XVII
Pasó una semana, pasaron diez días y no llegaban noticias de Mr. Rochester. Mrs.
Fairfax aseguraba que no le sorprendería que a lo mejor se marchara con sus amigos a
Londres, e incluso al continente, y que no apareciera por Thornfield hasta dentro de un año.
Era muy frecuente en él desaparecer de aquel modo brusco e inesperado. Al oírla
experimenté un extraño desfallecimiento en el corazón, pero dominando mis sentimientos
logré enseguida superar mi momentáneo desvarío, recordando lo absurdo que era que
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considerase los movimientos de Mr. Rochester como cosa de vital interés para mí. Con esto no me situaba ante mí misma en una situación de inferioridad, sino que, al contrario,
razonaba:
«Tú no tienes nada que ver con el dueño de Thornfield, sino para cobrar el sueldo
que te paga por enseñar a su protegida y para agradecerle el trato amable que te da, y el cual tienes derecho a esperar mientras cumplas tus deberes a conciencia. Entre él y tú no pueden existir otras relaciones. Prescinde, pues, de consagrarle tus sentimientos, entusiasmos y cosas análogas. Él no es de tu clase; mantente en tu terreno y, por tu propio respeto, no ofrezcas tu amor a quien no te lo pide y acaso te lo despreciara.»
Me ocupé, pues, con calma en mi misión cerca de la niña, pero sin poderlo evitar
bullían en mi cerebro ideas y conjeturas sobre la posibilidad de abandonar Thornfield y buscar nuevos horizontes. Pensamientos de tal clase no había por qué reprimirlos; antes bien, podían desarrollarse libremente y fructificar si llegaba el caso.
Mr. Rochester llevaba ausente unos quince días, cuando Mr. Fairfax recibió una
carta.
-Es del amo -dijo, mirando la dirección-. Ahora sabremos si vuelve o no.
Mientras abría el escrito, yo comencé a tomar mi café (porque nos hallábamos
desayunando) y, como estaba muy caliente, atribuí a tal circunstancia el brusco arrebato que me coloreó de rojo la cara. Lo que ya no pude concretar a qué se debiera fue el temblor de mi mano, que me hizo derramar en el plato la mitad del contenido de mi taza.
-Vaya -dijo Mrs. Fairfax, después de leer la carta-: yo, a veces, me quejo de que
aquí estamos demasiado tranquilos, pero me parece que ahora vamos a andar demasiado
ocupados, al menos por algún tiempo.
Me permití preguntar:
-¿Es que vuelve pronto Mr. Rochester?
-De aquí a tres días, según dice, y no solo. Yo no sé cuánta gente traerá consigo,
pero ordena que se preparen los mejores dormitorios y que se limpien los salones y la
biblioteca. Es necesario que yo busque alguna ayudante de cocina y alguna asistenta en la posada de George en Millcote y donde se pueda. Además, las señoras traen sus doncellas y los señores sus criados. Así que vamos a tener la casa llena.
Mrs. Fairfax terminó, pues, su desayuno y se apresuró a preparar todo lo necesario.
Aquellos tres días hubo mucho ajetreo. Yo creía que todos los aposentos de
Thornfield estaban arreglados y limpios, pero entonces descubrí que me engañaba. Tres
mujeres fueron contratadas para ayudar en las tareas, y hubo fregado, barrido, sacudido de alfombras, limpieza de espejos, preparación de chimeneas y lavado de ropas de cama, como no viera en mi vida. Adèle estaba encantada con los preparativos y con la perspectiva de los invitados que iban a venir. Hizo que Sophie reparase todas sus toilettes, según llamaba a los vestidos, para arreglar aquellos que estuvieran passées. Por su parte no hizo nada, sino saltar en las alcobas, brincar en las camas, tenderse en los colchones y apilar almohadas ante las chimeneas. Le dimos vacaciones, porque Mrs. Fairfax había requerido mi ayuda y yo pasaba el día en la despensa con ella y con la cocinera, aprendiendo a hacer flanes y natillas, a preparar empanadillas de queso y dulces a la francesa, a mechar carne y a
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guarnecer platos de postre. Se esperaba a los invitados la tarde del jueves, y se contaba que cenaran a las seis. Durante todo aquel período no tuve tiempo de imaginar quimeras y
estuve más activa y alegre que nadie, excepto Adèle. No obstante, de vez en cuando, a
despecho de mí misma, me dejaba arrastrar con el pensamiento a la región que originaba
mis dudas, suposiciones y conjeturas sombrías. Esto sucedía cuando veía abrirse la puerta de la escalera del tercer piso y aparecer a Grace Poole, con su cofia almidonada y su
delantal blanco, deslizándose por la galería con su paso tranquilo, mirando el interior de los revueltos dormitorios, y diciendo alguna palabra a los asistentes a propósito de la limpieza, del polvo de las chimeneas, del modo de quitar las manchas de las paredes empapeladas...
Grace bajaba a comer a la cocina una vez al día, fumaba una pipa junto al fogón y se
marchaba llevándose a su guarida, para su solaz, una voluminosa jarra de cerveza. Sólo una hora del día pasaba con los demás sirvientes; el resto estaba en su habitación del piso alto, acaso riendo con aquella terrible risa suya, y tan solitaria como un prisionero en su celda.
