XIX
Reinaba profunda tranquilidad en la biblioteca. La sibila -si tal era- estaba
cómodamente sentada en un magnífico sillón junto a la chimenea. Llevaba un vestido rojo y un gorro negro -más bien un deshilachado sombrero de gitana y un pañuelo anudado bajo la barbilla. Había sobre la mesa una bujía apagada y la vieja parecía leer, a la luz de la lumbre, un tomito negro, parecido a un devocionario. Leía en voz alta, como la mayoría de las viejas. Cuando entré no suspendió su lectura. Al parecer, quería terminar un párrafo.
Me senté en la alfombra y me calenté las manos, que se me habían quedado ateridas.
Me sentía tranquila como nunca. En el aspecto de la gitana no había nada de inquietante.
Cerró el libro y me miró. Su pañuelo y las alas de su sombrero cubrían en gran parte su extraño rostro. Era oscuro y moreno; los bucles de su cabello colgaban sobre sus mejillas.
Me examinó con escudriñadora mirada.
-¿Quiere que le diga la buenaventura? -preguntó con voz tan penetrante como sus
ojos y tan dura como sus facciones.
-No me interesa nada, abuela: si usted quiere... Pero le confieso que no creo en
ninguna de esas cosas. -Esperaba que tuviese usted ese descaro: lo he comprendido por el ruido de sus pies al cruzar el umbral. -¿Sí? Tiene usted buen oído.
-Y buen ojo y buena cabeza. -Bastante falta le harán para su trato. -Especialmente
cuando encuentro clientes como usted. ¿Cómo no se estremece? -Porque no tengo frío. -
¿Cómo no palidece? -Porque no estoy mal.
-¿Cómo no quería consultar mi ciencia? -Porque no soy una necia.
La vieja emitió una carcajada cavernosa. Luego sacó una corta pipa y empezó a
fumar. Después de haberse entregado a este placer, irguió su encorvado cuerpo, se quitó la pipa de los labios y, mirando fijamente el fuego, dijo subrayando las palabras:
-Usted tiene frío, usted está enferma y usted es una necia.
Brontë, Charlotte: Jane Eyre
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-Pruébemelo -dije.
-Lo haré en pocas palabras. Tiene usted frío porque está muy sola; está mal, porque
le falta el mejor de los sentimientos, el mayor y más dulce que puede experimentar el
hombre, y es usted necia porque, sufriendo como sufre, no da una muestra ni inicia un paso para reunirse con el que la espera.
Volvió a aplicarse la pipa a los labios y fumó con renovada energía.
-Eso es fácil de aplicar a cualquiera que esté como yo empleada en una gran casa y
no tenga familia. -Me sería fácil aplicarlo a casi todos los que dice, pero ¿con verdad?
-Para quienes estén en mis circunstancias, sí. -Señáleme alguien que se encuentre
precisamente en las circunstancias de usted.
-Los hay a millares.
-Difícilmente encontraríamos uno. No sé si sabe usted lo especialmente que se
encuentra situada en la vida. Tiene la felicidad al alcance de su mano. Los elementos de ella están preparados; sólo es preciso un movimiento que los combine. Usted procura apartar las posibilidades. Deles una ocasión de florecer y fructificarán.
-No sé adivinar enigmas. En mi vida no he acertado a descifrar ni un jeroglífico.
-Si quiere que le hable más claramente, muéstreme la palma de su mano.
-Supongo que tendré que darle una moneda de plata, ¿no?
-Por supuesto.
La entregué un chelín. Lo colocó en una media que sacó de la faltriquera y enrolló
en torno a la moneda y me dijo que le enseñase la mano. Examinó la palma sin tocarla.
-Es demasiado lisa -dijo-. Nada se puede leer en una mano como ésta. Casi no tiene
líneas. Además, el destino no está escrito aquí.
-Lo creo -dije.
-No; está escrito en el rostro; en la frente, en torno a los ojos, en los ojos mismos, en las líneas de la boca. Arrodíllese y déjeme examinar su cara.
