Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 8

Capítulo 8

El sol estaba tan alto cuando me desperté que me parecía que eran más de las ocho. Me quedé echado sobre la hierba en la sombra fresca, pensando en cosas, y me sentía descansado y bastante cómodo y satisfecho. Podía ver el sol por uno o dos agujeros, pero había muchos árboles grandes, cubriéndolo casi todo, y estaba bastante oscuro entre ellos. Veía trechos pecosos en el suelo donde la luz se filtraba por las hojas y las pecas cambiaban un poco de lugar, mostrando que arriba soplaba una leve brisa. Un par de ardillas se sentaron en una rama y me parloteaban muy amistosas.

Yo me sentía poderosamente vago y cómodo… No quería levantarme y preparar el desayuno. Bueno, estaba dormitando otra vez cuando creí oír un sonido profundo…, «¡bum!»…, muy lejos río arriba. Me incorporé y descansé sobre el codo y escuché; poco después lo oí otra vez. Me levanté entonces de un salto, y fui y miré por un agujero entre las hojas, y lo que vi era una nube de humo sobre el agua, muy arriba, más bien cerca del embarcadero. Y allí venía el transportador lleno de gente y flotando río abajo. Ya sabía yo qué pasaba. «¡Bum!». Vi el humo blanco salir a chorros del lado del transportador. Mira, seguro que estaban tirando salvas del cañón sobre el agua, para que saliera mi cadáver a flote.

Tenía bastante hambre, pero no convenía que encendiera fuego, porque podían ver el humo. Así que me quedé allí sentado y miraba el humo del cañón y escuchaba los estampidos. El río tiene una milla de anchura por ese sitio, y siempre se ve bonito en las mañanas de verano, así que yo lo pasaba bastante bien mirándolos buscar mis restos… Solo me faltaba un bocado para comer. Bueno, entonces se me ocurrió pensar que siempre introducían un poco de mercurio en hogazas de pan y las dejaban flotar sobre el agua, porque así sin falta van derecho al cadáver ahogado y se detienen en ese sitio. Así que dije yo, voy a estar a la caza, y si viene flotando alguna hogaza en busca mía, la cogeré. Fui al lado de la isla que mira hacia Illinois, a ver si tenía suerte, y no quedé desilusionado. Una gran hogaza doble iba de pasada, y casi la cogí con un palo largo, pero mi pie resbaló, y la hogaza se fue flotando más lejos. Claro que yo estaba donde la corriente se acerca más a la orilla; sabía lo bastante para estar al tanto de eso. Pero después de un rato vi venir otra, y esta vez gané. Saqué el tapón y la sacudí para hacer salir esa pizca de mercurio, y le hinqué el diente. Era «pan del panadero»…, lo que come la gente bien; nada de ese pan de pobres, que era de maíz.

Me busqué un buen sitio entre las hojas, y me senté en un tronco, masticando el pan y mirando el transportador, y me encontraba bien satisfecho. Y luego se me ocurrió algo. Dije: ahora calculo que la viuda y el pastor o alguien rezó pidiendo que este pan me encontrara, y aquí está, lo ha hecho. Así que no cabe duda de que tiene algún sentido eso de rezar; eso es, hay algún sentido cuando reza un individuo como la viuda o el pastor, pero que yo rece no funciona, y calculo que no funciona para nadie salvo para esa cierta clase de personas.

Encendí la pipa y fumé un rato largo, y seguí mirando. El transportador flotaba en la corriente, y pensé que tendría la oportunidad de ver quién estaba a bordo cuando pasara, porque se acercaría mucho a la orilla, como hizo el pan. Cuando llegaba bastante cerca de donde estaba yo, apagué la pipa y fui adonde había pescado el pan, y me tumbé detrás de un tronco en un pequeño claro de la orilla. Podía asomarme por entre la horqueta del tronco.

Poco después iba acercándose y flotó tan cerca que hubieran podido tender una pasarela y caminar a tierra. Casi todo el mundo estaba en ese barco. Papá, y el juez Thatcher, y Bessie Thatcher, y Joe Harper, y Tom Sawyer, y su vieja tía Polly, y Sid y Mary y muchos más. Todos hablaban del asesinato; pero el capitán interrumpió y dijo:

—Mirad con cuidado ahora; aquí es donde la corriente se acerca más a la orilla, y tal vez le haya arrojado a tierra y se haya quedado enredado entre los matorrales al borde del agua. Por lo menos, espero que sea así.

