Jane Eyre

XIV

Durante los días siguientes vi pocas veces a Mr. Rochester. Por las mañanas estaba

muy ocupado en sus asuntos y por la tarde le visitaban personas de Millcote o de las

cercanías, las cuales, en ocasiones, comían con él. Cuando se repuso de la dislocación, solía salir mucho a caballo, seguramente para devolver aquellas visitas, y no volvía hasta muy entrada la noche.

En aquel período, aunque Adèle solía ir a verle con frecuencia, todas mis relaciones

con él se redujeron a encuentros casuales, en el vestíbulo, la escalera o la galería. En esas ocasiones, él me saludaba con una fría mirada y una distraída inclinación de cabeza, o bien con una sonrisa amable. Sus cambios de carácter no me molestaban, ya que era evidente

que dependían de causas que para nada se referían a mí.

Un día que estaba comiendo con varios invitados pidió mi álbum, sin duda para que

lo viesen. Aquellos caballeros se marcharon pronto, a fin de asistir a una reunión en

Millcote, pero él no les acompañó. A poco de haberse ido sus invitados, tocó la campanilla y ordenó que bajásemos Adèle y yo. Arreglé un poco a la niña. Yo no tuve que arreglarme, ya que mi vestimenta cuáquera, por lo lisa y rasa, no permitía casi desarreglo alguno. Adèle pensó en seguida si habría llegado su petit coffre que, por no sé qué confusión, sufriera un atraso de varios días. En cuanto entró en el comedor, vio una cajita de cartón sobre la mesa y se alborozó, como si conociera por instinto de lo que se trataba.

-¡Mi caja, mi caja! -exclamó, precipitándose hacia ella.

-Sí: tu caja... Llévatela a un rincón y ábrela. ¡Se ve que eres una auténtica

parisiense! -dijo la grave y sarcástica voz de Mr. Rochester, surgiendo de las profundidades de una inmensa butaca en que se hallaba hundido, al lado del fuego-. Pero no vayas

dándonos noticias de tu operación anatómica a medida que investigues en las entrañas de la caja. Hazlo en silencio; tiens-toi tranquille, enfant, comprends-tu?

Adèle se había retirado a un sofá con su tesoro y se afanaba en soltar la cuerda que

lo sujetaba. Habiendo eliminado tal obstáculo y hallado ciertos objetos envueltos en papel transparente, se limitó a exclamar:

-¡Oh, qué bonito!

Brontë, Charlotte: Jane Eyre

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Y permaneció absorta en una extática contemplación. -¿Y Miss Eyre? -preguntó el

amo, semiincorporándose en su sillón y mirando hacia la puerta, donde yo me hallaba-.

Bien, pase y siéntese -continuó, al verme, aproximando una silla a la suya-. No me gusta la charla de los niños. Soy un solterón y ningún recuerdo grato me producen las cosas

infantiles. Me sería imposible pasar toda la velada téte-à-téte con un chiquillo. Digo lo mismo respecto a las viejas, pese a lo que aprecio a la señora Fairfax. Miss Eyre: siéntese precisamente donde le he señalado... Quiero decir, si gusta... ¡El demonio se lleve esos miramientos tontos! Siempre me olvido de ellos.

Tocó la campanilla y encargó que invitasen a acudir a Mrs. Fairfax, la cual se

presentó con su cesto de labor, como de costumbre.

-Buenas noches, señora. He prohibido a Adèle que me hable a propósito de los

regalos. Le ruego que me sustituya en la tarea de atenderla y de conversar sobre ese tema.

Con ello hará usted una obra de caridad.

Adèle en efecto, apenas vio al ama de llaves, la condujo al sofá en seguida y colmó

su falda con las porcelanas y marfiles de que estaban hechos los regalos, entregándose a explicaciones y arrebatos de júbilo tan vehementes como se lo permitía su escaso dominio del inglés.

-Ya he cumplido mis deberes de anfitrión dando a mis huéspedes ocasión de

divertirse el uno al otro -dijo Rochester- y quedo, pues, en libertad de divertirme yo.

Señorita: haga el favor de aproximarse más al fuego. Desde aquí no puedo verla sin

abandonar la cómoda posición en que estoy sentado, y no tengo ganas de hacer tal cosa.