Lo más raro de todo era que nadie de la casa, excepto yo, parecía reparar en sus
costumbres ni asombrarse de ellas. Nadie discutía cuál era su misión ni manifestaba
compasión por su soledad. Una vez, sin embargo, sorprendí una conversación entre Leah y una de las asistentas, a propósito de Grace. Leah había dicho algo que no pude oír, y la asistenta contestaba:
-Debe ganar buen sueldo, ¿no?
-Sí -dijo Leah-. No es que yo esté descontenta de lo que gano, porque no es poco,
pero ¡ya quisiera tener el sueldo de Grace! El mío no llega ni a la quinta parte del suyo.
Cada trimestre va al Banco de Millcote a guardar dinero. No me asombraría que tuviese ya bastante para vivir si deseara dejar de trabajar, pero debe de estar acostumbrada a la casa, y como aún no tiene cuarenta años y está muy fuerte, seguramente piensa que todavía no
es tiempo de retirarse...
-¡Buenas tragaderas debe de tener! -dijo la sirvienta. -¡Y usted que lo diga! -
replicó Leah, que sin duda entendía lo que la otra quería indicar con aquello-. No
quisiera estar en su caso ni por todo lo que gana.
-¡Claro que no! Me asombra que el amo...
Leah se volvió en aquel momento y, al verme, hizo un guiño a la asistenta.
-¿Es que no lo sabe? -oí cuchichear a la mujer. Leah movió la cabeza y la
conversación se interrumpió. Cuanto pude sacar en limpio fue que en Thornfield había
un misterio y que de él, deliberadamente, se me excluía a mí.
Llegó el jueves. La noche anterior se había concluido todo el trabajo: las
alfombras estaban limpias y extendidas, los lechos preparados, dispuestos los tocadores, bruñida la vajilla, las flores colocadas en los jarrones. Alcobas y salones parecían tan flamantes como si fueran nuevos. El vestíbulo relucía. Tanto el reloj como las escaleras y las barandillas había sido encerados y brillaban como espejos. Los aparadores, en el
comedor, resplandecían de plata. En el salón y el gabinete se veían por todas partes
jarrones exóticos.
Por la tarde, Mrs. Fairfax se puso su mejor vestido de raso negro y su reloj de
oro, a fin de recibir a los invitados, llevar a sus cuartos a las señoras, etc. Adèle quiso también que la vistiésemos, aunque yo pensaba que no era probable que la presentasen a
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los invitados, por lo menos aquel día. Sin embargo, para complacerla, encargué a
Sophie que la vistiese con un bonito traje de muselina, muy corto. En cuanto a mí, no
era necesario que cambiase de ropa. Nadie iba a ir a reclamarme a mi santuario del
cuarto de estudio, que en santuario, en efecto, se había convertido para mí: en un
verdadero «agradable refugio en los tiempos calamitosos»...
Era uno de esos serenos días de primavera, de fines de marzo o primeros de
abril, tan llenos de sol que parecen heraldos del verano. En aquel momento tocaba ya a
su fin, pero el atardecer era agradable y tibio. Yo hacía labor al lado de la abierta
ventana del cuarto de estudio.
-Es bastante tarde -dijo Mrs. Fairfax, entrando, con gran crujido de faldas, en la
habitación-. Me alegro de haber mandado preparar la comida para una hora después de
la que Mr. Rochester indicaba, porque son más de las seis. He enviado a John a la verla, a ver si divisa llegar a los señores por el camino.
Se acercó a la ventana.
-¡Ahí está! ¡John! -gritó asomándose-. ¿Qué hay? -Ya vienen, señora -respondió
él-. Estarán aquí dentro de diez minutos.
Adèle se precipitó a la ventana. Yo la seguí, colocándome tras la cortina de
modo que pudiese ver sin ser vista. Los diez minutos que anunciara John me parecieron
muy largos, más al fin se oyó rumor de ruedas y vimos aparecer cuatro jinetes seguidos
de dos coches abiertos llenos de plumas y velos flotantes. Dos de los jinetes eran
jóvenes y arrogantes; el tercero era Mr. Rochester, montando Mescour, su caballo
negro. Piloto corría a su lado. Rochester iba emparejado con una amazona, y ambos
marchaban a la cabeza del grupo. Los vuelos del rojo traje de montar de la señora
rozaban casi el suelo y el viento hacía ondear su velo, a cuyo través se transparentaban los brillantes rizos de su cabellera.
-¡Miss Ingam! -exclamó el ama de llaves. Y se precipitó a su puesto, en el piso
bajo.
La cabalgata, siguiendo las sinuosidades del camino, dio la vuelta a la casa. La
perdí de vista. Adèle me pidió que le permitiese bajar, pero yo la senté sobre mis
rodillas y traté de hacerle comprender que no debía aventurarse a aparecer ante las
señoras antes de que Mr. Rochester la mandase a buscar, para no disgustarle. Comenzó
a verter lágrimas, como era presumible, pero la miré con severidad y acabó secando su
llanto.
En el vestíbulo sonaba ya el alegre bullicio que producían los recién llegados.
Las voces profundas de los caballeros y las argentinas de las señoras se confundían
armoniosamente. Entre todas, destacaba la sonora del dueño de Thornfield, dando la
bienvenida a los invitados que honraban su casa. Luego, ligeros pasos resonaron en la
escalera y en la galería y se oyó un abrir y cerrar de puertas, risas, un murmullo confuso...
