Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 22

Capítulo 22

Los hombres, como en un enjambre, subían en dirección a la casa de Sherburn, gritando y chillando enfurecidos igual que indios, y todo el mundo tenía que dejarles paso o verse atropellado y pisoteado y convertido en papilla; y era espantoso verlo. Los niños corrían delante del tropel, gritando asustados y tratando de apartarse; y cada ventana a lo largo de la calle estaba llena de cabezas de mujeres; y subidos en cada árbol había muchachos negros; y hombres negros y jóvenes negras miraban por encima de cada cerca, y en cuanto la multitud llegaba cerca, se retiraban y huían fuera de su alcance. Muchas mujeres y muchachas lloraban y gritaban, llenas de un susto moral.

Como en un enjambre, sí, se acercaron a la cerca de la casa de Sherburn, y se apiñaron allí lo más apretados posible, y no se podían ni oír los propios pensamientos con el ruido que hacía aquella gente. Era un jardín de unos siete metros. Algunos tipos gritaron: «¡Derribad la cerca! ¡Derribad la cerca!». Luego hubo un estruendo de gente que aplastaba y arrancaba y destrozaba la madera, y la cerca cayó y las primeras filas de la muchedumbre empezaron a avanzar como una ola.

En ese momento Sherburn dio un paso en pie sobre el tejado del pequeño porche, con un fusil de dos cañones en la mano, y quedó plantado delante de ellos perfectamente tranquilo y decidido, sin pronunciar una palabra. Cesó el estruendo y la ola retrocedió.

Sherburn no había dicho desde luego ni una palabra… Se había quedado allí, mirando hacia abajo. El silencio era escalofriante y embarazoso. Sherburn paseó la mirada lentamente por la muchedumbre; y donde caía su mirada, la gente trataba de sostenerla, pero no podía; algunos dejaban caer la vista y ponían una expresión furtiva. Pasado un poco rato Sherburn soltó una especie de risa; no de esas risas agradables, sino de las que te hace sentirte lo mismo que cuando comes pan que tiene dentro arena.

Al fin dijo, lento y desdeñoso:

—¡La mera idea de que vosotros vais a linchar a alguien es divertida! ¡La idea de que pensáis que tenéis coraje suficiente para linchar a un hombre! Como sois lo bastante valientes, claro, para embrear y emplumar a pobres mujeres desamparadas y sin amigos que pasan por aquí, ¿eso os hace pensar que tenéis agallas para poner las manos en un hombre? Pues yo os digo que un hombre está muy a salvo en manos de diez mil tipos de vuestra especie…, mientras sea a la luz del día y no le sorprendáis por la espalda.

»¿Os conozco bien a vosotros? Os conozco hasta la médula. Yo nací y me crie aquí en el Sur, y he vivido también en el Norte; así que conozco cómo sois los tipos corrientes en todas partes. El hombre corriente es un cobarde. En el Norte se deja pisotear por cualquiera, sabéis, y se va a casa a rezar pidiendo un espíritu humilde para aguantarlo. En el Sur un hombre solo ha asaltado a plena luz del día a una diligencia llena de hombres y les ha robado a todos. Vuestros periódicos os llaman tanto gente valiente a veces, que pensáis que sois más valientes que cualquiera, pero lo cierto es que sois solo igual de valientes que los otros, y ni una gota más. ¿Por qué creéis que vuestros jurados no ahorcan a los asesinos? Porque temen que los amigos del muerto les peguen un tiro por la espalda, en la oscuridad…, y eso es precisamente lo que harían, naturalmente.

»Por eso los absuelven siempre; y luego un hombre se hace acompañar de un centenar de cobardes enmascarados, y linchan al tipo. Vuestro error es que no habéis traído con vosotros a un hombre; esa es una equivocación, y otra es que no habéis venido en la oscuridad con las máscaras puestas. Mejor dicho, habéis traído a una parte de un hombre, ese Buck Harkness, y si no le hubiérais tenido para poneros en marcha, se os habría ido todo en fanfarronerías.

