Capítulo 23
Capítulo 23
Bueno, durante todo el día el duque y el rey trabajaron duro, montando el escenario y arreglando el telón y colocando una hilera de velas para las candilejas; y esa noche en seguida el local se llenó hasta los topes de hombres. Cuando en el sitio no cabían más, el duque dejó de atender la puerta y se marchó por la parte trasera del local, y al momento apareció en el escenario; se puso delante del telón y pronunció un pequeño discurso, alabando la tragedia y diciendo que era la más escalofriante que había existido jamás; y así siguió alardeando de que aquella era la tragedia mejor que se había visto nunca y poniendo por las nubes a Edmund Kean el Viejo, el que iba a representar el papel principal; y por fin, cuando había excitado bastante el interés de todo el mundo, levantó el telón y al instante el rey salió dando brincos a cuatro patas, desnudo; estaba pintado por todas partes, con círculos y rayas y franjas de todos los colores, tan espléndido como un arco iris. Y además…, voy a dejar a un lado el resto de su traje; era aquella simplemente una cosa de locos, pero muy divertida. La gente casi se muere de risa, y cuando el rey acabó de cabriolar y se marchó haciendo cabriolas entre bastidores, el público gritó y aplaudió y estalló en carcajadas hasta que volvió al escenario y lo hizo otra vez, y después de eso, le hicieron repetirlo incluso una vez más. Bueno, hasta una vaca se habría reído al ver las payasadas de ese viejo idiota.
Luego el duque dejó caer el telón, y le hizo una reverencia a la gente, y dijo que la gran tragedia solo se representaría dos noches más, a causa de los compromisos ineludibles de Londres, donde en Drury Lane ya se habían vendido todas las butacas, y luego les hizo a todos otra reverencia, y dijo que si había tenido éxito al divertirlos e instruirlos, que les quedaría muy agradecido si lo comunicaban a los amigos y les convencían para que vinieran a ver el espectáculo.
Veinte personas gritaron:
—¿Pero cómo? ¿Se ha acabado ya?
El duque dijo que sí. Entonces hubo un buen alboroto. Todo el mundo gritaba: «¡Estafa! ¡Estafa!», y todos se levantaron muy enfadados y ya iban al ataque hacia el escenario y los actores. Pero un hombre grande y de buen aspecto se subió de un salto a un banco y gritó:
—¡Esperen! Un momento, caballeros; esperen todos —y ellos se pararon a escucharle—. Hemos sido estafados, y de la peor manera. Pero no queremos ser el hazmerreír de todo este pueblo, opino yo, porque nunca mientras vivamos nos dejarían olvidarlo. No. Lo que debemos hacer es salir de aquí tranquilamente, y alabar esta representación, ¡y convencer a los demás del pueblo! Luego todos estaremos de igual suerte. ¿No les parece razonable?
—Claro que sí…, el juez tiene razón —gritaron todos.
—Muy bien, entonces…, ni una palabra sobre la estafa. Váyanse a casa y a aconsejar a todos que vengan a ver la tragedia.
Al día siguiente no se podía oír en el pueblo más que eso: lo espléndido que era nuestro espectáculo. El local estaba de nuevo atestado aquella noche, y estafamos al público de la misma manera. Cuando yo y el rey y el duque llegamos a casa, es decir a la balsa, cenamos y, después de un rato, alrededor de medianoche, nos mandaron a Jim y a mí a sacar la balsa y nos dijeron que fuéramos flotándola por el centro del río y que, a unas dos millas aguas abajo del pueblo, tomáramos tierra y la escondiéramos.
La tercera noche el local estaba repleto otra vez…, pero no era un público nuevo, sino gente que había asistido al espectáculo las dos noches anteriores. Yo me quedé al lado del duque en la puerta, y vi que cada hombre que entraba tenía los bolsillos llenos o llevaba algo debajo de la chaqueta…, y vi que no eran cosas de perfumería precisamente, ni mucho menos. Olí a huevos pasados a manta, y a repollos podridos y cosas por el estilo; y si reconozco las señas de un gato muerto, y te aseguro que las reconozco bien, entraron por lo menos sesenta y cuatro. Estuve adentro un minuto, pero los olores eran demasiado variados para mí; no podía aguantarlos. Bueno, cuando ya en el local no cabía más gente, el duque le dio a un tipo un cuarto y le pidió que atendiera la puerta por él un minuto, y luego se dirigió hacia la entrada del escenario, y yo le seguí; pero en cuanto doblamos la esquina y estuvimos en la oscuridad, me dijo:
—Vete caminando rápido hasta que estés lejos de las casas, ¡y luego corre hacia la balsa como si te persiguiera el diablo!
