Jane Eyre

XXVIII

Han pasado dos días. Es una tarde de verano. El coche me ha dejado en un lugar

llamado Whitcross, ya que la cantidad pagada no alcanzaba para transportar más adelante y yo no poseía ni otro chelín siquiera. Ahora la diligencia se encuentra a una milla de mí y yo me hallo sola. En este momento descubro que he olvidado mi paquete en la valija del cochero, donde lo había colocado para mayor seguridad. Y, puesto que allí está, no hay

más remedio que dejarlo continuar allí.

Whitcross no es una ciudad ni una aldea, sino un simple poste indicador colocado

en la confluencia de cuatro caminos y enyesado de blanco, supongo que para poderlo

reconocer en la oscuridad. De aquel poste salen cuatro brazos que señalan cuatro distintas direcciones. La población más próxima dista diez millas; la más lejana, veinte, según se lee en los brazos indicadores. Por los muy conocidos nombres de aquellas ciudades,

comprendí que me hallaba en un condado del Norte. La comarca estaba rodeada de

montañas y a mi alrededor se extendían grandes páramos y pantanos. La población debía

de ser poco densa; escasos viajeros recorrían aquellos caminos. Pero si alguno pasaba,

ningún interés tenía yo en que me viera, ya que todos se hubieran maravillado de

encontrarme perdida y sin sitio alguno al que ir, al lado de un poste indicador, en un

camino. Quizá me preguntaran, yo acaso no supiera qué responder, y era probable que se

extrañasen y sospecharan de mí. Ninguna ayuda humana cabía esperar, nadie que me

viera me dedicaría un pensamiento amable o un buen deseo. No tenía otro amigo que la

madre de todos: la naturaleza, y de ella únicamente debía solicitar calor y abrigo.

Me interné entre los matorrales y a poco mis pies se hundieron en el cieno de un

pantano. Retrocedí y, encontrando un saliente propicio en una roca de granito, me senté en él. Las márgenes del pantano me rodeaban, la roca protegía mi cabeza y el cielo cubría todas las cosas.

Pasó tiempo antes de que me sintiese tranquila, porque temía que merodeasen por

allí animales peligrosos, o que me descubriera algún cazador, furtivo o no. Si soplaba el viento, se me figuraba el bramido de un toro; si alguna cerceta levantaba el vuelo a lo lejos, confundía su figura con la sombra de un hombre. Al fin, viendo que mis temores

eran infundados y que reinaba la soledad en torno mío, recobré la confianza. Hasta

entonces no había pensado en nada, limitándome a ver, temer y escuchar. Pero ahora

comenzaba a reflexionar de nuevo.

¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¡Aterradoras preguntas! Tal vez la más cercana morada

humana estuviera a mayor distancia de la que mis debilitadas fuerzas pudieran recorrer.

Había de apelar a la fría caridad para lograr un albergue, corriendo el riesgo de tropezar con una repulsa casi cierta y aun con otros peligros.

Toqué una mata de brezo. Todavía estaba caliente del sol que durante el día de

verano la había besado. En el cielo sereno una estrella titilaba precisamente sobre mí.

Caía un ligero rocío; no soplaba el viento. La naturaleza me pareció benigna y bondadosa para conmigo y pensé que, si de los hombres no me cabía esperar sino repulsas o insultos, en ella podía encontrar apoyo y abrigo. Al menos por una noche, debía ser su huésped:

como madre mía que era, me daría alojamiento sin cobrármelo. Yo tenía aún un pedazo

de pan, resto de una cantidad que comprara en una población que habíamos atravesado,

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con un penique olvidado que encontré en mi bolsillo. Entre los matorrales veíanse, aquí y allá, arándanos maduros. Cogí un puñado y los comí con el pan. El agudo apetito que un

momento antes sentía se apaciguó, ya que no se satisficiera, con aquella eremítica

colación. Después de comer recité una plegaria, y me dispuse a acostarme.

La hierba crecía muy alto junto a la roca. Me tendí en ella colocando sobre mí, a

guisa de manta, mi chal doblado y apoyando la cabeza en una pequeña protuberancia del

suelo. Instalada así no sentí, al menos al principio de la noche, frío alguno.