Hice lo que me decía, aunque hubiera preferido permanecer más en la sombra. Pero

Mr. Rochester tenía un modo de dar órdenes que obligaba a obedecerle sin discusión

posible.

Estábamos en el comedor. Las luces, encendidas para la comida, seguían inundando

la estancia con su claridad. El rojo fuego ardía alegremente y los cortinajes de púrpura pendían, ricos y amplios, de los altos ventanales y el elevado arco de acceso. Todo estaba en silencio, y sólo se oían el cuchicheo de Adèle, que no se atrevía a hablar alto, y el batir de la lluvia invernal en los cristales.

Mr. Rochester, que estaba sentado en su butaca forrada de damasco, miraba de un

modo inusitado en él, con menos dureza que de costumbre y de modo mucho menos

sombrío. Por sus labios vagaba una sonrisa y sus ojos brillaban, ignoro si como

consecuencia de haber bebido mucho, aunque me parece probable que sí. Estaba, en

resumen, en el momento beatífico de la digestión, y se sentía más expansivo y más

indulgente que por la mañana. Reclinaba su maciza cabeza sobre el blanco respaldo del

sillón, la lumbre iluminaba de lleno sus duras facciones y en sus ojos, grandes y negros, muy bellos por cierto, había algo que si no era dulzura podía considerarse como una

manifestación parecida a ese sentimiento.

Miró el fuego durante algunos instantes, volvió la cabeza de pronto y me sorprendió

examinando su fisonomía.

-Me contempla usted -dijo-. ¿Le parezco guapo? De haberlo meditado, yo hubiese

dado una contestación cortés, pero la respuesta brotó de mis labios antes de que tuviese tiempo de reflexionar:

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-No, señor.

-Palabra que es usted rara de veras -dijo-. Está usted quieta, grave y silenciosa como

una monjita, con las manos cruzadas y mirando la alfombra (excepto cuando, como ahora,

me mira a la cara) y, en cambio, si se le hace alguna pregunta, sale con una contestación si no grosera, al menos brusca. ¿Qué significa eso? -Perdóneme, señor. Reconozco que yo

debía contestar que no es fácil responder a tal pregunta guiándose por las apariencias; que eso va en gustos; que la hermosura en los hombres tiene poca importancia, o algo parecido.

-¿Cómo que no tiene importancia la hermosura? Ahora, so pretexto de paliar el

insulto anterior, me introduce, tranquilamente, un cuchillo afilado en el oído. ¡Porque no otra cosa son sus palabras! Dígame: ¿qué defectos encuentra en mí? ¿Acaso no tengo mis

miembros y mis facciones completos, como los demás hombres?

-He querido rectificar mi contestación, señor. Era un disparate.

-Lo mismo creo. Ea, critique mi figura. ¿Acaso no le gusta mi frente?

Separó los cabellos que caían sobre sus cejas y mostró una sólida envoltura de los

órganos intelectuales, en la que las protuberancias características de la bondad brillaban por su ausencia.

-¿Qué? ¿Acaso tengo aspecto de tonto?

-Nada de eso, señor. ¿Me encontrará usted grosera si le pregunto, a mi vez, si tiene

usted algo de filántropo?

-¡Ea, otra cuchilla, con la disculpa de acariciarme! ¡Y todo porque he dicho que no

me gusta tratar con los niños y las viejas! No, jovencita, no soy un filántropo, pero tengo conciencia.

Y señaló las prominencias que, según se dice, indican tal cualidad y que,

afortunadamente para él, eran bastante acusadas.

-Además -agregó-, poseo una especie de ruda blandura de corazón. Cuando yo tenía

la edad de usted, era un muchacho bastante sentimental y me emocionaba fácilmente ante

los infortunados y los desvalidos. Pero después la fortuna me ha baquetado de tal modo, que me he hecho duro y resistente como una pelota de goma maciza. No obstante, soy

vulnerable por una o dos hendiduras, tengo algún punto flaco... ¿Me concede eso alguna

esperanza?

-¿De qué, señor?

-De volver a transformarme, de pelota de goma maciza que soy, en un ser de carne y

hueso. «Decididamente, ha bebido mucho», pensé.

