Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 25

Capítulo 25

La noticia corrió por el pueblo entero en dos minutos, y se veía a la gente viniendo a la carrera desde todas las direcciones, algunos incluso poniéndose la chaqueta mientras se acercaban. Al poco rato nos encontrábamos en medio de una muchedumbre, y el ruido de las pisadas sonaba como el de soldados en marcha. Las ventanas y las puertas de los jardines estaban llenas de gente, y a cada minuto alguien decía por encima de una cerca:

—¿Son ellos?

Y alguien que correteaba con la cuadrilla le contestaba, diciendo:

—Claro que son ellos.

Cuando llegamos a la casa, la calle de delante estaba atestada, y las tres muchachas se encontraban de pie a la puerta. Mary Jane era pelirroja, pero eso no tenía importancia, porque era estupendamente hermosa, y con la cara y los ojos todos encendidos como la misma gloria, estaba tan contenta de que hubieran llegado sus tíos. El rey abrió los brazos, y Mary Jane saltó a abrazarle, y la del labio leporino saltó hacia el duque, y: ¡allí se encontraron! Casi todo el mundo, las mujeres sobre todo, lloraron de alegría al verlos encontrarse por fin y estar tan contentos.

Luego el rey le dio un empujón al duque a escondidas, yo le vi hacerlo, y entonces miró alrededor y vio el ataúd, encima de dos sillas en un rincón; así que él y el duque con una mano sobre el hombro del otro, y con la otra mano tocándose los ojos, avanzaron hacia allí, lentos y solemnes; y todos se hicieron atrás para dejarles paso, y se iba calmando el ruido de las voces, con gente diciendo «¡chist!» y hombres quitándose el sombrero y dejando colgar la cabeza; ya el silencio era tal que se hubiera podido oír un alfiler caer al suelo. Y cuando el rey y el duque llegaron allí, se inclinaron y miraron dentro del ataúd, echaron una sola mirada rápida y rompieron a llorar de tal forma que casi hubieran podido oírlos en Orleans; luego se echaron los brazos alrededor del cuello uno del otro, y apoyaron la barbilla en el hombro uno del otro; y después, durante tres minutos o tal vez cuatro, derramaron lágrimas de una manera como nunca he visto hacer a dos hombres. Y, además, todo el mundo hacía lo mismo, y ese lugar se puso de un húmedo como nunca he visto. Luego uno se colocó a un lado del ataúd y el otro al lado opuesto; y se arrodillaron y descansaron la frente en el ataúd, e hicieron como si rezaran en silencio. Bueno, al llegar a eso, se ganaron al público de una manera como nunca has visto, y todos dejaron de resistirse y empezaron a sollozar en voz alta, y las pobres muchachas, también; y cada mujer fue acercándose a las muchachas sin decir una palabra, y solemnemente las besó en la frente, y luego les puso la mano en la cabeza y miró hacia el cielo, con las lágrimas corriéndole por la cara, y luego rompió a llorar y se fue sollozando y secándose la cara, y dejó sitio a la próxima mujer. Nunca he visto nada tan repugnante.

Bueno, después de un rato el rey se levantó y avanzó un poco y se excitó y entre babas echó un discurso, todo lleno de lágrimas y tonterías, acerca de la prueba dolorosa que era para él y para su pobre hermano el perder al fallecido y no llegar a tiempo de ver al desfallecido —decía el rey— con vida, después del largo viaje de cuatro mil millas; pero que esa dura prueba se veía dulcificada y santificada por aquella bondadosa compasión y por aquellas santas lágrimas, y que él se lo agradecía desde lo hondo de su corazón y del corazón de su hermano, porque desde la boca no podían, porque las palabras resultan débiles y frías; y siguió con toda esa especie de sensiblerías y sandeces, hasta que era simplemente asqueroso; y luego farfulló un amén santurrón y piadoso, y soltó otra vez el llanto hasta casi reventar.

Y al momento de acabar las últimas palabras, alguien en la muchedumbre empezó a cantar la doxología y los demás se unieron con todas sus fuerzas, y realmente te animaba y te hacía sentir lo que siente uno cuando sale de la iglesia. La música es una cosa buena; y después de tanta vaselina espiritual y tanta bazofia, nunca he visto que la música refrescara el ambiente tanto y sonara tan honrada y estupenda como entonces.

