Capítulo 39
Capítulo 39
Por la mañana fuimos al pueblo y compramos una trampa de alambre para ratas y la llevamos a casa, y destapamos el mejor agujero del sótano, y una hora después teníamos ya quince ratas magníficas, y luego cogimos la trampa y la pusimos en un sitio seguro debajo de la cama de la tía Sally. Pero mientras íbamos a cazar arañas, el pequeño Thomas Franklin Benjamin Jefferson Elexander Phelps la encontró allí y abrió la puerta para ver si las ratas salían, y, en efecto, salieron; y entonces entró la tía Sally y, cuando regresamos, estaba de pie encima de la cama armando escándalo y las ratas hacían lo posible para que no se aburriera. Así que la tía Sally cogió la vara de nogal y nos sacudió el polvo a los dos, y tardamos alrededor de dos horas en coger quince o dieciséis ratas más, que el diablo se lleve al mocoso entrometido ese, porque estas ratas tampoco eran de las mejores, mientras que la primera tanda era la flor de la manada. Nunca he visto unas ratas tan hermosas como las de aquella primera tanda.
Conseguimos una espléndida colección de arañas surtidas, y bichos y ranas y gusanos y algún que otro animal; y estuvimos a punto de conseguir un nido de avispas, pero al final no pudimos hacernos con él. La familia de avispas estaba en casa. No nos dimos por vencidos en seguida, sino que nos quedamos esperando tanto como pudimos, porque nos dijimos: o las cansamos a ellas, o ellas nos cansan a nosotros, y vencieron ellas. Luego nos frotamos las picaduras con curalotodo, y ya estábamos casi bien otra vez, salvo que no podíamos sentarnos con facilidad. Y así nos fuimos a cazar culebras y cogimos un par de docenas, inofensivas y pequeñas, y las metimos en el saco y pusimos el saco en nuestro cuarto, y ya era la hora de cenar, después de una dura jornada de trabajar bien, y ¿crees que teníamos hambre? ¡Oh, ni una pizca! Y pasó que al regresar al cuarto, no quedaba ni una bendita culebra… No habíamos atado bien el saco, y de alguna manera se habían escurrido fuera y se habían ido. Pero no tenía mucha importancia, porque seguían en el local en alguna parte. Así que pensamos que podríamos coger alguna de nuevo. No, no hubo escasez de culebras en esa casa durante un tiempo considerable. Las veías goteando de las vigas y otros sitios a cada rato; y, por lo general, te caían en el plato y se te escurrían por la nuca, y las más de las veces estaban donde no querías que estuvieran. Bueno, eran hermosas y veteadas, y aunque fueran un millón no hacían daño; pero eso le daba igual a la tía Sally; ella odiaba a las culebras, fueran de la casta que fueran, y no podía aguantarlas de ninguna manera que uno se las presentara; y cada vez que una culebra se le desplomaba encima, no importaba en qué estuviera trabajando la tía Sally, ella dejaba ese trabajo en seguida y se largaba. Nunca he visto una mujer semejante. Podías oírla gritar hasta en Jericó. No podías convencerla de que tocara una ni con tenazas. Y si daba la vuelta en la cama y encontraba una culebra, saltaba de allí y lanzaba un chillido tal que pensarías que la casa ardía en llamas. Molestaba tanto al viejo que él dijo que casi deseaba que no hubiera sido creada ni una sola culebra. Pues, incluso una semana después de que la última culebra se hubiera largado de la casa, la tía Sally no se había recuperado, ni estaba cerca de recuperarse; cuando ella estaba sentada pensando en algo, podías tocarle la nuca con una pluma y pegaba un salto que parecía que iba a salirse de las medias. Era la cosa más curiosa que he conocido. Pero Tom me dijo que todas las mujeres eran iguales. Dijo que, por una u otra razón, estaban hechas de esa manera.