Y no supe qué contestar. ¿Qué podía decirle sobre sus posibilidades de

transformación?

-Me mira usted con asombro, señorita, y como usted no tiene mucho más de bonita

que yo de guapo, el asombro no la favorece en nada, se lo aseguro. Le conviene

escucharme, porque así separará sus ojos de mi cara y se dedicará a estudiar las flores de la alfombra. Jovencita: esta noche me siento comunicativo y sociable.

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Y tras ese preámbulo se levantó y apoyó el brazo en la chimenea. En tal actitud, se

le veía el cuerpo tan bien como la cara. Su pecho tenía un perímetro casi desproporcionado a la longitud de sus brazos y piernas. Estoy segura de que la gente le hubiera juzgado un hombre muy desagradable; pero, sin embargo, había tan espontánea altivez en su porte,

tanta naturalidad en sus modales, tan sincera indiferencia hacia la fealdad de su exterior, tan firme creencia en la importancia de otras facultades suyas -intrínsecas o no, pero al margen del mero atractivo personal-, que, al mirarle, la indiferencia desaparecía y se sentía uno inclinado a confiar en él.

-Repito que esta noche me siento comunicativo y sociable -siguió-, y por eso he

enviado a buscarla, ya que el fuego y los candelabros no me parecieron suficiente

compañía; ni tampoco Piloto, ya que, como todos sus congéneres, no habla. Adèle está en un plano más elevado, pero no me basta, y Mrs. Fairfax, ídem. En cambio, estoy persuadido de que usted se pondrá a mi altura, si se lo propone. Me dejó usted confundido la primera noche que la invité, luego la olvidé casi del todo. Tenía otras ideas en la cabeza. Esta noche he resuelto estar a mis anchas, despidiendo a los importunos y llamando a los que me

complacen. Me agradará saber más cosas de usted. Hable.

En vez de hablar, sonreí, y creo que no de un modo muy complaciente ni sumiso.

-Hable -insistió. -¿De qué?

-De lo que quiera. Dejo a su elección el tema y la forma de desarrollarlo,

siempre que se refiera a usted misma. ¡Vamos!

Yo no dije nada.

-¿Está usted muda, señorita?

Continué callada. Él inclinó la cabeza hacia mí y me miró de un modo singular.

-¿Conque se ha enojado usted? -dijo-. Comprendo. Me he dirigido a usted en una

forma absurda y casi insolente. Perdone. Conste, de una vez para siempre, que no quiero tratarla como a un inferior..., es decir -corrigió en seguida-, únicamente con la

superioridad que me dan veinte años más de edad y cien años más de experiencia. Esto

es natural, tenez, como diría Adèle. Sólo en virtud de esa superioridad he rogado a usted que tenga la bondad de hablarme un poco, para distraerme de otra clase de

pensamientos.

Se había dignado darme una explicación, casi una excusa. No cabía mostrarse

insensible a su condescendencia. -Me agradaría distraerle, si pudiera, señor, pero no sé de qué hablar, porque, ¿cómo adivinar lo que le interesa? Pregúnteme lo que quiera y le contestaré lo mejor que sepa.

-Entonces, hágame el favor de concordar conmigo en que me asiste el derecho de

hablarle con cierta autoridad, teniendo en cuenta que por la edad podría ser su padre,

además de que poseo una larga experiencia, adquirida viajando por medio mundo y

tratando a muchas y diversas gentes, mientras usted ha vivido siempre con las mismas

en la misma casa.

-Como usted guste, señor.

-Eso es una desagradable evasiva. Conteste con claridad.

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-Pues bien, señor, yo creo que usted no tiene derecho a mandarme porque sea

más viejo que yo o porque haya visto más mundo. Esa superioridad que usted se

atribuye dependerá del uso que haya hecho de su tiempo y de su experiencia.

-¡Hum! Creo que he hecho un uso indiferente, por no decir malo, de esas dos

ventajas a mi favor. Bien: dejemos al margen esa superioridad y pongámonos de

acuerdo en que usted no se ofenderá si recibe órdenes mías ahora o en adelante, ¿le

parece bien?

Sonreí al pensar en lo curioso de que Mr. Rochester, al hablar de órdenes,

olvidase que me pagaba treinta libras al año para tener el derecho de dármelas.

