Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 2

Capítulo 2

Fuimos caminando de puntillas a lo largo de la senda entre los árboles hacia donde termina la huerta de la viuda, y nos agachábamos para que las ramas no nos rasparan la cabeza. Cuando pasamos por delante de la cocina, yo tropecé con una raíz e hice ruido. Nos agazapamos y estuvimos quietos. El negro grande de la señorita Watson, llamado Jim, estaba sentado en la puerta de la cocina; podíamos verle bastante claro, porque había una luz detrás de él. Él se levantó y estiró el cuello y estuvo un minuto escuchando. Luego dijo:

—¿Quién está ahí?

Escuchó un rato; después vino de puntillas y se paró exactamente entre nosotros dos; casi podríamos haberle tocado con la mano. Bueno, es posible que pasaran minutos y más minutos durante los que no hubo ni un sonido, y nosotros allí, todos tan juntos. Empezó a picarme un sitio en el tobillo, pero no me atrevía a rascármelo; y luego comenzó a picarme la oreja; y después la espalda, justo entre los hombros. Parecía que iba a morirme si no podía rascarme. Bien, pues he notado esa cosa muchísimas veces desde entonces. Si estás con la gente bien, o en un entierro, o intentando dormirte cuando no tienes sueño…, si estás en cualquier lugar donde simplemente no va que te rasques, pues te picará en más de mil sitios por todo el cuerpo. Poco después Jim dijo:

—Oye, ¿quién eres? ¿Dónde estás? Voto al cielo si no he oído algo. Bueno, pues yo sé lo que voy a hacer; voy a sentarme aquí mismo y escuchar hasta que lo oiga otra vez.

Así que se sentó en el suelo entre Tom y yo. Apoyó su espalda contra un árbol y estiró las piernas hasta que una casi tocaba la mía. Me empezó entonces a picar la nariz. Me picó de tal forma, que se me llenaron los ojos de lágrimas. Pero no me atreví a rascármela. Luego empezó a picarme la nariz por dentro. A continuación me picó por debajo. No sabía cómo iba a estarme sentado allí quieto. Esta desgracia siguió durante seis o siete minutos, pero parecía mucho más tiempo. Ya me picaban once sitios distintos. Calculé que no podía aguantarlo un minuto más, pero apreté los dientes y me puse a intentarlo. Exactamente entonces Jim empezó a respirar fuerte; luego comenzó a roncar… y pronto empecé a sentirme bien otra vez.

Tom me hizo una señal —una especie de ruidito con la boca— y fuimos arrastrándonos a gatas. Cuando estábamos como a tres metros, Tom me susurró que quería atar a Jim al árbol, para divertirse. Pero yo dije que no; podría despertarse y causar una conmoción, y luego se enterarían de que no estaba en casa. Luego Tom dijo que no tenía bastantes velas, y que se metería en la cocina para coger alguna más. Yo no quería que lo intentara. Dije que Jim podría despertarse y entrar. Pero Tom quería arriesgarse; así que nos deslizamos dentro y cogimos tres velas, y Tom dejó cinco centavos en la mesa para pagarlas. Luego nos salimos, y yo estaba sobre ascuas para escaparnos; pero nada iba a satisfacerle a Tom salvo ir gateando hasta donde estaba Jim, y tenía que hacerle una broma. Yo esperé y parecía mucho rato, con todo tan quieto y solitario.

Tan pronto como volvió Tom, fuimos corriendo por la senda, dejamos detrás la cerca de la huerta y llegamos a la alta cima de un cerro al otro lado de la casa. Tom dijo que le había quitado a Jim el sombrero de la cabeza y lo había colgado de una rama directamente encima de él, y que Jim se movió un poco, pero que no se despertó. Más tarde Jim andaba diciendo por ahí que las brujas le habían embrujado y le pusieron en trance y cabalgaron encima de él por todo el estado, y luego le sentaron bajo los árboles otra vez, y colgaron su sombrero de una rama para mostrar quién lo había hecho. Y la próxima vez que lo contó Jim, dijo que le cabalgaron hasta Nueva Orleans allí al sur; y después de eso, cada vez que lo contaba, lo estiraba más y más, hasta que poco después dijo que cabalgaron encima de él por todo el mundo y le cansaron hasta que casi murió y que él tenía la espalda llena de llagas de la silla de montar. Jim estaba monstruosamente orgulloso con este asunto, y llegó al punto que casi no miraba a los otros negros. Los negros venían desde muchas millas para escuchar la historia de Jim, y fue más admirado que cualquier otro negro en este país. Negros que nadie conocía se paraban con la boca abierta y le miraban de arriba abajo, igual que si fuera una maravilla. Los negros siempre hablan de brujas, en la oscuridad, junto al fogón de la cocina, pero cuando uno hablaba y dejaba entender que él sabía todo de tales cosas, Jim se dejaba caer y decía: «¡Bah! ¿Qué sabes tú de brujas?», y a ese negro era como taparle la boca con un corcho y tenía que retirarse al asiento de atrás. Jim siempre llevaba al cuello la moneda esa de cinco centavos colgada de una cuerda, y dijo que era un amuleto que le dio el diablo con sus propias manos, y que el diablo le había dicho que podía curar a todo el mundo con ella y llamar a las brujas cuando quisiera solo con decirle unas palabras a la moneda; pero Jim nunca contó qué era lo que había que decirle a la moneda. Los negros venían de todas partes de alrededor y le daban a Jim cualquier cosa que tenían solo para poder mirar esa moneda; pero no se les permitía tocarla, porque había estado en manos del diablo. Jim casi era una ruina como criado, porque se había vuelto engreído a causa de que vio al diablo y cabalgaron encima de él las brujas.

