Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 13

Capítulo 13

Bueno, contuve el aliento y casi me desmayé. ¡Encerrados en un barco naufragado con una cuadrilla como esa! Pero no era momento de sentimentalismos. Ahora teníamos que encontrar ese bote, nos hacía falta a nosotros. Así que fuimos temblando y tiritando por el lado de estribor, y resultaba además una faena lenta y difícil; parecía que había pasado una semana antes de que llegáramos a popa. Ni rastro del bote. Jim dijo que no creía que pudiera continuar buscando más… Me dijo que estaba tan asustado, que casi no le quedaban fuerzas. Pero yo le dije que me siguiera, porque si nos quedábamos abandonados en el barco, estaríamos en un buen aprieto, seguro. Así que nos pusimos en marcha otra vez. Buscamos la popa de la cubierta superior, y la encontramos y luego trepamos por allí gateando sobre la claraboya, agarrándonos a contraventana tras contraventana, porque estaba sumergido el borde de la claraboya. Cuando llegamos bastante cerca de la puerta del pasillo, ¡allí estaba el bote, en efecto! Yo apenas lo distinguía. Me sentía realmente agradecido. Dentro de un segundo, habría estado a bordo del bote, pero justo entonces se abrió la puerta. Uno de los hombres sacó la cabeza, a menos de un metro de donde estaba yo, y me creí perdido; pero volvió a meterla, y dijo:

—¡Bill, quita de ahí esa maldita linterna!

Tiró un saco de algo dentro del bote, y luego se metió y se sentó. Era Packard. Luego salió Bill y él se metió. Packard dijo, en voz baja:

—Listos… ¡Desatraca!

Apenas podía agarrarme a las contraventanas, de tan débil que estaba. Entonces Bill dijo:

—Espera… ¿Le has cacheado?

—No. ¿No lo hiciste tú?

—No. Seguro que tiene su parte del dinero todavía.

—Bueno, entonces, sígueme; no vale coger las cosas y dejar el dinero…

—Oye, ¿no le hará sospechar qué es lo que vamos a hacer?

—Tal vez no. Pero tenemos que llevarnos el dinero en todo caso. Vamos.

Así que salieron del bote y se metieron en el barco.

La puerta se cerró de golpe porque estaba al lado que sobresalía del agua, y medio segundo después yo salté al bote y Jim me siguió dando tumbos. Saqué el cuchillo y corté la cuerda, y nos fuimos de allí.

No tocamos un remo; tampoco hablamos ni un susurro; apenas respirábamos. Fuimos deslizándonos de prisa por el agua, en un silencio absoluto, más allá del tambor de la rueda de paletas, más allá de la popa; después de un segundo o dos estábamos cien metros río abajo, y la oscuridad absorbió hasta el último rastro del barco naufragado, y nosotros estábamos a salvo y lo sabíamos.

Cuando ya nos encontramos a trescientos o cuatrocientos metros río abajo, vimos que aparecía la linterna un segundo como una pequeña chispa de luz en la puerta de la cubierta superior, y supimos que esos bellacos habían echado de menos su bote, y que empezaban a entender que se encontraban ahora en tantas dificultades como Turner.

Luego Jim manejó los remos, y nos lanzamos en busca de nuestra balsa. Entonces, por primera vez, comencé a preocupar me por los tres hombres…, creo que no había tenido tiempo antes. Comencé a pensar en lo espantoso que era, incluso para asesinos, verse en un apuro semejante. Me dije a mí mismo: no se puede saber, tal vez yo mismo podría llegar a ser asesino algún día, y en ese caso, ¿me gustaría que me pasara? Así que le dije a Jim:

—En cuanto veamos la primera luz, nos pegamos a tierra cien metros aguas abajo o aguas arriba de un sitio en el que tú y el esquife podáis quedar bien escondidos, y entonces buscaré a la gente y les contaré alguna historia, y haré que alguien vaya en busca de esos hombres de la cuadrilla, para que los saque del lío, y para que los puedan ahorcar cuando llegue su hora.