»No habéis querido venir. Al hombre corriente no le gustan ni las dificultades ni el peligro. A vosotros no os gustan ni las dificultades ni el peligro. Pero si solo medio hombre, como Buck Harkness, va y os grita: “Linchadlo, linchadlo”, tenéis miedo de echaros atrás, miedo a que se os descubra tal y como sois, cobardes, y por eso levantáis el grito y os agarráis a los faldones de ese medio hombre, y venís acá enloquecidos, jurando las cosas que vais a hacer. La cosa más lamentable que hay es una masa de gente; un ejército no es más que eso: una masa; y no luchan con el valor que es suyo de nacimiento, sino con el valor que les presta su masa y sus oficiales. Pero una masa sin un hombre a la cabeza está por debajo del calificativo de lamentable. Ahora, lo que debéis hacer es meter el rabo entre las piernas e iros a casa y esconderos en un agujero. Si va a haber un linchamiento verdadero, se hará de noche, al estilo del Sur; y los que se presenten al linchamiento llevarán sus máscaras puestas, y traerán a un hombre. Ahora, marchaos…, y llevaos a vuestro medio hombre —y al decir esto apoyó el fusil en el brazo izquierdo y lo amartilló.

La muchedumbre fue echándose hacia atrás y al fin se desbandó, y todos se fueron corriendo por todas partes, y Buck Harkness los siguió con una expresión avergonzada. Yo seguro que podría haberme quedado, pero tampoco quise hacerlo.

Me fui al circo y estuve un rato haraganeando por el lado de atrás hasta que pasó de largo el guarda, y entonces me metí dentro por debajo de la lona. Llevaba mi pieza de oro de veinte dólares y algún dinero más, pero pensé que sería mejor ahorrármelo, porque no sabe uno cuándo lo va a necesitar, estando lejos de casa y entre forasteros. Todo cuidado es poco. No es que yo me oponga a gastar dinero en circos cuando no haya otro remedio, pero no conviene malgastarlo así como así.

Era un circo bárbaro. Resultaba de lo más espléndido que puedas imaginar, verlos a todos cuando entraban en la pista a caballo, de dos en dos, un caballero y una dama, lado a lado, los hombres solo en calzoncillos y camisetas y sin zapatos ni estribos, y descansando las manos sobre los muslos, fácil y cómodamente —habría unos veinte—, y cada dama tenía la tez bonita, porque eran todas perfectamente hermosas, y parecía exactamente una cuadrilla de verdaderas reinas, y además vestidas con ropas que costarían millones de dólares, y que estaban cubiertas de diamantes. Era un espectáculo de veras maravilloso; nunca he visto nada tan bonito. Y luego, uno a uno, se levantaron y se pusieron de pie, cada cual encima de su correspondiente caballo, y empezaron a dar vueltas a la pista, así, a un paso apacible, ondulante y gracioso; y los hombres parecían tan altos y ligeros y derechos, con las cabezas subiendo y bajando y deslizándose allá arriba bajo el techo de la tienda, y los vestidos de las damas me recordaban hojas de rosa agitándose suaves y sedosos alrededor de las caderas, y cada una de esas mujeres me parecía una sombrilla abierta, una sombrilla de las más bonitas que he visto.

Y luego, iban acelerando el paso más y más, todos bailando; primero los jinetes con un pie alzado en el aire y después con el otro; y los caballos se inclinaban otro poco, y el maestro de ceremonias daba vueltas alrededor del mástil central de la tienda y chasqueaba el látigo y gritaba: «¡Jay! ¡Jay!», y el payaso gastaba bromas mientras tanto a sus espaldas; y al rato todos dejaron caer las riendas y cada dama puso los nudillos en la cintura y cada caballero se Cruzó de brazos, y después ¡con qué gracia se echaban adelante los caballos y corrían al galope! Y así uno tras otro los jinetes iban dando un saltito hasta el suelo, y hacían una reverencia de lo más dulce que he visto nunca, y luego salieron correteando a pie y todo el público aplaudió y casi se volvió loco de contento.