Bueno, pues cuando Tom y yo llegamos al borde de la cresta del cerro, miramos abajo hacia la aldea y pudimos ver tres o cuatro luces centelleando, donde había gente enferma, quizá; y las estrellas encima de nosotros brillaban tan lindas; y abajo junto a la aldea estaba el río, una milla entera de ancho, y terriblemente quieto y estupendo. Bajamos del cerro y encontramos a Joe Harper y Ben Rogers con dos o tres muchachos más, escondidos en la vieja tenería. Así que desatamos un esquife y remamos río abajo dos millas y media hasta el peñasco grande de la ladera del cerro, y allí desembarcamos.

Nos acercamos a unas matas de arbustos, y Tom hizo a todo el mundo jurar que guardaría el secreto, y luego les mostró un agujero en la colina, justo en la parte más espesa de los matorrales. Luego encendimos las velas, y nos arrastramos dentro, a gatas. Seguimos unos doscientos metros y allí se ensanchaba la cueva. Tom se metió buscando algo entre los pasadizos, y poco después se agachó cerca de un muro donde nadie habría notado que había otro agujero. Fuimos por un sitio estrecho y entramos dentro de una especie de cuarto, todo húmedo y sudoroso y frío, y allí paramos. Tom dijo:

—Ahora, vamos a fundar la banda de ladrones y la llamaremos la Cuadrilla de Tom Sawyer. Todo el mundo que quiera unirse tiene que hacer el juramento y firmarlo con sangre.

Todo el mundo estaba dispuesto. Así que Tom sacó una hoja de papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Hizo jurar esto a cada muchacho: que se juntaría a la banda, y que nunca revelaría ninguno de los secretos; y que si alguien hacía algo contra cualquier miembro de la banda, pues el muchacho, al que la banda mandara, mataría a esa persona y a su familia; tenía que hacerlo, y no debía comer ni dormir hasta que los hubiera matado y les hubiera marcado a cuchillo una cruz en el pecho, que era la señal de la banda. Y nadie que no fuera miembro de la banda podría usar esa marca, y, si lo hiciera, había que demandarle, y si lo hiciera otra vez, había que matarle. Y si alguien que era miembro de la banda revelaba los secretos, había que cortarle el cuello y luego quemar su cadáver y esparcir las cenizas alrededor, y su nombre sería tachado de la lista con sangre y nunca ya se mencionaría, sino que sería maldito y olvidado por siempre.

Todo el mundo dijo que era un juramento muy bonito, y le preguntaron a Tom si lo había sacado de su propia cabeza. Él dijo que una parte de él sí, pero lo demás era de libros de piratas y de ladrones y que toda cuadrilla con cierta clase lo usaba.

Algunos pensaron que sería bueno matar a las familias de los muchachos que revelaran los secretos. Tom dijo que era buena idea, así que cogió el lápiz y lo añadió. Luego dijo Ben Rogers:

—Aquí tenemos a Huck Finn, y él no tiene familia; ¿qué vas a hacer con él?

—Pues ¿es que no tiene padre? —dijo Tom Sawyer.

—Sí, tiene padre, pero ahora nunca se le puede encontrar. Solía acostarse borracho allí entre los cerdos en la tenería, pero no le ha visto nadie por estos lugares desde hace un año o más.

Lo discutieron entre ellos, y me iban a excluir porque dijeron que todos los muchachos debían tener una familia o alguien a quien se pudiera matar, o si no, no sería justo y limpio para los otros. Bien, pues nadie podía pensar cómo salir de esto; todos estaban perplejos y quietos. Yo estaba a punto de llorar; pero de pronto pensé en la solución y les ofrecí a la señorita Watson: podrían matarla a ella. Todo el mundo dijo:

—Ah, ella vale. Está bien, Huck puede juntarse.