-¡Elocuente sonrisa, señorita!- dijo él, sorpendiéndola y comprendiendo mi

pensamiento.

-Estaba pensando, señor, que pocas personas se preocuparían de preguntar a sus

asalariados si les ofendían o no las órdenes que les dieran.

-¿Asalariados? ¿Es usted asalariada mía? ¡Ah, sí: me había olvidado del sueldo!

Bueno, puestos en ese terreno mercenario, ¿está usted de acuerdo en dejarme adoptar un

poquito el aire de hombre superior? ¿Consiente en dispensarme muchas faltas a las

formas y a las frases convencionales, sin suponer que la omisión entraña insolencia?

-Estoy segura, señor, de que nunca confundiré la falta de buenas formas con la

insolencia. Lo primero me parece bien; a lo segundo, ningún ser humano nacido libre

debe someterse, ni siquiera por un sueldo.

-¡Bobadas! La mayoría de los nacidos libres se someten por un sueldo. Refiérase

a sí misma y no entre en generalizaciones que usted ignora en absoluto. No obstante,

mentalmente coincido con su contestación, a pesar de su inexactitud, tanto por el modo

de decirlo como por la idea que entraña. El modo ha sido franco y sincero, cosa poco

corriente. Ni tres entre tres mil institutrices hubieran contestado como usted lo ha hecho.

Pero no se vanaglorie de ello. Si es usted diferente a la mayoría, se lo debe a la naturaleza, que la ha hecho así. Y aún creo que voy demasiado lejos en mi criterio, porque acaso no sea usted mejor que las demás y tenga intolerables defectos que compensen sus buenas

cualidades.

«Lo mismo puede pasarte a ti», pensé. Él debió de leer en mis ojos aquel

pensamiento, porque me contestó como si me lo hubiera oído exponer de palabra:

-Sí -dijo-. Tiene usted razón. Yo estoy cargado de defectos. Lo sé, y no trato de

negarlos, se lo aseguro. No puedo ser muy severo con los demás, porque mi propia vida ha sido tal, que con justicia merece las censuras, del prójimo. Yo inicié o, mejor dicho, me hicieron iniciar (a mí, como a todos los equivocados, nos gusta achacar la mitad de nuestra mala suerte a las circunstancias adversas) un camino tortuoso cuando sólo tenía veinte años, y luego no he podido seguir el recto. Pero yo habría podido ser muy diferente, tan bueno como usted, casi tan puro y, desde luego, más sensato. Envidio su tranquilidad mental, su conciencia limpia, su memoria libre de todo recuerdo ominoso. Una conciencia así, joven, es un exquisito tesoro, un manantial inagotable de confortaciones...

-¿Cómo era su conciencia a los dieciocho años, señor?

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-Como la de usted: limpia y clara, sin que una sola gota de agua turbia la hubiese

contaminado aún. Yo era como usted, igual que usted. La naturaleza, señorita, me inclinaba a ser un hombre bueno, y ya ve usted que no lo soy. Está usted pensando que me adulo a mí mismo: lo leo en sus ojos, y yo comprendo enseguida ese lenguaje... Pero le doy mi palabra de que digo la verdad, y supongo que no me tendrá usted por un villano... Yo he dado, más que por natural inclinación, en virtud de las circunstancias, en ser un pecador como hay muchos, encenagado en todas las miserables disipaciones que envilecen la vida. ¿Le

sorprende que le confiese esto? No le extrañe. En el curso de su vida encontrará usted

mucha gente que le confía sus secretos, involuntariamente, de un modo instintivo, y ello, porque usted prefiere, a hablar de sí misma, oír hablar de sí mismos a los demás,

escuchándoles con una natural simpatía, que es más agradable y anima más porque no es

inoportuna en sus manifestaciones.

-¿Cómo lo adivina usted, señor?

-Lo veo con toda evidencia. Y la estoy hablando tan sinceramente como si

escribiese mis pensamientos en un diario íntimo. Respecto de mi vida, podría usted decir que yo debiera haber procurado superar las circunstancias, pero la verdad es que no lo hice.

En vez de recibir con impasibilidad los golpes del destino, me dejé caer en la depravación...