-Ahora se aproxima usted a la realidad. Empiezo a confiar en usted.
Me arrodillé a media vara de ella. Atizó el fuego hasta que la claridad que brotó de
la leña removida iluminó mi rostro. Ella procuraba esquivar el suyo.
-Me extrañan los sentimientos que experimenta usted-dijo, mientras me examinaba-.
Me maravillan las impresiones que ha sentido su corazón durante las horas que ha estado sentada en aquel cuarto, ante gentes que desfilaban frente a usted como siluetas proyectadas por una linterna mágica. Entre ellos y usted había tan poca simpatía como si ellos fueran meras sombras de formas humanas y no seres reales.
-Me siento aburrida entre esas personas, y alguna vez hasta me da sueño, pero rara
vez me encuentro a disgusto con ellas.
-¿Confía usted en llegar a librarse en el porvenir de la vida que lleva?
Brontë, Charlotte: Jane Eyre
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-Lo que más espero es llegar a ahorrar algún dinero para montar con él una escuela
en alguna casa alquilada...
-¿De modo que es en eso en lo que sueña cuando se sienta en su rincón junto a la
ventana...? Ya ve que conozco sus costumbres.
-Se habrá enterado de ellas por los criados. -Piensa usted con mucha penetración...
Acaso haya acertado usted. A decir verdad, conozco a una sirviente de aquí: a Grace Poole.
Di un salto al oír aquel nombre.
-¿Usted, usted..? -dije-. ¡Aquí hay alguna trama diabólica!
-No se alarme -repuso-. Esa Poole es muy discreta y se puede confiar en ella... Pues
como le iba diciendo, cuando se sienta usted en su rincón, ¿no piensa más que en su futura escuela? ¿No siente algún interés por los que están en el salón? ¿No suele usted contemplar el rostro de ninguno? ¿No hay ni siquiera una figura cuyos movimientos siga usted, si no con otro interés, por curiosidad?
-Miro todos los rostros; miro a todos los concurrentes.
-Pero ¿a ninguno -o acaso a dos- con mayor interés?
-Sí; lo hago. Cuando las miradas o los ademanes de cierta pareja parece que me
narran un cuento, me divierte mirarlos.
-¿Y qué cuento le narran?
-No hay duda sobre el caso. El cuento se limita a un cortejo y el catastrófico
desenlace que es de suponer: un matrimonio...
-¿Y ello le parece aburrido? -Realmente, no tiene interés para mí.
-¿De verdad? Cuando una señorita, llena de vida y salud, encantadora, adornada con
todas las dotes del nacimiento elevado y de la riqueza, se sienta y sonríe a un caballero a quien usted...
-Yo, ¿qué?
-A quien usted conoce y quizá aprecia.
-Yo no conozco apenas a los caballeros que están aquí. Casi no he cambiado ni una
sílaba con ninguno. En cuanto a apreciarlos... A unos les considero demasiado graves y
respetables y a otros demasiado guapos y jóvenes. Y todos están en condiciones de recibir cuantas sonrisas les plazcan, sin que tengan por qué ocuparse de mí.
-¿De modo que usted no conoce a los caballeros que hay en esta casa? ¿No ha
cambiado ni una palabra con ninguno de ellos? ¿Dirá usted lo mismo del dueño de la casa?
-No está ahora aquí.
-¡Profunda e ingeniosa observación! Cierto que se ha ido esta mañana a Millcote y
que no volverá hasta entrada la noche o hasta mañana por la mañana, pero ¿acaso tal
circunstancia se excluye de la lista de los conocidos de usted? ¿Acaso deja de existir por eso?
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-No. Pero no comprendo qué tiene que ver Mr. Rochester con el tema que usted
menciona.
-Yo hablaba de las señoras que sonríen a los caballeros, y tantas sonrisas femeninas
ha recibido Mr. Rochester, que creo que podría llenar un almacén con ellas... ¿No se había dado usted cuenta?
-Mr. Rochester tiene perfecto derecho a disfrutar del trato de sus invitados.