Entonces todos se pincharon un dedo para sacarse sangre con que firmar, y yo puse mi marca en el papel.

—Ahora —dijo Ben Rogers—, ¿a qué ramo de negocios se va a dedicar esta Cuadrilla?

—Nada, salvo robo y asesinato —dijo Tom.

—Pero ¿qué vamos a robar? ¿Casas o ganado o…?

—¡Tonterías! Hurtar ganado y tales cosas no es robar; es ratería —dijo Tom Sawyer—. No somos rateros. Eso no tiene elegancia. Somos salteadores de caminos. Detenemos las diligencias y los carruajes en la carretera, y llevamos máscaras y matamos a la gente y les quitamos los relojes y el dinero.

—¿Siempre hay que matar a la gente?

—Pues claro. Es lo mejor. Algunas autoridades opinan de otro modo, pero en general se considera mejor matarlos…, salvo a algunos pocos que traes aquí a la cueva y los tienes presos hasta que los rescaten.

—¿Rescaten? ¿Qué quiere decir eso?

—Yo no sé bien. Pero eso es lo que se hace. Lo he visto en libros; y claro que eso es lo que tenemos que hacer.

—Pero ¿cómo podemos hacerlo si no sabemos lo que es?

—Ay, maldita sea, tenemos que hacerlo. ¿No te he dicho que está en los libros? ¿Quieres empezar a hacer algo distinto de lo que hay en los libros y enredarlo todo?

—Ah, está muy bien decir eso, Tom Sawyer; pero ¿cómo diablos se van a rescatar a estos tipos si no sabemos hacerlo?… Ahí es adonde voy yo. Ahora, ¿qué piensas que podría ser?

—Pues no lo sé. Pero quizá si los tenemos aquí presos hasta que se los rescate, quiere decir hasta que estén muertos.

—Ahora, eso es algo parecido, por lo menos. Eso vale. ¿Por qué no lo has dicho antes? Los tenemos presos hasta que sean rescatados a muerte; y verás qué molestias nos van a crear…, comiéndolo todo e intentando escaparse.

—Qué cosas dices, Ben Rogers. ¿Cómo pueden escaparse cuando hay una guardia al lado, dispuesta a fusilarlos si mueven un pelo?

—¡Una guardia! Pues eso que está bien. Así que alguien tiene que estar en vela toda la noche y no puede dormir, solo para vigilarlos. A mí me parece una tontería. ¿Por qué uno no puede coger un palo y rescatarlos tan pronto como lleguen aquí?

—Porque no está escrito así en los libros…, por eso. Ahora, Ben Rogers, ¿tú quieres que las cosas vayan bien, o no? De eso se trata. ¿No crees que la gente que hizo los libros sabe cuál es lo correcto que hay que hacer? ¿Tú crees que puedes enseñarles algo? Ni muchísimo menos. No, señor, vamos a seguir y rescatarlos de la manera debida.

—Está bien. No me importa, pero yo digo que es cosa de tontos, en todo caso. Oye, ¿matamos a las mujeres también?

—Pues, Ben Rogers, si yo fuera tan ignorante como tú, lo disimularía. ¿Matar a las mujeres? No; nadie nunca ha visto cosa semejante en los libros. Tú las traes a la cueva, y siempre eres sumamente cortés con ellas; y poco después se enamoran de ti, y ya no quieren volver a casa.

—Bueno, si eso es lo que se hace, estoy de acuerdo, pero no me fío de este asunto. Muy pronto tendremos la cueva tan llena y desordenada con esas mujeres y los tipos esperando ser rescatados, que no habrá sitio para los ladrones. Pero sigue adelante, yo no tengo nada que decir.

El pequeño Tommy Barnes estaba dormido ya, y cuando le despertaron, se asustó y lloró, y dijo que quería ir a casa con su mamá, y que ya no quería ser ladrón.

Así que todos se burlaron de él y le llamaron llorón, y él se enfadó y dijo que iría derecho a contar todos los secretos. Pero Tom le dio cinco centavos si prometía no hablar, y dijo que iríamos todos a casa y nos reuniríamos la semana próxima, y robaríamos a alguien y mataríamos a algunas personas.

Ben Rogers dijo que no podía salir de casa mucho, solo los domingos, y por eso él quería empezar el domingo próximo, pero todos los muchachos dijeron que sería de malvados hacerlo en domingo, y eso arregló el asunto. Se pusieron de acuerdo en que se juntarían a decidir la fecha, tan pronto como pudieran, y entonces elegimos a Tom Sawyer primer capitán y a Joe Harper segundo capitán de la Cuadrilla, y así nos volvimos a casa.

Yo trepé al cobertizo y me metí por la ventana poco antes del amanecer. Mi ropa nueva estaba grasienta y arcillosa, y yo muerto de cansancio.

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