XXVI
Sophie vino a las siete a vestirme, en lo que tardó bastante, hasta el punto de que
Rochester, impaciente, sin duda, por mi tardanza, envió a preguntar el motivo de que yo no
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acudiera. En aquel momento ella estaba colocando sobre mi cabeza el velo -que al fin había tenido que ser mi liso velo de blonda- y sujetándolo con un broche. Me escapé de entre sus manos en cuanto pude.
-¡Espere! -exclamó ella, en francés-. ¡No se ha mirado aún al espejo!
Me volví desde la puerta y vi en el cristal una figura tan distinta, con su velo y sus
ropas, de la mía, que casi me pareció otra persona.
-¡Jane! -gritó una voz.
Bajé apresuradamente. Rochester me recibió al pie de la escaleras.
-Vamos -dijo-. Estoy ardiendo de impaciencia; ¡hay que ver lo que tardabas!
Me condujo al comedor, me examinó y dijo que yo era «tan bonita como un lirio, y
no sólo el orgullo de su vida, sino el encanto de sus ojos». Luego agregó que me concedía diez minutos para desayunar y tocó la campanilla.
-¿Ha enganchado John el coche? -Sí, señor.
-¿Y el equipaje? -Están sacándolo.
-Vaya a la iglesia, vea si está el Padre Wood y el sacristán y vuelva a decírmelo.
Como no ignora el lector, la iglesia estaba muy cerca. El criado, pues, regresó
enseguida.
-El Padre Wood, señor, estaba poniéndose la sobrepelliz.
-¿Y el coche? -Ya está.
-No iremos en él a la iglesia, pero necesitamos que esté listo para cuando
regresemos, con el equipaje colocado y el cochero en el pescante.
-Bien, señor. -¿Estás ya, Jane?
Me levanté. Sólo Mrs. Fairfax estaba en el vestíbulo cuando pasamos. Hubiera
querido hablarla, pero una mano de hierro asió mi brazo y me vi obligada a caminar a un paso que apenas me era posible mantener. Una mirada al rostro de Rochester me indicó que él no quería perder ni un segundo.
No sé si el día era bueno o malo, porque, mientras nos dirigíamos a la iglesia, yo no
miraba ni la tierra ni el cielo. Mi corazón estaba todo en mis ojos, y éstos contemplaban, estáticos, a Rochester, buscando en su apariencia la exteriorización de los sentimientos que parecía reprimir con dificultad.
Se paró ante la puerta del cementerio al notar que yo no podía ya ni respirar, y me
dijo:
-Mi amor es un poco cruel... Descansa un momento, Jane.
Y entonces pude distinguir la parda y antigua casa de Dios alzándose ante mí. Una
corneja volaba en torno al campanario bajo el cielo carmesí de la mañana. Entre los verdes montículos de las tumbas vi las figuras de dos forasteros que se detenían entre ellas para leer los epitafios de sus lápidas. Noté que, al atisbarnos, desaparecieron detrás de la iglesia y no dudé de que iban a asistir a la ceremonia. Pero Rochester no les observó, porque su
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mirada se concentraba en mi rostro, del que me parece que habían huido todos los colores.
Yo tenía la frente húmeda y los labios fríos. Cuando hube descansado, él me condujo
lentamente hasta el pórtico.
Entramos en el silencioso y humilde templo. El sacerdote, revestido con su blanca
sobrepelliz, estaba ante el altar y el sacristán a su lado. No había nadie más, excepto dos sombras que se agitaban en un remoto rincón. Mi suposición había sido acertada. Los dos desconocidos, entrando antes que nosotros, se hallaban dentro inclinados ahora sobre la cripta que guardaba los restos de los Rochester, y contemplando las tumbas de mármol en las que un ángel arrodillado custodiaba los restos de Damer de Rochester, muerto en
Marston Moor durante las guerras civiles, y de Elizabeth, su mujer.
Nos arrodillamos ante la barandilla donde los fieles se posternaban para comulgar.
Oí un paso cauteloso a mis espaldas y, volviendo un poco el rostro, vi a uno de los dos forasteros, un caballero por las apariencias, que se aproximaba al presbiterio. Comenzó el servicio. Se hizo primero la manifestación de nuestro propósito de contraer matrimonio y después el sacerdote avanzó hacia nosotros y dijo:
-Os pido que ambos declaréis (como si contestarais cuando, el Día del Juicio, los
secretos de todos los corazones sean declarados íntegramente) si cualquiera de vosotros tiene o cree tener impedimentos de cualquier clase que os impidan uniros en matrimonio
legal, porque, de existir, aunque os unierais, vuestro matrimonio no sería válido ante Dios ni, por tanto, legal.
