La leyenda de Sleepy Hollow

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muchachos, sírvanse ustedes mismos cuanto quieran, que no tiene que quedar nada en las fuentes».

No pasó mucho rato hasta que desde el salón contiguo se dejara sentir una música que invitaba al baile. El músico era un viejo negro de cabello plateado, toda una orquesta ambulante él solo, durante más de medio siglo, de un lado a otro por los pueblos, villas y aldeas de la región. Tocaba un violín tan viejo y averiado como él mismo, del que sin embargo extraía alegres melodías, acompañando los rápidos movimientos de su arco con unos no menos rítmicos movimientos de su cabeza; cada vez que una nueva pareja se lanzaba a bailar, saludaba su presencia inclinándose hasta casi tocar el suelo y pegaba un fuerte zapatazo para animarles.

En lo que a Ichabod de refiere, baste decir que se consideraba tan buen bailarín como cantante de salmos. . Ni una sola de sus fibras, ni uno solo de sus miembros, era ajeno a la música cuando se lanzaba a bailar; su figura tan poco grácil, bailando hasta casi desmadejarse, podría haber hecho pensar a cualquier que el mismísimo San Vito, el bendito patrón del baile, como es bien sabido, había bajado a la tierra desde los cielos para danzar sin descanso entre los hombres. Tanto se movía el maestro, que despertaba la admiración entre los negros de todas las edades y estaturas, los cuales, llegados de las granjas vecinas, se apiñaban en las ventanas del salón, por fuera, para contemplar aquel jolgorio. Las blancas bolas de sus ojos giraban divertidas al verle y una sonrisa de dientes de marfil les llenaba la cara, pues nadie como ellos para apreciar la excelencia de aquellos movimientos, realmente difíciles... ¿Cómo era posible que aquel maestro tan terrible, martillo de niños herejes y holgazanes, fuese así de divertido? Era su pareja de baile, por cierto, la dueña de su corazón, la hija del buen Van Tassel, y respondía con sonrisas a los guiños de ojos y otras morisquetas que él le hacía mientras se daba sin freno a las más diversas e imposibles contorsiones; a Brom, espectador impaciente de todo aquello, le hervían los huesos de rabia en el puchero de los rencores, mientras tanto; sentado en una esquina, ahora solo, sin nadie que le diera conversación ni le riese cualquier gracia, o lo alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se mordía los puños por culpa de los celos.

Acabado el baile, Ichabod mostró interés en la conversación que mantenían Balt Van Tassen y un grupo de hombres ya de edad provecta y al parecer muy enterados.

Fumaban plácidamente, mientras conversaban sentados en el porche, y yéndose a otros tiempos hablaban de viejas historias de la guerra.

La región toda había sido el escenario en que se libraran grandes e importantes batallas; había sido testigo, pues, de hechos cruciales y de las hazañas de muchos hombres. No muy lejos de donde se hallaba el grupo de granjeros habían librado duros combates las tropas inglesas contra las americanas, lo que hizo que vieran aquellas tierras, en tiempos, llegar a gentes procedentes de innumerables fronteras; las había de toda condición: emigrados que huían o que buscaban empleo, vaqueros, aventureros, soldados de fortuna.. Tanto tiempo había pasado ya de aquello, sin embargo, que cada uno de los hombres reunidos en el porche del granjero holandés contaba su historia con un halo de leyenda; en lo incierto y vago de la memoria, evitar un toque de ilusión en lo que se cuenta, evitar narrar los hechos pretendidos sin tenerse uno por su máximo protagonista, resulta cosa poco menos que imposible, por lo que cada uno tenía su historia que contar, a cada cual más extraordinaria.

Así de emocionadamente, por ejemplo, hizo uno de aquellos hombres el relato de las aventuras de Doffue Martling, un holandés de barbas azuladas, según era fama, que hubiera podido hacerse con el control de una fragata inglesa él solo, no más que con un pequeño cañón del calibre noveno, viejo y oxidado, además, de no haberle explotado 

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