Hubiera, pues, podido hallarme bastante a gusto, a no ser por el dolor de mi

corazón. Las heridas de mi alma volvían a abrirse. Sufría por Rochester, experimentaba

por él una amarga tristeza, y mi corazón, impotente como un pájaro con las alas rotas, gemía y se despedazaba en su vano deseo de prestarle ayuda.

Mis sombríos pensamientos me impedían dormir. Me incorporé. Era de noche ya, una

noche serena que alejaba del alma todo temor. Brillaban en el cielo las estrellas. La presencia de Dios es sensible en todas partes, pero nunca tanto como cuando contemplamos sus

máximas obras. En aquella serena noche, en aquel cielo despejado en que giraban, silentes, los infinitos mundos creados por Él, se experimentaba más que nunca su infinitud, su

omnipotencia, su omnipresencia. Rogué por Rochester. Mientras lo hacía, mis ojos llorosos contemplaron la Vía Láctea. Pensando en los incontables mundos que encerraba aquella vaga bruma luminosa, sentí el infinito poder de Dios, comprendí que podría salvar a quien Él quisiera, que nada era perecedero, que ni un alma tan sólo podía perderse. Mi plegaria se convirtió en acción de gracias, al recordar que el Padre de todas las cosas había sido también nuestro Salvador. Rochester sería salvado porque era de Dios y Dios le preservaría. Volví a acurrucarme en el suelo y me dormí, olvidada toda la angustia.

Al día siguiente, la necesidad, pálida y descarnada, apareció ante mí. Mucho después

de que los pájaros abandonaran sus nidos en busca de alimento, mucho después de que la

aurora apareciera en Oriente y libara, como dulce miel, el rocío que cubría la maleza, cuando las sombras de la madrugada se habían disipado hacía largo rato y el sol iluminaba ya cielos y tierra, me desperté y, levantándome, miré en torno mío.

El día era magnífico y cálido. El páramo circundante parecía un dorado desierto, en el

que yo hubiera deseado vivir para siempre. Todo esplendía al sol. Un lagarto trepaba por la roca y una abeja volaba sobre los arándanos. Habría deseado convertirme en lagarto o en abeja, residir allí, encontrar en aquella edad refugio y alimento. Pero era un ser humano y los humanos tenemos otras necesidades. No podía quedarme donde estaba. Miré el improvisado

lecho que acababa de abandonar. Desesperanzada como estaba respecto al futuro, no habría deseado cosa mejor sino que el Creador hubiese arrebatado aquella noche mi alma de mi

cuerpo, evitándome una ulterior lucha con el destino. No era así: vivía, con todas las

amarguras, luchas y responsabilidades que ello implicaba. Era preciso cargar con la vida como con un pesado fardo, proveer a mis necesidades, soportar los sufrimientos, afrontar mis obligaciones. Me puse en camino.

Una vez en Whitcross, seguí una carretera donde daba el sol, alto y cálido ya.

Ninguna otra circunstancia influyó en la elección de ruta. Anduve largo tiempo. Cuando, al fin, fatigada, me senté en una piedra, oí cerca de mí repicar una campana, la campana de una iglesia.

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Miré hacia donde la campana sonaba y, entre pintorescas colinas, distinguí una aldea

y un campanario. A mi derecha se extendía un valle cubierto de prados, maizales y bosques.

Un arroyo zigzagueaba entre árboles, praderas y campos de cereal. Una carreta pesadamente cargada subía la colina y, no lejos, pastaban dos vacas, vigiladas por su pastor.

A cosa de las dos, entré en la aldea. A la entrada de una de sus calles había una

tiendecita en cuyo escaparate se exhibían varios panecillos. Deseé uno de ellos con verdadera codicia. Pensaba que comiéndolo adquiriría energías, sin las cuales me sería difícil continuar adelante. El deseo de readquirir mi fuerza y mi vigor había renacido en mí en cuanto me hallé en contacto con mis semejantes. Hubiera sido muy degradante desmayarme de inanición en la calle de una aldea. ¿No llevaba nada sobre mí que ofrecer a cambio de uno de aquellos

panecillos? Medité. Poseía un pañolito de seda, puesto al cuello, y los guantes. Muy duro era hablar a nadie del extremo de necesidad en que me encontraba, y muy probablemente nadie querría aquellas pobres prendas, pero resolví intentarlo.