-Nadie discute tal derecho, pero ¿ha reparado en que cuanto se ha hablado aquí a
propósito de matrimonios concierne principalmente a Mr. Rochester?
-El interés del que escucha estimula la lengua del que habla -dije, más que para la
gitana, para mí misma.
La extraña voz de aquella mujer y sus modales me habían sumergido en una especie
de extraño sueño. Inesperadas palabras brotaban de sus labios una tras otra, envolviéndome en un manto de cosas desconocidas y misteriosas.
-¡El interés del que escucha! dijo la vieja-. Sí; Mr. Rochester se ha sentado a veces
con el oído atento a los fascinadores labios que con tanto interés le hablan. Y Mr. Rochester está agradecido al entretenimiento que le han proporcionado... ¿No lo ha notado usted?
-¿Agradecido? No es precisamente gratitud lo que he creído ver en su rostro.
-¿Así que le ha estado observando? ¿Y qué ha creído ver, si no gratitud?
No contesté.
-Ha visto usted amor, ¿no es eso? Y luego ha creído ya verle casado y feliz en su
matrimonio...
-¡Hum! No es eso precisamente. -Entonces, ¿qué demonios ha visto usted?
-No interesa. Yo vengo a saber, no a confesar. ¿Se casará Mr. Rochester?
-Sí: con la hermosa Miss Ingram. -¿Pronto?
-Las apariencias conducen a esa conclusión. Y (pese a la reprensible audacia con
que usted juzga estas cosas) probablemente será un matrimonio feliz. Él debe de amar
necesariamente a una señora tan bella, noble y cumplida, y ella probablemente le ama a él, y si no a su persona, al menos su bolsa... Estoy segura de que considera muy digno de ser su esposo a Mr. Rochester, aunque (¡Dios me perdone!) yo la he dicho hace una hora algo que hizo ponerse seria su mirada y plegarse su boca... La predije que si apareciese otro pretendiente más rico, ella despreciaría a Rochester.
-Bien, abuela, pero yo no he venido a saber la buenaventura de Mr. Rochester, sino
la mía. Y usted no me ha dicho nada sobre ella.
-Su suerte está aún muy dudosa: algunos de los rasgos de su rostro contradicen los
demás. El destino le ofrece una posibilidad de dicha; eso es evidente. Yo lo sabía antes de venir aquí esta noche. La suerte ha reservado un rinconcito para usted. De usted depende coger con la mano la fortuna que le ofrecen. Que lo haga o no, es discutible. Arrodíllese otra vez en la alfombra.
-Procure que no sea por mucho tiempo. Me molesta el fuego.
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Volví a arrodillarme. No se inclinó hacia mí. Se limitó a mirarme, echándose hacia
atrás en su silla, y comenzó a murmurar:
-La llama, al reflejarse en sus ojos, los hace brillar como el rocío. Son dulces y están llenos de ternura. En sus claras pupilas, las impresiones se suceden a las impresiones.
Cuando dejan de sonreír, se entristecen y pesa sobre ellos una inconsciente laxitud, hija de la melancolía derivada de su soledad. Ahora se separan de mí, incapaces de tolerar más
escrutinios y parecen negar, con una mirada de burla, la verdad de los descubrimientos que yo acabo de hacer respeto a su sensibilidad y a su tristeza. Pero su orgullo y su reserva no hacen más que confirmarse en mi opinión.
»En cuanto a la boca, le gusta a veces reír, para hacer sentir a los demás lo que su
alma experimenta, aunque me parece muy reservada cuando se trata de ciertos sentimientos del corazón.