Yo no esperaba que fuera así. Todos se apiñaron y se inclinaron sobre las barandillas, casi en mi cara, y se quedaron quietos y siguieron mirando con todas sus fuerzas. Yo podía verlos muy bien, pero ellos no podían verme a mí. Luego gritó el capitán: «¡Desatracad!», y el cañón disparó con tal estampido frente a mí que me dejó sordo con el ruido y casi ciego con el humo, y casi me di por muerto. Si lo hubieran cargado con bala, calculo que habrían tenido el cadáver que buscaban. Bien, pues vi que no me hizo daño, gracias a Dios. El barco flotaba adelante y se perdió de vista detrás del saliente de la isla. Podía oír los estampidos de cuando en cuando, ya más y más lejos, y pasado un rato, después de una hora, no lo oí más. La isla tenía tres millas de largo. Juzgué que habían llegado a la parte inferior, y habían abandonado la búsqueda. Pero no la dejaron todavía. Doblaron la punta de la isla y remontaron el canal del lado de Missouri, ya a fuerza de vapor, y se oía un estampido de vez en cuando al pasar. Crucé a ese lado y los estuve mirando. Cuando llegaron frente a la punta de la isla, dejaron de disparar, y volvieron a la orilla de Missouri, y se fueron al pueblo, a sus casas.

Ahora sabía que estaba a salvo. Nadie más vendría a buscarme. Saqué mis cosas de la canoa y me hice un campamento simpático en la parte de bosque espeso. Hice un tipo de tienda con mis mantas, donde poner las cosas a salvo de la lluvia. Pesqué un bagre y lo limpié rasgándolo con la sierra, y hacia el anochecer encendí mi hoguera y cené. Luego eché un sedal para pescar algo para el desayuno.

Cuando ya era de noche, estaba sentado junto a la hoguera, fumando, y sintiéndome bastante satisfecho; pero después de un rato me encontré un poco solo, así que fui y me senté en la orilla y escuché el chapoteo de la corriente, y conté las estrellas y los troncos y balsas que bajaban a la deriva, y luego me acosté; no hay otra mejor manera de pasar el tiempo cuando te sientes triste y solitario; no puedes quedarte triste siempre, pronto se te quita.

Y así durante tres días y tres noches. Sin cambios, todo lo mismo. Pero al día siguiente fui a explorar isla abajo. Yo era el jefe; toda la isla me pertenecía, por decirlo así, y quería conocerla; pero más que nada quería distraerme. Encontré muchas fresas, maduras y de primera clase; y uvas silvestres verdes, y frambuesas verdes; y las zarzamoras verdes solo empezaban a apuntar. Todas serían útiles dentro de poco, juzgué.

Bueno, fui curioseando por ahí, en el bosque profundo, hasta que pensé que no estaría lejos de la punta inferior de la isla. Llevaba la escopeta, pero no había matado nada; era para protegerme; pero pensaba cazar algo cerca de casa. En ese momento casi pisé una culebra de regular tamaño, y fue deslizándose por la hierba y las flores, y yo detrás, tratando de pegarle un tiro. Iba corriendo y de repente di un brinco justo encima de las cenizas de una hoguera que humeaba todavía.

Mi corazón saltó arriba entre los pulmones. No esperé para mirar más, sino que desmonté el gatillo de la escopeta y regresé furtivamente de puntillas, tan rápido como pude. De vez en cuando me paraba un segundo entre las hojas más espesas y escuchaba, pero me venía tan fuerte el aliento a la boca que no podía oír nada más. Me escabullí todavía un trecho más, luego escuché de nuevo, y así una y otra vez. Si veía un tocón de un árbol, lo tomaba por un hombre; si pisaba un palo y lo rompía, me hacía sentir que alguien cortaba mi aliento en dos y solo me llegaba la mitad, y además la peor mitad.

Cuando llegué al campamento, no me sentía muy valiente, no tenía muy enteras las alas; pero, dije, no es momento de perder el tiempo. Así que metí todas mis cosas en la canoa otra vez para no dejarlas a la vista, y apagué el fuego y desparramé las cenizas por todo alrededor, para que pareciera de un viejo campamento del año pasado, y luego trepé a un árbol.