Bueno, durante todo el tiempo que duró el circo, los artistas hicieron las cosas más asombrosas; y constantemente el payaso seguía con lo suyo hasta el punto de matar de risa a la gente. El maestro de ceremonias no podía decirle nada sin que el payaso le replicara en un abrir y cerrar de ojos con las salidas más chistosas que haya dicho un individuo nunca; y cómo podía idear tantas cosas y así tan de repente y tan a punto, es lo que yo no podía entender de ningún modo. Y no podría haberlas inventado en un año. Y después de un rato un borracho trató de meterse en la pista; dijo que quería montar a caballo; dijo que sabía montar tan bien como el que mejor hubiera montado nunca en el mundo. Discutieron con él y trataron de disuadirte, pero no quiso escuchar, y toda la función quedó suspendida. Luego la gente empezó a gritarte y a burlarse de él, y eso te enfadó más aún y comenzó a gritar y a enfurecerse; así que eso incitó a la gente y muchos hombres empezaron a bajarse de los bancos y marchaban como en enjambre hacia la pista, diciendo: «¡Dadle un golpe! ¡Echadle fuera!», y en ese momento una o dos mujeres se pusieron a chillar. Bueno, entonces, el maestro de ceremonias pronunció un pequeño discurso, y dijo que esperaba que no hubiera disturbios, y que si el hombre prometía no molestar más, te dejaría montar, si es que podía sostenerse sobre el caballo. Así que todo el mundo rio y estuvo muy de acuerdo, y el hombre montó al fin. Pero al instante de estar montado, el caballo empezó a correr y a saltar y caracolear en todas direcciones, con dos hombres del circo agarrados a la brida intentando sujetarlo; y el borracho se colgaba del cuello del caballo, con los talones volando al aire a cada salto, y todo el público se puso en pie gritando y riendo hasta que les corrían las lágrimas. Y por fin, a pesar de todo lo que hicieran los hombres del circo, el caballo se soltó y se fue galopando como disparado, dando vueltas y vueltas a la pista, con el borrachín echado encima y agarrado al cuello; primero una pierna colgaba por un lado del caballo casi hasta el suelo y luego la otra por el otro lado, y la gente sencillamente se enloqueció de risa. Pero, sin embargo, a mí no me resultaba aquello divertido; yo estaba temblando al verle en peligro. Aunque después de un rato el tipo luchó por subir y logró ponerse a horcajadas y agarró la brida, tambaleándose de un lado a otro; y al próximo instante ¡saltó y dejó caer la brida y estaba de pie en el caballo! Y el caballo galopaba como el viento, además. Se quedó de pie allí, volando alrededor de la pista tan fácil y cómodo como si nunca hubiera estado borracho en su vida; y luego empezó a quitarse las ropas y tirarlas a un lado. Se quitó tantas que se apelotonaban en el aire, y en total creo que se quitó diecisiete trajes. Y entonces, se mostró como era: delgado y guapo y vestido de lo más llamativo y bonito que se haya visto, y se puso a castigar al caballo con el látigo y realmente le hizo zumbar de veloz, y por fin se apeó de un salto e hizo su reverencia y se fue bailando al cuarto de vestir, y todo el mundo aullaba de placer y de asombro.

Luego el maestro de ceremonias se dio cuenta de cómo le había engañado el otro, y creo que era el maestro más enfermo que jamás se ha asomado a un circo. Pues ¡resultaba que el borrachín era uno de sus propios hombres! Uno que había inventado esa broma de su propia cabeza y no se lo había contado a nadie. Bueno, yo me sentía bastante avergonzado por haberme dejado engañar así, pero no me habría cambiado por aquel maestro de ceremonias, ni por mil dólares. Yo no sé; tal vez haya circos más magníficos que aquel, pero no los he encontrado todavía. En todo caso, para mí fue muy bueno, y cuando encuentre otro igual, me tendrá de cliente cada día.

Bueno, esa noche hicimos también nuestra representación; pero solo asistieron unas doce personas…, lo justo para pagar los gastos. Y se reían todo el tiempo, y eso le enfadó al duque; y lo cierto fue que todos se marcharon antes de terminar el espectáculo, todos menos un muchacho que estaba dormido. Así que el duque dijo que aquellos zoquetes no eran capaces de apreciar a Shakespeare; que lo que les hubiera gustado sería una farsa y quizás algo bastante peor que una farsa, al menos eso creía él. Dijo que ahora podía ya saber cuál era el estilo que le iba a ese público. Así que a la mañana siguiente tomó unas grandes hojas de papel de envolver y algo de pintura negra, y dibujó algunos carteles; y los pegó por toda la aldea. Los carteles decían:

¡SOLO POR TRES NOCHES!

Los trágicos de fama mundial

DAVID GARRICK EL JOVEN

Y

EDMUND KEAN EL VIEJO

de los teatros de Londres y del Continente

en su escalofriante tragedia

o

Entrada, 50 centavos

Luego, al pie había una línea escrita con letras más grandes que todas, que decía:

ENTRADA PROHIBIDA

A LAS DAMAS Y A LOS NIÑOS

—¡Ya está! —dijo—. ¡Si esa línea no los atrae, yo no conozco a Arkansas!

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