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El vello del pobre pedagogo se erizaba a impulsos del terror que lo embargaba.
¿Qué podía hacer o decir? Era demasiado tarde para girar la grupa de su caballo y escapar por donde había venido; además, podía tratarse de un espectro, de un fantasma, de un espíritu, seres del aire capaces de atravesarlo incluso de cara al viento.
Así que, haciendo acopio de los últimos rescoldos de valor y de cordura que ardían en su pecho y en su cabeza, y a despecho de su voz en un hilo, escuchó no sin sorpresa que de su boca salía una pregunta: «Quién eres?» Como la sombra no respondiera repitió la pregunta. Y tampoco obtuvo respuesta. Así que no le quedó otra que atizar con la fusta de nuevo al maldito Pólvora, clavándole con saña los tacones una vez más, cantar con voz temblorosa y en un puro grito uno de sus salmos y galopar por donde había llegado... Mas justo entonces la sombra se interpuso en su camino, abandonando su anterior escondite, para cerrarle el paso. Ahora, a corta distancia, podía distinguir mejor la sombra, que adquiría forma: a pesar de la lobreguez de la noche vio a un jinete corpulento que montaba un altísimo y muy fuerte caballo negro.
No parecía ni molesto ni amigable. Ichabod, no obstante, hizo que su caballo siguiera, al paso ahora, y cuando llegó a su altura el jinete se apartó, lo dejó pasar, y luego siguió junto al maestro, situando su caballo del lado por el que no veía su penco, que ahora parecía tranquilo y manso, manejable.
Concluyó Ichabod su salmo y se decidió entonces a mirar a su nocturno compañero, a pesar del miedo, recordando de golpe aquella aventura de la apuesta que narrara Brom el Huesos... Eso fue lo que le hizo fustigar de nuevo a su penco, en la esperanza de dejar atrás al fantasma... Mas picó espuelas el jinete maldito para alcanzarlo de nuevo, sin mayor esfuerzo de su montura. Al maestro no se le ocurrió otra cosa que tirar atrás de las bridas, para hacer más lento el paso de su jamelgo. Pero el jinete hizo lo mismo. A Ichabod le latía entonces el corazón de manera que casi se le oía, más aún que el retumbar de los cascos de los caballos en el silencio de la noche.
Se puso a cantar otro salmo, que ahora, empero, no le salió; tenía la boca seca por el pánico, la lengua se le pegaba al paladar y no le salían ni una nota, ni una palabra de la primera estrofa... Su compañero nocturno parecía obstinado en su silencio, algo que aún le resultaba más temible al maestro. Pronto, empero, sabría el porqué.
Descendían ambos, emparejadas sus monturas, por la ladera de una leve colina, en la claridad que auspiciaba el fondo del firmamento y la ausencia en aquella zona de bosque, cuando se percató, aun mirándole de reojo, de que aquel ser era aún más corpulento de lo que ya de por sí le había parecido antes; y que no tenía cabeza, lo que hará comprender a cualquiera la clase de pánico que, sobre los ya padecidos, embargó ahora al pobre pedagogo... Mucho más, ni habría que decirlo, cuando comprobó cómo el jinete apoyaba su propia cabeza, que llevaba hasta entonces bajo un brazo, en el arzón de la silla de su caballo. Mil escalofríos, como latigazos, sacudieron de arriba abajo el cuerpo de Ichabod, empavorecido. No pudo pensar nada, ni considerar por más tiempo su situación; comenzó a pegar a su caballo con manos y pies... Pólvora, al menos, obedeció esta vez, lanzándose a galope tendido... Pero fue en vano, porque de inmediato tuvo de nuevo a su altura al jinete sin cabeza; galopaban en una enloquecida carrera, sacando chispas de las piedras los cascos de sus caballos; inclinado sobre el cuello de su penco, Ichabod sentía que su traje flotaba en el aire, lo que le complacía pues le daba la sensación de que podría dejar atrás al fantasma... Pero llegaron juntos hasta el cruce de caminos en el que se tomaba el que conducía hasta Sleepy Hollow; entonces, Pólvora, que parecía poseído por un demonio, cambió inopinadamente de rumbo, y en vez de girar a la derecha, como procedía, se tiró en su loca carrera por la 24
La leyenda de Sleepy Hollow Washington Irving
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