Entré en la tienda. En ella había una mujer. Viendo a una persona decentemente

vestida, una señora como sin duda supuso, avanzó atentamente hacia mí. ¿En qué podía

servirme?, se apresuró a preguntar. La vergüenza me invadió, no acertaba a decir las

palabras que había preparado y comprendí, además, lo absurdo de la proposición que

iba a hacer. Le pedí, pues, solamente permiso para sentarme unos minutos, porque me

hallaba fatigada. Disgustada al ver que su supuesta cliente no era tal, accedió fríamente a mi ruego, señalándome una silla. Sentí ganas de llorar, pero, comprendiendo lo

inoportuno de tal manifestación, me contuve. Luego le pregunté si en el pueblo había

alguna costurera.

-Sí, dos o tres. Las necesarias para la aldea. Reflexioné. Me hallaba cara a cara

con la necesidad, sin recursos, sin un amigo. Era preciso hacer algo. ¿Qué? Lo que

fuera. Pero ¿dónde?

-¿Conoce a alguna persona de la vecindad que necesite criada?

-No.

-¿Cuál es la industria principal de aquí? ¿A qué se dedica la gente?

-Muchos son labradores y otros trabajan en la fábrica de agujas de Mr. Oliver.

-¿Emplea mujeres Mr. Oliver? -No; sólo hombres.

-¿Pues qué hacen las mujeres de este lugar?

-No sé -contestó-. Unas una cosa, otras otra... Los pobres se arreglan siempre

como pueden.

Parecía molesta por mis preguntas. Además, ¿qué derecho tenía yo a

importunarla? Luego entraron algunos vecinos. Mi silla era necesaria. Me despedí.

Recorrí la calle mirando a derecha e izquierda cuantas casas encontraba, pero sin

hallar pretexto para entrar en ninguna. Vagué por el pueblo más de una hora. Exhausta,

experimentando la imperiosa necesidad de comer, me senté al borde de un sendero y allí

permanecí largo rato. Luego me levanté y me dirigí hacia una linda casita, con un jardín delante, que se hallaba al final del camino. ¿Para qué me aproximaba a aquella blanca

puerta, ni qué interés habían de tener sus habitantes en servirme? Sin embargo, llamé.

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Una mujer joven, de agradable apariencia, muy limpia, me abrió. Con la voz que puede

suponerse en una persona desfallecida y desesperada le pregunté si necesitaban por

casualidad una sirviente.

-No -dijo-; no la necesitamos.

-¿Sabe si me sería posible encontrar alguna clase de trabajo aquí -volví a

preguntar-. Soy forastera, no conozco a nadie. Necesito trabajar, sea en lo que fuere.

Pero ella no tenía por qué ocuparse de mí, ni buscarme un empleo, ni a sus ojos

podía aparecer mi relato, situación y carácter sino como muy dudosos. Movió la cabeza,

dijo que no podía informarme y cerró la puerta blanca. Con toda cortesía, pero la cerró.

Si la hubiese tenido abierta un instante más, creo que le habría pedido un poco de pan, porque me sentía desfallecida.

¿A qué volver al sórdido villorrio, donde ninguna perspectiva de ayuda se

divisaba? Hubiera sido mejor dirigirme a un bosquecillo cercano, que se mostraba ante

mis ojos brindándome un apetecible refugio, pero me hallaba tan débil, tan extenuada,

que rondaba por instinto en torno a los sitios donde existía alguna posibilidad de hallar alimento. Imposible buscar la soledad mientras el buitre del hambre me clavaba tan

cruelmente sus garras.

Me aproximé a las casas, me alejé de ellas, volví a aproximarme de nuevo, y de

nuevo me alejé, comprendiendo que no tenía derecho alguno a pedir nada ni a que nadie

se interesase por mí. La tarde avanzaba mientras yo erraba de aquel modo, como un

perro extraviado y hambriento. Al cruzar un prado divisé ante mí la torre de la iglesia y me dirigí hacia ella. Cerca del cementerio, en medio de un jardín, había una agradable

casita, que no dudé que sería la del párroco. Recordé que los forasteros que llegan a un lugar donde no conocen a nadie, acuden a veces a los párrocos para pedir su ayuda. Y la misión de un sacerdote es socorrer, al menos con su consejo, a los que soliciten su auxilio.

