Página 9
con toda clase de cacharros de cocina entrechocándose, y montado él mismo a lomos de una yegua mansa a cuyo lado iba al paso un potrillo, camino de Tennessee, camino de Kentucky o camino de sólo Dios sabía dónde...
Cuando entró en la casa propiamente dicha, en aquella mansión, su corazón quedó definitivamente cautivo. Era una de esas casas de granja espaciosas, de tejado a dos aguas que llegaban casi hasta el suelo, según el tipo de construcción de los primeros colonos holandeses; unos tejados cuyos aleros, hacia afuera, al caer formaban pórticos en los que guarecerse en los días de lluvia, y de cuyas traviesas de madera colgaban arneses de caballerías, aperos de labranza y redes para pescar en el río cercano. Junto a los muros de la casa había bancos en los que sentarse a descansar en verano; una rueda de hilar en un extremo, y una mantequera en el otro, no hacían sino demostrar las posibilidades de hacer cosas diferentes y de provecho que brindaba tan espléndido porche.
El maestro, encantado con lo que veía, entró en la casa; lo primero que vio fue un magnífico aparador acristalado que guardaba la reluciente vajilla. En un rincón de la sala vieron sus ojos un gran saco lleno de lana presta para ser hilada; en otro, una pila de lino recién sacada del telar. Había en las paredes mazorcas de maíz, manzanas y melocotones secos en ristras, contrastando con el rojo fuerte de los pimientos igualmente colgados en ristras. Una puerta a medio abrir permitía ver el gran salón de la casa, en el que unas mesas de caoba purísima refulgían como espejos y las sillas que había en torno a ellas se aferraban al suelo sólidamente, con sus patas labradas. Ante el hogar, un morillo con pequeñas palas y tenazas y atizadores parecía un mazo de espárragos de hierro; sobre la repisa de la chimenea, macetas y conchas marinas; más arriba, en la pared, una cadena hecha con pequeños huevos de pájaro coloreados, y más abajo aun, pendía un tremendo huevo de avestruz. En una esquina, un anaquel descubierto, para que se viera bien, mostraba todo un tesoro de plata antigua y de piezas de porcelana de la China.
Desde el primer momento en que Ichabod paseó su mirada por aquellas maravillas quedó turbada su paz interior de siempre; a partir de aquel instante no hizo sino concentrarse y estudiar cómo ganarse los favores más afectuosos de aquella perla tan valiosa que era la hija de Van Tassel. Una empresa, sin embargo, que presentaba no pocas dificultades, muchas más de las que en otros tiempos se veían obligados a superar los caballeros andantes que sólo tenían que luchar contra gigantes, magos, dragones que expulsaban fuego por sus fauces y otras criaturas semejantes, fáciles de vencer con sólo echar abajo una puerta de hierro o de bronce, y unos cuantos muros de diamante; así accedían al castillo encantado donde presa les aguardaba la dama de sus amores, cosa tan simple como abrirse paso con un cuchillo a través de un pastel de Navidades. Allí la dama se arrojaba en brazos del caballero como la cosa más natural del mundo. Ichabod, por el contrario, tenía que luchar duro para conquistar el corazón de aquella damisela coqueta y caprichosa; un corazón que le latía como si se hubiese perdido en un laberinto de extravagancias y caprichosos, querencioso de una cosa ahora y de la contraria poco después; algo, en fin, que ofrece incontables quebraderos de cabeza si se trata de lograr una conquista amorosa, asunto para el que, encima, habría de hacer frente a los impedimentos que le opusieran aquellos rudos mozos del pueblo que en legión también pretendían a la hija del próspero holandés.
Eran muchos, pues, los fantasmas, de carne y hueso éstos, que se apostaban en los caminos del corazón de la muchacha a la espera de que ella los llamase; además, recelaban los unos de los otros, se dirigían terribles miradas de odio... Se mostraban, 10