Nos daba unos azotes cada vez que alguna de nuestras culebras se le cruzaba en el camino, y declaró que esos azotes no eran nada comparado con lo que iba a pasar si se nos ocurría volver a llenar la casa de culebras. A mí no me importaban los azotes, que no eran nada, pero sí me importó mucho el trabajo que nos costó cazar otra colección. Pero por fin la conseguimos, y también todas las otras cosas; y nunca en tu vida habrás visto una cabaña tan jovial como la de Jim cuando todos los bichos salían en enjambre a escuchar la música y se lanzaban a por él. A Jim no le gustaban las arañas, y a las arañas no les gustaba Jim; y por eso le atacaban y le hacían pasarlo mal. Y él dijo que entre las ratas y las culebras y la piedra de moler casi no quedaba sitio para él en la cama; y cuando había sitio ninguna persona hubiera podido dormir, porque había allí un ambiente muy animado; y siempre estaba ese lugar así de animado, porque ellas nunca dormían todas al mismo tiempo, sino que lo hacían por turno, así que cuando las culebras dormían, las ratas estaban de guardia, y cuando las ratas se echaban a dormir, las culebras las relevaban, así que Jim siempre tenía una cuadrilla debajo de él, molestándole, y otra cuadrilla celebrando un circo encima de él, y si se levantaba a buscarse un sitio nuevo, las arañas aprovechaban la ocasión para atacarle mientras cruzaba el lugar. Dijo que si alguna vez se viera libre de esto, no volvería a ser preso, ni aunque le pagaran un sueldo.
Bueno, al cabo de tres semanas todo estaba bastante arreglado. La camisa había llegado pronto, dentro de un pastel, y cada vez que una rata le mordía a Jim, él se levantaba y escribía una línea del diario mientras tenía tinta fresca; las plumas estaban hechas; las inscripciones y cosas de esas, grabadas en la piedra de moler; la pata de la cama estaba serrada; y nos habíamos comido el serrín y nos dio un dolor de estómago asombroso. Pensábamos que íbamos a morir los tres, pero no fue así. Era el serrín más indigesto que nunca he visto y Tom aseguró lo mismo. Aunque, como vengo diciendo, ya por fin habíamos terminado todo el trabajo; y estábamos casi hechos polvo, en especial Jim. El viejo había escrito cartas un par de veces a la plantación de más allá de Orleans, diciéndoles que vinieran a recoger a su negro fugitivo, pero no había recibido respuesta, porque la plantación no existía; así que pensaba poner anuncios en los periódicos de San Luis y Nueva Orleans; y cuando le oí mencionar los de San Luis, a mí me dieron escalofríos, y vi que no teníamos tiempo que perder. Así que Tom dijo que había llegado la hora de las cartas anónimas.
—¿Y eso qué es? —dije.
—Son avisos a la gente de que algo se está tramando. A veces se hace de una manera, a veces de otra. Pero siempre hay alguien espiando que avisa al gobernador del castillo. Cuando Luis XVI iba a largarse de las Tullerías, una muchacha sirvienta lo hizo. El de la muchacha es un buen recurso, y también lo es el de las cartas anónimas. Vamos a emplear los dos. Y es normal que cuando la madre del preso entre a visitarle, ella y él cambien de ropa entre sí, y ella se quede dentro, y él se fugue vistiendo la ropa de ella. Eso también lo haremos.
—Pero, mira, Tom: ¿por qué queremos avisar a nadie de que pasa algo? Que lo descubran ellos…, es cosa suya.
—Sí, lo sé, pero no puedes fiarte de ellos. Mira cómo se han portado desde el principio… Nos han obligado a hacerlo todo nosotros. Son tan confiados y cabezas de calabaza que no se dan cuenta de nada en absoluto. Así que si no los avisáramos, no habría nadie ni nada que nos pusiera impedimentos, y así, después de todo el trabajo y todas las dificultades, esta escapada se haría de la manera más sosa; no tendría chiste…, no tendría entrañas.
—Bueno, a mí, Tom, así es como me gustaría que fuese.
—¡Bah! —dijo, y parecía asqueado.
Así que añadí:
—Pero no voy a quejarme. Lo que a ti te conviene, a mí me conviene. ¿Y qué vas a hacer en cuanto a la sirvienta?
—Tú serás ella. Te deslizas por ahí a medianoche y te llevas el vestido de la muchacha mulata.
—Pero, Tom, habrá un lío por la mañana, porque seguro que ella no tiene más que ese vestido.
—Ya lo sé; pero tú solo lo necesitas unos quince minutos, el tiempo justo para llevar la carta anónima y meterla debajo de la puerta de entrada.
