Jane Eyre

XXXV

No se fue a Cambridge al día siguiente, como dijera. Aplazó su marcha una

semana, durante la cual me demostró cuán severamente puede un hombre bueno, pero

rígido, castigar a quien le ha infligido una ofensa. Sin exteriorizar hostilidad, sin palabra alguna de violencia, supo acreditar de modo palpable cuánto había decaído yo en su

opinión.

No es que John albergase anticristianos sentimientos de rencor, no es que fuese

capaz de tocar un cabello de mi cabeza, aunque ello le hubiera sido posible. Por inclinación y por principios, era opuesto a la venganza. Había perdonado mi injuria al decirle que le despreciaba a él y a su amor, pero no olvidaba las palabras ni las olvidaría mientras ambos viviésemos. Su aspecto me decía a las claras que estarían siempre grabadas en su alma, que flotarían en el aire entre él y yo y que las escucharía en mi voz siempre que le hablase.

No dejaba de conversar conmigo y, como de costumbre, me llamaba todas las

mañanas a su pupitre, pero yo notaba cómo lo que había de hombre en él gozaba, sin que su espíritu cristiano lo compartiese, en manifestar en todas sus frases y modales,

aparentemente iguales que los de siempre, la falta de interés y aprobación que antes daban una especie de austero encanto a su severidad. Para mí se había convertido en mármol. Sus ojos eran piedra fría y azul, su lengua un mero e indispensable instrumento de

conversación, y nada más.

Todo ello constituía para mí una refinada tortura, una tortura que hacía arder

íntimamente mi indignación. Comprendí que, si me hubiese casado con él, aquel hombre

bueno y puro como el agua de un profundo manantial, me hubiese matado en poco tiempo

sin verter una sola gota de mi sangre y sin que su conciencia, clara como el cristal,

experimentase el más leve remordimiento. Lo comprendí, sobre todo, cuando intenté una

reconciliación. Él no experimentaba compasión alguna, y ni le disgustaba el desacuerdo ni le agradaba el reconciliarse. Más de una vez mis lágrimas cayeron en la página sobre la que ambos estábamos inclinados, sin que le hiciesen más efecto que si su corazón hubiera sido de piedra o metal; sin embargo, con sus hermanas era más afectuoso que de costumbre,

como para hacerme notar más vivamente el contraste. Estoy segura de que lo hacia así, no por maldad, sino por principio.

La noche antes de marchar le encontré en el jardín, al oscurecer, y recordando que

aquel hombre, por muy lejano que ahora se mantuviese respecto a mí, me había salvado la vida en una ocasión y era, además, mi primo, traté de recuperar su amistad. Me acerqué a él, que estaba junto a la verja, y le hablé:

-John: siento mucho que estés disgustado conmigo todavía. Quedemos amigos.

-Creo que lo somos -repuso, con frialdad. Y siguió contemplando la luna, que se

alzaba en el horizonte, como lo hiciera hasta aquel momento.

-No, John, no lo somos como debíamos. Ya lo sabes.

-¿No lo somos? ¡Qué raro! Por mi parte, deseo tu bien y no tu mal.

-Lo creo, porque no te considero capaz de desear mal a nadie, pero quisiera para mí

una amistad más honda que esa afección general que haces extensiva a todos.

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-Tu deseo es razonable -repuso- y disto mucho de considérate como una extraña.

Lo dijo con tan helado tono, que me sentí mortificada. A seguir los impulsos de mi

orgullo y mi cólera, me hubiese separado de él inmediatamente, pero algo en mi interior me lo impidió. Yo admiraba los principios y la inteligencia de mi primo. Me disgustaba perder su amistad, que apreciaba en mucho. No debía, pues, abandonar tan pronto el propósito de recobrarla.

-¿Vamos a separarnos así, John? ¿Te separarías de mí, cuando vayas a la India, sin

una palabra más amable que la de ahora?