Lo hice, y él hizo lo propio. Llegamos a la balsa al mismo tiempo, y en menos de dos segundos estábamos deslizándonos aguas abajo, a oscuras y en silencio, y dirigiéndonos hacia el centro del río, sin que ninguno habláramos una palabra. Yo calculé que el rey iba a pasar un rato lindo con el público, pero no fue así; al poco rato salió gateando de la choza y dijo:
—Bueno, ¿cómo terminó el asunto esta vez, duque?
Resultaba que ni siquiera se había acercado al centro del pueblo aquella noche.
No dejamos ver una luz hasta que estuvimos a unas diez millas río abajo. Luego encendimos la linterna y cenamos, y el rey y el duque se reían hasta desatornillarse los huesos de cómo habían engañado a aquella gente. El duque dijo:
—¡Simplones! ¡Cabezas vacías! Cómo sabía yo que los primeros iban a callarse la boca y a dejar que los demás del pueblo picaran; y cómo sabía yo que la tercera noche iban a estar al acecho, pensando que les tocaba reír a ellos. Bueno, ya tienen su turno, y daría cualquier cosa por saber cómo se sienten. Me gustaría saber cómo aprovechan su oportunidad. Esta noche pueden hacer merienda campestre si quieren… Han traído las provisiones.
Los muy pícaros habían sacado cuatrocientos sesenta y cinco dólares en las tres noches de espectáculo. Nunca antes había visto ganar dinero de aquella manera, a carretadas.
Después de un rato, cuando estaban dormidos y roncando, Jim dijo:
—¿No te sorprende cómo se comportan estos reyes, Huck?
—No —dije—, no me sorprende.
—¿Por qué no, Huck?
—Pues no me sorprende porque lo llevan en la casta. Creo que todos son iguales.
—Pero Huck, estos reyes nuestros son de veras unos pícaros; eso es lo que son: son unos verdaderos pícaros.
—Bueno, eso es lo que te digo: creo que todos los reyes son, casi siempre, unos pícaros, es como lo entiendo yo.
—¿Es verdad lo que dices?
—Tú léete algo sobre ellos…, ya verás si es cierto. Mira a Enrique VIII; el rey nuestro es un director de escuela dominical comparando con él. Y mira a Carlos II, y Luis XIV, y Luis XV, y Jaime II, y Eduardo II y Ricardo III, y cuarenta más; además de esas Heptarquías sajonas que solían armar tantos líos y escándalos en los días antiguos. Por Dios, tenías que haber visto al viejo Enrique VIII cuando estaba en flor. Él sí que era una flor. Solía casarse con una nueva mujer cada día, y cortarle la cabeza a la mañana siguiente. Y lo hacía con la misma indiferencia que si estuviera pidiendo que le sirvieran un par de huevos. «Traedme a Nell Gwynn», dice. Se la traen. A la mañana siguiente: «¡Cortadle la cabeza!». Y se la cortan. «Traedme a Jane Shore», dice; y llega ella. A la mañana siguiente: «Cortadle la cabeza». Y se la cortan. «Llamad a Rosamunda la Bella». Rosamunda la Bella responde al timbre. A la mañana siguiente: «Cortadle la cabeza». Y él le obligó a cada una que le contara un cuento cada noche; y siguió pidiéndoselo hasta que había coleccionado para sí mil y una leyendas de aquella manera, y luego las metió todas en un libro, y le llamó el , el cual era un nombre apropiado que daba a entender el caso. Tú no conoces a los reyes, Jim, pero yo los conozco; y este viejo bribón nuestro es uno de los más limpios que he encontrado en la historia. Bueno, a Enrique se le mete en la cabeza que quiere armar un lío con su país. ¿Cómo se pone a hacerlo? ¿Los avisa? ¿Les da una oportunidad? No. De repente arroja al agua todo el té que había en el puerto de Boston, y escribe de un tirón la declaración de independencia, y desafía a la gente a que le ataque. Ese era su estilo, nunca le dio a nadie una oportunidad. Sospechaba de su padre, el duque de Wellington. Bueno, ¿y qué hizo? ¿Le pidió que se presentara? No: le ahogó en un tonel de malvasía como si fuera un gato. Supongamos que la gente dejara olvidado algún dinero por donde andaba él… ¿Qué hacía él? Lo agarraba para sí. Supongamos que habías firmado un contrato para que te hiciera una cosa, y tú le habías pagado ya, y no te sentaste allí a vigilarle y a obligarle a que lo terminara… ¿Qué hacía él? Siempre hacía lo contrario. Supongamos que abría la boca… ¿Entonces qué? Si no la cerraba muy prontísimo, se le escapaba una mentira cada vez. Ese es el tipo de bicho que era el tal Enrique; y si le hubiéramos tenido a él en vez de a nuestros reyes, él habría engañado a ese pueblo de una manera mucho peor de la que emplearon los nuestros. Yo no digo que los nuestros son corderitos, porque no lo son, cuando miras fríamente los hechos; pero no se pueden comparar con ese viejo macho cabrío, en todo caso. Todo lo que yo digo es: los reyes son los reyes, y tienes que ser un poco indulgente con ellos. Mirando bien el asunto, son unos villanos terribles, creo que a causa de cómo los educaron.