Calló, según costumbre. ¿Hay acaso alguna ocasión en que ese silencio formulario
sea roto? Quizá no suceda ni una vez en cien años. El sacerdote, que no había separado los ojos de su libro, y que sólo se había interrumpido por un momento, iba a continuar. Ya su mano se dirigía a Rochester y sus labios se abrían para preguntarle si me tomaba por
legítima esposa, cuando una voz clara y muy próxima dijo:
-Ese matrimonio no puede efectuarse. Afirmo que existe un impedimento.
El sacerdote miró al que hablaba y permaneció mudo. El sacristán hizo lo mismo.
Rochester dio un salto, como si hubiera sentido temblar la tierra bajo sus pies. En seguida recuperó su serenidad y, sin volver la cabeza, dijo: -Continúe.
A su palabra, pronunciada en voz baja y clara, siguió un profundo silencio. El padre
Wood repuso:
-No puedo continuar antes de que se investigue la certeza o falsedad de lo que acaba
de asegurarse.
No debe celebrarse la ceremonia -repitió la voz de antes-. Puedo probar que existe
un insuperable impedimento.
Rochester oyó, pero no movió la cabeza. Permanecía obstinado y rígido. Su mano
asía la mía, y aquella mano ardiente parecía de hierro. En cambio, su rostro cuadrado, su frente enérgica, estaban pálidos como el mármol. Sus ojos brillaban, atentos, inmóviles y, sin embargo, con una expresión casi feroz.
-¿De qué clase es ése impedimento? -preguntó el turbado padre Wood-. Acaso sea
hacedero eliminarlo...
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-Difícilmente -dijo la voz de antes-. He dicho que era insuperable y he hablado
sabiendo lo que decía.
El desconocido se acercó a la barandilla y siguió, con energía y claridad, pero
sin alzar la voz:
-El impedimento consiste en que Mr. Rochester está casado y su mujer vive
aún.
Aquellas palabras, pronunciadas en voz baja, hicieron vibrar mis nervios cual
si hubieran sonado fuertes como el trueno. Mi sangre sintió una impresión tal como el
fuego o el hielo no hubieran sido capaces de producir. Miré a Rochester y él me miró:
sus ojos permanecían fijos y duros, en actitud de desafiar al mundo entero. Sin hablar, sin sonreír, sin indicio alguno de que me considerase como un ser viviente, ciñó mi
talle con la mano y me atrajo hacia sí.
-¿Quién es usted? -preguntó al intruso. -Me llamo Briggs, procurador de
Londres. -¿Y asegura usted que soy casado?
-Puedo asegurar la existencia de su mujer. La ley lo reconocerá, si usted lo
niega.
-Hágame el favor de decirme su nombre, quiénes eran sus padres, dónde
nació...
-Con mucho gusto.
El señor Briggs sacó un papel de su bolsillo y leyó con una voz nasal,
protocolaria:
-«Afirmo y puedo probar que el 20 de octubre de... (una fecha de quince años
antes), Edward Fairfax Rochester, de Thornfield Hall, en el condado de... y de
Ferndean Manor, en... (Inglaterra), casó con mi hermana Bertha Antoinette en Puerto
España (Jamaica), en la iglesia de... Poseo una copia del certificado de su partida de
casamiento. Firmado: Richard Mason.»
-Aun suponiendo que se tratara de un documento auténtico eso probaría que he
estado casado, pero no que mi mujer viva aún.
-Vivía hace tres meses -replicó el procurador. -¿Cómo lo sabe?
-Tengo un testigo del hecho.
-Preséntelo o váyase al infierno, si no...
-Prefiero presentarlo. Está aquí Mr. Mason: tenga la bondad.
Rochester, al oír tal nombre, rechinó los dientes y experimentó un
estremecimiento convulsivo El otro forastero, que hasta entonces permaneciera
retirado, avanzó y la pálida faz de Mason en persona apareció sobre el hombro del
procurador. Rochester se volvió y le miró. Una sombría luz brilló en sus ojos, la
sangre afluyó a sus morenas mejillas y su fuerte brazo se distendió. Hubiera podido
aplastar a Mason, de un golpe, sin duda. Pero Mason dio un salto hacia atrás, gritando:
«¡Dios mío!», y la furia de Rochester se desvaneció. Limitóse a preguntarle:
-¿Qué tienes que decir?
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De los pálidos labios de Mason escapó una réplica inaudible.