Y he aquí que ahora, cuando el ver un degenerado cualquiera excita mi repulsión, no puedo considerarme mejor que él... En fin, señorita, cuando uno cae en el error siente luego

remordimientos y, créalo, el remordimiento es el veneno de la vida.

-Pero el arrepentimiento es el antídoto de ese veneno, señor.

-No lo es; el cambiar de conducta, sí; y acaso yo cambiara en el caso de... Pero ¿a

qué hablar de lo que es imposible? Además, puesto que se me niega la felicidad, tengo

derecho a gozar de los placeres que pueda encontrar en la vida; y así lo haré, cueste lo que cueste.

-Y se depravará cada vez más, señor.

-Puede ser. O acaso no, porque, ¿y si encuentro en esos placeres algo confortable y

dulce, tan confortable y dulce como la miel silvestre que la abeja acumula entre los

brezales?

¡Qué amargo debe de ser eso!

-¿Qué sabe usted? Por muy seria que se ponga y por muy solemnemente que me

mire, está usted tan ignorante del asunto como este camafeo lo pueda estar -y tomó uno de la chimenea-. No tiene usted derecho á sermonearme; es usted una neófita que no ha pasado aún bajo el pórtico de la vida y desconoce sus misterios.

-Me limito a recordarle, señor, que, según usted mismo, el error apareja

remordimiento y el remordimiento es el veneno de la existencia.

-¿Quién habla de error ahora? ¿Quién puede decir si la idea que acude a la mente es

un error o más bien una inspiración? ¡Ahora mismo siento una idea que me tienta! Y le

aseguro que no es nada diabólica. Al menos, se presenta engalanada con las vestiduras

luminosas de un ángel. ¿Cómo no admitir a un visitante que se introduce en el alma tan

radiante de luz?

-No es un ángel verdadero, señor.

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-¿Qué sabe usted, repito? ¿En virtud de qué pretende usted distinguir entre un ángel

caído y un emisario celestial?

-Lo juzgo por su aspecto, señor. Estoy segura de que será usted muy desgraciado si

atiende la sugestión que debe de haber recibido en este momento.

-No lo creo. Al menos, me trae el más agradable mensaje que pueda pedirse.

Además, ¿es acaso usted mi directora espiritual? ¡Ea, linda aparición, ven aquí!

Hablaba como si se dirigiese a una visión, no distinguible a otros ojos que los suyos.

Abrió los brazos y luego los cerró sobre su pecho, como si abrazase a alguien.

-Ahora -continuó, dirigiéndose a mí-, ya he recibido al bello peregrino, a la deidad

disfrazada, como lo es sin duda. Su aparición me ha causado un efecto benéfico: mi

corazón, que era un osario hace un momento, es casi un sagrario en este instante.

-A decir verdad, señor, no puedo seguirle en su conversación. No la comprendo;

queda fuera de mi alcance. Sólo creo entender una cosa: que no es usted tan bueno como

quisiera, y que lamenta su imperfección. Antes me hablaba usted de memoria. Pues bien, yo estoy convencida de que, si usted se lo propusiera, llegaría a corregir sus pensamientos y sus actos hasta que llegase el día en que, al repasar sus recuerdos, los hallase agradables en vez de dolorosos.

-Bien pensando y mejor dicho, señorita. En este momento procuro con todas mis

fuerzas adquirir nuevos y buenos propósitos, que habrán de ser tan firmes y duraderos

como la misma roca. Desde ahora creo que mis pensamientos y mis deseos van a ser muy

distintos a los de antes. -¿Y mejores?

-Tanto como el oro puro es mejor que el metal dorado. Parece que duda usted, pero

yo no dudo de mí mismo. Conozco mi fin y los motivos que tengo para buscarlo, y desde

este instante me someto a una ley tan inflexible como la de los persas y los medos.

-No lo conseguirá, señor, si no establece a la vez reglas para aplicarla.

-Pero esas reglas han de ser inusitadas, porque es una inusitada concurrencia de

circunstancias la que las impone.

-Semejante máxima es peligrosa, porque se presta a interpretaciones torcidas.

-¡Qué sentenciosa está usted hoy! Pero le aseguro que no interpretaré torcidamente

nada.

-Usted, como hombre, es falible.

-Ya lo sé. También usted lo es. ¿Y qué?