Reuniendo, pues, todo mi valor y mis débiles fuerzas, llegué a la casa y llamé a la puerta de la cocina. Abrió una anciana. Le pregunté por el párroco.

-No está -dijo. -¿Volverá pronto?

-No. Está a tres millas de aquí, en Marsh End, adonde le han llamado por haber

muerto su padre súbitamente. Lo probable es que pase allá quince días.

-¿Hay alguna señora en la casa?

Contestó que no había nadie sino ella, y a ella, lector, no fui capaz de pedirle lo que necesitaba. Otra vez, pues, comencé a errar. Me quité el pañuelo que llevaba al cuello.

Había vuelto a pensar en los panecillos de la tiendecita. ¡Oh, qué terrible tormento es el hambre! De nuevo me dirigí a la aldea, de nuevo entré en la tienda y, aunque había otras personas, dije a la tendera que si quería darme un panecillo a cambio de aquel pañuelo. Me miró con evidentes sospechas. -No; nunca hago tratos de esa clase.

Casi desesperada, le rogué que me diese siquiera medio panecillo. Se negó también.

¿Qué sabía dónde había cogido yo el pañuelo?, insinuó.

-¿Quiere mis guantes a cambio? -No. ¿Qué voy a hacer con ellos?

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No es agradable insistir en estos detalles. Según algunas personas, complace evocar

los recuerdos penosos, pero a mí hoy me es insoportable revivir los tiempos que relato.

Aquel rebajamiento moral, unido al sufrimiento físico, fue demasiado doloroso para mí. No censuro a ninguno de los que se negaron entonces a ayudarme. Si un pordiosero vulgar

suele inspirar sospechas, un pordiosero bien vestido las inspira siempre. Verdad es que lo que yo pedía era trabajo, pero ¿cómo iban a preocuparse de tal cosa personas que me veían por primera vez? La mujer que no quiso cambiar un panecillo por mi pañuelo de seda tenía derecho a hacerlo si el cambio le parecía ventajoso o la oferta extraña.

Poco antes de oscurecer pasé ante una granja. El granjero, a la puerta, estaba

cenando pan y queso. Me detuve y le dije:

-¿Quiere darme un poco de pan? Estoy hambrienta. Me miró asombrado y, sin

contestar, cortó una delgada rebanada de pan y me la tendió. No creo que me considerase una pordiosera, sino más bien una señora extravagante, que sentía el capricho de probar su pan moreno. En cuanto estuve a alguna distancia, me senté y comí el pan.

No teniendo esperanza de dormir bajo techado, pensé que debía dirigirme al bosque

a que antes aludí. Pero mi descanso fue frecuentemente interrumpido. El suelo era duro, el aire frío y a menudo pasaban intrusos cerca de mí, y tenía que cambiar de sitio. Hacia la mañana empezó a llover y durante todo el día hubo mucha humedad. No me pidas, lector,

un relato minucioso de aquella jornada. Como la anterior, anduve buscando trabajo, y como la anterior fui rechazada siempre. Como la anterior, me sentí extenuada, y como la anterior pude comer algo. Pasando a la puerta de una casita, vi a una niña echando restos de potaje frío en una gamella de las que se usan para los cerdos. Le dije:

-¿Quieres darme eso?

-¡Madre! -gritó la niña-. ¡Aquí hay una mujer que quiere el potaje!

-Si es una mendiga, dáselo -contestó una voz desde dentro-. El cerdo está harto.

La niña me entregó el recipiente y devoré su contenido con ansia.

Al caer del húmedo crepúsculo me detuve al borde de un sendero por el que

caminaba sin objeto hacía más de una hora.