Creo que estuve dos horas en el árbol; pero no vi nada, no oí nada, solo pensé que oía y veía como mil cosas distintas. Bueno, no podía quedarme ahí toda la vida; así que por fin me bajé, pero me metí en el bosque espeso y estuve vigilante todo el tiempo. Solo pude comer algunas bayas y las sobras del desayuno.

Cuando ya era de noche, tenía bastante hambre. Así que cuando la noche se hizo bien oscura, antes de salir la luna, me deslicé en la canoa y remé hasta la orilla de Illinois, a un cuarto de milla. Fui al bosque y cociné la cena, y casi había decidido que me quedaría allí toda la noche, cuando oí un plan-plan-plan, plan-plan-plan, y me dije: caballos que vienen; y entonces oí voces de gente. Metí todo en la canoa tan rápido como pude, y luego fui arrastrándome por el bosque a ver qué era eso. No había avanzado mucho cuando oí a un hombre decir:

—Sería mejor acampar aquí, si encontramos un buen sitio; los caballos están que no pueden más. Vamos acechar un vistazo.

Yo no me detuve, sino que me alejé en la canoa y me escapé remando suavemente. Amarré en el viejo sitio, y pensé que debía dormir en la canoa.

No dormí mucho. Por alguna razón no pude, a fuerza de darle vueltas a la cabeza. Y cada vez que me despertaba, pensaba que alguien me tenía agarrado del cuello. Así que dormir no me hizo ningún bien. Poco después me dije a mí mismo: no puedo vivir de esta manera; voy a enterarme de quién está en la isla conmigo; o me entero o reviento. Bueno, en seguida me sentí mejor.

Así que cogí el remo y me deslicé apartándome solo un paso o dos de la orilla, y luego dejé la canoa bajar entre las sombras. Brillaba la luna; fuera de las sombras se veía todo tan claro como si fuese de día. Yo iba avanzando lento durante casi una hora, con todo alrededor tan quieto y bien dormido como las piedras. Bueno, ya había llegado casi a la punta baja de la isla. Una pequeña brisa rizada empezó a soplar, y eso era como decir que la noche casi había terminado. Hice girar la canoa con la pala y la encallé a la orilla; luego cogí la escopeta y me escurrí fuera en dirección al borde del bosque. Me senté allí sobre un tronco y miré por entre las hojas. Veía la luna que dejaba su turno de guardia, la oscuridad que comenzaba a cubrir el río. Pero después de un rato vi una raya pálida sobre las copas de los árboles, y ya sabía que estaba acercándose el día. De modo que cogí la escopeta y me fui deslizando hacia donde había tropezado con esa hoguera, deteniéndome a cada minuto a escuchar. Aunque, por alguna razón, no tuve suerte y no pude encontrar el lugar. Pero después de un instante avisté clarísimamente de lejos un fuego entre los árboles. Fui derecho hacia él, cauteloso y lento. Poco después estuve ya bastante cerca como para verlo bien, y además había un hombre echado en el suelo. Casi me dio un síncope. El hombre tenía la cabeza envuelta en una manta muy cerca del fuego. Me senté detrás de unos matorrales a casi dos metros de él, y no le quitaba los ojos de encima. Ya iba amaneciendo, con una luz gris. Después de un rato, el hombre bostezó y se estiró y echó la manta a un lado; ¡y era Jim, el de la señorita Watson! Vaya si me alegré al verle. Dije:

—¡Hola, Jim! —y salí de un brinco.

Él se puso de pie de un salto y me miró con ojos de loco. Luego cayó de rodillas y juntó las manos y dijo:

—¡No me hagas daño, no! Nunca he hecho daño a un fantasma. Siempre me gustaban los muertos, y les he hecho todo el bien que pude. Vete y métete en el río otra vez, donde debes estar, y no le hagas nada al viejo Jim, que siempre fue amigo.

Bueno, no tardé mucho en hacerle entender que no estaba muerto. Me alegraba tanto ver a Jim… Ya no estaba yo solo y triste. Le dije que tampoco tenía miedo de que él fuera a contarle a la gente dónde estaba yo. Seguí hablando y hablando, pero él solo seguía allí mirándome, no decía nada. Luego le dije:

—Ya es de día. Vamos a desayunar. Aviva bien tu hoguera.

—¿Para qué vale avivar la hoguera, para cocer fresas y esas cosas crudas? Pero tú tienes una escopeta, ¿no? Entonces podrás cazar algo mejor que fresas.