-¿Separarnos cuando vaya a la India? ¿No vas a acompañarme?

-Tú mismo has dicho que no, a menos que nos casemos.

-¿Y persistes en no casarte conmigo?

¿Has notado, lector, la impresión de horror que producen las heladas preguntas de

las personas de carácter frío? Hay en ellas algo análogo al desprendimiento de un alud, a la rotura de un mar helado.

-No, John, no me casaré contigo. Persisto en mi resolución.

-Vuelvo a preguntarte, no puedo evitarlo, que por qué rehúsas -dijo.

-Antes -repuse- te dije que porque no me amabas; ahora añado que porque me

odias. Si me casara contigo, me matarías. Ya me estás matando ahora.

Sus labios y sus mejillas se pusieron blancos como la cera.

-¿Que te mataría y te estoy matando? Tus palabras son injustas y violentas,

delatan un lamentable estado de ánimo, merecen severa censura y son inexcusables.

Pero el hombre debe perdonar a su prójimo hasta setenta veces siete.

Todo había terminado. Al tratar de borrar en aquel obstinado espíritu las huellas

de la ofensa anterior, no había conseguido más que grabarlas a fuego.

-Desde ahora me odiarás -dije-. Todo intento de reconciliación es inútil. Ya veo

que me consideras una enemiga mortal.

Aquello fue aún peor, porque era verdad. Vi contraerse sus labios y comprendí

que había estimulado todavía más su ira.

-Interpretas mal mis palabras -me apresuré a agregar, cogiéndole la mano-. No

he querido ofenderte. Sonrió con amargura y retiró su mano de la mía. Tras una larga

pausa, preguntó:

-¿De modo que retiras tu promesa y no me acompañas a la India?

-Sí, si lo deseas, como tu colaboradora -repuse. Siguió un prolongado silencio.

No sé lo que pasaba en el alma de John. Singulares luces se encendían en sus ojos y extrañas sombras oscurecían su semblante. -Ya te he demostrado lo absurdo de que una

mujer de tu edad acompañe a un hombre de la mía. Te lo probé de tal forma, que no creí

que volvieras a aludir a ello. Lamento por ti lo que haces.

Le interrumpí. El reproche que apreciaba en su voz me daba ánimos.

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-No digas tonterías, John. Pareces mostrarte asombrado de lo que te he dicho y

en realidad no lo estás. No es posible que tu inteligencia no comprenda lo que quiero

decirte. Estoy dispuesta a ser tu auxiliar, pero no tu mujer.

Volvió a palidecer, pero como antes, supo contenerse y respondió con énfasis:

-Un auxiliar de tu sexo, no siendo mi mujer, no me acompañará nunca. Conmigo,

pues, no puedes ir. Pero si quieres, hablaré a un misionero casado cuya mujer necesita

una ayudante. Gracias a tus bienes puedes ser independiente de la sociedad, y así

evitarás la deshonra de faltar a tu promesa y desertar de la bandera en que te has

alistado.

Como sabe el lector, yo no había dado promesa alguna en firme ni alistándome

bajo ninguna bandera. Tal lenguaje, en tal ocasión, me pareció harto violento y

despótico. Repliqué:

-No hay deshonra alguna, ni falta a promesa de ningún género, ni deserción de

ninguna clase. No tengo obligación de ir a la India, y menos con personas extrañas.

Podría haberme aventurado contigo a hacerlo, porque te admiro, confío en ti y te quiero como un hermano. Además, estoy segura de que, fuese con quien fuera, no viviría

mucho en aquel clima.

-¡Ah, temes por tu vida! -dijo apretando los labios. -Sí. Dios no me la dio para

suicidarme y sospecho que si hiciera lo que deseas, casi equivaldría -a un suicidio. Y, finalmente, antes de irme de Inglaterra quisiera estar segura de que soy más útil en otro lugar que aquí. Es inútil entrar en explicaciones, pero hay un extremo que me ha hecho

sufrir lo bastante para que desee cerciorarme de lo que existe-respecto a él antes de

partir de Inglaterra.