«Me faltan las fuerzas -monologué- y no podré seguir mucho más adelante. ¿Cómo

pasar la noche? ¿Con la cabeza sobre el duro suelo mientras la lluvia me cala?, no obstante, no puedo hacer otra cosa, porque nadie me daría hospitalidad. Pero es de temer, dada mi postración, mi abatimiento y mi desesperanza, que me muera esta noche. Después de

todo, ¿por qué no hacerme a la idea de morir? ¿Por qué esforzarse en prolongar una

vida inútil? ¡Más no! ¡Debo vivir, porque Edward vive o creo que vive! No debo

dejarme morir de hambre y de frío. ¡Oh, Dios mío, ayúdame, ayúdame un poco más!»

Mis ojos contemplaron el sombrío y brumoso paisaje. Estaba lejos de la aldea y

ésta no se distinguía ya. Los campos cultivados de sus cercanías habían desaparecido. A lo largo de atajos y senderos había llegado otra vez a las cercanías de la zona pantanosa y en mi torno sólo se divisaban míseros prados, casi tan silvestres y áridos como el

páramo mismo.

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«Mejor sería morir ahí que en una calle o en un camino frecuentado -pensé-.

Prefiero que los cuervos, si los hay en la comarca, devoren mis restos, que no que éstos desciendan, en un ataúd de caridad, al fondo de la fosa común.»

Me hallaba a la sazón en pleno páramo. Los musgos y juncos que crecían en las

ciénagas se distinguían por su color verde del oscuro de los matorrales que cubrían los lugares donde el suelo formaba una superficie sólida. A mis ojos aquella gradación de

matices se presentaba sólo en forma de luces y sombras, ya que el día se había

desvanecido.

Oteando el desolado paisaje me pareció ver brillar una luz a lo lejos. La juzgué

un fuego fatuo y creí que se desvanecería en seguida. Más la luz no se movía. «¿Será

una hoguera?», me pregunté. Pero no aumentaba ni disminuía de tamaño, por lo que

deduje que podría ser la luz de una casa, aunque tan lejana que no habría podido

alcanzarla, ni me hubiera servido de nada llamar a su puerta, puesto que seguramente

me la hubieran cerrado, como las demás.

Me tendí en el mismo lugar en que me hallaba, rostro a tierra. El aire de la noche

soplaba sobre mí y se perdía a lo lejos. A poco empezó a llover y el agua me caló hasta los huesos. Me incorporé.

La luz continuaba brillando, mortecina, pero constante, a través de la lluvia.

Comencé a andar, con fatigados pies, en aquella dirección. Hube de atravesar un

cenagal que hubiera sido impracticable en invierno. Dos veces caí, pero ambas volví a

levantarme y a caminar hacia aquella luz, última esperanza mía.

Cruzada la ciénaga, distinguí una faja blanca que atravesaba el páramo. Me

acerqué: era un camino. La luz brillaba, al parecer, en una especie de otero entre pinos, que se entreveían confusamente entre las tinieblas. Mi estrella se desvaneció al

acercarme. Sin duda se había interpuesto entre ella y yo algún obstáculo. Extendí la

mano y toqué un muro bajo y tras él un alto seto. Lo seguí, hasta dar con un postigo,

que giró sobre sus goznes al empujarlo.

Pasado el postigo, la silueta de una casa se elevó ante mí. Era baja, oscura y

bastante grande. Al presente no se veía en ella luz alguna. ¿Se habrían acostado sus

moradores? Buscando la puerta, doblé un ángulo del edificio y volví a distinguir la

anhelada luz brotando de una ventanita enrejada, pequeña y que lo parecía más aún

porque la ocultaba en parte la hiedra que revestía el muro de aquella parte de la casa.

Las ventanas no tenían cortina y, a través de sus cristales, pude ver el interior. Era una estancia muy limpia, de suelo de tierra apisonada, con un aparador de nogal sobre el que había colocadas varias filas de platos de peltre, en los que se reflejaba el resplandor de un buen fuego de turba. Vi un reloj, una mesa blanca, varias sillas... La vela que fuera mi guía en la oscuridad se hallaba sobre la mesa y a su luz una mujer, tosca, pero tan

limpia como cuanto la rodeaba, hacía calceta.

Todo aquello no tenía nada de extraordinario. Pero junto al fuego había algo

más: dos jóvenes, evidentemente dos señoritas, vestidas de luto, sentadas, una en una

mecedora baja y otra en un taburete. Un gran perro de caza apoyaba su maciza cabeza en

las rodillas de una de las muchachas y un gato negro dormía en el regazo de la otra.