Luego el rey empezó a poner la boca en marcha de nuevo, y dijo que él y sus sobrinas estarían encantados si algunos de los principales amigos de la familia cenaran esa noche con ellos, y ayudaran a velar las cenizas del fallecido; y dijo que si su pobre hermano que yacía ahí pudiera hablar, él sabía a quiénes nombraría, porque eran personas muy queridas de él, y las mencionaba muchas veces en sus cartas; así que nombraría las mismas, a saber, las siguientes: el reverendo señor Hobson, y el diácono Lot Hovey, y el señor Ben Rucker, y Abner Shackleford, y Levi Bell, y el doctor Robinson, y sus mujeres y la viuda Bartley.

El reverendo Hobson y el doctor Robinson estaban al otro lado del pueblo cazando juntos; quiero decir que el doctor mandaría a un enfermo al otro mundo y el predicador le señalaría el camino. El abogado Bell estaba fuera, en Louisville, en viaje de negocios. Pero los demás se encontraban presentes, y vinieron a estrechar la mano al rey y le dieron las gracias y le hablaron; y luego estrecharon la mano al duque y no le dijeron nada, sino que seguían sonriéndole y asintiendo con la cabeza como un montón de peleles mientras él hacía todo tipo de gestos con las manos y decía «gu-gu… gu-gu-gu» constantemente como un bebé que no puede hablar.

Así que el rey siguió con la garrulería y consiguió preguntar casi por todo el mundo del pueblo, perros incluidos, por su nombre, y mencionó toda clase de pequeños incidentes que pasaron una u otra vez en el pueblo, o a la familia de George o a Peter. Y siempre daba a entender que Peter le había escrito sobre esas cosas; pero era mentira, porque él había sonsacado cada bendita cosa de aquellas a aquel joven cabeza de alcornoque que llevamos en canoa hasta el vapor.

Luego Mary Jane sacó la carta que su padre había dejado, y el rey la leyó en voz alta y lloró sobre ella. Dejaba la casa y tres mil dólares en oro a las muchachas; y daba la tenería (que era un negocio próspero), además de otras casas y terrenos (que valían unos siete mil), y tres mil dólares en oro a Harvey y William, y contó dónde estaban escondidos en el sótano los seis mil en dinero contante. Así que los dos estafadores dijeron que bajarían a traerlo, para que se hiciera todo honrada y rectamente; y me mandaron acompañarlos con una vela. Cerramos la puerta del sótano detrás de nosotros y cuando encontraron el saco lo vaciaron en el suelo, y era bonito ver aquel montón de monedas amarillas. ¡Cómo brillaban los ojos del rey! Dio una palmada al hombro del duque y dijo:

—Oh, ¿no es estupendo esto? ¡Pues no es nada ni nada! Esto le gana y por mucho a , ¿eh, Biljy?

El duque declaró que sí. Manoseaban las monedas amarillas y las pasaban por los dedos y las dejaban caer tintineantes al suelo; y el rey dijo:

—No hay por qué discutir: ser hermanos de un muerto rico y representantes de herederos en el extranjero, ese es nuestro negocio, Bilge. Esto que ves aquí viene de confiar en la Providencia. A la larga, es lo mejor. He probado todos los sistemas, y no hay otro mejor que ese.

Casi todo el mundo se habría sentido satisfecho con ese montón y lo habría aceptado con los ojos cerrados; pero no, ellos se pusieron a contarlo. Lo contaron y resultó que faltaban cuatrocientos quince dólares. El rey dijo entonces:

—Maldito sea ese viejo, ¿qué habrá hecho con esos cuatrocientos quince dólares?

Se afanaron con el asunto un rato, y hurgaban por todas partes buscando lo que faltaba. Luego el duque dijo:

—Bueno, estaba bastante enfermo, y es probable que cometiera un error…, me imagino que eso es lo que pasó. Lo mejor sería dejarlo y callarnos. Podemos pasarnos sin ese dinero.

—Oh, diablos, sí, podemos pasar sin él. No me importa eso…, es la cuenta redonda lo que me preocupa. Queremos ser muy honrados y justos y francos aquí, sabes. Queremos llevar este dinero al piso de arriba y contarlo ante todo el mundo…, y así no habrá nada sospechoso. Pero cuando el muerto dice que hay seis mil dólares, sabes, no podemos…

—Espera —dijo el duque—. Vamos a borrar el déficit —y empezó a sacar monedas de su bolsillo.