-Sé a lo que te refieres. Te interesas por una cosa ilegal y reprobable. Hace

tiempo que debías haberla olvidado. ¿Te refieres a Rochester?

Mi silencio confirmó su suposición. -Necesito saber lo que ha sido de él.

-Entonces -dijo- sólo me queda rogar a Dios por ti para que no te apartes del

sendero de la virtud. Creí haber hallado en ti a una de las elegidas. Pero Dios ve más lejos que nosotros, mortales. Hágase su voluntad.

Abrió la verja, salió, se dirigió hacia el valle y se perdió de vista.

Al entrar en el salón hallé a Diana mirando por la ventana, muy pensativa. Puso la

mano en mi hombro -era mucho más alta que yo- y examinó mi semblante.

-Jane -dijo-: estás pálida y agitada. Estoy segura de que pasa algo. Dime lo que

tenéis entre manos John y tú. He pasado media hora mirándoos por la ventana. Perdona,

pero hace tiempo que imagino no sé qué... ¡John es tan raro!

Se detuvo y como yo no dijera nada, continuó:

-Mi hermano debe de tener proyectos especiales respecto a ti, estoy segura. Te ha

concedido una atención que nunca concede a nadie. ¿Qué es? Si estuviera enamorado de

ti, me alegraría. ¿Es eso, Jane?

-No es eso, Diana -repuse, poniendo su fresca mano sobre mi frente ardorosa.

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-Entonces, ¿por qué se pasa la vida mirándote y paseando a solas contigo? Mary y

yo suponíamos que iba a proponerte...

-En efecto; me ha pedido que fuera su mujer. -¡Lo que suponía! -exclamó Diana,

juntando las manos-. ¿Te casarás con él, Jane? ¡Así se quedará en Inglaterra!

-No, Diana. Casándose conmigo, lo haría para llevar a la India una colaboradora

eficaz.

-¡Cómo! ¿Pretende que le acompañes a la India? -Sí.

-¡Está loco! No vivirías allí ni tres meses. No lo hagas. No consientas. ¿Qué le has

dicho, Jane?

-Me he negado a casarme con él. -¿Se ha disgustado?

-Sí; no me lo perdonará nunca, aunque le he ofrecido acompañarle como pudiera

hacerlo una hermana. -Sería una locura. La tarea es fatigosa y tú débil. John pide

imposibles, y no dejaría de exigírtelos allí. Desgraciadamente, según he notado, eres

incapaz de negarte a nada que él te pida. Me maravilla que hayas tenido valor para

rehusar. ¿No le quieres, Jane? -Para marido, no.

-Es un buen mozo, sin embargo.

-Y yo soy fea, ya lo ves. No haríamos buena pareja. -¿Fea? ¡Al contrario! Eres

muy bonita, demasiado para encerrarte en Calculta.

E insistió en que desechase todo pensamiento de acompañar a su hermano.

-Así será -dije-, porque cuando le he expresado mi deseo de servirle de auxiliar ha

manifestado su disgusto por lo que considera una falta de decoro. Cree que le propongo

una cosa incorrecta ofreciéndome a seguirle sin casarnos. ¡Como si yo no le hubiese

considerado siempre como un hermano!

-¿Por qué dices que no te quiere?

-Me gustaría que él mismo te lo explicara. Asegura que no desea una compañera

para su satisfacción, sino para el servicios de la obra a que se consagra. Afirma que yo estoy hecha para la labor y no para el amor, lo que sin duda es verdad. Pero en mi

opinión, si no estoy hecha para el amor, no lo estoy tampoco para el matrimonio. ¿No

sería una extravagancia, Diana, encadenarse de por vida a un hombre que sólo la

considera a una como un instrumento útil?