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¡Extraño lugar era aquella humilde cocina para las dos exquisitas jóvenes que la

ocupaban! Con toda certeza, no eran hijas de la mujer sentada a la mesa, porque tenían

tanto de delicadas y distinguidas como ella de rústica. Jamás había visto rostros como los de aquellas mujeres. No cabe llamarlas hermosas, porque eran demasiado graves, pálidas y pensativas para aplicarles tal adjetivo. Cada una tenía en la mano un tomito y en una mesa entre las dos había otra vela y dos gruesos volúmenes, que de vez en cuando consultaban, comparándolo con el texto de sus libros respectivos, como se hace cuando se traduce. Todo transcurría en tan hondo silencio como si aquellos seres fueran sombras y el conjunto un cuadro, hasta el punto de que yo podía percibir el chisporroteo de la lumbre, el tictac del reloj y el choque de las agujas con que la mujer hacía calceta. Al fin una voz rompió el silencio:

-Escucha, Diana -dijo una de las absortas lectoras-. Franz y el viejo Daniel se

hallaban juntos esta noche y Franz está contando un sueño del que ha despertado

aterrorizado. Oye...

Y leyó, en voz baja, algo ininteligible para mí: ni francés ni latín. Si era griego,

alemán u otro idioma, imposible saberlo.

-Es muy enérgico -dijo al terminar-. Me gusta mucho.

La otra muchacha, mirando al fuego, repitió una línea de las que le habían sido

leídas. Más tarde supe de qué libro se trataba. Citaré, pues, lo que ella repitió, aunque entonces me fue del todo incomprensible:

-Da trat hervor Einer, anzusehen wie di Sternen Nacht. ¡Muy bien! -exclamó,

abriendo mucho sus oscuros y profundos ojos-. ¡Cuánto me gusta! Una sola línea de éstas vale por cien páginas de prosa rebuscada. Ich wäge die Gedanken in der Schale meines

Zornes un die Werke mit dem Gewichte meines Grimms...

Ambas callaron de nuevo.

-¿Existe algún país donde hablen de ese modo? -les preguntó la anciana.

-Sí, Hannah: un país mayor que Inglaterra.

-¡No sé cómo pueden entenderse! Si viniera aquí uno de los que hablan así, ¿le

entenderían ustedes? -Algo de lo que dijera, sí, pero todo no, porque no somos lo

inteligentes que usted cree, Hannah. No hablamos alemán ni somos capaces de leerlo sin

ayuda del diccionario.

-¿Y para qué sirve estudiar eso?

-Nos proponemos aprenderlo mejor y entonces podremos ganar más dinero del que

ganamos ahora. -Eso está bien. Pero déjense ya de estudiar. Basta por hoy.

-Sí. Yo estoy fatigada. ¿Y tú, Mary?

-Mucho. Es muy trabajoso aprender sin profesor, sólo con el diccionario.

-Y sobre todo un lenguaje como este admirable alemán... Oye, ¿cómo no habrá

vuelto John todavía? -No tardará. Son las diez en punto-dijo la interpelada, mirando su relojito de oro-. Y está lloviendo. Hannah, ¿quiere tener la bondad de mirar cómo está el fuego del salón?

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La mujer abrió una puerta, desapareció por un pasillo, la sentí atizar la lumbre.

Luego reapareció.

-¡Ay, niñas -dijo al volver-, qué pena me da entrar en ese cuarto y ver aquel sillón

vacío!

Se secó los ojos con el delantal. Las dos muchachas se entristecieron.

-¡Pero ahora está en otro mundo mejor! -continuó Hannah-. Más vale que se

encuentre allí. ¡Todos quisiéramos morir tan serenamente como él!

-¿No le habló de nosotros antes de fallecer? -inquirió una de las jóvenes.

-No tuvo tiempo. Su pobre padre se había sentido un poco mal el día antes, pero no

le dio importancia, y cuando el señorito John le preguntó si quería que enviase a buscar a una de ustedes, se puso a reír. Al día siguiente -hoy hace quince- volvió a sentir dolor de cabeza. Se durmió y no despertó más. Cuando el hermano de ustedes entró en la habitación, le encontró ya rígido.