—¿Fresas y cosas crudas? —dije—. ¿Eso es lo que comes?

—No podía conseguir nada más —dijo.

—Pues ¿cuánto tiempo llevas en la isla, Jim?

—Vine acá la noche después de que te mataron.

—¿Qué? ¿Todo ese tiempo?

—Sí, seguro.

—¿Y no has comido más que ese tipo de brozas?

—No, señor…, nada más.

—Pues debes de estar casi muerto de hambre, ¿verdad?

—Calculo que podría comerme un caballo. Creo que podría. ¿Cuánto llevas tú en la isla?

—Llevo desde la noche en que me mataron.

—¡No! Pues ¿y cómo te has mantenido? Pero tienes la escopeta, claro, tienes la escopeta. Eso está muy bien. Ahora, mata algo y yo voy a avivar el fuego.

Así que fuimos adonde estaba la canoa, y mientras él hacía el fuego en un claro cubierto de hierba entre los árboles, yo traje harina y tocino y café, y la cafetera y la sartén, y azúcar y las tazas de hojalata, y el negro estaba sorprendido, porque calculaba que todo esto era cosa de brujería. Además pesqué un buen bagre grande, y Jim lo limpió con su cuchillo y lo frio.

Cuando estuvo preparado el desayuno, nos tumbamos en la hierba y nos comimos todo, echando humo de caliente que estaba. Jim cargó su estómago cuanto pudo, porque se sentía casi muerto de hambre. Luego una vez que estábamos bastante hartos, lo dejamos y nos dimos a la pereza.

Poco después dijo Jim:

—Pero, Huck, ¿a quién mataron en esa choza si no fue a ti?

Entonces le conté toda la historia, y él dijo que era de listo el haberlo hecho así. Dijo que Tom Sawyer no podría inventar un plan mejor que el que yo había trazado. Luego dije:

—¿Cómo es que tú estás aquí, Jim, y cómo llegaste?

Se puso bastante inquieto, y no dijo nada durante un minuto. Luego me dijo:

—A lo mejor no debía contártelo.

—¿Por qué, Jim?

—Bueno, hay razones… Pero tú no se lo contarás a nadie si te lo digo, ¿verdad, Huck?

—Maldito si lo haría, Jim.

—Bueno, yo te creo, Huck; yo me escapé.

—¡Jim!

—Recuerda, dijiste que no lo contarías…, sabes que dijiste que no lo contarías, Huck.

—Bueno, sí lo dije. Dije que no lo haría, y lo mantengo. Palabra de indio que sí. Me llamarán puerco abolicionista y me despreciarán por callarlo, pero da igual. No voy a contarlo, y además no voy a volver nunca allí. Así que cuéntamelo todo.

—Bueno, mira, pasó de esta manera. La vieja señora, la señorita Watson, está pinchándome todo el tiempo, dale que te pego, y me trata bastante duro, pero siempre decía que no me vendería río abajo en Orleans. Pero me di cuenta de que estuvo un tratante de negros por allí bastantes veces en estos días, y me empecé a preocupar. Bueno, una noche me acerqué a la puerta bastante tarde, y la puerta no estaba bien cerrada, y oí a la vieja señora decir a la viuda que me iba a vender en Orleans; que no quería hacerlo, pero que, claro, le daban ochocientos dólares por mí, y era un montón tan grande de dinero que no podía resistirse. La viuda trató de hacerle decir que no lo haría, pero yo no esperé a escuchar lo demás. Me marché deprisa, deprisa, te digo.

»Me fui y corrí cuesta abajo, y esperaba robar un esquife por la orilla arriba del pueblo, pero había gente andando por allí todavía, así que me escondí en el viejo taller destartalado del tonelero, en la orilla, a esperar que se fuera todo el mundo. Bueno, estuve allí toda la noche. Siempre quedaba alguien por allí. Ya a eso de las seis de la mañana, los esquifes empezaron a pasar; y a las ocho o las nueve, en cada esquife que pasaba, hablaban de cómo vino tu papá al pueblo y dijo que te habían matado. Los últimos esquifes estaban llenos de señoras y caballeros que iban a ver el lugar del crimen. A veces se detenían a descansar en la orilla antes de cruzar el río; así, por lo que contaban, llegué a saber todo sobre el asesinato. Estaba muy apenado de que te mataran, Huck, pero ya no lo estoy.