—Pero este nuestro es que huele peor que no sé qué, Huck.
—Bueno, todos huelen así, Jim. Nadie puede remediar cómo huele un rey, pues la historia no da soluciones sobre eso.
—Sin embargo, el duque parece un hombre bastante agradable, en algunas cosas. ¿No, Huck?
—Sí, un duque es distinto. Pero no imagines que muy distinto. Este nuestro es un tipo canalla a medias. Cuando el duque está borracho, una persona corta de vista no puede distinguirle de un rey.
—Bueno, desde luego, yo no tengo ganas de más reyes, Huck. Estos son todos los reyes que puedo soportar. Es lo que digo.
—A mí me pasa lo mismo, Jim. Pero están a nuestro cargo, y tenemos que recordar lo que son, y ser algo indulgentes con ellos. A veces me gustaría enterarme de un país donde falten reyes, no creas…
¿De qué hubiera servido decirle a Jim que estos nuestros no eran verdaderos reyes ni duques? No habría servido de nada, y además la cosa era como dije: no había forma de distinguirlos de los auténticos.
Me fui, pues, a dormir, y Jim no me llamó cuando llegó mi turno de guardia. Muchas veces hacía eso. Cuando me desperté al amanecer, estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, gimiendo y lamentándose a solas. Yo no me di por enterado, ni comenté nada. Yo sabía de qué se trataba. Estaba pensando en su mujer y sus hijos, que estaban allá en el norte; y Jim se encontraba triste y echaba de menos su casa; porque nunca había estado lejos de su casa en la vida; y de veras creo que quería tanto a su gente como los blancos a los suyos. No parece natural que sea así, pero creo que esa es la verdad. Muchas veces estaba gimiendo y lamentándose de esa manera por las noches, cuando pensaba que yo dormía, y se decía a sí mismo: «¡Mi pobrecita Elizabeth pequeña! ¡Mi pobrecito Johnny! Es muy duro; me imagino que no os volveré a ver nunca jamás, jamás». Jim era un negro muy bueno, de veras que lo era.
Pero esta vez empecé, no sé cómo, a hablar con él de su mujer y de sus pequeños; y, después de un rato, dijo:
—Lo que me hace sentir tan mal esta vez es porque oí algo allá lejos en la orilla como un golpe o un portazo, hace un rato, y me recordó una vez que traté mal a mi pequeña Elizabeth. Solo tenía unos cuatro años y ella cayó enferma con la escarlatina, y pasó una temporada muy dura; pero se puso bien, y un día andaba ella por allí y yo entonces voy y le digo: «Cierra la puerta». Y ella no me obedeció; se quedó mirando hacia arriba y como sonriéndome. Me enfadé; y le digo otra vez, muy alto: «¿Es que no me oyes? ¡Cierra la puerta he dicho!». Ella se quedó igual, como sonriéndome. Yo estaba furioso. Y le dije: «¡Ya verás como voy a enseñarte a obedecer!». Y le di una palmada en la cabeza que la tiró por el suelo. Luego me fui al otro cuarto y me quedé allí unos diez minutos; y cuando regresé, vi que todavía estaba la puerta abierta, y la criatura de pie casi a la misma puerta, mirando el suelo y gimoteando con las lágrimas corriéndole por la cara. ¡Señor, qué enfadado me puse! Iba a por la criatura y en ese momento (recuerdo que era una puerta de esas que abren hacia adentro), en ese momento te digo, viene el viento y se cierra de un portazo detrás de la niña: ¡plaj!; y, ¡por Dios, la criatura no se movió! Casi pierdo el aliento, y me siento tan…, tan…, no sé cómo me sentí. Salí todo tembloroso y me acerqué y abrí la puerta suave y despacito, y metí la cabeza detrás de la criatura, suave y muy silencioso, y de pronto grité: ¡pum!, tan fuerte como pude. ¡Ella no se movió! Oh, Huck, me eché a llorar y cogí a la niña en brazos y dije: «¡Oh, la pobrecita! ¡Que el Señor Dios Todopoderoso perdone al viejo Jim, porque no se va a perdonar a sí mismo mientras viva!». Oh, estaba completamente sorda y muda, Huck, sorda y muda… ¡y yo la había tratado de aquella manera!