—Muy bien, entonces lo haré, pero lo mismo de fácil sería llevarla vistiendo mi propia ropa.
—Entonces no parecerías una muchacha sirvienta, ¿verdad?
—No, pero de todas maneras, no va a haber allí nadie para verme.
—Eso no tiene nada que ver. Lo que hemos de hacer es cumplir con nuestra obligación, sin preocuparnos de que nos vean o no. ¿Es que no tienes en absoluto ningún principio?
—Muy bien, no digo nada; soy la muchacha sirvienta. ¿Quién es la madre de Jim?
—Yo soy su madre. Me llevaré un vestido de la tía Sally.
—Bueno, entonces tendrás que quedarte en la cabaña cuando Jim y yo nos larguemos.
—No, no por mucho rato. Rellenaré la ropa de Jim con paja y la dejaré en la cama para representar a su madre disfrazada, y Jim cogerá el vestido de la tía Sally y se lo pondrá, y nos evadiremos todos juntos. Cuando se escapa un preso de categoría, se llama una evasión. Siempre se llama evasión cuando se escapa un rey, por ejemplo. Y lo mismo pasa con el hijo de un rey, no importa si es un hijo natural o antinatural.
Así que Tom escribió la carta anónima, y esa noche yo birlé el vestido de la mulata, y me lo puse y metí la carta por debajo de la puerta de entrada, como Tom me había mandado. Decía la carta:
¡Cuidado! Algo se está tramando. Manténganse alerta.
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La noche siguiente pegamos en la puerta de entrada un dibujo, que Tom trazó en sangre y que representaba una calavera con dos huesos cruzados; la segunda noche pegamos otro dibujo de un ataúd en la puerta de atrás. Nunca he visto a una familia que estuviera tan sobre ascuas como aquella. No habrían estado más asustados si la casa se hubiese llenado de fantasmas que los acecharan detrás de todos los muebles y debajo de las camas y se estremecieran por el aire. Si sonaba un portazo, la tía Sally daba un salto y decía «¡ay!», y si, se caía algo al suelo, daba un salto y decía «¡ay!»; si por casualidad la tocabas, cuando no se daba cuenta, hacía lo mismo; no podía quedarse mirando en una dirección y estarse así satisfecha, porque siempre creía que había algo acechando detrás de ella; así que se daba la vuelta de repente diciendo «¡ay!» y, antes de parar, giraba en sentido contrario y repetía el grito; y tenía miedo de acostarse, pero no se atrevía a quedarse en vela. Así que la cosa marchaba bien, según Tom; él dijo que nunca había visto un asunto que marchara mejor y en forma más satisfactoria. Dijo que eso demostraba que estaba bien hecho.
Así que dijo: ¡Ya es la hora del gran golpe! Así que la mañana siguiente, al rayar el alba, preparamos otra carta, y estábamos preguntándonos qué hacer con ella, porque durante la cena les habíamos oído decir que iban a poner un negro de guardia en cada una de las dos puertas, durante toda la noche. Tom bajó por el tubo del pararrayos para espiar, y comprobó que el negro de la puerta de atrás estaba dormido, y entonces Tom le metió la carta por entre el cuello de la camisa y la nuca, y regresó. La carta decía:
No me traicionen; deseo ser su amigo. Hay una cuadrilla de asesinos degolladores que viene esta noche del territorio indio para robar su negro fugitivo, y han estado intentando asustarlos para que se queden dentro de la casa y no los molesten. Soy de la cuadrilla, pero me he convertido a la religión y quiero dejarla y vivir honradamente otra vez, y denunciaré su designio infernal. Se acercarán furtivamente desde el norte a lo largo de la cerca, a las doce en punto de la noche, con una llave falsa, y entrarán en la cabaña del negro para llevárselo. Yo debo estar a cierta distancia y tocar una trompeta de hojalata si veo algún peligro; pero en vez de hacer eso, voy a balar como una oveja cuando ellos hayan entrado, y no tocaré la trompeta; y mientras le están quitando las cadenas, acérquense ustedes y enciérrenlos con llave, y luego pueden matarlos a su gusto. No hagan nada salvo de la manera que yo les digo; si hacen otra cosa podrían sospechar y armarían un gran jaleo. Yo no busco ninguna recompensa, salvo la de saber que he obrado bien.
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