Pero esa idea no valió para nada; porque poco después empezó la tormenta otra vez y peor que nunca. Caía la lluvia y no se veía ni una luz; seguro que todo el mundo estaba en la cama. Seguimos corriendo rápido río abajo, buscando luces y también nuestra balsa. Después de un rato largo, amainó algo la lluvia, pero quedaron las nubes, y los relámpagos seguían gimiendo, y pasado un rato un destello nos mostró una cosa negra flotando delante, y nos lanzamos hacia ella.

Era la balsa, y nos dio muchísima alegría trepar a bordo de ella otra vez. Ahora vimos una luz en la orilla de la derecha, muy lejos. Así que decidí ir hacia allá. El esquife estaba lleno del botín que aquella cuadrilla robó abordando el barco naufragado. Rápidamente lo amontonamos encima de la balsa, y le dije a Jim que flotara aguas abajo y que mostrara una luz cuando le pareciera que había avanzado unas dos millas; y que la mantuviera encendida hasta que yo llegara; luego cogí los remos y me alejé hacia aquella luz. Cuando estaba llegando, se vieron tres o cuatro luces más, arriba en la ladera de una colina. Era una aldea. Me acerqué a la orilla antes de llegar a la luz y levanté los remos y seguí flotando. Al pasar la luz, vi que era una linterna colgada del asta de la bandera de un transportador de doble casco. Corrí alrededor, buscando al vigilante, preguntándome dónde dormiría; al poco rato le encontré descansando en los abitones de proa, con la cabeza entre las rodillas. Le di en el hombro dos o tres empujones, y me puse a llorar.

Se despertó algo sobresaltado, pero al ver que solo era yo, bostezó y se estiró bien, y luego dijo:

—Hola, ¿qué pasa? No llores, chaval. ¿Qué ocurre?

Dije:

—Papá y mamá y mi hermana y…

Entonces empecé a sollozar. Él me dijo:

—Anda, muchacho, no te pongas así; todos tenemos que tener penas, y esto saldrá bien. ¿Qué les pasa?

—Están…, están… ¿Es usted el vigilante del barco?

—Sí —dijo, con bastante satisfacción—. Soy el capitán y el dueño y el maestre y el piloto y el vigilante y el marinero principal de cubierta; y a veces soy la carga y los pasajeros. Pero no soy tan rico como el viejo Jim Hornback, y no puedo ser tan maldito manirroto y bueno con todo el mundo como es él, y tirar el dinero por ahí como lo hace él; porque yo digo: lo que a mí me va es la vida de marinero, y malhaya sea si viviera a dos millas del centro, donde nunca pasa nada, ni por todo el dinero que tiene él y mucho más encima. Digo yo…

Le interrumpí por fin y dije:

—Están en un apuro espantoso, y…

—¿Quiénes?

—Pues, papá y mamá y mi hermana y la señorita Hooker, y si usted pudiera ir en su transportador y subir allí…

—¿Dónde? ¿Dónde dices que están?

—En el barco naufragado.

—¿Qué barco?

—Pues, no hay más que uno.

—¿Qué? ¿Quieres decir que están en el Walter Scott?

—Sí, señor.

—¡Dios mío! ¿Qué hacen allí? ¡Por el amor de Dios!

—Bueno, no fueron allí aposta.

—¡Ya me imagino!… ¡Pero, por los clavos de Cristo, no hay esperanza para ellos si no se van de allí en seguida! Pero ¿cómo diablos se han metido en este lío?

—Muy fácil. La señorita Hooker estaba de visita en el pueblo…

—Sí, en Booth’s Landing. Sigue.

—Pues, estaba de visita en Booth’s Landing, y justo al oscurecer salió con su criada negra y empezó a cruzar en el transportador de caballos, para pasar la noche en casa de una amiga suya, la señorita…, no sé cómo se llama, no me acuerdo del nombre…, y perdieron el remo-timón, y el barco viró en redondo, y se fue a la deriva, popa delante, unas dos millas, y chocaron con el barco naufragado, y el barquero y la negra y los caballos se perdieron, pero la señorita Hooker se agarró y trepó al barco naufragado. Bueno, pues una hora después del anochecer, nosotros pasamos en la chalana, y era tan oscura la noche que no vimos el barco hasta que estábamos casi encima, así que chocamos nosotros; pero todos nos salvamos menos Bill Whipple… Ay, era el hombre mejor del mundo… Mire, de veras que casi preferiría que me hubiera pasado a mí…

—¡Cielos! Es la cosa más rara que he visto. ¿Y qué hicisteis luego?