-Sería insoportable, absurdo, fuera de lugar.

-No obstante -continué-, si me casara con él admito la posibilidad de amarle de un

modo especial y torturador, porque es' inteligente y a veces en su aspecto, maneras y

palabras hay cierta grandeza heroica. Y en tal caso, yo sería indeciblemente desdichada.

No desea que le ame y si le demostrara algún sentimiento, me diría que era una cosa

superflua, innecesaria para él e inoportuna en mí. Me consta.

-¡Y el caso es que John es bueno! -dijo Diana. -Bueno y elevado, pero indiferente a

los derechos y los sentimientos de las gentes pequeñas cuando se trata de alcanzar sus

vastas miras. Pero los insignificantes, es mejor no mezclarnos en su camino... Mira: ahí viene. Te dejo, Diana.

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Y subí las escaleras mientras él entraba en el jardín. Hube de verle durante la cena.

Él se mostró tan sereno como de costumbre. Yo temía que me hablase con aspereza o que

insistiera en sus proyectos. Me equivoqué en ambas suposiciones. Me habló con la cortesía de costumbre. Sin duda había invocado la ayuda divina para dominar el disgusto que yo le causara y me había perdonado una vez más. Al leer las plegarias de la noche, eligió el

capítulo veintiuno de la Revelación. Era muy agradable escucharle. Jamás su voz resultaba más armoniosa que cuando brotaban de sus labios las frases de la Biblia, jamás sus modales eran tan impresionantes en su noble simplicidad como cuando hacía escuchar los oráculos de Dios. Nunca su voz sonó más solemne que aquella noche en que, en el salón de su casa, mientras la luz de una clara luna de mayo penetraba a través de los visillos de la ventana, él, inclinado sobre la vieja Biblia, leía las promesas de Dios a los hombres, ofreciendo enjugar todas sus lágrimas, evitarles para siempre la muerte, el mal y el dolor.

Las palabras siguientes me impresionaron, tanto por su contenido como por la casi

imperceptible alteración de la voz de John y porque observé que, al leer, sus ojos se volvían hacia mí:

«...y el incrédulo irá al lago de fuego y azufre, que es la segunda muerte...».

Comprendí que tal era la suerte futura que John me suponía reservada.

Terminada la plegaria, nos despedimos de él, que debía partir muy temprano de

mañana. Diana y Mary, una vez que le hubieron besado, salieron del aposento. Yo le tendí la mano y le deseé un feliz viaje.

-Gracias, Jane -repuso-. Volveré de Cambridge dentro de quince días. Te doy ese

tiempo para que reflexiones. Si atendiese la voz del orgullo humano, no insistiría en que te casaras conmigo, pero sólo oigo la de mi deber, que me manda hacer todas las cosas para gloria de Dios. Mi Maestro soportó mucho; también yo lo soportaré. Quiero darte, mientras pueda ser, una última posibilidad de salvación. Te ofrezco la posibilidad de elegir entre lo mejor y lo peor.

Y mientras hablaba, puso la mano sobre mi cabeza. No ofrecía, ciertamente, el

aspecto de un enamorado acariciando a su amada, sino de un pastor guiando a una oveja

descarriada o de un ángel de la guarda custodiando el alma que está a su cargo. Todo

hombre de talento, posea sentimientos o no, sea déspota, ambicioso o lo que fuere, siempre que lo sea con sinceridad, tiene momentos sublimes. Experimenté admiración hacia John y por un momento me sentí tentada a dejar de resistirle, a dejarme arrastrar por el torrente de su voluntad hacia la corriente de su existencia y mezclarme con ella. Estaba procediendo con él casi tan duramente como, en distinto sentido, procediera antes con otro. Ambas

veces obraba neciamente. Antes había cometido un error de principios y ahora cometía un error de apreciación. Así pensaba yo en aquel momento, pero ahora, pasado el tiempo,

reconozco que cuando obré como una necia fue en aquel momento precisamente.