-Que quien es falible no puede arrogarse el poder de seguir una línea de conducta

extraordinaria asegurando que es conveniente.

-¡«Que es conveniente»! Ésa es la frase adecuada. Usted lo ha dicho.

Me levanté, comprendiendo lo vano de continuar una conversación de la que no

comprendía nada, e intuyendo, además, que el carácter de mi interlocutor era superior a mi penetración. Me sentía indecisa y vacilante, como siempre que se trata de un tema que se ignora. -¿Adónde va?

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-A acostar a Adèle. Ya es hora.

-Me teme usted, porque hablo como la Esfinge. -Su lenguaje, señor, es enigmático,

en efecto, pero no temo nada.

-¡Sí! Su amor propio le hace temer el llegar a decir desatinos.

-Desde luego, reconozco que no deseo hablar de cosas sin sentido común.

-Aunque sea eso lo que diga, lo expresa de un modo tan sereno y doctoral, que

parece que dice cosas con sentido. ¿No se ríe usted nunca? No hace falta que conteste. Ya he visto que ríe usted muy poco. Pero puede usted llegar a reír con plena alegría, porque tan austera es usted por naturaleza como yo, por naturaleza, vicioso. Lowood pesa todavía

sobre usted, haciéndole dominar sus sentimientos, sus impresiones y hasta sus modales y sus gestos. Teme usted, en presencia de un hombre -padre, persona mayor o lo que sea-,

sonreír con excesiva alegría, hablar con demasiada libertad, moverse demasiado vivamente.

Pero confío en que usted, conmigo, aprenderá a ser más natural, ya que a mí me resulta

imposible ser convencional con usted. Cuando sea más natural, sus ademanes y sus miradas serán más vivos y más espontáneos. Su mirada es la de un pájaro enjaulado. Cuándo se

halle libre, volará sobre las nubes... ¿Qué? ¿Insiste en irse?

-Son más de las nueve, señor.

No importa; espere un minuto. Adèle no tiene ganas de acostarse todavía. La

posición en que estoy, de espalda al fuego, me permite observar con facilidad. He mirado de vez en cuando a Adèle, mientras hablábamos, ya que tengo motivos para creer que es un ser digno de estudio, por razones que algún día le explicaré, señorita... Pues bien,

mirándola, la he visto sacar del fondo de su cajita, hace diez minutos, un vestidito de seda rosa, que la ha entusiasmado y despertado sus instintos de coquetería. Enseguida ha dicho:

«Il faut que je l'essaie et à Nnstant méme!», y ha salido del cuarto. Ahora debe de estar con Sophie, entregada a la operación de probarse el vestido, y de aquí a poco la veremos entrar convertida en una miniatura de Céline Varens, que..., pero esto no interesa. De todos

modos, mis tiernos sentimientos están a punto de experimentar una conmoción. Aguarde,

pues, un momento y veremos si mis palabras se confirman.

A poco sentimos el pisar de los piececitos de Adèle en el vestíbulo. Entró

transformada como su protector había predicho. Un vestido de color de rosa, muy corto y con mucho vuelo, sustituía al vestido oscuro que llevaba antes; una guirnalda de capullos de rosa ceñía su frente, y calzaba calcetines de seda y unas pequeñas sandalias de raso blanco.

-¿Me sienta bien el vestido? ¿Y los zapatos? ¿Y las medias? ¡Voy a bailar un poco!

Y sujetando con las manos el vuelo de su vestido, cruzó la habitación hasta llegar

ante Mr. Rochester, e inclinándose ante él, a imitación de las artistas, hasta arrodillarse, le dijo:

-Muchas gracias por su bondad, Mr. Rochester. E incorporándose de nuevo, añadió:

-Mamá haría lo mismo, ¿verdad?

-¡Exactamente! -gruñó él-. ¡Y con qué gracia sacaba mi dinero inglés de mi

británico bolsillo! Yo también tuve mi primavera, Miss Eyre, y al disiparse me dejó como

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recuerdo esta florecilla francesa... Un poco artificial, pero a la que me siento obligado, acaso en virtud de ese principio de los católicos que procuran expiar sus pecados haciendo alguna buena obra. Algún día me explicaré mejor... ¡Buenas noches!

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