Después, los rumores se apagaron.
-Se están cambiando de ropa -dijo Adèle, que había escuchado con atención. Y
suspiró al añadir-: En casa de mamá, cuando había visitas, yo la acompañaba a todas partes, en el salón y en las habitaciones, y muchas veces miraba a las doncellas vestir y peinar a las señoras. Es muy divertido, y, además, así se aprende...
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-¿No tienes apetito, Adèle? -interrumpí.
-Sí, señorita. Hace cinco o seis horas que no hemos comido.
-Bueno, pues mientras las señoras están en sus alcobas, intentaré traerte algo de
comer.
Y, saliendo de mi refugio con precaución, bajé la escalera de servicio que conducía
a la cocina. Todo en aquella región era fuego y movimiento. La sopa y el pescado estaban a punto de quedar listos y la cocinera se inclinaba sobre los hornillos en un estado de cuerpo y de ánimo que hacía temer que sufriese peligro de combustión personal. En el cuarto de estar de la servidumbre estaban sentados dos cocheros, y otros tres criados alrededor del fuego. Las doncellas, a lo que imaginé, debían de hallarse ocupadas vistiendo a sus señoras.
En cuanto a las nuevas sirvientas contratadas en Millcote, andaban de un lado para otro con gran estrépito. Atravesando aquel caos, alcancé la despensa, donde me apoderé de un pollo frío, un trozo de pan, algunos dulces, un par de platos y un cubierto, con todo lo cual me retiré apresuradamente. Ya ganaba la galería y cerraba tras de mí la puerta de servicio, cuando un acelerado rumor me hizo comprender que las señoras salían de sus aposentos.
No podía llegar al cuarto de estudio sin pasar ante algunas de las puertas, a riesgo de ser sorprendida en mi menester de avituallamiento. Por fortuna, el cuarto se encontraba al
extremo de la galería, la cual, por no tener ventana, estaba generalmente en penumbra y ahora en tinieblas completas porque ya se había puesto el sol y se apagaban las últimas claridades del crepúsculo.
De las alcobas salían sus respectivas ocupantes, una tras otra. Todas iban alegres y
animadas. Sus brillantes vestidos se destacaban en la oscuridad. Se reunieron en un grupo, hablando con suave vivacidad, y luego descendieron la escalera con tan poco ruido como
una masa de niebla por una colina. La aparición colectiva de aquellas mujeres dejó en mi mente una impresión de distinción y elegancia como nunca experimentara hasta entonces.
Encontré a Adèle mirándolas a través de la puerta del cuarto de estudio, que la niña
había abierto a medias. -¡Qué señoras tan hermosas! -exclamó, en inglés-. ¡Cuánto me
gustaría bajar con ellas! ¿Cree usted que Mr. Rochester nos mandará a buscar después de que terminen de cenar?
-No lo creo. Mr. Rochester tiene ahora otras cosas en qué ocuparse. Hoy no es fácil
que te presenten a esas señoras. Acaso mañana... Ea, aquí está tu cena.
Como la niña tenía verdadero apetito, el pollo y los dulces atrajeron su atención
durante un rato. Mi previsión no fue desacertada, porque tanto Adèle como yo y como
Sophie, a quien envié parte de las provisiones, corríamos el riesgo de quedarnos sin cenar, en medio del general ajetreo. Los postres no se sirvieron hasta las nueve, y a las diez aún los criados corrían de aquí para allá llevando bandejas y tazas de café. Acosté a Adèle mucho más tarde que de costumbre, porque me aseguró que no podría dormirse mientras
oyera aquel continuo abrir y cerrar de puertas. Además, añadió, podía llegar un aviso de Mr. Rochester cuando ella estuviera ya acostada, «y sería lamentable...»
La relaté cuantos cuentos quiso escucharme y luego, por cambiar un poco de
ambiente, me la llevé a la galería. La gran lámpara del vestíbulo estaba encendida y a la niña la divertía asomarse a la barandilla y ver pasar los sirvientes. Y avanzada la noche, oímos sonar el piano en el salón. Adèle se sentó en el último peldaño de la escalera para
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escuchar. Una dulce voz femenina comenzó una canción. Al solo siguió un dúo. En los
intervalos percibíase el murmullo de alegres conversaciones. Yo escuché también, y de
pronto reparé que estaba intentando distinguir entre el rumor de la charla el acento peculiar de Mr. Rochester.
El reloj dio las once. La cabeza de Adèle se apoyaba en mi hombro y sus ojos se
cerraban ya. La cogí en brazos y la llevé al lecho. Debía de ser sobre la una cuando los invitados se retiraron a sus habitaciones.
Al día siguiente también hizo buen tiempo. La reunión lo aprovechó para hacer una
excursión a no sé qué lugar de las cercanías. Salieron temprano de mañana; unos a pie y otros en coches. Miss Ingram era la única amazona y Mr. Rochester cabalgaba a su lado, un poco separados ambos del resto de los excursionistas. Se lo hice notar a Mrs. Fairfax, que estaba sentada a mi lado, junto a la ventana.