-El diablo te lleve si no contestas con más claridad. ¿Qué tienes que decir,
repito?
-Señor -interrumpió el sacerdote-, no olvide que está usted en un sitio sagrado -
y dirigiéndose a Mason le preguntó con amabilidad-: ¿Le consta a usted que la esposa
de este caballero vive realmente?
-¡Ánimo! -intervino el procurador-. Hable. -Vive en Thornfield Hall -dijo
Mason, más claramente-. La vi en abril pasado. Soy su hermano.
-¡En Thornfield Hall! -exclamó el sacerdote-. Es imposible. Hace mucho que
habito en la vecindad y jamás he oído hablar de ninguna Mrs. Rochester en esa casa.
Una horrible sonrisa contrajo la boca de Rochester al contestar:
-Ya me preocupé bastante de que nadie supiera nada de ella, al menos como mi
mujer.
Calló, reflexionó durante unos minutos y, al fin, como si hubiese adoptado una
resolución, habló:
-Basta, acabemos de una vez. Wood, cierre el libro y quítese la sobrepelliz.
Usted, John Green -se dirigía al sacristán-, puede irse. Por hoy no se celebra la boda.
El hombre obedeció. Rochester siguió diciendo: -Ciertamente, la palabra bigamia
suena muy mal. Sin embargo, yo iba a convertirme en bígamo, de no habérmelo impedido
el destino o la Providencia. Quizá esta última... Reconozco que he obrado diabólicamente...
Señores: mi plan ha fracasado. Lo que este procurador y su cliente aseguran es verdad.
Estoy casado y mi mujer vive aún. Es verdad que usted no ha oído hablar de mi mujer,
Wood, pero sí le habrán mencionado una loca que albergo en mi casa. Algunos le dirían
que se trata de una hermana bastarda, otros le afirmarán que es una antigua amante. Pero declaro ahora que es mi mujer, con la que me casé hace quince años. Se llama Bertha
Mason y es hermana de este atrevido personaje, que con su temblor y su palidez les
demuestra lo que un bravo corazón masculino es capaz de afrontar. Tranquilízate, Dick, no temas; no te pegaré. ¡Casi sería capaz de pegar a una mujer antes que a ti! Bertha Mason está loca y desciende de una familia cuyos miembros han sido locos o maniáticos a lo largo de tres generaciones. La madre de mi mujer estaba loca y alcohólica. Lo supe después de casado, porque, desde luego, me ocultaron antes tales secretos de familia. Bertha, como buena hija, imitaba a su genitora en ambos aspectos. Tuve una encantadora compañera. ¡No pueden imaginarse lo admirable que era y lo feliz que fui yo con aquella mujer pura,
prudente y modesta... ! ¡Oh, qué escenas hubo entre nosotros! ¡Una cosa celestial! Pero sobra entrar en más explicaciones. Briggs, Wood, Mason: les invito a venir a mi casa a
conocer a la paciente de Grace Poole y esposa mía. Así verán ustedes con qué clase de ser me casé y si tengo o no derecho a romper el pacto matrimonial y buscar consuelo en un ser que ni siquiera pueda llamarse humano. Esta muchacha, Wood -agregó, mirándome-, no
conocía el secreto más que usted mismo, y creía que todo era limpio y legal. Jamás pudo ocurrírsele que iba a unirse a un hombre ligado a una compañera malvada, loca y
embrutecida. ¡Ea, óiganme!
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Salió de la iglesia arrastrándome consigo. Los tres hombres nos seguían. Ante la
casa encontramos el coche.
-Llévelo a la cochera, John -dijo fríamente Rochester-. Hoy no nos hace falta.
Al entrar, Mr. Fairfax, Adèle, Sophie y Leah avanzaron a nuestro encuentro.
-¡Alto! -gritó Rochester-. Nada de felicitaciones. ¿Para qué las quiero? ¡Llegan con
quince años de retraso!
Subió las escaleras, siempre llevándome tomada del brazo y siempre seguidos los
dos de los hombres. Cruzamos la galería y ascendimos al tercer piso. La llave maestra que llevaba Rochester nos abrió paso al cuarto tapizado, con su enorme lecho y su gabinete de puertas pintadas.
-Tú ya conoces el sitio -dijo Rochester a Mason-. Aquí es donde ella te mordió.