»No veo obstáculos a que goce de una suerte feliz, sino en ese entrecejo, un
entrecejo orgulloso, que parece querer decir: "Yo puedo vivir sola, si el respeto de mí misma y las circunstancias me obligaran a ello. No necesito vender mi alma a un
comprador de felicidad. Poseo un escondido e innato tesoro que me bastará para vivir si he de prescindir de todo placer ajeno a mí misma, en el caso de que hubiese de pagar por la dicha un precio demasiado caro." En la frente se lee: "Mi razón es sólida y no permitirá a los sentimientos entregarse a sus desordenadas pasiones. Podrán las pasiones bramar y los deseos imaginar toda clase de cosas vanas, pero la sensatez dirá siempre la última palabra sobre el asunto y emitirá el voto decisivo en todas las determinaciones. Podrán producirse violentos huracanes, impetuosos temblores de tierra, ardorosas llamas, pero yo seguiré
siempre los dictados de esa voz interior que interpreta los dictados de la conciencia."
»Bien pensado. Lo que se lee en su frente es digno de todo respeto. En cuanto a mí,
he formado mis planes y los desarrollaré según los dictados de la conciencia y los consejos de la razón. Sé lo pronto que pasa la juventud y desaparece la lozanía cuando la vergüenza o el remordimiento los amargan. Deseo consolar y no brillar, conseguir la gratitud de los demás y no crear lágrimas de sangre. No deseo poner hiel en las cosas, sino infundirlas dulzura, sonrisas, encanto... Y lo haré. Me parece vivir un sueño inefable. Quisiera
prolongar este momento ad infinitum, pero no es posible. Y ahora, Miss Eyre, levántese y váyase. El juego ha terminado.
¿Dónde me encontraba? ¿Soñaba o estaba despierta? La voz de la vieja había
cambiado y sus ademanes y su voz me eran tan familiares como mi propia imagen en un
espejo, como el sonido de mi propia voz. Me incorporé, pero no me fui. La miré. Ella se quitaba el gorro y el pañuelo y me ordenaba de nuevo que marchase. La llama iluminaba su mano y reconocí aquella mano, y hasta vi en su dedo meñique el anillo y la piedra preciosa que viera un centenar de veces. Volví a mirar aquel rostro, que ya no se esquivaba. Al
contrario, libre ya de sombrero y pañuelo, se inclinaba hacia el mío.
-¿Me conoce ahora, Jane? -preguntó la voz familiar.
-Si se quita el vestido encarnado, señor...
-Está muy fuerte el cordón. Ayúdeme a soltarlo. -Rómpalo.
-¡Ea, ya está! -Y Mr. Rochester se libró de su disfraz.
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-¡Qué idea tan original ha tenido usted, señor! -Y creo que la he realizado
felizmente, ¿no? -Con las señoras me parece que sí.
-¿Y con usted?
-No procedió conmigo como una gitana. -Pues ¿cómo procedí?
-Usted ha hablado cosas absurdas para hacerme hablar a mí del mismo modo. Eso
no está bien, señor. -¿Me perdona, Jane?
-Primero tengo que pensarlo. Si pensándolo deduzco que no he cometido grandes
absurdos, le perdonaré. Pero no está bien, señor, lo repito.
-¡Bah! Usted ha procedido muy correctamente, con mucha cautela, con mucha
sensatez.
Reflexioné en efecto. Desde el principio había permanecido en guardia,
sospechando alguna broma en todo aquello. Sabía que las gitanas y las adivinas no se
expresan en los términos que lo hiciera la supuesta vieja. Había notado, además, la voz fingida, el afán de ocultar las facciones. Y pensé en Grace Poole, aquel enigma viviente, aquel misterio de misterios, según yo la consideraba. Mas no se me había ocurrido pensar en Mr. Rochester.
-Bien -dijo él-. ¿Qué opina usted? ¿Qué significa esa sonrisa?
-Asombro y satisfacción de mí misma, señor. ¿Puedo retirarme?
-No: quédese un momento y dígame lo que estaban haciendo en el salón los
invitados.
-Hablando de la gitana.
-Siéntese y cuénteme lo que decían.
-Ya es tarde; son cerca de las once. ¿No sabe, Mr. Rochester, que ha venido un
forastero?
-¿Un forastero? ¿Quién puede ser? No espero a ninguno. ¿Se fue?
-No. Indicó que le conocía a usted hace tiempo y que podía tomarse la libertad de
esperar en esta casa hasta que volviera.