-Aunque usted decía... ¡Observe cómo Mr. Rochester corteja a esa señorita entre
todas! -comenté. -Tiene usted razón: se ve que la admira.
-Y ella a él -continué-. Mire cómo inclina la cabeza para hablarle
confidencialmente. Me gustaría verla la cara. Hasta ahora no lo he conseguido.
-La verá esta noche -repuso el ama de llaves-. He hablado a Mr. Rochester del
interés que tenía Adèle en ser presentada a las señoras, y me ha dicho que fuera usted con ella al salón esta noche, después de cenar.
-Le aseguro que no me hace ninguna gracia ir. -Ya le indiqué que usted está poco
acostumbrada a la sociedad y que no se divertirá en una reunión de desconocidos, pero me contestó que, si usted se oponía, la dijese que él tenía particular interés, agregando que, si aun así se negaba usted, vendría en persona a buscarla.
-No tiene por qué molestarse tanto -dije-. Iré yo, aunque preferiría no hacerlo.
¿Estará usted también? -No. Le rogué que me excusara y consintió. Voy a decirle lo que
debe hacer para evitar una entrada aparatosa en el salón, que es la parte más desagradable de esas cosas. Usted entra cuando el salón esté vacío, es decir, mientras los invitados se hallen aún a la mesa, y elige un asiento en un rincón. Tampoco es preciso que esté mucho tiempo después de que entren los señores, a no ser que la agrade. Puede salir enseguida y nadie se dará cuenta.
-¿Cree que estarán mucho tiempo en Thornfield los invitados?
-No creo que más de dos o tres semanas. Después de las vacaciones de Pascua, Sir
George Lynn, que ha sido elegido representante de Millcote, tendrá que ir a la ciudad a ocupar su cargo y no me extrañaría que el señor le acompañase. Lo que me parece raro es que pase tanto tiempo en Thornfield.
No sin emoción vi aproximarse la hora de mi entrada en el salón. Adèle, desde que
oyera que iba a ser presentada a las señoras, se había sumido en éxtasis. Una vez que
Sophie la hubo vestido con todo cuidado, arreglado sus cabellos en lindos rizos y puesto el trajecito de seda rosa, adoptó un aire tan grave como el de un juez, se sentó con precaución en su sillita, procurando que el vestido no rozase, y esperó que yo estuviera preparada, lo que sucedió pronto. Me puse mi mejor vestido (el gris que me hiciera para la boda de Miss
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Temple y que no había vuelto a usar más), me peiné rápidamente y me coloqué el
prendedor, única joya que poseía. Luego bajamos.
Afortunadamente el salón tenía otra entrada, además de la del comedor, en el que
estaba congregada la concurrencia. La estancia se hallaba aún vacía. Un gran fuego ardía silenciosamente en la chimenea y muchas bujías de cera, dispuestas entre las exquisitas flores con que estaban adornadas las mesas, iluminaban la soledad. El cortinón carmesí
pendía ante el arco de acceso al comedor y, por ligera que fuese la separación, bastaba para que de las conversaciones no llegase más que un apagado murmullo.
Adèle, que estaba muy impresionada, se sentó, sin decir palabra, en el taburete
que la indiqué. Yo me coloqué en un asiento próximo a una ventana, cogí un libro de
una mesa y empecé a leer. Adèle acercó su escabel a mí y me tocó una rodilla.
-¿Qué quieres, Adèle?
-¿Puedo coger una de esas magníficas flores, señorita? Así completaré mi
tocado...
-Piensas demasiado en tu tocado, Adèle... Pero, en fin, coge una flor...
Tomó una rosa, se la puso en la cintura y exhaló un suspiro de profunda
satisfacción, como si la copa de su felicidad estuviese ahora colmada. Volví el rostro
para ocultar una sonrisa que no pude contener. Había algo tan doloroso como ridículo
en la innata devoción de aquella minúscula parisiense a cuanto se refiriese a adornos y vestidos.
Corrieron la cortina de la arcada y apareció el comedor, esplendoroso con los
servicios de postre, de plata y cristal. Un grupo de señoras entró en el salón y la cortina cayó otra vez tras ellas.
Aunque sólo fuesen ocho, la magnificencia de su aspecto daba la impresión de
que eran muchas más. Algunas eran muy altas, varias vestían de blanco, y la
esplendidez de los adornos de todas las embellecía como una neblina embellece la luna.
Me levanté cortésmente. Unas pocas correspondieron inclinando la cabeza; otras se
limitaron a mirarme.
Se esparcieron por el salón. La gracia y ligereza de sus movimientos las
asemejaba a una bandada de pájaros blancos. Algunas se acomodaron en lánguidas
posturas en los sofás y otomanas, y otras se inclinaron sobre las mesas para examinar
los libros y las flores. Las demás se agruparon en torno al fuego y comenzaron a hablar en el tono de voz bajo y claro que parecía serles habitual. Oyéndolas, me enteré de sus nombres.
Mrs. Eshton había sido sin duda hermosa y aún estaba muy bien conservada. La
mayor de sus hijas, Amy, era menuda, infantil de rostro y modales y de sugestivas
formas. La menor, Louisa era más alta y más elegante de tipo. Tenía una cara bonita, de esas que los franceses llaman minois chiffonné. Las dos hermanas eran blancas como
lirios.