Corrió las tapicerías que cubrían la pared, descubriendo otra puerta, que abrió
seguidamente. Nos hallamos en una habitación sin ventanas, en la que ardía una lumbre
protegida por un alto y fuerte guardafuegos. Del techo pendía una lámpara sostenida por una cadena. Grace Poole, inclinada sobre el fuego, parecía cocinar algo en una cacerola. En el fondo del cuarto se veía una figura que se movía de un lado para otro. No era fácil, a primera vista, percibir si se trataba de un ser humano o no, ya que en aquel momento se arrastraba en cuatro pies y gruñía como un animal feroz, pero iba vestida y una oscura
cabellera cubría su cabeza y su rostro.
-Buenos días, Grace -dijo Rochester-: ¿Cómo está usted? ¿Y la persona que tiene a
su cargo?
-No vamos mal, señor-replicó Grace, dejando cuidadosamente la cazuela a un lado
de la lumbre-. Está algo arisca, pero no furiosa.
En aquel momento, un grito penetrante pareció desmentir aquella aserción. La hiena
vestida se puso en pie, mostrándose en toda su elevada estatura.
-¡Les ha visto, señor! -exclamó Grace-. Vale más que se vayan.
-Sólo estaremos unos momentos, Grace. Tráigala. -Tenga cuidado, señor. ¡Por
amor de Dios, tenga cuidado!
La loca avanzó, separó de su rostro el cabello que lo cubría y miró con fiereza a
sus visitantes. Reconocí bien aquel rostro encendido, aquellas facciones hinchadas.
Grace se adelantó.
-Sepárense -dijo Rochester, apartándola-. Ya estoy prevenido. Supongo que
ahora no tendrá un cuchillo, ¿eh?
-Nunca se sabe lo que puede tener, señor. Es tan astuta, que con ella no hay
precaución que valga. -Valdrá más que nos vayamos -murmuró Mason. -¡Vete al diablo!
-contestó su cuñado. -¡Cuidado! -gritó Grace.
Los tres visitantes retrocedieron a la vez. Rochester se puso delante de mí. La
loca cayó sobre él y asió rabiosamente su garganta, mientras trataba de morderle el
rostro. Ambos forcejearon. Ella era alta y corpulenta, tanto como su marido, y estaba
dotada de una fuerza tremenda. Varias veces estuvo a punto de derribar a Rochester, a
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pesar de lo vigoroso que éste era. Cierto que él hubiera podido inmovilizarla,
descargándole un golpe violento, pero no intentaba más que sujetarla. Al fin logró
tomarla por los brazos. Grace Poole le tendió una cuerda y Rochester ató a la espalda
las muñecas de la loca, lo que realizó a despecho de las sacudidas y empellones que ella daba. Entonces, Rochester se volvió a los espectadores y les contempló con una sonrisa
triste y amarga.
-¡Esta es mi mujer! -exclamó-. Tales son las únicas relaciones que puedo
mantener con ella. ¡Y ésta -añadió, poniendo su mano en mi hombro-, esta muchacha es
la que yo deseaba tener, ésta que veis, grave y silenciosa en la misma boca del Infierno, contemplando sin perder la serenidad las gesticulaciones de ese demonio! ¡Aprecien la
diferencia, Wood y Briggs! Comparen estos ojos límpidos con esos ojos inyectados en
sangre, este rostro con esa máscara, y júzguenme, usted, sacerdote de Dios, y usted,
hombre de leyes. Júzguenme y recuerden que como juzguen serán juzgados. Y ahora
vámonos.
Todos nos retiramos. Rochester se detuvo unos momentos más, dando órdenes a
Grace. El procurador me habló cuando bajábamos la escalera.
-Su tío, señorita -dijo-, celebrará saber que la hemos evitado un grave disgusto,
si vive aún cuando Mr. Mason pase por Madera.
-¿Mi tío? ¿Lo conoce usted?
-Le conoce Mr. Mason. Mr. Eyre ha sido su corresponsal en Funchal durante
varios años. Cuando su tío recibió la carta de usted notificándole su próxima boda con
Mr. Rochester, Mr. Mason se hallaba en Madera para mejorar su salud antes de
continuar a Jamaica. Mr. Eyre le habló del asunto, porque sabía que mi cliente era
pariente de una persona llamada Rochester. Mr. Mason, tan asombrado y disgustado
como usted puede suponer, le reveló cuál era el verdadero estado de cosas. Siento
decirla que su tío padece ahora una enfermedad que, desgraciadamente, deja pocas
esperanzas de curación. No podía, pues, venir a Inglaterra para impedir que usted
cayese en la trampa que se le tendía, pero rogó a Mr. Mason que volviese y evitara el
ilegal matrimonio. Mr. Mason consultó conmigo, que he puesto en el asunto todo
interés. Celebro haber llegado a tiempo. Si no tuviera la certeza íntima de que su tío
habrá fallecido, antes de que usted pudiera llegar a Madera, la aconsejaría que fuese allí con Mr. Mason, pero en el estado actual de cosas, creo que vale más que se quede en
Inglaterra hasta que reciba noticias acerca de su tío. -Y preguntó a Mason-: ¿Tenemos
algo más. que hacer aquí?