»Estuve escondido, echado allí bajo las virutas todo el día. Tenía hambre, pero no tenía miedo, porque sabía que la vieja señora y la viuda iban a salir para la reunión en el campo después del desayuno, y que estarían fuera todo el día; y ellas saben bien que yo me voy con el ganado al amanecer, así que no esperarían verme por la casa, y así no me echarían de menos hasta después del anochecer. Ni los otros criados me echarían de menos, porque seguro que se irían de fiesta en cuanto estuvieran fuera las viejas…

»Pues bien, cuando se hizo de noche, me eché a andar por el camino del río, y fui unas dos millas o más, adonde no había casas. Tenía decidido lo que iba a hacer. Ves que si seguía tratando de huir a pie, los perros me seguirían las huellas; si robaba un esquife para cruzar el río, echarían de menos el esquife, te das cuenta, y sabrían más o menos dónde desembarcaría al otro lado, y sabrían dónde volver a encontrar la pista de mis huellas. Así que me digo, me hace falta una balsa: una balsa no deja ninguna huella.

»Después de un rato veo una luz que venía doblando la punta; así que me metí en el río caminando y empujé un tronco delante de mí y nadé hasta más allá del centro del río, y me escondí entre los troncos que van a la deriva, y tuve escondida la cabeza, y nadé un poco contra la corriente hasta que llegó la balsa. Luego nadé hacia la popa y me agarré a ella. El cielo se nubló y la noche se puso bastante oscura un rato. Así que trepé y me eché en las tablas. Los hombres estaban hacia el centro, donde estaba la linterna. El río iba creciendo, y había buena corriente, así que calculé que a las cuatro de la mañana estaría a veinticinco millas río abajo, y luego me echaría al agua antes del amanecer, y nadaría a tierra, y me escondería en el bosque al lado de Illinois.

»Pero no tuve suerte. Cuando estábamos casi llegando a la punta de la isla, un hombre empezó a venir hacia la popa con la linterna. Entonces vi que era inútil esperar, así que me bajé al agua y me eché a nadar hacia la isla. Bueno, tenía idea de que podía tomar tierra en cualquier parte, pero no pude: la orilla era demasiado escarpada. Llegué casi a la punta inferior de la isla antes de encontrar un sitio bueno. Me metí en el bosque y pensé que no iba a mezclarme más con las balsas, mientras moviesen las linternas de acá para allá de esa manera. Tenía mi pipa y una tableta de tabaco y unos fósforos en la gorra, y nada de esto se había mojado, así que yo estaba a gusto.

—¿Y no has comido ni carne ni pan en todo ese tiempo? ¿Por qué no te conseguiste tortugas de río?

—¿Cómo vas a cogerlas? No puedes acercarte de sorpresa y agarrarlas; ¿y cómo una persona las pega luego con una piedra? ¿Cómo lo va a hacer de noche? Y claro que yo no iba a mostrarme en la orilla durante el día…

—Bueno, es verdad. Tenías que estar escondido en el bosque todo el tiempo, por supuesto que sí. ¿Los oíste disparar el cañón?

—Ah, sí. Sabía que te buscaban. Los vi pasar por acá, los miré entre los matorrales.

Vimos venir unos pájaros jóvenes; volaban un metro o dos y se posaban y volvían a volar y volvían a posarse. Jim dijo que era señal de que iba a llover. Dijo que era una señal cuando los pollos jóvenes de gallina volaban de esa manera, y así calculaba que era lo mismo cuando lo hacían los pájaros jóvenes. Yo iba a coger alguno, pero Jim no me dejó. Dijo que sería la muerte. Dijo que una vez su padre estaba terriblemente malo, y alguien cogió un pájaro, y su vieja abuelita dijo que moriría su padre, y eso fue lo que pasó.

Y Jim dijo que no debes contar las cosas que vas a guisar para la comida, porque eso trae mala suerte. Lo mismo pasaba si sacudías el mantel después de la puesta del sol. Y dijo que si un hombre era dueño de una colmena y ese hombre moría, había que contárselo a las abejas antes de la salida del sol la mañana siguiente, o si no, las abejas se pondrían débiles, dejarían de trabajar y morirían. Jim dijo que las abejas no pican a los tontos; pero yo no creía eso, porque a mí tampoco me picaban; lo había comprobado muchas veces.