—Es una idea asombrosamente buena, duque…, es verdad que tienes una cabeza ingeniosa —dijo el rey—. Demonios si la vieja no está sacándonos de apuros otra vez —y él empezó a sacar monedas amarillas y amontonarlas.

Casi los dejó pelados, pero lograron juntar los seis mil limpios y exactos.

—Oye —dijo el duque—. Tengo una idea. Vamos arriba y contamos este dinero, y luego cogemos y se lo regalamos a las muchachas.

—¡Dios mío, duque, déjame abrazarte! Es la idea más deslumbrante que se le ha ocurrido a un hombre. De verdad que tienes la cabeza más asombrosa que he visto. Oh, esta es la trampa magistral, no cabe la menor duda. Que vengan con sospechas ahora, si les da la gana… Esto los dejará aplastados.

Cuando llegamos al piso de arriba, todos se acercaron alrededor de la mesa, y el rey lo contó y lo amontonó: trescientos dólares la pila, y veinte pequeñas pilas elegantes. Todo el mundo lo miró con hambre y se lamió los labios. Luego lo metieron otra vez en el saco, y vi que el rey comenzó a hincharse para soltar otro discurso. Dijo:

—Amigos todos, mi pobre hermano que yace ahí se ha mostrado generoso con las que deja detrás en este valle de lágrimas. Se ha portado de un modo generoso con estas pobres corderitas que amaba y protegía, y que son huérfanas de padre y madre. Sí, nosotros que le conocíamos sabemos que se habría portado de un modo aún más generoso si no temiera ofender a su querido William, y a mí. ¿No os parece? No hay duda de ello a mi entender. Bueno, entonces, ¿qué clase de hermanos serían los que le pondrían obstáculos en el camino en una hora como esta? ¿Y qué clase de tíos serían los que robaran, sí, robaran, a unas pobres corderas tan dulces como estas que él quería, en una hora como esta? Si yo conozco a William (y creo que sí lo conozco) él…, bueno, se lo preguntaré —dio la vuelta y empezó a gesticular al duque. Y el duque se quedó un rato mirándolo como estúpido y alelado; luego de repente hizo como si captara el significado y se arrojó al rey, haciendo su «gu-gu» de pura alegría y con todas sus fuerzas, y le abrazó como quince veces antes de ceder. Luego el rey dijo—: Lo sabía; me imagino que eso le convencerá a cualquiera de cuáles son sus sentimientos. Aquí tenéis, Mary Jane, Susan, Joanna, recibid el dinero…, tomadlo todo. Es un regalo del que yace ahí, frío pero feliz.

Mary Jane corrió hacia él y Susan y la del labio leporino corrieron hacia el duque y luego hubo otro rato de abrazos y besos como nunca he visto. Y todos los rodearon con lágrimas en los ojos y les apretaron las manos a aquellos estafadores fraudulentos; y la gente seguía diciendo:

—Oh, qué buenas personas…, qué gesto tan admirable…, cómo podrían…

Bueno, entonces, después de un rato, todos los presentes se pusieron a hablar del fallecido otra vez, y de lo bueno que era, y de qué pérdida suponía, y todo eso; y poco después se abrió paso desde el exterior un hombre grande de mandíbulas de hierro, y se quedó escuchando y mirando, sin decir nada; y nadie se dirigía a él tampoco porque el rey hablaba y todos estaban ocupados escuchándole. El rey estaba diciendo, en medio de lo que había comenzado:

—… ellos eran amigos íntimos del desfallecido. Por eso son los invitados esta noche; pero mañana queremos que se personen todos…, todo el mundo; porque él respetaba a todo el mundo y quería a todo el mundo; así que es correcto que sus orgías fúnebres sean públicas.

Y así seguía y seguía fantaseando, contento de oírse hablar, y a cada momento sacó eso de sus orgías fúnebres, hasta que el duque ya no pudo aguantarlo más; así que escribió en un trocito de papel: «Exequias, viejo tonto», y lo dobló y fue haciendo «gu-gu» y le entregó el papel por encima de las cabezas de la gente. El rey lo leyó y se lo metió en el bolsillo, y dijo:

—El pobre William, a pesar de su defecto desgraciado, tiene el corazón muy sano. Me pide que les invite a todos a los funerales…, quiere que les dé a todos la bienvenida. Pero no tiene por qué preocuparse, porque eso es lo que yo estaba diciendo.

