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cuesta de un sendero arenoso que llevaba desde los árboles al puente, ese otro puente famoso de las historias de aparecidos, el grande que lleva a la colina frondosa en la que se alzan la iglesia encalada que tiene a su vera el camposanto.
Hasta ese preciso momento, el pánico que también sentía el pobre penco parecía otorgarle cierta ventaja sobre el fantasma, aun cuando, desde luego, no fuera tan buen jinete como el decapitado... Pero cuando llevaba recorrida no más de la mitad del sendero, sintió que se le aflojaban las cinchas de la silla de montar y algo así como si su penco se le escurriera entre las piernas. Trató de equilibrarse y de asir la silla de montar con las piernas, para que no se le fuera, pero nada; se salvó de una terrible caída, y del consiguiente batacazo, aferrándose con todas sus fuerzas al cuello y a las crines del penco, mientras su silla caía irremediablemente al suelo y era pisoteada, lo oyó perfectamente, por los cascos del caballo del fantasma que estaba a punto de darle alcance. Así y todo, pensó en la ira de Hans Van Ripper cuando le contara que había destrozado su silla de montar preferida, la que solía poner los domingos a su montura... Pero fue sólo un instante; lo que sufría ahora era insuperable; los enfados de Van Ripper resultaban una tontería comparado con aquello... Sentía cada vez más cercano al fantasma; Ichabod, que no era precisamente un jinete indio, iba peor que mal montando a pelo y a todo galope, y a punto estaba de caerse por un lado, cuando lograba rehacerse y a punto estaba de caer por el otro lado; además, golpeaban tan brutalmente sus nalgas contra los huesos del penco, que le parecía inminente el batacazo; al menos así, se decía, si se tronchaba el cuello acabaría de una vez por todas aquella pesadilla...
Un claro entre los árboles le hizo cobrar mayor confianza, sin embargo, y ansió embocar el puente que conducía a la iglesia cuanto antes, ya que era aquél el camino que había tomado inopinadamente su caballo. La luz de la luna, que caía trémula sobre las aguas, le hizo saber que no erraba en sus pronósticos. Vio casi acto seguido el encalado de la iglesia, que refulgía en la oscuridad a través de los árboles; recordar que allí, en el puente, se había esfumado el fantasma cuando compitió contra Brom el Huesos, le hizo sentir alivio. «Si llego en cabeza al puente estaré a salvo», pensó; y justo en ese momento oyó a sus espaldas el resoplido del caballo del fantasma, un caballo igualmente fantasmagórico, que casi le quemaba; volvió a fustigar al viejo Pólvora y cruzó en cabeza el puente, levantando un estrépito de tablas bajo su galope.
Ya del otro lado, no pudo evitar volverse con la esperanza de que, al igual que en el relato del fanfarrón, y cual parecía norma en los fantasmas, se hubiera hecho una llamarada de fuego su perseguidor, esfumándose de inmediato... Pero lo que vio, empero, fue mucho más aterrador; se irguió el jinete en su montura sobre los estribos, tomó su cabeza con una mano y la lanzó con fuerza hacia Ichabod, que no pudo esquivar tan espantoso proyectil... La cabeza del fantasma se estrelló contra la suya con un sonido de piedras que se entrechocaran... Cayó a tierra; Pólvora, el jinete decapitado y su caballo negro pasaron por encima de aquel cuerpo yaciente como una simple brisa.
A la mañana siguiente el malencarado Van Ripper encontró su viejo caballo a las puertas de su casa, sin montura, claro, y arrastrando la brida... El pobre penco, sabio a fin de cuentas, saciaba su hambre y trataba de olvidarse de la noche anterior arrancando a mordiscos puñados de hierba. Ichabod, por el contrario, no hizo acto de presencia, a pesar de que era la hora del desayuno. Llegó la hora del almuerzo, y por muy raro que le pareciera al granjero, tampoco apareció. Sin él en la escuela, los alumnos pasaban el rato junto al riachuelo; nadie sabía nada acerca de su maestro...