-No, no, vámonos -contestó Mason apresuradamente.
Sin despedirse de Rochester, ganaron la puerta de la casa. El sacerdote se detuvo
algo más para dirigir algunas palabras, de reproche o reprimenda, a su perverso feligrés, y cumplido tal deber, se marchó.
Le sentí bajar a través de la entornada puerta de mi habitación, a la que me había
retirado. Corrí el cerrojo y procedí -sin lágrimas ni lamentos- a sustituir en mis maletas las ropas de boda por mis antiguos vestidos. Una vez hecho esto, me senté. Sentíame
febril y fatigada. Apoyé los brazos en la mesa y descansé la cabeza sobre mis brazos.
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Ahora comenzaba a sentir. Hasta entonces había visto, oído y actuado, pero ahora sentía y pensaba.
La mañana había transcurrido con bastante tranquilidad -a excepción de la escena
con la loca-, ya que la conversación de la iglesia no había tenido el carácter de altercado.
No hubo amenazas, desafíos, lágrimas ni sollozos. Alguien alegó serenamente un
impedimento al matrimonio, se cambiaron breves preguntas y respuestas, mi prometido
reconoció la verdad, se vio la prueba viviente de ella, los intrusos se fueron y todo
quedaba en paz.
Yo me hallaba en mi cuarto, como de costumbre, sin que nada hubiese cambiado
en mí. Sin embargo, ¿qué era de la Jane Eyre de la víspera? ¿Qué de sus perspectivas y
esperanzas?
Jane Eyre, que era el día anterior una mujer llena de dulces anhelos, una casi
desposada, se había convertido otra vez en una muchacha desamparada y sola, con una
vida gris, llena de desoladas perspectivas ante ella. La nieve de diciembre había caído en medio del verano, el hielo helaba las manzanas maduras, un viento invernal arrancaba de sus tallos las rosas. Los bosques, que doce horas antes mostrábanse fragantes y
espléndidos como tropicales árboles, eran ahora inmensos, solitarios, glaciales como los bosques de pinos en el invierno de Noruega... Mis esperanzas habían muerto de repente;
mis deseos, el día anterior rebosantes de vida, estaban convertidos en lívidos cadáveres. Y
mi amor, aquel sentimiento que Rochester había despertado en mí, yacía, angustiado, en
mi corazón, como un niño en una cuna fría. Ya no podía buscar el brazo de Rochester ni
encontrar calor en su pecho. Mi fe y mi confianza quedaban destruidas. Rochester no
volvería a ser para mí lo que fue, porque resultaba distinto a como yo le había imaginado.
No deseaba increparle ni quería reprocharle su traición, pero se me aparecía privado de la sinceridad que yo le atribuyese. Debía marchar de su lado. Cuándo y cómo, no lo sabía,
pero adivinaba que él mismo me aconsejaría partir de Thornfield. Era imposible, a mi
juicio, que hubiese sentido hacia mí verdadero afecto; sólo fue, sin duda, un capricho
momentáneo. Debía procurar no cruzarme en su camino, porque ahora mi presencia había
de resultarle odiosa, sin duda. ¡Oh, qué ciega había estado! ¡Qué débil había sido!
Cerré los ojos. La oscuridad me rodeó. Sentí una inmensa lasitud y parecióme
yacer en el lecho de un río seco, sintiendo retumbar entre las lejanas montañas el rumor del torrente que se aproximaba por el cauce. Pero no deseaba incorporarme ni tenía
fuerzas para huir de la riada. Al contrario: ansiaba la muerte. En aquel momento pensé en Dios, y mentalmente le dirigí una plegaria: «Ayúdame, ya que nadie me ayudará, en la
turbación que me amenaza.»
Y la turbación cayó sobre mí. Todo el peso de aquel torrente que oía avanzar,
gravitó sobre mi corazón. La conciencia de mi vida rota, de mi amor perdido, de mi
esperanza deshecha, me abrumó como una inmensa masa. Imposible describir la
amargura de aquel momento. Bien puede decirse que «las olas inundaron mi alma, me
sentí hundir en el légamo, en el seno de las aguas profundas, y las ondas pasaron sobre mi cabeza».
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