Lady Lynn era alta y gruesa. Representaba unos cuarenta años, erguida y
altanera. Vestía un magnífico traje de raso, y su negro cabello estaba adornado con una pluma azul celeste y con una diadema incrustada de joyas.
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La esposa del coronel Dent era menos brillante, pero me pareció más señorial.
Su rostro era agradable y pálido y tenía el cabello rubio. Su sobrio vestido de raso
negro, con adornos de perlas, me agradó más que la opulencia de la anterior señora.
Pero las más distinguidas entre todas -tal vez porque eran las más altas-
resultaban la viuda Lady Ingram y sus hijas Blanche y Mary. Para ser mujeres, tenían
muy aventajada estatura. La viuda debía de contar de cuarenta a cincuenta años. Sus
formas se mantenían aún proporcionadas, su cabello todavía negro (al menos a la luz de
las bujías) y sus dientes perfectos. La mayoría de los hombres hubiesen dicho de ella
que era una espléndida mujer madura y, físicamente hablando, sin duda habrían
acertado, pero emanaba de su aspecto una altivez casi insoportable. Tenía las facciones de una matrona romana. Una amplia sotabarba se unía a una garganta robusta como una
columna. Sus facciones rebosaban orgullo y su barbilla adoptaba una posición
exageradamente erecta. Sus ojos, orgullosos y duros, me recordaban los de mi tía Reed.
Hablaba doctoralmente, con un tono de superioridad inaguantable. Un vestido de
terciopelo carmesí y un turbante-chal de manufactura india la investía (según imagino
que ella se figuraba) de una dignidad casi imperial.
Blanche y Mary eran de la misma estatura: altas y erguidas como álamos. Mary era
demasiado delgada para su altura, pero Blanche, en cambio, tenía los perfectos contornos de una Diana. La miré con especial interés. Deseaba ver si su aspecto respondía a la
descripción de Mrs. Fairfax, si se asemejaba a la miniatura mía y si respondería al gusto que yo me imaginaba que debía ser el de Mr. Rochester.
Su tipo respondía, en efecto, a la descripción del ama de llaves y a mi retrato: torso
delicado, hombros bien contorneados, cuello gracioso, negros ojos y negros rizos. Pero su rostro era como el de su madre: idéntico ceño, idénticas facciones altaneras, idéntico
orgullo, si bien no era un orgullo tan sombrío. Por el contrario, reía continuamente, con una risa desdeñosa que parecía constituir la expresión habitual de sus labios arqueados y altivos.
Se asegura que el genio es orgulloso y consciente de sí mismo. Yo no. puedo
asegurar si Miss Ingram era un genio, pero sí que estaba muy consciente y muy orgullosa de sí misma. Inició una discusión sobre botánica con la gentil señora Dent. Ésta parecía no haber estudiado semejante ciencia, limitándose a asegurar que le gustaban las flores, «y sobre todo las silvestres». En cambio, Miss Ingram entendía la materia y arrollaba a su interlocutora, gozándose en su ignorancia. Blanche podría ser inteligente, pero no era
bondadosa. Tocaba bien, tenía buena voz, hablaba francés en apartes con su madre, y lo
hablaba excelentemente, con mucha naturalidad y apropiado acento.
Mary parecía ser más amable y sencilla que Blanche, así como era más suave de
facciones y más blanca de tez (su hermana era morena como una española). Pero su rostro carecía de expresión y sus ojos de brillo. Apenas hablaba nada. Una vez sentada,
permanecía inmóvil como una estatua en su pedestal. Las dos hermanas vestían ropas
blancas como la nieve.
¿Gustaría Blanche a Mr. Rochester? Yo no conocía su opinión en materia de belleza
femenina. Si le agradaba lo majestuoso, necesariamente debía de agradarle Miss Ingram. La mayoría de los hombres debían de admirar a Blanche, y de que él la admiraba también
parecíame tener evidentes pruebas. Para disipar la última sombra de duda me faltaba verles juntos.
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Ya habrás supuesto, lector, que Adèle no permaneció quieta ni muda. En cuanto
entraron las señoras, avanzó hacia ellas, hizo una solemne reverencia y dijo con gravedad:
-Buenas noches, señoras.
Miss Ingram la miró burlonamente y exclamó: -¡Uy, qué muñequita!
Lady Lynn observó:
-Debe de ser la niña que tiene a su cargo Mr. Rochester. Nos ha hablado antes de
ella. Es una francesita... Mrs. Dent tomó a Adèle por la mano y la dio un beso. Amy y
Louisa Eshton gritaron a la vez:
-¡Qué encanto de niña!
Y la llevaron a un sofá, donde la pequeña se sentó, charlando alternadamente en
francés y en inglés chapurreado y atrayendo no sólo la atención de las jóvenes, sino
también la de Lady Lynn y Mrs. Eshton.
Fue servido el café y se llamó a los hombres. Me senté a la relativa sombra de las
cortinas de las ventanas, que me ocultaban a medias. La aparición en grupo de los
caballeros fue tan imponente como la de las señoras. Todos vestían de negro. La mayoría eran altos, y algunos muy jóvenes. Henry y Frederick Lynn eran dos muchachos elegantes, y el coronel Dent un hombre de aspecto marcial. Mr. Eshton, magistrado del distrito, tenía un aspecto muy señorial. Sus cabellos, completamente blancos, y sus cejas y patillas,
negras aún, le daban la apariencia de un pére noble de théàtre. Lord Ingram, como sus hermanas, era muy alto y, como ellas, muy arrogante, mas parecía tener algo de la apatía de su hermana Mary, denotando más vigor muscular que ardor de sangre o vivacidad de
mente.