Luego siguió vagando con su charla, perfectamente tranquilo, y comenzó otra vez a soltar sus orgías fúnebres por acá y por allá, como hacía antes. Y luego cuando lo dijo por tercera vez, comentó:

—Digo orgías, no porque es el término corriente, que no lo es…, exequias es el término corriente…, sino porque orgías es el término correcto. No se emplea exequias ya en Inglaterra…, pasó de moda. En Inglaterra ahora decimos orgías. Orgías es mejor, porque significa lo que uno quiere decir con más exactitud. Es una palabra compuesta de la griega , que significa fuera, abierto, exterior; y de la hebrea , plantar, cubrir, es decir, enterrar. Así, como se ve, orgías fúnebres son funerales abiertos al público.

Ese viejo era el peor que yo he encontrado, no me cabe duda. Bueno, el hombre de las mandíbulas fuertes se le rio en la cara. Todos se escandalizaron. Todos dijeron: «Pero ¡doctor!», y Abner Shackleford dijo:

—Pero, Robinson, ¿no has oído las noticias? Este es Harvey Wilks.

El rey sonrió ansioso, y adelantó la mano, y dijo:

—¿Es el buen amigo querido y médico de mi pobre hermano? Yo…

—¡Quíteme las manos de encima! —dijo el médico—. Usted habla como un inglés, ¿verdad? Es la peor imitación que he oído nunca. ¡Usted el hermano de Peter Wilks! ¡Es usted un impostor, eso es lo que es usted!

Bueno, ¡cómo se pusieron todos! Rodearon al médico y trataron de calmarle; intentaron explicárselo y decirle cómo Harvey había mostrado de cuarenta maneras que era Harvey, y que conocía a todos por su nombre y sabía hasta el nombre de los mismos perros, y le rogaron y rogaron que no hiriera los sentimientos de Harvey y de las pobres muchachas y todo eso. Pero fue inútil; siguió enfurecido y dijo que cualquiera que pretendiera hacerse pasar por inglés y que no pudiera imitar su jerga mejor que lo hacía ese, era un impostor y un mentiroso. Las pobres muchachas se colgaban del brazo del rey y lloraban; y de repente el médico se dirigió a ellas. Dijo:

—Yo era amigo de vuestro padre y soy vuestro amigo, y os aviso como amigo, y además como amigo honrado que quiere protegeros y evitaros daños y dificultades; y os digo que debéis volver la espalda a este sinvergüenza y no tener nada que ver con él, con este vagabundo ignorante, y con sus idioteces de lo que él llama griego y hebreo. Es un impostor de lo más burdo, que viene acá con muchos nombres y hechos vacíos que ha recogido en alguna parte, y que vosotras consideráis pruebas; y digo que estos amigos insensatos que deberían tener más juicio os ayudan a engañaros. Mary Jane Wilks, tú sabes que soy tu amigo, y tu amigo desinteresado además. Ahora escúchame: echa de aquí a ese lamentable pícaro… Te ruego que lo hagas, dime que lo harás. Mary Jane se puso derecha, y ¡qué guapa era! Dijo:

—Aquí tienes mi respuesta —ella levantó el saco de dinero y lo puso en manos del rey, y dijo—: Toma estos seis mil dólares para invertirlos de la manera que quieras en nombre mío y el de mis hermanas, y no nos des ningún recibo.

Luego echó su brazo en la espalda del rey por un lado, y Susan y la del labio leporino hicieron lo mismo abrazándole por el otro. Todos aplaudieron y patearon en el suelo como una tempestad, mientras el rey alzó la cabeza y sonrió orgulloso. El médico dijo:

—Muy bien: yo me lavo las manos en este asunto. Pero os advierto que llegará el momento en que os pondréis malos con solo recordar este día —y se marchó.

—Muy bien, doctor —dijo el rey, burlándose de él un poco—: Intentaremos llamarte para curarnos —todos se echaron a reír y dijeron que era una réplica de primera.

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