La vieja sirvienta, en el dialecto de la región, se extendió en consideraciones

familiares, asegurando que Mary era el vivo retrato de su difunta madre y Diana más

parecida a su padre, cosa que para mí resultaba incomprensible, pues las dos muchachas me parecían casi idénticas. Ambas eran esbeltas y bellas, ambas distinguidas, ambas tenían aspecto de muy inteligentes. Cierto que el cabello de una era algo más oscuro que el de la otra y que se lo peinaban de modo diferente: Mary, liso y con rayas; Diana, con

tirabuzones.

El reloj dio las diez.

-Supongo -observó Hannah- que en cuanto venga su hermano desearán cenar.

Y comenzó a preparar la cena. Las muchachas se fueron, probablemente al salón.

Hasta entonces yo había estado tan atenta a observarlas, y tanto me habían interesado, que incluso me olvidé de mí misma. Pero ahora me acordé de mí, y mi situación, por el

contraste, se me presentó más desolada y desesperada que nunca. Imposible impresionar a los moradores de la casa con el relato de lo que me sucedía; no me creerían, no me

concederían albergue... Así pensaba mientras, vacilante, llamaba a la puerta. Hannah abrió.

-¿Qué desea? -inquirió, sorprendida, examinándome a la luz de la bujía que llevaba

en la mano. -¿Puedo hablar a una de las señoritas? -pregunté. -Mejor será que me diga a mí lo que fuera a decirles a ellas.

-Soy forastera...

-¿Y qué hace por aquí a estas horas?

-Quisiera que me dieran albergue por esta noche, en el pajar o donde sea, y un poco

de pan.

En el rostro de Hannah se pintó la expresión de contrariedad que yo temía y

aguardaba.

-Le daré pan-dijo, tras una pausa-, pero albergue no es posible.

-Déjeme hablar con sus señoritas.

Brontë, Charlotte: Jane Eyre

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-No. ¿Qué van ellas a remediarle? ¡Y le aconsejo que no vagabundee por acá!

-¿Y qué voy a hacer si me hecha usted? ¿Qué haré? -¡Ya sabe usted muy bien

adónde ir y qué hacer! ¡Ea, tome un penique y váyase!

-¿Para qué quiero un penique? ¡Si no tengo ni fuerzas para moverme! ¡No cierre, no

cierre, por amor de Dios!

-Tengo que cerrar. Está entrando la lluvia. -Hable a las señoritas, presénteme a ellas.

-No quiero. No es usted una mujer como debe. No alborote. Váyase.

-¡Me moriré si me quedo esta noche al aire libre! -No. Seguramente la mandan a

usted algunos salteadores, para averiguar el modo de robar la casa. Pero ya puede decirles que aquí hay un hombre, perros y escopetas.

Y la honrada, pero inflexible sirvienta, cerró la puerta.

Un sufrimiento inmenso, una desesperación infinita colmaron mi corazón. No pude

dar un solo paso. Me senté en el peldaño de la puerta, con los pies sobre el suelo mojado, junté las manos y lloré con angustia. ¡Oh, el espectro de la muerte, la visión de la última hora que se aproxima con todos sus horrores! Más, al fin, pude recuperar mi presencia de ánimo.

-Después de todo, bien puedo morir -dije-. Creo en Dios y aguardaré resignada que

se cumpla su voluntad.

No sólo había pensado aquellas palabras, sino que mis labios las habían

pronunciado en alta voz.

-Todos hemos de morir -murmuró una voz muy próxima a mí-, pero no todos están

condenados a perecer prematuramente de necesidad, como podría haberle sucedido a usted

al pie de esta puerta.

-¿Quién o qué es lo que me habla así? -exclamé, aterrorizada. No contaba ya con

la posibilidad alguna de ayuda de nadie.

Junto a mí había una figura que mis sentidos debilitados y la oscuridad de la noche

no me permitían distinguir bien. El recién llegado llamó fuertemente a la puerta.

-¿Es usted, señorito John? -preguntó Hannah. -Sí. Abra pronto.