—Pues gritamos y gritamos, pero es tan ancho allí el río que no pudimos hacernos oír. Así que papá dijo que alguien tenía que llegar a tierra y pedir ayuda de alguna manera. Yo era el único que sabía nadar, así que me eché rápido al agua, y la señorita Hooker dijo que si no encontraba ayuda antes de llegar hasta acá, que viniera y buscara a su tío, y que él arreglaría el asunto. Tomé tierra cerca de una milla aguas abajo, y he tardado mucho, tratando de convencer a la gente de que hiciera algo, pero me dijeron: «¿Qué? ¿En una noche como esta y con esa corriente? No es posible, vete a buscar el transportador». Ahora si usted quisiera ir…

—¡Por Dios! Me gustaría hacerlo, maldita sea; y creo que lo haré; pero quién diablos va a pagarlo. Tú crees que tu papá…

—Ah, por eso no pase cuidado. La señorita Hooker me dijo, claramente, que su tío el señor Hornback…

—¡Válgame Dios! ¿Ese es su tío? Mira, vete corriendo hacia esa luz de allá lejos, y tira al oeste al llegar allí, y como a un cuarto de milla afuera encontrarás la taberna; diles que te lleven volando a la casa de Jim Hornback; y él pagará la cuenta. Y no te entretengas ni un momento, porque él querrá saber las noticias. Dile que tendré a salvo a su sobrina antes de que él pueda llegar al centro. Anda, corre; yo voy acá a la vuelta de la esquina, a despertar a mi maquinista.

Salí corriendo hacia la luz, pero tan pronto como dobló la esquina, yo me di la vuelta y me metí en el esquife y achiqué el agua, y luego fui remando unos seiscientos metros río arriba en las aguas mansas, y me escondí entre unos barcos cargados de madera; porque no podía estar tranquilo hasta que viera salir el transportador. Pero bien mirado, yo me sentía bastante a gusto a causa de todas las molestias que estaba pasando por esa cuadrilla; porque no hay muchos que lo hubieran hecho. Me habría gustado que la viuda lo supiera. Juzgué que ella se sentiría orgullosa de mí, por ayudar a esos bribones; porque son los bribones y los gorrones la clase de gente de que más se preocupan la viuda y las otras buenas personas.

Bueno, antes de que pasara mucho rato, ¡vi venir el barco naufragado, oscuro y triste, deslizándose río abajo! Sentí una especie de escalofrío, y luego me lancé acercándome hacia él. Estaba muy sumergido, y vi pronto que no había muchas esperanzas de que nadie estuviera vivo dentro. Di una vuelta alrededor del barco y grité un poco; pero no hubo respuesta; todo estaba en un silencio de muerte. Me sentía algo abatido por lo que le habría pasado a la cuadrilla, pero, la verdad, no mucho; porque pensé que si ellos podían soportarlo, también podría yo.

Luego vi venir el transportador; así que fui remando hacia el centro del río con un rumbo al sesgo, aguas abajo; y cuando creí que ya estaba fuera del alcance de su vista, levanté los remos y miré atrás y vi al transportador husmeando alrededor del barco naufragado, en busca de los restos de la señorita Hooker, porque el capitán sabía que los querría recuperar su tío el señor Hornback; y yo me puse a trabajar con los remos y volaba río abajo.

Me pareció que había pasado un tiempo larguísimo hasta descubrir la luz de Jim; y cuando la distinguí, se veía como a mil millas allá lejos. Ya cuando llegué, el cielo empezaba a agrisar un poco en el este; así que remamos hacia una isla, escondimos la balsa, hundimos el esquife, nos acostamos y caímos dormidos como muertos.

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