Permanecí inmóvil bajo su contacto. Olvidé mis negativas, mis temores. Lo

imposible -mi casamiento con John- comenzó a parecerme posible. Todo había cambiado

de pronto: la religión me llamaba, los ángeles me conducían, Dios me daba una orden. Ante mí parecía disiparse la vida, abrirse las puertas de la muerte y mostrarme más allá la

eternidad. ¡E iba a sacrificarlo todo, en el corto tiempo de un segundo, a la felicidad terrenal! El cuarto me parecía lleno de extrañas visiones.

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-¿Te decides ahora? -preguntó, con gentileza, atrayéndome suavemente hacia sí.

¡Oh, qué fuerza había en su amabilidad! Yo podría resistir a John airado, pero amable era irresistible para mí.

-Me decidiría -repuse- si estuviera segura de que es voluntad divina que me case

contigo. Entonces lo haría ahora mismo, pasara después lo que pasase.

-¡Mis oraciones han sido escuchadas! -exclamó John.

Oprimió mi cabeza con su mano, como si me reclamase, y su brazo ciñó mi cintura,

casi como si me amara. Y digo casi, porque bien sabía yo, al hacerlo, no pensaba en el amor y sí sólo en el deber. En cuanto a mí, sentíame sinceramente inclinada a realizar lo que ya consideraba acertado, a seguir el camino que me condujera al cielo. Estaba más excitada que lo estuviera nunca. El lector juzgará si lo que siguió fue o no efecto de mi excitación.

La casa estaba en silencio, porque todos, menos John y yo, debían de haberse

acostado. La bujía se había extinguido y la luz de la luna inundaba la estancia. Yo oía los apresurados latidos de mi propio corazón. Súbitamente, experimenté una sensación extraña, que hizo temblar mi cuerpo de pies a cabeza. No fue precisamente como una descarga

eléctrica, sino algo agudo, extraño, estimulante, que despertó mis sentidos cual si hasta entonces hubiesen permanecido aletargados. Permanecí con ojos y oídos atentos, sintiendo un temblor que penetraba mi carne hasta la médula.

-¡Jane! ¿Qué has visto, qué has oído? -preguntó John.

Yo no veía nada, pero percibí claramente una voz que murmuraba:

-¡Jane, Jane, Jane! No oí más.

-¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto? -balbucí.

En vez de qué, debía haber preguntado dónde, porque ciertamente no sonaba ni en el

cuarto, ni encima de mí. Y sin embargo era una voz, una voz inconfundible, una voz

adorada, la voz de Edward Fairfax Rochester, hablando con una expresión de agonía y

dolor infinitos, penetrantes, urgentes.

-¡Voy! -grité-. ¡Espérame! ¡Voy, voy!

Corría a la puerta y miré el pasillo: estaba en sombras. Salí al jardín: estaba vacío.

-¿Dónde estás? -exclamé.

Las montañas devolvieron el eco de mi pregunta y oí repetir: ¿Dónde estás? El

viento silbaba entre los pinos y todo era en torno soledad y silencio.

«¡Silencio, superstición! -dije para mí-. Aquí no hay engaño, no hay brujería, no hay

milagro. Es el instinto lo que obra en mí.»

Me separé de John, que me había seguido y trataba de detenerme. Aquel era el

momento de que yo reaccionara. Mis facultades estaban en tensión. Le prohibí que me

preguntase nada y agregué que deseaba que me dejase sola. Obedeció. Cuando se tiene

energía para ordenar nunca se es desobedecido. Subí a mi alcoba, caí de rodillas y oré a mi modo, muy diferente del de mi primo, pero no por ello menos ferviente. Me parecía que un poderoso espíritu me penetraba y, agradecida, me postré a sus pies. Me incorporé, con una resolución adoptada, y me acosté, esperando el siguiente día.

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