Mr. Rochester entró el último. Yo procuré concentrar mi atención en la labor de que
me había provisto. Al distinguir la figura de aquel hombre, recordé el momento en que le viera por última vez, cuando le acababa de prestar un inestimable servicio. Entonces él, cogiendo mi mano y mirándome, había revelado una tumultuosa emoción, de la que yo
había participado. ¡Qué próximo a él me había sentido en aquel momento! Ahora, en
cambio, ¡qué lejanos estábamos el uno del otro! Tanto, que ni siquiera esperaba que viniese a hablarme. No me asombró, pues, que sin mirarme, se sentara al otro extremo del salón y comenzase a conversar con algunas señoras.
Al observar que su atención estaba dedicada a ellas y que podía, por tanto, mirarle
sin ser vista, le contemplé, experimentando un agudo y a la vez doloroso placer en hacerlo: el placer que pueda experimentar quien, sintiéndose envenenado, bebe, a sabiendas, el
dulce veneno que le lleva a la tumba.
¡Qué verdadero es el aforismo de que «la belleza está en los ojos del que mira»! El
moreno y cuadrado rostro de Rochester, sus espesas cejas, sus penetrantes ojos, sus rudas facciones, su boca voluntariosa, no eran bellos, según los cánones de la estética, pero para mí eran más que bellos: eran interesantes y estaban llenos de una sugestión que me
dominaba. Yo deseaba no amarle -el lector sabe el esfuerzo que realicé para extirpar mi amor- y, sin embargo, ahora que le veía, la pasión desbordaba, impetuosa y fuerte. Aun sin mirarme, me obligaba a que le amase.
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Le comparé con sus invitados. ¿Qué valían la gallarda gracia de los Lynn, la
lánguida elegancia de Lord Ingram, la marcial distinción del coronel Dent, ante la energía innata que emanaba de Rochester? En el aspecto de aquellos no veía nada sugestivo para
mí, aun reconociendo que la mayoría de las gentes les hubieran considerado atractivos,
elegantes y distinguidos, mientras que de Mr. Rochester hubiesen dicho que estaba mal
formado y que tenía un aire sombrío. Pero yo, viendo sonreír y reír a los otros, pensaba que sus sonrisas no eran más brillantes que la llama de una bujía, ni sus risas más sonoras que el ruido de una campanilla. En cambio, cuando Rochester sonreía, sus duras facciones se
suavizaban y sus ojos brillaban con destellos a la vez acerados y dulces. En aquel momento hablaba a Louisa y Amy Eshton, y a mí me maravillaba ver la ecuanimidad con que ellas
oían lo que a mí me parecía tan interesante. Me alegré al ver que no entornaban los ojos ni se ruborizaban escuchándole. «No es para ellas lo que para mí -pensé-. Él no es del corte de ellas, sino del mío. Estoy segura. Yo comprendo la elocuencia de sus movimientos y de su rostro. Aunque otras causas nos separen, en mi cerebro y en mi corazón, en mi sangre y en mis nervios hay alguna cosa que me hace semejante a él. ¿Cómo he podido imaginar, hace
pocos días, que nada teníamos que ver los dos, sino a efectos de salario, y que no podía considerarle desde otro punto de vista que el de ser mi patrón? ¡Qué blasfemia contra la naturaleza! Cuanto hay de bueno, de sincero y de vigoroso en mí, gira impulsivamente en torno de él. Reconozco que debo ocultar mis sentimientos y que él no se preocupa de mí
para nada. Cuando digo que soy como él, no quiero decir que posea su poder de sugestión, ni su atractivo, sino sólo que tengo sentimientos e inclinaciones iguales a las suyas. Sé que hemos de vivir siempre distantes y, sin embargo, mientras yo sienta y aliente, le amaré.»
Se tomó el café. Las mujeres, desde que entraron los caballeros, se habían vuelto
repentinamente animadas y vivas como alondras. La conversación era alegre. Dent y
Eshton hablaban de política, y sus mujeres les escuchaban. Sir George -a quien he omitido describir y que era un robusto y corpulento caballero campesino- se colocó ante el sofá de aquellos con su taza de café en la mano, y de vez en cuando intercalaba alguna palabra.
Frederick Lynn se había sentado junto a Mary Ingram y le enseñaba los grabados de un
magnífico libro. Ella miraba y sonreía, pero apenas decía nada. El alto y flemático Lord Ingram había apoyado los brazos en el respaldo de la silla de la menuda y vivaracha
Amy Eshton, que le miraba gorjeando como un pájaro. Sin duda le gustaba más que
Rochester. Henry Lynn había tomado posesión de una otomana junto a Louisa, Adèle
estaba a su lado y él trataba de conversar en francés con la niña, mientras Louisa se
burlaba de los disparates que decía. En cuanto a Blanche Ingram, se había sentado, sola, a una mesa, y permanecía graciosamente inclinada sobre un álbum. Parecía esperar que
alguien le hiciese compañía, y no esperó largo rato, porque ella misma eligió un
compañero.