-¿Dijo su nombre?
-Se llama Mason, señor, y creo que viene de Puerto España.
Mr. Rochester había tomado mi mano como para conducirme a una silla. Al oírme,
me la apretó convulsivamente, la sonrisa despareció de sus labios y un estremecimiento
recorrió su cuerpo.
-¡Mason, el indiano! -dijo, en el tono con que un autómata pronunciaría las únicas
palabras que fuera capaz de decir-. ¡Mason, el indiano! -repitió. Se había puesto pálido como la ceniza, y reiteró hasta tres veces la misma frase, como sin darse cuenta de lo que decía. -¿Se siente mal, señor? -pregunté. -Estoy anonadado, Jane. Me tambaleo. -Apóyese en mí, señor.
-Es la segunda vez que me ofrece su brazo. Permítame.
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-Sí, sí, señor.
Se sentó y me hizo sentar. Cogió mi mano entre las suyas y me contempló con
turbados ojos.
-Amiguita mía -dijo-, quisiera estar solo con usted en una isla desierta, lejos de
turbaciones, peligros y odiosos recuerdos.
-¿Puedo servirle en algo, señor? Daría mi vida por ayudarle.
-Si necesito su ayuda, Jane, la solicitaré. Se lo prometo.
-Gracias, señor. Dígame lo que debo hacer.
-En este momento, Jane, tráigame del comedor un vaso de vino. Deben de estar
comiendo ya. Dígame si Mason está con ellos y lo que hace.
Encontré a todos en el comedor, en efecto. La cena estaba colocada en el aparador
y cada uno había tomado lo que se le antojara, colocándose aquí y allá en grupos, y
sosteniendo en las manos platos y vasos. Reían alegremente y las conversaciones era
muy animadas. Mr. Mason estaba junto al fuego, hablando con Mr. y Mrs. Dent, y
parecía tan alegre como los demás. Llené un vaso de vino. Blanche Ingram me
contemplaba como si pensase que me tomaba una libertad increíble. Volví a la
biblioteca.
La palidez de Mr. Rochester había desaparecido y se mostraba otra vez firme y
tranquilo. Tomó el vaso. -¡A la salud de usted, amable amiga! -dijo vaciando el vaso y
devolviéndomelo-. ¿Qué están haciendo, Jane?
-Riendo y hablando, señor.
-¿No tienen un aspecto grave y misterioso, como si hubiesen oído algo extraño?
-No: están muy alegres. -¿Y Mason?
-Tan alegre como los demás.
-Si todas esas gentes me atacaran en masa, ¿qué haría usted?
-Arrojarlos de aquí, señor, si me era posible.
-Y si yo fuera a su encuentro, y todos me acogieran con frialdad y luego, uno a
uno, despreciativamente, se alejaran de mí, ¿les seguiría usted?-interrogó, con una
ligera sonrisa.
-Al contrario, señor: entonces me sería más grato quedarme con usted.
-¿Para consolarme?
-Sí, si estaba a mi alcance.
-¿Y si la vituperaran por quedarse conmigo? -Seguramente no me enteraría de
sus vituperios, y de enterarme me tendría sin cuidado.
-¿Así que arrostraría usted por mí incluso que la criticasen?
-Creo que lo haría por cualquier amigo a quien apreciara, como creo que usted lo
haría también.
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-Bien. Vaya al comedor y diga a Mason en un aparte que el señor Rochester ha
vuelto y desea hablarle. Tráigale aquí y márchese luego.
-Sí, señor.
Hice lo que deseaba. Al pasar entre ellos, todos me miraron. Transmití el
mensaje a Mr. Mason, le precedí hasta la biblioteca y luego subí las escaleras.
Una hora más tarde, cuando ya llevaba rato en el lecho, sentí a los invitados
entrar en sus habitaciones. Oí la voz de Rochester diciendo:
-Por aquí, Mason: ésta es su alcoba.
La voz era alegre y despreocupada. Sentí el corazón aliviado y me dormí en
seguida.