, cada paso que dé Pimpinela Escarlata en suelo francés estará plagado de peligros.

—Que Dios le oiga, sir Andrew. Pero debemos despedirnos ahora mismo. ¡Nos veremos mañana en Dover! Esta noche, Chauvelin y yo disputaremos una carrera en el canal de la Mancha, y el premio será la vida de Pimpinela Escarlata.

Sir Andrew besó la mano a Marguerite y la acompañó hasta su silla. Al cabo de un cuarto de hora, lady Blakeney se encontraba de nuevo en The Crown, donde le esperaban el coche y los caballos, listos para emprender el viaje. A los pocos momentos galopaban estruendosamente por las calles de Londres, y a continuación se internaron en la carretera de Dover a una velocidad de vértigo.

Marguerite no tenía tiempo para la desesperación. Había acometido su tarea y no le quedaba ni un minuto libre para pensar. Con sir Andrew Foulkes por compañero y aliado, renació la esperanza en su corazón.

Dios sería misericordioso. No permitiría que se cometiera un crimen tan espantoso, la muerte de un hombre valiente a manos de una mujer que lo amaba, que lo adoraba, y que hubiera muerto gustosa por él.

Los pensamientos de Marguerite volaron hacia él, hacia el héroe misterioso, al que siempre había amado sin saberlo cuando aún no conocía su identidad. En los viejos tiempos, lo llamaba burlonamente el oscuro rey que dominaba su corazón, y de repente había descubierto que aquel enigmático personaje al que adoraba y el hombre que amaba apasionadamente eran el mismo. No es de extrañar que en su mente empezaran a brillar débilmente escenas más felices. Pensó, de una forma vaga, en lo que le diría a su marido cuando se encontraran cara a cara una vez más.

Había experimentado tanta angustia y tanto nerviosismo en el transcurso de las últimas horas, que en aquellos momentos se permitió el lujo de abandonarse a pensamientos más esperanzados y alegres.

Poco a poco, el retumbar de las ruedas del coche, con su incesante monotonía, actuó como un bálsamo sobre sus nervios: sus ojos, doloridos por el cansancio y las muchas lágrimas que no había derramado, se cerraron involuntariamente, y se sumió en un sueño intranquilo.

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