Mr. Rochester, dejando a las Eshton, se sentó ante el fuego, donde quedó por
unos instantes tan solitario como la Ingram ante la mesa. Blanche lo notó y se acercó a él, colocándose también junto a la chimenea.
-Yo creía, Mr. Rochester, que no le gustaban los niños.
-Y no me gustan.
-Entonces, ¿por qué se ha encargado de esa muñequita? - dijo, señalando a
Adèle-. ¿De dónde la ha sacado usted?
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-No la saqué de sitio alguno: me la confiaron. -Debía usted enviarla al colegio.
-Los colegios son caros.
-Bien, pero usted tiene una institutriz para la niña, según he visto... ¿Se ha ido
ya? No; está allí, junto a la ventana. Usted tiene que pagarla y eso le resulta más caro aún, porque, además de pagar a esa mujer, necesita mantenerla.
Yo temía -mejor sería decir esperaba- que la alusión motivase que Mr. Rochester
me dirigiera una mirada, pero no lo hizo.
-No me he parado a pensarlo -dijo él con indiferencia.
-Ustedes, los hombres, nunca tienen en cuenta la economía ni el sentido común.
Debía usted oír a mamá hablar de nuestras institutrices. Mary y yo hemos tenido lo
menos una docena durante nuestra vida. La mitad eran odiosas y la otra mitad ridículas, y todas resultaban muy gravosas. ¿Verdad, mamá?
-¿Qué me decías?
La joven explicó con detalle su pregunta.
-Querida: ¡no me hables de institutrices! Sólo oír esa palabra me pone nerviosa.
He sido mártir de su incapacidad y de sus caprichos. ¡Gracias a Dios que ya no tengo
que tratar con ellas!
Mrs. Dent se acercó a la viuda y le habló al oído. Supongo, juzgando por la
respuesta, que se trataba de una indicación de que un miembro de aquella aborrecida
raza se hallaba presente.
-Tant pis! -exclamó la viuda-. Confío en que ello contribuya a hacerla mejor que
las otras -y agregó, más bajo, aunque lo bastante alto para que yo la oyese-: Ya lo había notado. Soy muy buena fisonomista, y reconozco en ella todos los defectos de las de su
clase.
-¿Qué defectos son esos? -inquirió Rochester. -Se lo diré a solas -repuso la
señora, moviendo significativamente su turbante.
-Pero entonces mi despierta curiosidad quizá se haya dormido...
-Pregunte a Blanche, que está más cerca de usted que yo.
-Podías dejarme tranquila, mamá. Sólo una palabra tengo que decir respecto a
esa tribu: que son unas fastidiosas. No es que yo las haya tolerado mucho. ¡La de burlas que hemos hecho Theodore y yo a nuestra Miss Wilson, y a nuestra Mrs. Greys, y a
nuestra Madame Joubert! Mary no solía estar lo bastante animada para colaborar en
nuestras tretas. Las mejores fueron las que gastamos a Madame Joubert, porque Miss
Wilson era una infeliz apocada, siempre llorosa, que no merecía ni el trabajo de burlarse de ella, y Mrs. Greys era tan insensible que ningún golpe la afectaba. ¡Pero a la pobre Madame Joubert! Aún me parece verla, enfurecida cuando derramábamos el té,
manoseábamos el pan, tirábamos los libros y armábamos una charanga golpeando la
regla sobre el pupitre y la badila, en el cierre de la chimenea... ¿Recuerdas aquellos
felices días, Theodore?
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-¡Ya lo creo! -repuso Lord Ingram-. La pobre vieja gritaba: «¡Niños malos!», y
nos sermoneaba creyendo impresionarnos a nosotros, que éramos unos muchachos
inteligentes, mientras que ella era una ignorante.
-¿Y te acuerdas, Theodore, de cuando yo te ayudaba a mortificar a tu preceptor,
Mr. Vining, a quien solíamos poner apodos tan grotescos? Él y Miss Wilson se
permitieron enamorarse, o al menos Theodore y yo nos lo figuramos. Les sorprendimos
miradas tiernas y suspiros, que interpretábamos como muestras de una belle passion, y
yo te aseguré que en breve la noticia sería del dominio público. ¡Y lo utilizamos como
palanca para echar aquel desagradable peso fuera de casa! Mamá, en cuanto se informó
del asunto, encontró que era una inmoralidad. ¿No es cierto, madrecita?
-Sí, querida. Y lo pensaba con razón. Existen muchos motivos para que no pueda
tolerarse una relación amorosa entre una institutriz y un preceptor en una casa bien
organizada; en primer lugar, porque...
-¡Por Dios, mamá, ahórranos la exposición de los motivos! Au reste, todos los
conocemos: peligro de dar malos ejemplos a los inocentes niños, distracción y
negligencia en el desempeño de los cargos, alianza tácita entre ambos profesores y,
como consecuencia, actitudes insolentes y subversivas... ¿Tengo razón o no, señora
baronesa de Ingram?
-Tienes razón como siempre, florecita mía. -Entonces no hay más que hablar.
Cambiemos de conversación.