Yo había oído hablar antes de algunas de estas cosas, pero no de todas. Jim conocía cualquier clase de señales. Afirmó que lo sabía casi todo. Dije que me parecía que todas las señales eran de mala suerte, así que le pregunté si no había señales que fueran de buena suerte. Entonces él dijo:

—Muy pocas… y esas no sirven para nada. ¿Para qué quieres saber si viene la buena suerte? ¿Quieres ahuyentarla? —y luego dijo—: Si tienes los brazos y el pecho peludos es señal de que vas a ser rico. Bueno, esa señal vale para algo, porque podría pasar muy lejos en el futuro lo que predice. Ves, quizá tienes que ser pobre mucho tiempo, y podrías perder el ánimo, y matarte si no supieras por la señal que vas a ser rico pasado algún tiempo.

—¿Tú tienes los brazos y el pecho peludos, Jim?

—¿Para qué sirve hacerme esa pregunta? ¿No ves que los tengo así?

—Bueno, ¿eres rico?

—No, pero fui rico una vez, y voy a ser rico otra vez. Una vez tuve catorce dólares, pero me dio por especular y me arruiné.

—¿Especular? ¿En qué negocios te metiste, Jim?

—Bueno, primero intenté con la ganadería.

—¿Qué tipo de ganadería?

—Pues, ganadería…, ganado, ya sabes. Puse diez dólares en una vaca. Pero no voy a arriesgar más dinero con la ganadería. La vaca se me quedó muerta en las manos.

—Así que perdiste los diez dólares.

—No, no los perdí todos. Solo perdí unos nueve. Vendí el pellejo y el sebo por un dólar y diez centavos.

—Te quedaban cinco dólares y diez centavos. ¿Negociaste más?

—Sí. ¿Conoces a ese negro cojo que pertenece al viejo señor Bradish? Bueno, él montó un banco, y dice que el que metiera un dólar, tendría cuatro dólares más al fin del año. Bueno, todos los negros metieron su dinero, pero no tenían mucho. Yo era el único que tenía algo. Así que yo pedí que me diera más de cuatro dólares, y le dije que si no me los daba de ganancia, empezaría un banco yo mismo. Bueno, claro que ese negro no quería que yo me metiera en el negocio de bancos, porque decía que no había bastante negocio como para dos bancos, así que me dijo que bien, que yo podría meter mis cinco dólares y él me pagaría treinta y cinco al fin del año.

»Así que lo hice. Calculaba yo que iba a invertir mis treinta y cinco en seguida y que las cosas siguieran en movimiento. Había un negro llamado Bob, que había agarrado del río una barca chata, y su amo no lo sabía; y yo se la apalabré y le dije que cobraría los treinta y cinco dólares cuando llegara el fin del año; pero alguien robó la barca esa noche, y al día siguiente el negro cojo también va y dice que el banco está en quiebra. Así que ninguno de nosotros conseguimos ningún dinero.

—¿Y qué hiciste con los diez centavos, Jim?

—Bueno, iba a gastarlos, pero tuve un sueño, y el sueño me dijo que los diera a un negro llamado Balum… Asno de Balum le llaman como apodo; es uno de esos cabezotas bobos, sabes. Pero dicen que tiene suerte, y yo ya veo que no tengo ninguna suerte. El sueño dice que deje a Balum invertir los diez centavos y él me los aumentará. Bueno, Balum tomó el dinero, y cuando estaba en la iglesia, le oye al predicador decir que quien da a los pobres presta al Señor, y que sin falta recibirá la recompensa cien veces. Así que Balum fue y les dio los diez centavos a los pobres, y luego se escondió por allí a ver qué iba a resultar de aquello.

—Bueno, ¿y qué resultó, Jim?

—Nunca resultó nada. No pude cobrar ese dinero de ninguna manera; ni tampoco Balum. No voy a prestar más dinero sin mirar la garantía del otro. ¡Recibe la recompensa cien veces, dice el predicador! Pues bien, solo con que pudiera recibir los diez centavos, diría yo trato justo, y todos contentos.

—Bueno, está bien en todo caso, Jim, puesto que vas a ser rico otra vez, pronto o tarde.

—Sí, y soy rico ahora, si lo miras bien. Yo me pertenezco a mí mismo, y valgo ochocientos dólares. Me gustaría tener ese dinero; no querría tener más.

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