-¡Debe usted llegar calado y muerto de frío! ¡Hay que ver la noche que hace!

Entre; sus hermanas están preocupadas por usted y deben rondar malas gentes por los

contornos. Ha estado una mendiga que... ¡Ah, si no se ha ido aún! ¡Lárguese!

-¡Chist, Hannah! Tengo que hablarla. Usted ha cumplido su deber echándola y yo

cumplo con el mío admitiéndola. Yo estaba cerca de ustedes y las he oído hablar. Me

parece que éste es un caso especial. Joven: levántese y entre.

Le obedecí, no sin dificultad. Me hallé en la agradable cocina, junto al fuego, bien

consciente del maltratado y lamentable aspecto que debía presentar. Las dos jóvenes, su hermano y la criada me contemplaban con atención.

-¿Quién es, John? -oí preguntar a una de las hermanas.

-No sé. La he hallado a la puerta. -Está muy pálida-dijo Hannah.

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-Pálida como la muerte. Sentadla. Va a caerse si no. Y, en efecto, se me iba la

cabeza, y hubiera caído a no habérseme ofrecido oportunamente una silla. Aún

conservaba el sentido, pero no podía hablar.

-Quizá le siente bien un poco de agua. Tráigala, Hannah. ¡Qué delgada y qué

lívida está!

-Parece un espectro.

-¿Estará enferma o famélica tan sólo?

-Creo que sólo famélica. Hannah: deme pan y leche. Diana -la reconocí por sus

largos tirabuzones al inclinarse sobre mí- partió un trozo de pan, lo mojó en leche y me lo puso en los labios. En su rostro, muy próximo al mío, leí simpatía y compasión. En las

palabras que me dirigió había una emoción afectuosa:

-Pruebe a comer.

-Sí, pruebe -repitió Mary, mientras me quitaba el gorrito.

Y probé, en efecto, lo que me ofrecían. Primero con timidez, luego con ansia.

-No le deis mucho de primera intención -indicó su hermano-. Por ahora es

bastante.

Y retiró la taza de leche y el plato de pan.

-Un poco más, John, por favor. ¿No ves el hambre que tiene?

-No, hermana, ahora no. Si puede hablar, preguntadla su nombre.

-Jane Elliott -contesté. Había resuelto usar un nombre supuesto para evitar que me

descubriesen. -¿Dónde vive usted?

Callé.

-¿Podemos enviar a buscar a sus parientes? Denegué con la cabeza.

-¿Qué puede decirnos de sí misma?

Desde que había cruzado el umbral de aquella casa y me sentía entre mis

semejantes volvía a ser la de siempre. Dejaba de obrar como una mendiga y recuperaba

mi carácter natural. Incapaz de detallar mi situación, porque me sentía muy débil, repuse:

-No me siento con fuerzas para explicarme por esta noche.

-Y entonces, ¿qué desea usted de mí? Diana tomó la palabra:

-¡No supondrá usted que creemos haberla prestado toda la ayuda que necesita y

que vamos a dejarla marchar en esta noche de lluvia!

La miré. En su rostro se pintaban, a la vez, bondad y la energía. Me animé y

repuse con una sonrisa. -Deseo decirles la verdad sobre mí. Estoy segura de que, aunque fuera un perro perdido, no tendría usted valor para echarme fuera en una noche como

ésta. No lo temo, pues. Hagan lo que quieran conmigo, pero les ruego que no me

fuercen a hablar mucho hoy, porque me falta el aliento.

Los tres me miraron en silencio.

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-Hannah -dijo John, al fin-. Déjela ahí sentada y no le pregunte nada por ahora.

De aquí a diez minutos dele el resto del pan y la leche. Nosotros vamos al salón para

hablar de esto.

Se fueron. Una de las jóvenes volvió al poco rato. No sé cuál de las dos. Una

especie de agradable entumecimiento me poseía mientras me hallaba sentada junto al

magnífico fuego. La muchacha, en voz baja, dio instrucciones a Hannah. Ésta me ayudó

a subir una escalera, me despojé de mis ropas empapadas y un lecho seco y cálido me

acogió. Di gracias a Dios, y me dormí con la impresión de que un rayo de luz disipaba

las tinieblas de mi desventura.

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