Amy Eshton no oyó esta última frase, e insistió en el tema, diciendo con su dulce
tono infantil:
-Louisa y yo solíamos burlarnos de nuestra institutriz, pero era tan buena que no
se ofendía nunca. ¿Verdad que no, Louisa?
-No. Nos dejaba hacer lo que queríamos: registrar su pupitre, revolver su cesto
de labor y sus cajones... Era muy condescendiente y nos concedía cuanto le pedíamos.
-Creo -dijo Miss Ingram, plegando los labios irónicamente- que hemos tratado ya
bastante ese tema, y que deberíamos pasar a uno nuevo. ¿Apoya usted mi proposición,
Mr. Rochester?
-Coincido con usted en eso y en todo.
-Entonces, yo me encargaré de elegir otra distracción. ¿Está usted en voz esta
noche, Mr. Edward? -Lo estaré si usted lo manda, doña Bianca. -Entonces, mi soberano
deseo es que usted ponga sus órganos vocales a mi real servicio.
Miss Ingram se sentó al piano con altanera gracia, ahuecó su níveo vestido hasta
darle una majestuosa amplitud, y comenzó un brillante preludio. Aquella noche parecía
estar en su mejor forma, y tanto sus palabras como su aspecto suscitaban no sólo la
admiración, sino incluso el éxtasis de los que la oían. Mientras tocaba, hablaba de esta suerte:
-Estoy harta de los jóvenes de hoy día. Parecen niños: no pueden salir del jardín
sin permiso de papá, de mamá y del aya. No piensan más que en cuidar sus bonitos
rostros, sus blancas manos y sus pequeños pies... ¡Como si el hombre tuviese que
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preocuparse de la belleza! ¡Como si la hermosura no fuese cosa exclusiva de la mujer!
Yo opino que una mujer fea es una mácula de la creación, pero un caballero no debe
pensar sino en parecer fuerte y valeroso. Su lema debe ser: cazar, esgrimir y luchar. El resto no merece la pena. Así opinaría yo si fuera hombre. Hizo una pausa, que todos
respetaron, y continuó:
-Yo aspiro a casarme no con un rival, sino con un rendido. Yo no sufriría un
competidor; exigiría de mi marido un homenaje exclusivo, no una devoción compartida
entre mi persona y la imagen que él viera en su espejo... Vamos, Mr. Rochester: cante, y yo le acompañaré al piano.
-Estoy dispuesto a obedecer.
-Aquí hay una canción pirata. ¡Me muero por los piratas! Cante, pues, con spirito.
-Las órdenes de sus labios infundirían espíritu hasta a un vaso de leche aguada.
-Bien. Pero ándese con cuidado. Si no canta como debe, le humillaré mostrándole
cómo hay que entonar esta canción.
-Eso es ofrecer un premio a la incapacidad. Ahora procuraré hacerlo mal adrede...
-Gardez-vous en bien! Si usted lo hace mal a propósito, le castigaré.
-Debe usted ser piadosa, ya que tiene en su mano aplicar un castigo mayor del que
un mortal pueda soportar.
-Explíquese -dijo ella.
-Es superflua la explicación. Usted sabe muy bien que un simple enojo suyo es más
doloroso que el mayor de los castigos.
-Vamos, cante... -repuso ella.
Y comenzó a acompañarle al piano, tocando con exquisito gusto.
«Éste es el momento de irme», pensé.
Pero las notas de la canción me emocionaron tanto, que no me decidí. Mrs. Fairfax
había dicho que Mr. Rochester tenía una bella voz, y era cierto. Poseía una potente voz de bajo, a la que comunicaba todo su sentimiento, toda su energía personal. Su acento
penetraba hasta lo último. Esperé a que la última nota de aquella canción expirase, y luego inicié mi retirada hacia la puerta de escape, que afortunadamente estaba próxima. Un
estrecho pasillo conducía desde ella al vestíbulo.
Al atravesarlo, reparé que había perdido una de mis sandalias y, para buscarla, me
arrodillé al pie de la escalera. Oí abrir la puerta del comedor. Me apresuré a incorporarme y me hallé cara a cara con Mr. Rochester. -¿Cómo está usted? -me preguntó. -Muy bien,
señor.
-¿Por qué no me ha dirigido la palabra en el salón? Yo pensaba que lo mismo podía
preguntarse a él, pero no me tomé tal liberad y repuse:
-No deseaba molestarle viéndole entretenido, señor. -¿Qué ha hecho usted durante
mi ausencia? -Nada de particular: enseñar a Adèle como siempre. -Y palidecer mucho, de
paso. Está tan pálida como la primera vez que la vi. ¿Qué le ocurre? -Nada, señor.
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-¿Acaso se acatarró usted la noche que estuvo a punto de ahogarme?
-Nada de eso.
-Vuelva al salón. Es muy pronto. -Estoy cansada, señor.
Me miró un instante.
-Sí, ya lo veo. Y también un poco deprimida. ¿Qué le sucede?
-Nada, señor, nada. No estoy deprimida.
-Lo está usted hasta el punto de que si hablásemos algunas palabras más, rompería
usted a llorar... En fin, por esta noche la dispenso, pero es mi deseo que todas las noches acuda al salón. Retírese y envíe a Sophie a buscar a Adèle. Buenas noches, queri...
Se interrumpió, apretó los labios y se fue bruscamente.